Bosque Fantasma

Rad frunció el ceño ante las primeras palabras de Tayron, aunque permaneció en silencio. Luego escuchó el resto de sus palabras. No había querido pensar en los futuros cosechados, por una vez en su vida había escogido el camino fácil. Darse cuenta de eso le llenó de vergüenza. ¿Cómo podía evitar semejante dilema?

La creencia de que nadie podía hacer nada por los cosechados era absurda, ridícula y conformista. Claro que se podía. Podías probar suerte con el Trono Sagrado. Podías intentar hacerte con el gobierno de la ciudad. Podías intentar reformar Rocavarancolia. O podías aceptar su brutalidad.

El astrario cerró los ojos. Sabía cuál sería su camino. Podía sentir compasión, pero muy por encima de eso estaba su terror primario e instintivo a morir.

—Hay alguna que otra cosa que puedes hacer por los cosechados, ¿lo sabes, verdad? Aunque todas son en extremo peligrosas —iba a tardar meses en aceptar la decisión que acababa de tomar, lo sentía en los huesos—. ¿Seguirías alguno de esos caminos, Tay?

El peso del diálogo que estaban tomando comenzaba a afectar al belga, que aún así creía necesaria una conversación de ese calibre. Después de tanto tiempo peleando por sobrevivir con uñas y dientes como criaturas recién nacidas en la selva más peligrosa del mundo lo habían conseguido, dejando una ristra de cadáveres a su paso que se le hacía difícil rememorar, a veces cuando cerraba los ojos casi no recordaba los rasgos de Nad, en su lugar tenía grabado a fuego su cabeza desparramada por el suelo. Y cada vez estaban más cerca de la siguiente horda de niños asustados, Tayron se sentía más parte de ellos que de cualquier veterano en la ciudad, y eso era difícil para alguien que ahora poseía los privilegios de un ciudadano de pleno derecho, fueran los que fueran.

Miró a su amigo fijamente, como si intentara comprender si de verdad le habría preguntado eso pero sin perderse en su piel azul oscura ni sus pecas. Claro que conocía todas las maneras que tenía de protegerles, pero eran las mismas que acabar condenado. Ahora comprendía mucho a mejor a las personas con las que se había cruzado como cosechado pero de todas maneras enfrentarse a algo así era imposible, y menos aún con su destreza, todavía no era el gran hechicero que quería ser.
—No —respondió tajante—y espero que tú tampoco ¿verdad? —sin embargo... ¿cuál sería su reacción a niños siendo devorados ante sus ojos? Esperaba no tener que cruzarse con el dilema. El lémur agachó la mirada antes de continuar caminando con voz sombría— me temo que solo podré ayudarles después de muertos.

El astrario sonrió ante la advertencia de su amigo. Aquella, suponía, era una decisión que todos debían tomar antes o después. Y, una vez tomada, lo único que quedaba era vivir con las consecuencias, hasta el final. Fuera lo difícil que fuera.

—No, no voy a hacer nada que vaya en contra de la criba —suspiró—. Y si no vamos a hacer nada por los cosechados lo único que nos queda es… aceptar su sufrimiento —se daba cuenta de la hipocresía y cobardía que estaba exhibiendo, pero después de tanto tiempo había aprendido que a veces se es incoherente, y que valoraba más la belleza de su existencia que ser firme hasta el final—, por difícil y cobarde que sea aceptar semejante horror. La única alternativa que se me ocurre es consumir nuestras vidas en culpabilidad y dudas. Y yo, al menos, me niego a hacer eso.

Le miró con interés, y un pequeño poso de incomodidad, ante sus últimas palabras. ¿Ayudarles tras la muerte? ¿Un lémur? ¿Había forma de usar sus poderes para el bien?

Esperaba que sí.

—¿Tú puedes… ayudar a los… fantasmas?

Tayron suspiró aliviado con la declaración del astrario, sabía que las imprudencias no eran propias de él pero se alegraba de asegurarse que no iba a ponerse en peligro. Por otra parte aquello lo ponía triste igualmente.
—Parece que nos tienen cogidos por los huevos... ¿eh? —luego asintió, él también se negaba a consumir su vida pensando en la de los demás cuando no podía hacer nada por ellos, pero no era tan fácil como ignorar a las personas en guerra y desfavorecidas de su mundo.

La siguiente pregunta le pilló algo desprevenido aunque no debía, la mayoría de sus amigos no habían mostrado interés por su transformación, al menos en su cara y de manera directa. Su mirada pareció distante unos segundos, incapaz de hablar sin balbucear y encontrar las palabras adecuadas. ¿Era capaz de ayudarles?.
—No lo sé —al final fue sincero— quiero creer que sí. Quizá no solo pero si se diera el caso... Dafne y yo podríamos intentar ayudar tras... el recibimiento de la persona a cargo del consejo, claro. Ella es las que más puede entender la situación y yo... puedo evitar con mi poder... que hagan locuras sin saberlo, como quedar atrapados en la habitación infinita —chasqueó la lengua, sentía más compromiso de actuar e involucrarse con alguien que había regresado de la muerte que con los propios cosechados en sí que sobrevivieran a la criba, ya que su condición como lémur le hacía estar conectado a la muerte de una manera muy diferente— es una puta mierda, pero si no hiciera eso con mi don ¿qué otra cosa puedo hacer? —bufó— no me gustan el resto de alternativas.

—Desde cierto punto de vista es nuestro propio miedo a morir el que nos tiene pillados —soltó una risita, rascándose la nuca—. Al fin y a cabo como poder se podría conseguir, simplemente lo más probable, con mucha diferencia, es morir.

Escuchó con atención su explicación ante su don. Por una parte le aliviaba saber que su amigo no quería lanzarse a esclavizar no-muertos, que buscase alguna forma más o menos ética de usar sus capacidades. Por otra parte… ¿Seguro que eso era una forma correcta de gobernar fantasmas, y no simplemente una racionalización de la misma esclavitud que quería evitar? Gobernar al esclavo por el propio bien del esclavo era una forma común de justificar la propia esclavitud.

Por otra parte, en Rocavarancolia, quizás lo mejor a lo que se podía aspirar era a racionalizar.

—No sé qué puedes hacer, lo admito. No creo tampoco tener la autoridad moral para censurar el camino que sea que elijas —lo cual no significaba que no fuera a incomodarle. Tenía la sensación de que ya había dicho aquello, quizás con otras palabras, o peor explicado—. Aun así… me alegra que busques alternativas sin renunciar a lo que eres.

Rádar aseguraba que no sabía lo que podía hacer y aunque no dijo nada sobre eso Tayron se preguntó a qué se refería. ¿No sabía que podía hacer por ellos? ¿O no sabía de qué iba su transformación?. Aquello último significaba que no habría investigado a fondo sobre los lémures y tratándose del astrario debía implicar cierta incomodidad de por medio. O al menos eso es lo que pensaba el belga mientras escuchaba a su amigo con atención.

—No, no la tienes —diría sin sonar cortante— viviendo aquí no sé si alguno de nosotros la tiene en realidad.

—A veces desearía renunciar a lo que soy —Tay sentía una profunda envidia hacia los poderes de todos sus amigos, desde los licántropos a los brujos. Así que no se cortó en preguntar— ¿hay alguna parte de ser astrario que te cause dolor? Incomodidad... ya sabes, cualquier mierda. Porque me pareces un tipo afortunado Rad.

La verdad era que a Rad le apenaba un poco aquel deseo de Tayron. Y, a la vez, lo comprendía, porque su transformación le pedía mucho. Quizás la peor parte era esa: que a algunos su auténtico ser solo les regalase, no les exigiese, y a otros les pidiera renunciar a todo para ganarlo todo. Y, sin embargo, no dejaba de ser algo brutalmente realista.

Pensó en la pregunta. ¿Tenía algo que le causara dolor en lo que era? Pensó en su tendencia a filosofar, a ahogarse en dudas… Pero no. Fuera por su transformación o por él mismo, hubiera límites o no entre ambos conceptos, no renunciaría a aquella predisposición. Solo el que pregunta continuamente podía mejorar las respuestas que tenía, y no iba con él eso de cristalizar su forma de ver el mundo para aumentar su comodidad.

—No, no hay nada en mí que genere sufrimiento —se pasó una mano por la cara, resoplando. A veces tenía la sensación de que sería más fácil si tuviera que hacer algo horrible. Así, al menos, acompañaría a sus amigos en su ida al infierno—. No sé qué decirte… Entiendo por qué desearías renunciar a lo que eres, probablemente a mucha gente de Rocavarancolia (y qué narices, de fuera de ella también) le encantaría hacer lo mismo, pero nos guste o no carecemos de esa elección — cuando miró al lémur su tono adoptó un tono de ligera, muy ligera, solemnidad—. Lo único que podemos hacer es elegir en qué y cómo plasmar nuestro interior. No podemos definir nuestra mente, pero sí podemos elegir qué cosas hacer, y qué cosas no.

O, al menos, eso esperaba y deseaba.

Tay sentía una envidia clara, eso no significaba que no se alegrara por Rádar cuando afirmó que ninguna parte de su naturaleza le causaba sufrimiento. Era un astrario dichoso, cierto. Pero por encima de eso era su amigo. Tayron mostró una expresión afable antes de pasarle el brazo por los hombros unos segundos, no quería que su pregunta pareciera maliciosa.
—Eso está de puta madre, colega —aseguró cuando vio que se pasaba una mano por la cara y resoplaba— uno de nosotros tenía que tener suerte, ¿no?. A lo mejor eres el encargado de mantenernos con los pies en la tierra, siempre se te ha dado bien razonar.

Cuando el carabés terminó de hablar se ahorró varios comentarios por su parte. Consideraba que se equivocaba. Él no podía elegir atraer a los fantasmas allá dónde se encontrara, o que se sintiera más completo y cargado de energías al robar las reservas mágicas mirando directamente a los ojos. Tampoco escogió sentir presencias de manera constante sin llegar a acostumbrarse nunca. Aunque ir a Rocavarancolia sí fue decisión suya, quizá era una consecuencia de su propia elección, pero preguntarse eso era demasiado complejo para el lémur, que no quería pensar mucho en el pasado o lo que podría haber evitado.

El astrario se quedó mirando a la nada. ¿Él era el menos o el más afortunado de todos? No lo sabía. Por una parte no había ninguna parte en su ser que le hiciera más fácil tragar con la extraña escala de valores de Rocavarancolia. Por otro lado, bueno… No había ninguna parte en su ser que le hiciera más fácil tragar con la extraña escala de valores de Rocavarancolia.

No sabía si era bueno o malo. Solo sabía que le permitía llevar aquel cambio, fuera cual fuera, con la velocidad que él decidiera.

Le habría gustado exigir un adulto que le sacara de todos estos atolladores. Y, sin embargo, no podía. No solo porque fuera imposible, sino porque sería también (y sobre todo) irresponsable. Él era el adulto. Y suya era la responsabilidad de hacerse un hueco en el mundo. Suyo era el deber de adaptarse a él sin perderse en el proceso. O, al menos, de decidir qué debía perder y qué no.

—Quizás, pero también tendréis que poner de vuestra parte. Al final, de una forma u otra, todos tendremos que aprender a escoger nuestro propio camino. Ni podemos ni debemos dejar semejante decisión en manos de otros.

Sonrió con suavidad. Así era la vida, y no había más solución que tirar para adelante.

La expresión de Tayron cambió repentinamente por un instante antes de volver a la normalidad. Parecía caer en un bucle con respecto a su amigo pues era muy fácil decir que todos debían poner de su parte cuando él no parecía sufrir los cambios e imposiciones de su transformación de manera equiparable. Y de la misma forma tampoco podía culparle de aquella línea de pensamiento, había sido una broma pero Rádar estaba en lo cierto, él no tiraría del carro de nadie y el lémur opinaba que aquello era lo correcto. ¿Pero pensaría lo mismo si viera a uno de sus amigos desviarse?.

—Ey, quizás deberíamos ir volviendo —le diría de manera amistosa, resultó una charla muy interesante y ahora se sentía más cercano del carabés y con lo que pasaba por su mente—no creo que existan bestias asesinas de novatos recién cambiados en concreto... pero por si las moscas tío, se empieza a hacer tarde.

Y de pronto no estaba en el torreón, ni en ningún sitio que conociera. Recordaba lo que el ser había dicho sobre laberintos y que pronto estaría con ella. ¿Qué sentido tenía aquello? Estaba vulnerable, incapaz de moverse, podía haberla matado como hubiese querido… y no lo había hecho. Si era una especie de broma cruel, no la entendía. ¿Qué ganaba llevándola a otro lado? Esperaba al menos que alguien hubiera cerrado el puente para mantenerlo a raya, aunque visto que podía teletransportar a la gente de esa manera tan sencilla, seguro que podría hacer lo mismo él y llegar dentro igual.

Poco a poco empezó a recuperar el control de su cuerpo, y pudo ponerse en pie de una vez. Miró a su alrededor para encontrar paredes y paredes, en lo que parecía era el laberinto del que hablaba el ser. Observó las paredes con curiosidad, tratando de distinguir la calle al otro lado que se medio percibía por la traslucidez, pero o estaba en un lugar totalmente desconocido o las calles de Rocavarancolia eran tan parecidas que podría ser la de al lado del torreón, con aquella distorsión no podía estar segura.

Por suerte para ella, la lanza había acabado a su lado. No sabía si había sido casualidad, suerte, que la llevase firmemente agarrada o que el monstruo tuviera tanta confianza en él mismo como para dejársela, pero tanto daba. Armada y de pie, el miedo se diluía lo bastante por el orgullo de poder plantarle cara. ¿Quería jugar con ella antes de matarla? Podía vivir (o más bien morir) con aquello mucho mejor de lo que lo haría con una muerte rápida en el suelo, desde luego. Podía enfrentarse a él, plantarle cara, y si conseguía hacerle sangrar antes de morir, se consideraría bastante digna para la ciudad, aunque no hubiese pasado todas las pruebas.

Apretó los labios para concentrarse, tratando de estimar cuánto tiempo tendría. No iba a esperar a que aquella cosa volviese para empezar a moverse, pero no pensaba ir a lo loco para perderse aún más. No papel para hacer un mapa del laberinto, pero podía intentar recorrerlo de manera sistemática al menos, asegurándose de al menos no pasar dos veces por los mismos callejones sin salida. Agarró la lanza con fuerza en la mano derecha, mientras la izquierda la situaba en la pared del mismo lado del laberinto, y echó a andar.

Al menos aquella cosa tenía razón respecto a ella: era interesante.

No le dio tiempo a llegar demasiado lejos antes de que esa cosa volviese, justo enfrente. Le apuntó con la lanza, más como precaución para que no se acercase que como un ataque, aunque no estaba segura de que realmente fuera útil. Era instinto más que lógica, pero tampoco podía hacer nada más.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó en cuanto tuvo tiempo.

Aquello no le gustaba nada, pero que supiera su nombre completo era probablemente lo peor de todo. Si había salido de la gema aquella no tenía motivos para conocerlo, y es que solo se había presentado así el primer día en la plaza. Su expresión apenas varió, pero en su mente los engranajes se movían a tal velocidad que bien podrían haber prendido fuego a toda la maquinaria. Que desapareciese de golpe y, sin apenas tiempo a nada, apareciese a su espalda, no mejoraba la situación en nada. Se giró con brusquedad, la lanza por delante. Podría atacarle, pero una sola mirada a sus ojos le borró la idea de la mente con tanta o más rapidez de la que aquella cosa se había teletransportado.

Si no apartaba la mirada era por cabezonería pura, no quería ceder al mal rollo que daban aquellas pupilas en forma de reloj de arena. ¿Por qué tenía tan claro que iba a morir y por qué el ser actuaba como si esa no fuera su intención? Por suerte aquella cosa se alejó relativamente rápido, prometiendo que toda Rocavarancolia acababa de olvidarla. No tenía manera de saber si era mentira, pero viendo el despliegue de poder con teletransportaciones, a Kalna no le quedaba más remedio que creérselo, aunque en aquellos momentos su cerebro no lo terminaría de procesar del todo. La sensación de peligro inminente no era precisamente el momento de comprender el peso de aquellas noticias, y ya tendría tiempo de hacerlo... si es que salía viva de allí.

«No me interesa ser tu amiga», pensó, aunque sabía que muy probablemente aquella sugerencia no fuese más que algo irónico. No sabía por qué de un demonio tan poderoso esperaba grandilocuencia y saber estar, y no aquella actitud de crío impertinente con malos modales y vocabulario que podría tener cualquiera, pero la disonancia que le generaba no ayudaba en nada a tranquilizarla.

—¿Qué me has hecho? —exigió saber, aunque sabía que no estaba precisamente en posición de exigir nada—. ¿Y por qué no me has matado?

Necesitaba respuestas, porque no estaba entendiendo absolutamente nada, pero no es que viera a Mara como precisamente alguien que fuera a resolvérselas.

Casi hubiera preferido no preguntar, porque aunque era tranquilizador saber cómo el demonio sabía su nombre, no era nada tranquilizador que fuese porque podía leerle los pensamientos o enredar en sus recuerdos o lo que fuera que hacía concretamente. «Eso era obvio», pensó con acritud ante su aclaración sobre el laberinto, como si su explicación hubiera sido una manera velada de llamarla estúpida, implicando que no se había dado cuenta de que lo era.

Le miró fijamente mientras hablaba, sin reaccionar. Aria estaba muerta, pero eso le daba incluso más igual que la muerte de Serena; no había el peligro de un envenenamiento y no era como si alguien fuese a atacarla aún más. Estaba sola en un laberinto hecho por un demonio y nadie iba a recordarla, no era como si las cosas pudieran ir mucho a peor, ni siquiera cuando el demonio veía todo como una especie juego retorcido.

No sabía cuánto podía fiarse de su palabra, pero suponía que muy poco, así que Kalna cogió con pinzas eso de que no iba a haber nada que pudiera matarla. Al menos hasta que el demonio dijo que si moría sería por su propia incompetencia. No iba a dejar que un ser más cabra que humanoide cuestionase sus capacidades que aquella forma, tenía demasiado orgullo para eso.
—Bien, Mara. Juguemos entonces —se tomó aquello como un reto, un desafío personal del que pensaba salir victoriosa.
Si en algún momento se había llegado a preguntar por qué era ella y no Aria la que estaba allí, era algo que no necesitaba plantearse de nuevo: no tenía ningún interés desafiar a alguien con los niveles de estulticia que había demostrado la humana en vida.

Solo cuando dio la conversación por terminada, Kalna empezó a andar. Tenía muchas más dudas, pero sabía que no iba a obtener muchas más respuestas, al menos por el momento. Usando la pared izquierda como guía, recorrió el laberinto con calma, sin importarle lo que tardase. Si no iba a lo loco sin pensar, antes o después encontraría la salida, cosa que acabó sucediendo. La vista de lo que de primeras parecía una especie de bosque le señaló que no estaba en ninguna zona que conociese de la ciudad, por lo que trató de dar la vuelta y llegar a otra posible salida del laberinto en una calle que sí conociera.

«¿Otra vez aquí?», pensó al encontrarse frente al mismo árbol; aquella forma era difícil que se repitiera más de una vez. Que el bosque fuera traslúcido, ahora que se fijaba con más detalle, no ayudaba a la sensación de estar profundamente perdida en aquella ciudad.
—¿El bosque este es también cosa tuya? —preguntó al aire, sin mirar si Mara seguía por allí o no, y se arrepintió al momento de haberlo hecho. Era un niñato que no respondería más que algún vacile, al fin y al cabo, aunque un niñato muy poderoso por lo que había visto hasta ahora.

Lo que tenía claro era que no iba a perder más tiempo buscando otra salida, ya que tenía pinta de que iba a acabar otra vez en el mismo sitio. Con la lanza preparada se acercó despacio al árbol y a la roca partida que había debajo. Alguna pista tendría que haber por algún lado para salir de aquel sitio o seguir con lo que fuera que Mara tenía pensado, pero cualquiera de las dos le servían por el momento.

Por suerte o por desgracia para Kalna, Mara seguía allí. De hecho, no parecía haberse ido en ningún momento, pero había estado tan centrada en salir del laberinto que le había ignorado por completo.

Sin duda “Bosque Fantasma” era una buena descripción. No se parecía en nada a los cuidados jardines de las ciudades libenses, con sus árboles y sus flores elegidas en la composición y bien mantenidos. Era más similar a los bosques del exterior, en las montañas, en los que todo crecía sin orden establecido. Las yemas de sus dedos se posaron en el tronco más cercano, y al igual que con las paredes del laberinto, estas chocaron como si realmente fuese físico. Lo que no esperaba era que la ilusión, o lo que fuera, estuviera tan bien construida como para que incluso pareciera corteza al tacto. No sabría si llamarlo "perfecto", pero podía concederle a Mara que estaba logrado: no le sorprendería encontrarse con un jabalí, translucido o no, por ahí.

Miró el camino que Mara mencionaba, sin tenerlas todas consigo respecto a si era una buena opción hacerle caso, porque aquellas “pistas” no tenían para ella ningún sentido: ¿cómo se suponía que iba a saber por dónde ir si no sabía nada de aquel ser y por lo visto iban pasando por lugares que a él le importaban? Tampoco es que tuviera una opción mejor, porque aquella zona, si no era cosa de Mara, sí le era totalmente desconocida, y tomase el camino que tomase no iba a saber dónde acababa.

Se separó del árbol en forma de Y, ignorando de nuevo la presencia de Mara, y se internó por el camino que le había señalado.