Torreón Maciel (Archivo VI)

Cío malamente fue consciente de cómo se sentía Archi, porque en cuanto asintió a su última propuesta se dirigió hacia el pasillo, murmurando una despedida. Puso rumbo al patio directamente, suponiendo que no había mejor aire fresco que el viento que se levantaba por las noches. Era, efectivamente, mucho más fácil de respirar, el frío lo hizo espabilar rápidamente.

Su cabreo con Archi fue fácil de aplacar. Para empezar, los botes eran suyos. De no haber sido por él ni siquiera habrían tenido con qué hacer mantenimiento alguno. Podría haber elegido incluso no compartirlos, pero evidentemente no iba a ser así. Nadie era especialmente culpable de que un animal se colase en el torreón y rompiese algo, él era tan culpable como podía serlo Archi, o incluso cualquier otro.

Pero saber eso no ayudaba en lo más mínimo, porque no tenía nada lógico a lo que echarle la culpa. Iba a ser como volver al comienzo, pero peor. No solo no podría aportar nada al grupo, sino que encima iba a ser una carga. El motivo de mayor peso que había tenido para esforzarse en hacer algo de provecho era no quedarse atrás, y no ser un mantenido. En momentos como aquel volvía a echar de menos tener uñas que morderse. Su papel en el grupo no dejaba de ser algo secundario, a fin de cuentas no era como si fuesen a echarlo a patadas, por lo que no era realmente lo peor del asunto. Simplemente veía el futuro bastante negro. Cada vez que había afirmado que seguiría moviendo los brazos “hasta que reventasen” lo decía como una posibilidad, no como una certeza. El resquicio que lo salvaba un poco de desesperarse era que su brazo derecho no tenía por qué dejar de moverse si eran cuidadosos con el reparto y él con lo que hacía. No debería salir del torreón para cuando estuviese tocado, y la idea era deprimente, pero al pasar el año volverían a moverse bien con un mantenimiento regular.

Fue pensando en cómo proceder. Inmovilizaría el brazo cuando llegase al punto de sentir los roces, con tal de no estropear las articulaciones. Para cuando terminó de contemplar todas las posibilidades, estaba más tranquilo, pero tremendamente desanimado. Y helado. Volvió al torreón con pasos silenciosos, pasando de largo del salón al notar que el brasero ya prácticamente se había apagado. No le quedó otra que arrebujarse entre las mantas, temblando no sabía si de frío o nervios, pero suponía que esencialmente lo primero. No se pudo decir que durmiera gran cosa esa noche. Para cuando entró en calor no faltaba nada para el amanecer, y por tanto no se levantó a la hora que solía. Cuando bajase, comunicaría que no se encontraba del todo bien para salir, aparte de por el cansancio, por los estornudos que se le escapaban a cada rato. Se preguntó si ya estaba sintiendo miedo de forzar los brazos durante la salida. También si debería poner a los demás al corriente antes de que hiciese evidente.

Cuando Archi se acercó tendiéndole el botecito lo cogió sin decir nada. Mientras Archi lo miraba a él, Cío miraba el bote, inexpresivo, hasta que cerró la mano en torno a este y se lo metió en el bolsillo.
―Espero que haya suerte en la salida ―le deseó―. Procura no volver hoy también para el arrastre. ―Lo cierto era que le habría gustado ir a él también. Se despidió de todos los demás con una fórmula parecida y una palmada en el hombro para el aprendiz y se fue a revolver en las cestas para sacar de ellas su desayuno. Aunque antes tuvo que pararse a buscar el pañuelo más cercano.

Le sonrió estúpidamente a Taro antes de sonarse una vez más.
―Qué va, esto no es nada. No habría pasado si llevase puesta la ropa que debía. ―Y era verdad, pero no iba a enfundarse el traje térmico solo para salir al patio―. No importa ―respondió con voz nasal cuando comentó que a lo mejor con magia se podía curar―, me lo tengo un poco merecido, no es para tanto. Seguro que todos van a volver agotados y a lo mejor el enano no lo ha estudiado. ―Le señalo el cítrico que estaba comiendo, como si equivaliese a tomarse la medicina, y terminó el último gajo antes de ponerse a recoger la mesa, lavándose después las manos en el barreño de la cocina. El irrense estaba un tanto retraído pero, al final, logró caer en el desánimo de Taro. ¿Él también deseaba poder hacer magia? Parecía aún más dolido desde que había cogido el libro. «Ya, ¿y qué le digo? “Anímate, ya somos dos”. Jodidamente útil».

―Déjame eso un momento ―pidió, señalándolo―. Hace eones que no hago ninguna prueba, ¿sabes? Al principio lo intentaba cada dos por tres, «seguro que estoy haciendo algo mal» pensaba. ―Buscó el único hechizo que había llegado a aprenderse de verdad y lo miró fijamente―. Ya sé que no va a cambiar nada, pero en esta ciudad pasan cosas lo suficientemente raras como para que lo siga intentando.
Y, por supuesto, fue un fracaso rotundo. El irrense añadió un «tachán» tras el truco inexistente, burlándose de sí mismo, instando al carabés a reírse de la inutilidad.

―Igual, igual no te petan. Pero a efectos prácticos viene a dar ahí ―respondió, encogiéndose de hombros―. Si aún puede cambiar la cosa me parece que ya voy estando fuera del rango que dices ―admitió, no sin desánimo―. ¿Pero qué hay de ti? ¿Vas probando a ver si suena la flauta?

Inconscientemente había metido la mano en el bolsillo donde estaba el botecito de aceite, una especie de comprobación de que seguía allí. Después la metió en el otro, pero para sacar el pañuelo y retregarselo una vez más contra el hocico.

Cío asintió a lo que decía Taro, de nuevo preguntándose qué clase de mundo era aquel donde se daban tales elitismos. Aunque si la separación era magia y no magia, podía entender cómo había surgido, pero seguía sin ser justo. Le pasó el libro, y mientras el carabés lo memorizaba Cío terminó vagando por su ordenador para pasar el rato, apagando la pantalla con un toquecito en cuanto Taro iba a comenzar. El resultado fue el mismo y, al igual que en la representación anterior, el irrense fue el que aportó el breve aplauso tras el final del “truco”.
―Bravo, bravo. Somos fenómenos, hacemos desaparecer la magia. Deberíamos registrarlo. ―Le extraño que el carabés usase el término “putada”, hasta que admitió que no iba en serio. Cío no habría bromeado con eso, ni aunque hacer magia supusiese chapar como no lo había hecho nunca (cosa que le repelía de sobremanera).
―Bueno, las cosas impredecibles es lo que tienen ―dijo―, pero si te quedan dos años sigue probando, menos da una piedra ―trató de sonreírle. Por su parte, el irrense había decidido que no valía la pena seguir intentándolo, aunque probablemente volvería a caer en ello más adelante. La magia, a fin de cuentas, hacía ya tiempo que era una preocupación secundaria para él. Ahora era incluso terciaria.

Al cabo de un rato, estando ya la cocina recogida y todo dicho, fue a sentarse al sofá. La tranquilidad con que había empezado el día haría que se adormilase por momentos, supliendo malamente la falta de sueño.