Faro (Archivo I)

Recuerdo del primer mensaje :

Mónica se rio cuando doña Plumitas bromeó con ella al respecto de su baile de la victoria, momento en que aprovechó para hacer un poco más el tonto y volver a bailotear.

—¿Algún problema con mis maravillosas habilidades de baile, señorita? ¿Tienes envidia? ¿Eh? ¿Eh? —comentó mientras hacía un círculo a su alrededor y daba una palmada al aire.

Se sentía bien bromear. Tras un rato de camino los ojos se desvanecieron y Mónica suspiró, relajada. Siguió caminando en silencio, olisqueando el aire cuando la sorprendió el olor a mar, pero sin decir nada. Comenzaba a tener algo de hambre, así que metió la mano en la mochila, sacó un par de las bolitas que había hecho con fruta y frutos secos y les ofreció a sus compañeros. —¿Queréis? Están ricas.

Finalmente se encontraron frente a un edificio. Un faro. No había posibilidad de error.

—¿Por qué habrá aquí un faro? ¿Necesitan prevenir a los barcos? ¿Habéis visto barcos? —preguntó, desconcertada, más bien para ella que para los demás—. ¿Entramos? —Mon se asomó con mucha precaución a la puerta y susurró— Calimero, Picasso, ¿estáis ahí dentro?

Los motes:

Días pasados por agua fueron los siguientes. Tormentas sobre sus cabezas, olas a sus pies, intensos enjuages mañaneros a diario, telas en remojo para Lorenzo y lágrimas. Los sollozos de las chicas sustituyeron a las risas de la nublina. Agua y lágrimas por doquier.

Por descontado, el humor y los ánimos estaban igual de aguados que los días. La roquense se centraba en tareas rutinarias como cocinar, cuidar de Lorenzo, vigilar el clima, asearse y ejercitarse. Los ratos que se sentía mejor los pasaba con Mónica intentando animarse mutuamente y sobrellevar la ausencia de Lebra como mejor podían.

Y en una de esas estaban, charlando.
—Tus ojos... ¿Te afecta a la visión de alguna forma? Entre los sueños y lo que nos pasa en el cuerpo... Pero mientras no nos afecte, no me preocupa —se encogió de hombros.

Era cierto. Bastante tenía con las legañas que le nublaban la vista en cada despertar como para preocuparse de qué podían ser aquellos bultos. No quería ni pensar en investigarlos más a fondo, es decir, abrirse heridas en ellos para indagar. No obstante, levantó un brazo y apartó un poco las plumas para mostrarle.
—Aparte de estos, por las mañanas tengo muchas legañas. Es lo único que me...

Se cortó al ver que la chica miraba a otra parte. Siguió su mirada mientras comenzaba a tensarse, y al final reparó en lo que había llamado su atención.

Un caracol. No era el primero que veían, pero ese llevaba algo. Tampoco era la primera criatura que acababa en el faro llevando algo consigo. Pero este no se movía e incluso les devolvía la mirada. Se acercó al insecto, desconfiaba, pero la curiosidad era grande. Además, vivía harta de que pasasen cosas. A las malas, podría aplastarlo de un pisotón, ¿no? Asió el lazo y descubrió su contenido.
—Otra carta... Como sea para Fahran la tiro del faro... —masculló. Después, leyó en voz alta—: Siento mucho lo que os ha ocurrido, no os derrumbéis. Ya queda poco...

No se lo creía. Ni por todas sus plumas podía creerse aquello. Le dio la vuelta, la leyó otra vez en silencio, la arrugó en el puño y la tiró contra el suelo. Se fue a la ventana más cercana y estalló contra el viento.
—¿Nos vigiláis? ¿Veis cómo morimos? ¿Y ahora nos mandáis esta mierda de cartucha para quedar bien? ¡Lo sentís menos que la basura corista! ¡Que os jodan, gentuza de mierda! ¡QUE OS JODAN!

Mónica se acercó al caracol con cautela, tras Sinceridad, y asintió con el ceño fruncido a lo que dijo de Fahran. Ya lo que faltaba. Sin embargo, la carta era para ellos. Para todos. Leyó en silencio y por encima del hombro de la roquense la misiva del caracol. La conversación acerca de sus cambios quedó aplazada de inmediato. El arranque de Sinceridad no la sorprendió, pero mientras ella gritaba, la humana solo se agachó a recoger la carta y leerla de nuevo. Una pequeña punzada de rabia se distinguió de nuevo entre el resto del dolor, aunque no tanto como la furia que sentía Sinceridad: extrañamente la carta no la había enfadado tanto como la ausencia emocional de sus otros compañeros de faro. Tal vez porque Mon sí quería pensar que estaba escrita con verdadero sentimiento.

Se acercó a Sinceridad y la abrazó, tratando de tranquilizarla y de apartarla de la ventana. Una vez notó que la roquense respiraba con más tranquilidad, se dio la vuelta.

—Yo me ocupo de esto — comentó mientras recogía al caracol del suelo con un pedacito de tela.

La humana siguió en silencio mientras bajaba con el caracol por la escalera (se cruzó con la ulterana y se ganó una mirada de extrañeza por ello, a lo que ella respondió encogiéndose de hombros y sacándole la lengua). Antes de salir fuera, cogió un pedacito de fruta, y luego dejó de nuevo al caracol en el suelo mientras le ponía la fruta delante.

—Dile a tu amiga que si tanto lo siente nos podía haber ayudado. Vimos morir a nuestra amiga. Llena de sangre. No pudimos evitar su dolor —le dijo con voz fría, aunque sintiéndose un tanto estúpida. Después de todo, estaba hablando con un caracol—. Pero gracias por el pésame. Supongo.

Se marchó de inmediato, sintiéndose tonta, diminuta y vacía, sin dirigirle ninguna otra mirada, y volvió con Sinceridad. No sabía qué decir, de modo que se sentó junto a ella en silencio.

—Todo era mucho más sencillo antes, ¿verdad? —no hacía falta mencionar qué era «antes». Quedaba claro. Antes de Rocavarancolia.

Los motes:

La roquense consiguió calmarse gracias al abrazo de Mónica, pero se quedó golpeando la pared mientras la humana volvía. No se hizo daño, no quería lesionarse las manos, pero aquello era demasiado. ¿A qué criatura se le podía ocurrir semejante desfachatez? No la conocía, no quería su pésame. Y mucho menos si les había observado sin actuar. Como cuando dos presos del Coro se mataban entre ellos en las celdas y después los carceleros daban el pésame a los familiares. Carceleros que no hacían nada por evitarlo. <<Hipócritas>>

Después volvió Mónica. No supo qué responder al principio, pero acabó suspirando.
—Llevo media vida cazando, mintiendo y huyendo, solo que allá era mucho más sencillo en comparación. Aquí, en cambio, no soy nada, solo un insecto más. Sencillo o no, no dejo de perder a gente.

Cuando varios días después apareció otro caracol, Sinceridad se contentó con aporrear la mesa de la cocina. ¿Normas que les impedía recibir ayuda, bajo pena de muerte? ¿Qué desmadre era aquel? Cuanto más sabía sobre la ciudad, menos entendía. Les vigilaban. Y por lo visto había quienes estaban interesados en su supervivencia, pero "alguien" gobernaba y prohibía la ayuda. ¿Por qué? Y, mejor aún, ¿qué le importaba sus vidas a esa gente o a la dueña de la carta? ¿Aparecerían el día de la Luna Roja para darles palmaditas en la espalda después de todo lo que habían visto, sufrido y perdido? <<A mí que no se me acerquen>> pensaba. La de la carta se había despedido con esa idea, es decir, que podría aparecer por el Faro cuando fuera el día señalado. Como le daba curiosidad que alguien mandase cartas con aquellos insectos, quizá, pensaba, no le recibiría a gritos si osase acercarse a ellas. Quizá incluso fuera alguien más hábil que ellas o conociera más conjuros, pero le daba igual. Nadie tenía derecho a tratarles como si no hubieran visto morir a sus amistades. Y, por lo que sabían, los ciudadanos les vigilaban así que habrían visto lo de Lebra y más.

Por su propio bien, no obstante, hizo un esfuerzo por dejar de lado aquella realidad hasta que apareciera la condenada Luna Roja.

Otros días siguieron. Rutina. Ejercitarse, cuidar de Lorenzo, duelo y consuelo mutuo con Mónica. Más bultos y legañas de que preocuparse. Más tormentas, más viento, más olas golpeando el acantilado. Incluso más aullidos en la ciudad, gritos bestiales al caer el sol, sombras nocturnas y algunas que esquivaban de día. Cada vez que iban a por provisiones lo hacía con el corazón en un puño. Algo parecía a punto de ocurrir, como si la ciudad entera cantara al unísono buscando llegar al clímax. ¿Sería un nuevo esperpento? ¿O por fin llegaría el día?

No podían saberlo si no llegaban vivas, y para ello debían despertar un día tras otro. Aquel día, la roquense despertó por unos ruidos como los que hiciera aquel par de pajarracos. Saltó de la cama, cegada por las legañas, y buscó a tientas su cuenco con agua. Si Mónica, que compartía habitación con ella, no despertaba con el ruido del cristal, la despertaría ella en cuanto pudiera ver sus malditas plumas.
—¿Estás despierta? —inquirió mientras se enjuagaba con prisas.

La vida de Sinceridad tampoco parecía haber sido sencilla antes, pero al menos concordaban en algo: no habían visto morir así.

Los días pasaron y otro caracol hizo acto de presencia. Lo que la carta decía era incomprensible para Mon también, pero siguió sin enfadarse como la roquense. No sabía si estaba bien con la idea de ver a la escritora de la carta (no es que anteriores encuentros con habitantes de la ciudad le hubieran dejado con ganas de socializar con semejantes psicópatas), pero tampoco estaba mal. Era la interacción más amable que habían tenido hasta entonces, y el tono de la carta parecía ser de lástima. No como si disfrutara con todo. Sin embargo, que les estuvieran vigilando, como en una parodia de Gran Hermano, no le gustaba nada. Se lo dijo al caracol cuando volvió a sacarlo del faro y se lo dijo a Sinceridad cuando entró.

Sin embargo, trataron de aparcar el tema y mantener una frágil apariencia de normalidad, acostumbrándose a una nueva rutina en la que no estaba Lebra. Mónica se empeñó en revisarle los bultos a Sinceridad, apretando con suavidad y preguntando si dolía, e incluso hizo el hechizo de curación sobre ella varias veces, aunque no parecía que hiciera nada. Las salidas eran tensas y horribles, siempre en guardia, siempre con miedo.

Ese día amaneció con los rugidos del océano y golpetazos contra los cristales. Mónica llevaba ya un rato despierta y lavada, aovillada entre sus mantas, mirando las cosas de su bolsito, y de muy mal humor, mascullando cosas como «No, si al final lo que va a hacer la puñetera ciudad es matarnos de sueño, no de otra cosa», pero los golpes la sobresaltaron y pegó un chillido agudo como el de un ratón.

—Estoy despierta —contestó mientras se levantaba y esperaba con incomodidad a que Sinceridad pudiera volver a ver.

Los motes:

Mónica respondió antes de que pudiera terminar. Acabó de limpiarse con fastidio, se secó las manos y se disculpó en un susurro.
—Estas legañas son un asco, lo siento... ¿Vienes conmigo?

No esperó una respuesta. En su lugar, recogió su cuchillo de la mesita de noche y se encaminó a la escalera. Los golpes venían de fuera y no había oído ningún crujido así que el causante seguía fuera <<de momento>> A medida que se acercaba se tensaba más y más apretaba la empuñadura de madera. Sin embargo, estuvo a punto de soltarlo, presa de la sorpresa, o la maravilla quizás, cuando vio el espectáculo tras el cristal.

Aunque aquella fuera una ciudad de monstruos, parecía haber pájaros y peces en varios de los mundos que "conocía". Y eso era lo que tenían ante sí. Más o menos.
—¡¿Cómo plumas llegan hasta aquí arriba?! —corrió a mirar de más cerca y entonces se fijó—. ¡Vuelan! ¡Mira esto! —señaló a los que salían del agua—. Mira, mira cómo saltan y... —pero le interrumpió otro golpe—. ¡Eh! ¡Que nos vais a romper el cristal! ¿Y si abrimos? ¿Serán comestibles? No parecen agresivos, al menos...

Paró para respirar. Había llegado tan tensa y se había llevado semejante alivio que parecía que había empleado toda la adrenalina o los nervios en poner voz a sus reacciones y pensamientos. Miraba de hito en hito el espectáculo. <<Mientras las sombras más grandes no salgan del agua, nos irá bien...>> pensó, porque si ahora hasta los peces volaban... Malo.

Mon desestimó con un ademán de la mano las disculpas de Sinceridad, como diciendo que no había nada por lo que disculparse, y la siguió, aferrando su cuchillo de cocina. Este casi se le cayó sobre un pie al llegar a la ventana y mirar por ella.

—¿Están lloviendo peces? —dijo antes de morderse la lengua por idiota. Claro que no llovían peces. Aunque casi: los peces volaban.

Era todo un espectáculo, y no uno espantoso. La humana se rio con ganas por primera vez desde la muerte de Lebra.

—Es como si estuvieran celebrando algo —dijo tras la roquense. De pronto la idea de un pescadito a la brasa le hizo la boca agua, aunque no se atrevió a abrir la ventana. No todavía—. ¿Abrimos? ¿Despertamos a Lorenzo para que lo vea? .

Los motes:

La suposición de la humana casaba bien con los pensamientos de Sinceridad en torno a la ciudad: si la vida rugía para alcanzar el clímax de una canción de monstruos, los peces voladores bien podrían estar celebrando algo o ser parte de ese algo. Hacían ruido, además, y mucho, con esas alas que nunca había visto en criaturas marinas. Pero sí había visto a pájaros menores de su mundo hacer ruido con sus alas para buscar copular o alejar a depredadores. <<Además, ¿a dónde van? ¿Acaso pueden vivir fuera del agua?¿O acaso están tan frenéticos que van a su muerte?>>
—Yo creo que les pasa lo que a los monstruos: algo les agita. Ya no solo es el clima, todo está agitado... —susurró.

Aquello fue un pensamiento en voz alta que siguió en su interior. <<Incluso nuestros cambios... "Agitado" no. Todo está acelerado>> pero prefirió ignorarlo por el momento. Podían disfrutar de aquella maravilla y preocuparse más tarde.
—Avisaré a Lorenzo. Tenemos un concierto de peces voladores, no se lo puede perder. Y abre si quieres, si no te insulta ni te mira con pena lo podemos asar después. Pero cierra rápido o ese zumbido nos puede matar —bromeó antes de ausentarse.

Y allá que fue a buscar al diestro con una sonrisa de esas que hacía tiempo que no pintaban su cara. Alegre, sincera, y en calma. Si la ciudad les regalaba un cacho de hermosura, lo disfrutaría. Mejor dicho, lo disfrutarían. Su amiga y ella, al menos, porque los otros dos... El diestro no reaccionaba, por ejemplo, y con Fahran ni se hablaba. Así que volvió con Mónica.
—Le falta roncar. Y Fah ni idea. Ellos se lo pierden —se encogió de hombros.

El diestro no se tuvo en pie por mucho tiempo. Las heridas, curas e infecciones mezcladas con la dificultad para salir de la cama hicieron que el español por fin cogiese algo de descanso. Y de descansar empezó a pecar. Dormia por evitar vivir y lidiar con lo que pasaba. No era un cobarde, tan solo estaba harto ya. Durmiendo horas interminables, el español dormiria las noches enteras y buena parte del día tambien. El diestro solo levantabase a comer cuando se le llamaba y, una vez curó ligeramente, para no perder destreza, haria juegos de manos con las espadas, más nada demasiado severo, en pos de evitar la apertura de sus heridas de nuevo.
Sin embargo, en aquella ocasión se despertaria, Sinceridad pareciale contenta, o al menos algo ilusionada o al menos lo poco que se fijase antes de que volviese a salir por la puerta, mas el diestro sabria que poco habria que sacase en él aquella reacción.
Musitando una queja sorda, el diestro se incorporó sobre la cama y rascose el bigote distraidamente.

Llevariale aun unos pocos minutos el salir por la puerta y percatarse de lo que estaba pasando. A medida que los peces saltaban del mar y chocabanse con el faro, le pilló completamente desprevenido y, de la sorpresa, sus manos fueron al cinto, a blandir su arma. Más a medida que pasaba, fue calmandose, no detectando peligro alguno.
Aquellos peces, sin embargo parecian estar volando. ¿Por que escaparian del mar? ¿Algo asustabalos?
—Eso es de todo menos normal...—musitó con ojos adormilados y pelo desarreglado cuando se acercó a las dos que contemplaban el espectáculo.—Tamaña tonteria la de estos peces...—

Sinceridad fue a avisar a Lorenzo, aunque volvió sin él. Mónica no dijo nada al respecto, pero frunció el ceño. Intentando sacudirse los pensamientos poco caritativos, alargó la mano hacia el pomo de la ventana para abrirla, aunque la repentina aparición del diestro le hizo dar un gritito y bajar la mano.
—Pues a mí me parece bonito —replicó, desafiante. Para una cosa interesante y no espantosa que les regalaba la ciudad…

Abrió la ventana, apenas un resquicio, y el estruendo, acompañado de olor a mar, se hizo todavía más fuerte. El huequito no era lo suficientemente grande como para dejar pasar a algún pez, pero a Mon de pronto se le antojaron sardinas asadas, y se giró para decírselo a sus compañeros. ¿Serían comestibles?
—¿Y si dejamos pasar a alguno de esos peces?

Sin embargo, un ruido más fuerte eclipsó sus palabras. La humana se giró hacia la ventana de nuevo, a tiempo para ver a un engendro salir del agua. Su rugido calentó el cristal, y el calor —y olor— se coló también por el hueco que había abierto la chica en la ventana, empujándola y abriéndola un poco más. Mónica se apresuró a cerrar de inmediato, pálida como un muerto, aunque uno o dos peces lograron colarse en el faro. Y luego, la «caza». La humana miró con un horror cercano a la fascinación cómo los peces caían muertos, cómo el resto de la bandada huía.

Y después pensó que en esas mismas aguas donde vivía ese engendro de aliento ardiente había abandonado al cuerpo de Lebra, y se tuvo que sentar en el suelo para no caerse. La culpabilidad rugió en sus oídos, y los aleteos de los peces que se habían colado en el faro le hicieron coro. Miró a Sinceridad con ojos de espanto.

Los motes:

Poco antes de que la humana pudiera responderle, apareció Lorenzo.
—Bienvenido, hombre. Se te echaba de menos, eh —le saludó la roquense.

Le dio un apretón suave en el hombro y luego miró a Mónica.
—Yo no sé ustedes pero el pescado me enc...

No pudo terminar. Un rugido les sorprendió desde el exterior. Apenas tuvo que esforzarse para ver la mole que se alzaba entre los barcos, pero nunca sabría cómo mató a aquellos peces. ¿Un hechizo de fuego invisible? Simplemente rugió y todo lo que había en la dirección de su cabeza volvió al agua.
—Veo que no soy la única a la que le gusta el pescado asado.

Aquello fue una broma, pero para sus adentros rumiaba algo bien distinto... y no le costó adivinar que no había sido la única en acabar en esos derroteros. Dejó de pensar en Lebra casi al instante y se centró en su amiga. Se agachó con Mónica y le abrazó. Sin embargo, no sabía qué decirle, así que usó la baza del humano. Y la del olor a manjar. Estaba dividida entre el espectáculo, la boca que se le hacía agua, y el pesar por ser consciente (aún más) de dónde se había hundido el cuerpo de su amiga. Pero no era momento para hundirse, menos aún ahora que el español había despertado.
—Por Santiago y por España que tengo hambre —dijo, intentando imitar su voz—. ¿Cómo se encuentra nuestro diestro favorito? Puedo cocinarlos, seguro que están ricos al fuego —sugirió mientras le acariciaba la espalda a Mónica. No quería que se la malinterpretara—. Tómate tu tiempo, bonita, de veras. Creo que hemos pensado lo mismo...

El español mostrabase algo incredulo, mas terriblemente cansado. De todo, de la ciudad. Por fin dormia, y no sabia ni como ni porque. Agradecia a Dios que no soñaba, porque de haberlo hecho, sabia que solo veria las caras de los muertos.
Aunque el espectáculo era, bueno, espectacular, el diestro sabialo bien que aquello no podia ser bueno en el fondo. Por algun motivo u otro, aunque los peces en si no fueran amenaza, sabia ya por experiencia propia que en aquella ciudad todo tenia la intención final de herir o matar. En aquella ciudad de crueldad, no habia cabida para respiros.

Y así cuando la criatura salió del mar el diestro no se sobresaltó. Aquello era la otra cara de la moneda. La muerte de aquellos pececillos voladores era sin embargo el pago requerido por la ciudad. Supuso el diestro de nuevo que no seria un problema directo para ellos si no se acercaban a la bestia escupe fuego.
Reia el español entonces.
—¿Por que no?—fue la reacción del español que se hundió de hombros al notar el calor de la llamarada en sus bigotes. —Yo voy a volver adentro non vaya a ser que chamusqueseme la melena o el trasero. Vos hariais bien de hacer lo mismo.—Díjoles a las dos.

Y luego Sinceridad ofreciose a preparar los peces que habianse colado. El diestro non se opuso.
—Voto a brios por tal.—respondió a la enmienda de la Roquense hacia su patria con una sonrisa débil.
—Echo de menos un buen pescaito a la sal con un buen chorrito de lima, la verdad. Mi abuela solianoslo preparar de nenos...-se volvió nostálgico por un breve instante.—Lo que sea por variar la nuestra dieta, asi que digo adelante, Sinceridad. Si quereis hasta os puedo ayudar. Non creo que sea sabio salir con este clima que avecina llamaradas...—Hasta bromeó.

Quizás finalmente se habia vuelto loco. Las bolsas debajo de sus ojos sin embargo ignoraban que se habia tirado docenas de horas al dia durmiendo.

La roquense se quedó junto a Mónica hasta que pudo volver a incorporse, momento en que le ayudó a hacerlo. Después, cogieron varios de aquellos peces y bajaron a hacerlos al fuego de la cocina. Sinceridad intentó sacar temas alegres, distendidos, pero también se preocupó por el estado de Lorenzo y sus heridas. Y averiguó qué eran las "limas" de la Tierra. Pero aunque ella prefería el pescado sin nada, le habría gustado probarlo como había mencionado el chico. Es más, aprovechó el tirón de nostalgia para hablar sobre comidas de sus mundos. Cualquier tema era válido con tal de que no versara sobre sus cambios o los de la ciudad.

Pero lo que estuviera pasando ahí fuera iba a peor. Podían notarlo, cada cual a su manera. Ella no dejaba de rascarse el cuerpo y nunca se había sentido de esa forma, nunca había tenido esa urgencia. Pero no quería ni pensar en qué presagiaban, en qué pasaría con su cuerpo en los siguientes días.

Pero sí debía pensarlo. Había un punto de vista que sí debía explorar. Así que, después de limpiar y recoger, después de lo que los humanos llamaban "sobremesa", Sinceridad les pidió un minuto más en la mesa antes de desbandarse cada cual a lo suyo. Había una idea contaminando sus pensamientos, ya de por sí oscuros, y sabía que no sentaría bien, nada bien, pero debía expresarla. Le carcomía por dentro.
—Oíd... Todos recordamos lo que decían los nublinos y si ese día está cerca... Esto debería ser obvio pero quiero que lo sepáis: sois mis amigos y velaré por vosotros todo lo que pueda, pase lo que pase —les aseguró. Intentó sonreír, pero se le truncó el gesto al pensar en lo siguiente que diría—. Pero si... —tuvo que hacer otra pausa para inspirar profundamente. Lo que seguía era incluso más obvio que lo anterior y no pudo evitar que se le humedecieran los ojos al decirlo—: Pero si me volviera peligrosa, si no pudiera controlarme, si... No tengáis miramientos conmigo. No dejéis que me convierta en un monstruo más. Por favor.

>>No quiero haceros daño.

Al final Mónica se recuperó, aunque no pudo sacudirse el mal cuerpo de encima. Lloriqueó por lo bajito un rato, reconfortándose con la presencia de Since, y luego se dejó arrastrar en pos de Lorenzo a la cocina.
Cuando miró al diestro, Mónica ya sentada en la mesa y dejándose mimar, se sintió mal por haberse sentido traicionada por su silencio, por su ausencia a la hora de la muerte de Lebra. Él no tenía la culpa. Se le notaba cansado a pesar de las bromas. Y luego, al mirar a Since rascarse con cara dolorida, y recordar sus ojos inflamados de legañas cada mañana, se sintió peor. Ella solo estaba incómoda, pero sus compañeros lo estaban pasando mal. Por X o por Y.

La comida fue tranquila, y rica. Cuando acabaron, Mónica se levantó dispuesta a limpiar, pero la voz de la roquense la detuvo. «No dejéis que me convierta en un monstruo más». Mon dio un golpe en la mesa, lastimándose los rasguños casi cicatrizados de las manos.

—¡No te vas a convertir en un monstruo! ¡No digas eso, Sinceridad! —se le llenaron los ojos de lágrimas y el labio le tembló. Su enfado era más frustración y temor que otra cosa, sin embargo, y se desinfló rápidamente.

Desde que había visto al engendro de aliento ardiente en el agua, Mon tenía las emociones a flor de piel. Ella sí se sentía un monstruo por haber dejado a Lebra en esa agua infestada de monstruos.

Esa misma tarde, tras haber estado un rato en la cocina sentada, en silencio, al lado de la roquense, simplemente disfrutando del momento de calma y de su compañía (y del fuego, porque vaya. Hacía fresquele), dándole vueltas a su cuchara intentando tranquilizarse con su reflejo, que le devolvía la mirada bocabajo, sintió un… una necesidad. Tenía que subir al piso de arriba.
«¿Me habré dejado algo allí?» se preguntó, mientras se levantaba.

—Since —llamó—. Creo que me he dejado algo arriba. Subo, ¿vale? Ahora vengo.

Y luego, dubitativa, comenzó a subir escalones. «¿Qué me he dejado? ¿Qué tengo que ver ahí? Oh, fijo que el suelo está sucio. Tengo un sexto sentido». Y sin embargo, a pesar de la seguridad del sentimiento, de que tenía que ir a ese cuarto, la embargaba una ligera sensación de escepticismo. Se asomó a la habitación más grande, y luego se adentró mirando el suelo con cuidado, notando con fuerza el lazo que la arrastraba hacia dentro. El suelo tembló y Mónica gritó.

«Hm».

Los motes:

No tardó el diestro an alzar una protesta junto a su compatriota por el pesimismo de la roquense.
—Non os lo tomeis tan a la tremenda, Sinceridad. Aun si os convirtierais en la aberración más aberrante, dios no lo quiera, seguriais siendo vos adentro, que es lo que es de prima importancia.—
El español negaba con la cabeza. La realidad del cambio nunca le habia ocupado demasiado la cabeza. Habia estado más preocupado con la seguridad de los suyos que no habiase parado a considerar que podria pasarle de ser verdad. Absorto en pensamientos, intentó imaginarse como uno de los demonios de la ciudad. Quizás en un mutante, mitad cabra, mitad delfín. O quizás un gigante. Quizás, quien sabe, podria la ciudad acabar por convertirle en inglés.

Santiguose en aquel instante para alejar aquel último pensamiento desagradable y queriendo explayarse en lo que le dijo a Sinceridad para que abarcase a Mónica tambien, pero esta habia hecho mutis mientras Lorenzo se habia quedado en su mundo. Chascando con la lengua, se giró hacia Sinceridad para inquerir porque Mónica se habia levantado, pero notó un aguzado dolor a la altura de su cintura.
Llevandose las manos a la cadera, jadeó brevemente.
—¡Santa Virgen de Empel! ¿A que vendrá esto?— estaba sudando, ojos desorbitados.—¡Agh! ¡Non se va este condenado...!—

No solo no se iba, sino que pasaba de una incomodidad a un pronunciado dolor. Estaba incrementando paulatinamente.