Primer sueño de Rasqa

Rasqa entornó los ojos. ¿Dónde escamas había acabado? Se había acostumbrado demasiado a las escalas de grises y colores sin saturar de la ciudad y aquel nuevo paisaje le estaba haciendo daño. El parqio arrugó el morro y agitó la cabeza, como si esperara que los colores se fueran, pero solo se descubrió a sí mismo cayéndose de morros. Tuvo que hacer fuerza con la cola y las patas traseras para volver a su sitio. <<¿Pero qué?>>. Volvió a agitar la cabeza, esta vez prestando atención a su cabeza en sí. <<¿PERO?>>. ¿Tenía algo dentro? Volvió a moverla. Su expresión se contrajo de golpe.

—No puede ser —bufó. Y al hacerlo fue consciente por primera vez de algo molestándole la lengua.

No entendía qué pasaba pero estaba dejando de ser gracioso. El parqio sacó la lengua por un lado de la boca y pudo ver que tenía algo atado. Tantas anomalías le hicieron agachar la cabeza para buscar el resto de su cuerpo y no tardó en dar con las extremidades articuladas y la tripa de tela. <<Por los Viejos y por los Jóvenes, que alguien me explique qué me está pasando>>. Inmediatamente recordó a la estatua de los callejones. Era de materia muerta y estaba viva. Tal y como él ahora, aunque dudara. <<¿Esto es obra de Hurza?>>.

Los gritos llamaron enseguida su atención y Rasqa dejó que su nuevo cuerpo articulado se moviera por instinto. Dio un salto, desplegó sus alas de madera de una forma que le pareció hosca y echó a volar, sin saber cómo lo hacía, en la dirección de la que provenían los chillidos. Más le valía a Hurza estar ahí para darle explicaciones. Rasqa quería su cuerpo de vuelta.

Rasqa soltó una carcajada agría o lo que quisiera que saliera de su cuerpo de juguete. Aquello debía de ser una broma. El parqio aterrizó a un lado de la ciudad y pegó la cara tanto como pudo sin tocar los edificios. Era todo ridículo. Esperaba encontrar a quien le había transformado y en su lugar se encontraba aquel hormiguero estúpido con lucecitas y lleno de diminutos afectados por el mismo problema. Y encima gritaban. Le daba igual que fueran bípedos, eran irritantes.

Mosqueado, el parqio se sentó y golpeó uno de los edificios con la misma curiosidad con la que habría pisado una hilera de hormigas. Ya que no había Hurza al que pedirle nada, quería ver qué hacían aquellos seres insignificantes.

Aquella letra satisfizo más a Rasqa que todo el caos que había causado al derribar el edificio. Los juguetes muertos no eran tan interesantes como el misterio que el parqio creía tener frente a sus narices y los juguetes vivos pronto dejarían de estarlo. A Rasqa le irritaba la sensación de sus proyectiles contra su ¿piel?

—¿Queréis parar? —les rugió al tiempo que derribaba un edificio cercano a sus atacantes para sepultarlos. Rasqa no distinguía entre civiles y militares, le daban igual bajo aquel contexto absurdo.

Al gritarles, lo que creía una cuerda atada a la lengua molestó lo suficiente como para que intentara echarle mano. El parqio la agarró con una de sus patas delanteras y tiró de ella con la intención de arrancarla, pero descubrió que lo que tenía en la boca era más rígido que una cuerda. Y descubrió que al tirar de ella, algo se activaba en su cabeza y escupía una bola de fuego.

Rasqa se quedó ojiplático y, tras unos segundos para asimilar lo que había ocurrido, se puso a saltar en el sitio completamente emocionado. Aquella palanca en su boca había dejado de ser una molestia. <<¡SOY UN DRAGÓN!>>. Rasqa no cabía en sí de gozo. Con la sonrisa más inocente que podía esbozar su nuevo cuerpo, el dragón de juguete hizo lo que se podía esperar de él. Alzó la cabeza sobre la ciudad y pulsó la palanca una y otra vez.

La destrucción de aquella ciudad le supo a éxito a Rasqa, que ahora se sentía como un verdadero dragón. El parqio saboreó su victoria a través del olor a quemado y el silencio que había quedado tras poner fin a los gritos de aquellos diminutos. Se sintió crecer y se hinchó de orgullo por aquella masacre que había provocado. Las ruinas no eran más que piedrecillas junto a sus pies.

El parqio voló para poder leer el mensaje que había logrado descifrar, solo para confundirse a sí mismo. <<¿A qué morros se refiere?>>. Si significaba que tendría que enfrentarse a otro dragón, Rasqa lo estaba deseando. Se sentía poderoso en aquel momento, poderoso y totalmente capaz de hacerle frente y salir victorioso.

Nuevos gritos le guiaron a nuevas ciudades y Rasqa disfrutó de la destrucción que dejaba a su paso en cada una. El parqio se alimentaba de escucharles gritar al verle, pero lo realmente divertido para él era mojarse: atravesar la ciudad con su cuerpo gigante para dejar ruinas e incendios a su paso. Destruyó varias ciudades y siempre lo hizo con la misma ilusión, porque nunca eran la misma y nunca caían de a misma manera. Rasqa improvisaba, cambiaba el orden en el que se rompían las cosas, la gente a la que mataba primero. Solo el mensaje se repetía, además de su crecimiento al final de cada una.

Finalmente llegó a la primera ciudad que podría suponerle un reto, toda ella de manera y lo suficientemente grande como para que el parqio se preocupara de lo que pudiera pasarle. La satisfacción que había sentido con las anteriores le impedía plantearse el dejarla intacta, pero Rasqa intuyó que necesitaría más ingenio.

El parqio saltó y desplegó las alas, dispuesto a sobrevolar la ciudad y rociarla con su aliento desde una distancia prudente. Ahora que los gritos se hacían más entendibles, a Rasqa le inundaba una curiosidad morbosa.

Al escucharle hablar, los ojos se le iluminaron al dragón. Aquellos humanos le daban igual, pero acababan de decirle que sabían sobre dragones. El parqio decidió aterrizar de nuevo junto a la ciudad, acercándose a la balconada con cuidado, dispuesto a lanzarles una llamarada si intentaban cualquier cosa.

—¿Qué es lo que sabéis de los nuestros? —preguntó esbozando una sonrisa mezquina para ocultar que su interés era real. Él solo se había leído un libro con dibujitos y su vida como dragón auténtico era de tan solo un puñado de pueblos diminutos—. Puede que me vaya si me agradais —mintió.

Fuera como fuese, crecer le estaba gustando. Y destruír poblados también.

Rasqa escuchó atentamente.

—Yo no quiero enfrentarme a ningún dragón —mintió a medias. No quería de momento, era demasiado pequeño todavía. Una ciudad tan grande ya le intimidaba, pero la sensación de peligro no hacía sino animarle a cometer una imprudencia—. Juro que dejaré vuestra aldea intacta —mintió del todo esta vez.

Acto seguido, el dragoncillo abrió fuego contra el portavoz. Si quería enfrentarse contra los más fuertes, Rasqa aún debía crecer.