Primer sueño de Hal

La nada más absoluta le rodeaba, y en no mucho tiempo comenzó a sentir el corazón en sus oídos. En aquellas circunstancias no sabía a dónde miraba ni qué le rodeaba, así que se quedó quieto como una estatua. No podía saber cuanto peligro había a su alrededor, por lo que debía mantenerse del todo quieto. Aun así tanto su cabeza como sus ojos se movían, intentando captar cualquier resquicio de luz.

El repentino foco le hizo sisear y estar a punto de soltar unas lágrimas por la repentina ceguera. Parpadeó varias veces, abriendo los ojos muy de poco en poco para irse acostumbrando. Cuando por fin lo hizo volvió a intentar ver a su alrededor, cosa que para su desgracia seguía siendo imposible. Además tenía que seguir con el brazo levantado, convirtiendo su mano en una visera para que el cegador foco no le quemase la retina.

La voz que escuchó a punto estuvo de arrancarle un suspiro y una mirada iracunda, pero estando el foco encima de él no podía levantar la cabeza.

—¿Tesón? ¿Qué pasa, qué he hecho ahora? ¿Y dónde estamos?

Resopló, lamentando que fuera el fanático el que estuviera allí con él. A punto estuvo de preguntar por el resto de sus compañeros, pero a última hora decidió esperar a la respuesta.

Cuando empezó a hablar Tesón Hal se habría puesto a lloriquear y a dar pataditas contra el suelo. En su lugar se limitó a soltar un suspiro donde estaba contenido todo el hartazgo del mundo. «Y todavía sigue con sus estupideces fanáticas» pensó con desprecio, apretando los labios y los puños. Aun así le hería casi más las acusaciones que el roquense dirigía contra él que el tener que enfrentarse (otra vez) a su fervor religioso antimágico.

—Estás loco —sentenció, frunciendo el ceño—. No sólo sigues los dictados de tu voz inexistente, ¡sino que me acusas de experimentar con mis amigos!

En otras circunstancias habría sentido un cosquilleo de placer al decir aquellas palabras, junto con una vergüenza desconocida por pensar así. Sin embargo, en esta ocasión, el nuevo foco le distrajo. Pestañeó unas veces, intentando distinguir entre las sombras, para desear no haberlo hecho instantes depsués. Las arcadas subieron por su garganta, haciéndole doblarse del asco mientras intentaba serenarse. Las lágrimas acudieron a sus ojos por el esfuerzo realizado, y no tardaron mucho en seguirle toses, que sólo provocaron más nauseas. Terminó por caer de rodillas y apoyarse con una mano en el suelo, mientras la otra la usaba para intentar apaciguarse la barriga. En ningún momento derramó vómito.

—Eres... eres lo más cínico y... ¡¿En serio te crees que yo haría eso?!

El carabés se levantó con velocidad, aunque tuvo que apaciguar su ritmo al sentir que su estómago podía dar otro vuelco. Volvió a levantar la mirada, con la incredulidad y el desprecio tiñendo sus facciones.

—¿Tanto me odias que ves mi mano detrás de cada desgracia o monstruosidad? Lo próximo será acusarme de que soy yo quien os ha traído a Rocavarancolia, supongo —escupió, intentando ignorar la repugnancia de la escena—. ¿Y qué demonios es eso de marcarla como la reina? En Carabás no hay reyes, y que yo recuerde en vuestros mundos tampoco los había.

«¿Pero conoce alguna palabra que no sea herejía?» aquella situación le estaría hartando más allá de lo imaginable si no fuera por Armonía. Usaba todo su ser para ignorarla con nada de sutileza, pero aquello le repugnaba demasiado. Seguía sin pensar que él pudiera haber hecho eso, pero le aterraba pensar quién había sido. Feura quien fuera tenía poder, acompañado de una espantosa falta de escrúpulos y moral.

—¡Lemus!

Ver la figura de Samika le había dejado confuso y reticente, pero el cuerpo que había a su aldo no daba lugar a dudas. Sólo tardó un segundo en echar a correr, rogando que no estuviera muerto. No podía soportar esa idea, tener que abandonar a alguien del grupo, por lo que se aferraba a la esperanza de que sólo estaba inconsciente y que podría usar magia para darle la salud, o quizás buscar ayuda.

No lo alcanzó: por más que se acercaba el resto siempre se alejaba. Y cuando le llegó de golpe el recuerdo tuvo que pararse, resollando, cavilando. Ahora sabía que estaba en un tablero de ajedrez gigante, pero seguía viendo menos de lo que deseaba. Descubrir lo que era el pergamino gigante le hizo dar medio paso por detrás, a la vez que se puso a alternar la mirada entre la figura de Samika y el dibujo de Emmit.

No obstante, seguía sin saber cómo sus compañeros (si lo eran) habían llegado a aquel estado. Se mordió el labio, preocupado, con una idea en la cabeza. Aquello bien podía ser una especie de prueba de los rocavarancolenses, una forma de afinar las distintas posiciones del ranking. De ser así (cosa que le parecía realista con lo poco que sabía sobre ellos) su asco por ello acababa de aumentar.

—¿Qué... qué hay en el resto del tablero?

Su pregunta estaba impregnada de la duda que sentía, pues no sabía si en verdad quería saber aquello. Sin embargo cualquier decisión que tuviera que tomar la debía pensar bien. Y para ello tenía que saber lo máximo posible de lo que le rodeaba.

«Inteligencia no significa clarividencia » quiso contestar al fanático, pero en lugar de eso se calló. La verdad era que no se consideraba con mayor inteligencia que la media, a menos que media significara Tesón. En ese caso sí consideraba que su triunfo quedaba meridianamente claro.

Ver la cara sin pico del pájaro de Letargo le impactó. Abrió y cerró la boca varias veces sin emitir sonido alguno. Por último apretó los labios y cerró los puños, hirviendo de indignación. «¿Esto es lo que buscan?» Se preguntó. «¿Una competición entre Letargo y Maciel? ¿Y qué se lleva el que gana y el que pierde?» Estaba seguro de que no quería saberlo, si bien se preguntó por qué tenía que ser él el que estuviera allí.

—¿Sabes, Tesón? No dejas de decir que soy el culpable de esto. Cosa que niego: una cosa es saber jugar al ajedrez y otra crear una demencia de este calibre —apostilló, formando una pequeña mueca— . En fin. No dejas de decir que yo he creado esto. Y, sin embargo, el que no juega, el que da las instrucciones y el que parece estar divirtiéndose de lo lindo con esto eres tú.

La acusación se quedó flotando en el aire, junto con la taladradora mirada del carabés.

«Porque eres un pajarraco repugnante, y a ti te pega muchísimo más experimentar con nosotros» pensó el carabés, enfadado, apretando los nudillos. Frunció los labios y el entrecejo, sin poder hacer otra cosa que mirar furibundo a todo mientras la partida se jugaba sin su consentimiento.

La desintegración de Lemus hizo que soltara un grito ahogado. «No es él, no es él, no es él» tuvo que repetirse sin parar para evitar echarse a llorar. La posibilidad de que hubiera sido únicamente su cadáver no le podía reconfortar. Lemus no estaba muerto. Ninguno de allí estaba muerto. «Esto tiene que ser una pesadilla horrible o una prueba extraña de los rocavarancoleses o una macabra distracción para el psicópata de Tesón. Seguro que sí». Aceptar otra cosa sólo habría acabado con él haciéndose una bolita en el suelo y llorando a moco tendido, cosa que (claramente) no podía hacer.

—¡Que no he sido yo!

Su grito de protesta no sirvió de gran cosa. No importaba cuantas sandeces soltará Tesón, sabía que él no haría aquellas cosas a sus... amigos, sí podía llamarles así. O meros compañeros, más bien. Tanto daba. Él no podía hacer aquello. No por moral era tan baja ni su habilidad tan alta.

Tuvo que pensra rápido cuando Tesón le preguntó. Al instante deshechó la idea de arriesgar a sus compañeros, aunque sólo fuera por la rmeota posibilidad de que fueran ellos de verdad. en su lugar analizó la distancia que le separaba de Ziack, el rey enemigo. Y, con mucho cuidado, comenzó a andar hacia él.

Ignoró por completo al pájaro (sintiendo un regusto de satisfacción por ello), como era evidente, pero no hizo lo mismo con la voz de Eara. En cuanto la sinhadre mencionó la posible muerte de todos se quedó absolutamente congelado, mirando hacia donde parecía que surgía, aunque no la viera. Cuando comenzó la intermitencia en su aparición y desaparición miró consternado hacia aquella casilla y, cais por inercia, comenzó a andar hacia atrás retrocedía a trompicones, y cuando llegó a su casilla de origen terminó por caerse y quedarse sentado, con la cara deshecha por el miedo.

—P-pero —el carabés estaba respirando agitadamente y la voz no dejaba de temblarle. Era normal, suficiente esfuerzo le costaba reprimir las lágrimas que quería soltar—. Eara, po-por favor, al menos ex... explícame qué demonios está pasando —recordó las palabras que había dicho la chica. "Al menos puedes intentar salvar a alguno de los que no pueden usar magia si sigues con la partida". Cuando su llanto se hizo evidente no pudo evitar querer morirse de vergüenza, pero el terror y el desconcierto eran mucho mayor—. N-no espero a-ayuda de es-ese pajarraco, p-pero... Tengo miedo —acabó por confesar, encogiéndose más, y sin dejar de mirar a la intermitente aparición—. No-no sé qué t-tengo que hacer, ni c-cómo he acabado a-aquí ni có-cómo habéis aca-bado vosotros ni nada. ¿Qué está apsando?