Tercer sueño de Cío

El pobre Ippon parecía pasarlo peor que los demás ya con la primera descarga. «Solo es un crío ¿qué pinta en esto?». Cío dudaba seriamente de las palabras de Aeris, porque él no recordaba haber aceptado nada, y si unos dependían de otros, era que habían aceptado juntos. Pero, de alguna manera, sí logró presionarlo. Se fiase o no, no tenía derecho a arruinar las expectativas de los demás, y eso le hacía dudar ligeramente.

No había escuchado la resolución de la voz tras el intento de Ippon, y eso le fastidió, porque al volver a mirar la mesa el segundo botón estaba encendido. «¿Ha fallado?» fue lo primero que pensó.  Pero podía no ser así.
―Eh, espera, ¿qué fue lo que pasó? ―preguntó al cosechador, sin contar demasiado con que fuese a decírselo, a fin de cuentas mientras él escuchaba, el otro era el que había estado hablando. Pero prefería no pulsar el botón, la propia indecisión lo llevó a ello. No tenía ni idea de qué había pasado y temía que el niño perdiera una oportunidad, pero también confiaba en sus dotes para la magia.

La mirada del cosechador lo inquietó. «Es culpa tuya también, gilipollas» hubiera querido decirle, pero los gritos de Ippon lo hicieron callar. Tenía la impresión de que algo no iba bien, y como si ambos estuvieran pensando lo mismo, Aeris hizo una comprobación. No le tranquilizó en abosluto lo que determinó. Por mucho que Ippon fuese solamente un niño le extrañaba escucharlo tan afectado. Tardó más de lo que debería en empezar a recitar, y Cío se encontraba en un dilema. No quería pulsar el botón, pero creía que, si fallaba, aprendería del error que acababa de cometer y la próxima vez empezaría antes. Y sería tras la cuarta intensidad y no la quinta, así que el irrense tenía claro que volvería a pulsar.
Tenerlo claro y no sentirse fatal por hacerlo eran, por supuesto, dos cosas muy diferentes.

Se sobrecogió al escuchar el grito de Ippon. Resultaba muy difícil de sobrellevar que surgiese de una acción que él tomaba, como era pulsar el botón. ¿Cuántas veces le había prometido al chico que mientras estuviesen con él no le pasaría nada? Que volvería a casa, que no tenía que tener miedo. Se sentía en parte responsable de aquel niño, y no se merecía lo que le estaba pasando. No estaba siquiera respondiendo a la prueba, no quería estar allí. Cío se levantó de la silla y se acercó a Aeris, clavándole la mirada.
―Me importa una mierda el experimento. Ese niño no quiere estar ahí, y si no quiere estar ahí no tiene por qué hacer la prueba. Esto no lleva a ningún lado, el examen o lo que quiera que sea esta pantomima puede seguir si los demás aún quieren, pero él no quiere. ―Gesticulaba exageradamente, señalando los altavoces. Estaba auténticamente encendido―. Ya veis que se sabe el maldito truco, solo está asustado.
No esperaba convencer al cosechador de nada, pero no podía contenerse más. Los lloros de Ippon no paraban, y todavía podía escuchar sus gritos como un eco en su cabeza. Al hacer esto había renunciado a pulsar el botón. No había ni pensado en ello, actuó en un arrebato, pero de alguna manera tenía en cuenta que si llegaba al sexto botón cuanto antes, al menos podría irse.

―No tengo nada que pensar, te lo acabo de decir ―bufó con desprecio mientras se apresuraba para pulsar el botón nuevo, dispuesto a parar aquello de una vez por todas. ¿Por qué no lo había pedido antes? Todo el rato le había dado a entender que no podía pararlo. Pero Cío estaba ya tan enfadado que pulsó sin darle vueltas a aquellas cuestiones, tampoco a las consecuencias que mencionaba. Si los mandaban a todos de vuelta a casa por aquello, se dijo, le daba igual. No iba a ser difícil cargar con la culpa, si es que se la echaban, cuando probablemente no los volvería a ver delante.

Con el final de la prueba deja de escucharse lo que esté pasando en la habitación donde está Ippon, pero aun así Cío no es capaz de sentirse aliviado. Y, al parecer, la siguiente fase empezaba ya mismo. «¿Es que no le ha quedado ya claro que no quiero estar aquí?» pensó el irrense. Cualquier protesta que fuese a expresar en voz alta se vio acallada por la sorpresa de verse rodeado por una nube que emergió de las mangas del cosechador. Trató de apartarse de aquel polvo.
―¿Qué es esto? ―en su voz se filtraba el miedo, y terminó la pregunta con una exclamación asustada cuando el material empezó a solidificarse a su alrededor, no dejándolo apartarse de la silla, atándolo a ella. No parecía siquiera tener cuidado alguno, fue aprisionado de cualquier manera bajo metal, sintiendo la presión y, en algunas partes, incluso sangre brotando de la piel. El irrense respiraba con cierta dificultad debido al dolor y al pánico, emitiendo quejidos cada vez que intentaba moverse. «¿Qué?». La incredulidad del irrense no le permitió pensar otra cosa al escuchar la pregunta, justo antes de sentir la descarga en sus propias carnes, sin poder evitar gritar de dolor en respuesta.
―Que… te jodan ―fue todo lo que llegó a decir entre aullidos.

«¿Qué comprendes, gilipollas?». Pero su mente estaba de todos menos lúcida, embotada por el dolor. Había seguido tratando de tironear de aquellas ataduras incluso a pesar de los espasmos, pero no era ni sencillo ni fructífero. La mención al cambio de potencia aumentó más si cabía su pánico, y cuando la segunda descarga llegó se dejó la garganta en gritos agónicos. Tenía los ojos tan abiertos que parecían salírsele de las órbitas, y todo lo que quería era que aquello parara de una vez. Por el medio que fuera. En cuanto la potencia decayó de nuevo no se podía decir que supusiera un gran alivio.
―Siento… que te mataría. Hijo de puta ―fue su respuesta. Siguió tirando de las ataduras, haciéndose aún más daño. Pero daba igual al lado del escozor, de las quemaduras y de los espamos. A ese paso lo iba a terminar matando. Ojalá al menos hubiese sido de forma rápida.

La lucha que el irrense mantenía con sus ataduras se fue volviendo cada vez más inconsciente, sistemática. Sus pensamientos no discurrían por ningún lugar que no fuera el dolor y la necesidad de que este desapareciese. El crujido caló en él también de forma inconsciente, pero trató de hacer más fuerza en ese lugar, por mero instinto de supervivencia. No podría aguantar mucho más. De un tirón que no se sabía cuánto tenía de tirón y cuánto de espasmo, logró librar el brazo izquierdo. Era una suerte que su mecanismo estuviese prácticamente aislado, o de otro modo tal vez ya se habrían estropeado. A tirones entrecortados por los calambres comenzó a quitarse metal de encima, a tratar de apartarse de aquella silla. No veía claro qué había a su alrededor y su única meta por el momento era apartarse lo suficiente. Al liberar las piernas trató de levantarse y dar un paso. Solamente logró caer de bruces, sus piernas acalambradas no lo podrían sostener. Olía a quemado. Ya tendido en el suelo, aunque la descarga ya no le alcanzase, el dolor no había desaparecido. Pero ya no gritaba, estaba mudo, en shock.

No levantó la mirada al escuchar la voz de Aeris, quien continuó siendo indiferente en todo momento. Creía que volvería a atarlo, pero no fue así. Había estado convencido de que lo único que querían era torturarlo, pero al parecer la prueba seguía, y no le podía importar menos ya todo aquello, pero el cosechador tenía razón en una cosa: le convendría, si es que era capaz. Porque eso también lo dudaba, aunque Aeris dijese que estaba dentro de sus posibilidades. Llevaba demasiado tiempo creyendo que no tenía de eso.

Movio un brazo con dificultad y lo arrastró por el suelo, después el otro, buscando un punto de apoyó para incorporarse de forma lenta y temblorosa. Miró a la pantalla largamente y se arrastró para acercarse y ver mejor las instrucciones, sin llegar a levantarse en ningún momento. Se habría odiado por actuar con tanta docilidad y derrotismo, pero apenas podía ni mantenerse en pie, mucho menos luchar contra aquel mago tan poderoso o huir de él. Si el dolor se mitigaba de alguna manera, seguir las instrucciones era su mejor opción.

No reconoció el hechizo, pero eso no era ninguna novedad. Lo siguió mirando hasta memorizar más o menos las palabras, después practicó los gestos hasta ganar firmeza en los movimientos, por separado. Por último, se dispuso a hacer ambas cosas simultáneamente en un primer intento.