Sueño de Giz

Entro al edificio tan rápido como me lo permite mi par de piernas, sin embargo, la imagen que me encuentro en el interior de la biblioteca frena mi carrera de golpe. Avanzo apenas un par de pasos, conmocionado por la ausencia total de cualquier tipo de manuscrito. Tanto, que ni escucho el sonido de las puertas al cerrarse ni me percato de que mis compañeros están fuera. Mi mente trata de abarcar de forma numérica la cantidad de información valiosa, y cultura en general, que se ha perdido con todos los libros. Sin embargo mis precarios conocimientos matemáticos no dan para semejante tarea. Un nuevo olor me saca de mi ensimismamiento numérico y me hace mirar hacia abajo. Era una hoja de algún tipo de papel, amarillenta quizá por el trato del tiempo. Me agacho para recogerla y no tardo en desilusionarme al comprobar que está escrita en un idioma ininteligible para mí.

-¿Chicos, habéis...-al darme la vuelta descubro al fin que estoy solo-. ¿Chicos?-pregunto en voz más alta, acercándome a la puerta en un par de zancadas. Tiro del manillar, pero no consigo abrirla. << ¡Maldición! >> No es la primera vez que me pasa esto de olvidarme del bien del grupo por culpa de mi facilidad para abstraerme. Mientras me insulto mentalmente de todas las maneras posibles, golpeo la puerta una y otra vez. Con los puños, con la cola, a patadas... nada.

Descarto mis cualidades físicas como posible modo de forzar la puerta y retrocedo un par de pasos antes de probar esta vez con un hechizo de impulso. Desanimado al ver que la respuesta es la misma, me llevo la página que he cogido a las fosas nasales para quedarme bien con su olor, la enrollo y la ato a mi cinturón, para no perderla mientras me encamino al interior del edificio.

Mi cuerpo es puro nervio, debido al miedo y la tensión que tan a menudo me asaltan en esta ciudad. Ni me planteo la idea de llamar a voces al bibliotecario, está claro que él no puede tener nada que ver en esto, o eso quiero creer. Finalmente, haciendo gala de mi valiente cobardía, desenfundo mi cimitarra y hago aparecer en la mano sobrante una llama. No conozco demasiados hechizos y, de todos los que conozco, dudo que ninguno pueda hacer daño de forma más directa que este.

<< Tranquilidad, Giz. Tranquilidad >> me digo a mí mismo mientras avanzo.

Un nuevo olor surge de la nada y, aunque hubiera estado de espaldas, habría sido capaz de detectarlo. Me agacho para coger el papel con cuidado, después de apagar la llama, y le echo un vistazo. Parecía más reciente, al menos por el color de la tinta, y las palabras las comprendía, pero estaban ordenadas de tal manera que lo que pude leer me resultó entre chistoso y decepcionante.

-"Leche traerá mesa con ratas cuadrados"-cito textualmente en voz alta, como si esperaba que alguien me oyera o que tras las palabras se produjera alguna reacción mágica. No ocurre nada. Niego con la cabeza, como para reprenderme por esta idea tan infantil, y enrollo el pergamino para guardarlo junto al otro.

Un sonido escalofriante me pone los pelos de punta y me hace girarme de forma casi inconsciente, blandiendo la cimitarra aleatoriamente. Bajo la guardia al ver que el sonido se produce por unas tallas que surgen de la nada en un estantería. No soy capaz de leer lo que pone, pero los símbolos los conozco demasiado bien como para obviarlos. Es el alfabeto de asreniense. Me acerco corriendo y paso las yemas de los dedos por ellas, a pesar de que ya han dejado de surgir de donde sea que venían, sin embargo, soy incapaz de entenderlo, lo mire como lo mire. Entonces vuelvo a percibir el rastro de la poca cultura que quedaba en todo el edificio, el olor a papel envejecido y tinta seca que emite una hoja clavada en la pared. El papel está enrollado y no dudo en enfundar la cimitarra para poder desplegarlo con ambas manos. Es una lista de nombres absurdos, algunos son divertidos de leer, otros simplemente dan pena, pero no pone nada interesante. Mi ánimo va a menos con cada segundo que paso en esta biblioteca desolada, al tiempo que mi preocupación por el resto del grupo aumenta. Decido tratar de arrancar la lista de nombres antes de proseguir buscando la salida.

Unos papeles doblados surcan el aire, volando movidos por quién sabe qué, porque lo que es el viento no sopla aquí dentro. Con ellos llega a mi nariz un nuevo rastro y mis pies comienzan a andar solos en la misma dirección hacia la que volaban las hojas. No tardo en atravesar una puerta que da a una habitación estrecha, con las paredes inundadas de libros de todo tipo. Cierro la puerta, dejando al otro lado al Giz preocupado por sus compañeros o cuidadoso ante cualquier peligro.


Avanzo sin lograr borrar la expresión de perplejidad que se acaba de acomodar en mi cara, paseando con mis dedos por los lomos de tantos y tantos libros de las estanterías. Mis ojos van rápidos de cubierta en cubierta, refrenándose en aquellas escritas en rocavarancolés. "Cómo entrenar a tu dragón", "Rimas y cuentos del esclavo", "Paradojas espaciotemporales aplicadas al té", "Hechizos de construcción: ahórrate las espátulas"... Saboreo cada uno de los títulos y me permito el lujo de hojear los que más me llaman la atención. En ocasiones contadas, también abro aquellos escritos en otro idioma, solo para curiosear su simbología, a pesar de no entender nada. Esta habitación me permite comprender cuán retrasados estábamos culturalmente en Asrena con respecto a esta ciudad o a los mundos vinculados de mis compañeros.

En un principio la situación me resulta entre divertida y curiosa. Los libros y demás documentos parecen cobrar vida y se arremolinan en torno a mí de manera mecánica, permitiéndome ir leyéndolas conforme se movían lentamente, como si quisieran transmitirme todo lo que saben. Sin embargo el ritmo y la velocidad con la que se mueven y pasan de unos a otros acaba mareándome, en apenas unos segundos es tal, que apenas soy capaz de leer nada, solo veo letras y letras girando a mi alrededor y fijándose a mi cuello.

No tardo en desorientarme y notar cierta asfixia, quizá fruto de la hipocondría, al ver la cantidad de papeles arremolinados en torno a mí. Lo primero que se me ocurre es gritar, pero pronto abandono la idea, tras recordar que el resto de compañeros se quedaron fuera... << Joder, es que soy imbécil >>. Consigo insultarme, entre la maraña de frases y oraciones que inunda mi cerebro. Respiro varias veces, cerrando los ojos para evitar marearme aún más, y trato de pensar en algo. Entonces se me viene a la cabeza un hechizo, el primero que aprendí y quizá el único que pueda acabar con esta locura, mal que me pese por lo que pudiera ocurrir a todos estos libros. Una vez pronunciado el encantamiento, acerco las llamas que habían surgido en mis manos a la marabunta de papeles. << El saber no me sirve si me mata >> pienso para entre mí, excusando mi propia decisión.

La situación empeora por instantes, por si fuera poco el hecho de que el fuego no solo no quema los papeles, sino que parece haberse infiltrado en cada una de las hojas, estas parecen malhumorarse y se agitan de forma frenética. Un primer papel doblado de forma extraña me corta la mejilla, un corte poco profundo. No tardo en notar el calor que desprenden las hojas debido al hechizo fallido de antes. Los papeles vuelan tan deprisa, que antes de querer ser consciente de lo que está pasando, tengo el cuerpo lleno de cortes y arañazos de los que brota sangre en pequeñas cantidades. El poncho y la túnica no deben de haber acabado en buen estado, pero el escozor de los cortes incandescentes no me permite fijarme en ello. Aprieto la mandíbula, para evitar soltar un grito y suelto un gruñido en su lugar. << Soy un corte con patas, joder... >>


Trato de repasar de nuevo la lista de hechizos, pero una vocecilla, supongo que mi conciencia, me frena. << Si el papel se ha tragado el fuego, es mejor no intentarlo con más hechizos >>. Entonces no se me ocurre otra cosa que sacar la cimitarra de nuevo, a la desesperada. La blando en el aire con movimientos poco finos y aleatorios fruto del miedo y trato de acertar con su filo en los papeles, pero parece que la situación no mejorará mucho.

-¡Socorro!-acabo gritando para pedir ayuda, después de haberme tragado el poco orgullo que no se había filtrado por los cortes.