Tercer sueño de Cío

Una sensación de déjà vu lo traía de cabeza, como si ese entorno que contemplaba fuese algo que conocía sobradamente, pero sin recordar haber pisado un lugar así en su vida. Se dio cuenta entonces de que no estaba solo, protegido y tras un escritorio estaba un tipo al que sí recordaba bien, aunque solo lo hubiese visto una vez. Seguramente había ayudado a conservar fresco su recuerdo la cantidad de veces que se imaginó retorciéndole el pescuezo por sus engaños. Parecía fingir que no le había visto en su vida o que, sencillamente, le daba igual, porque empezó a darle órdenes sin más. Sin embargo, Cío no estaba dispuesto a hacer lo que le dijese a la primera de cambio, «¿cómo voy a volver a fiarme de este cabrón?».

―No sé de qué examen me hablas y no voy a hacer ningún puñetero examen ―barbotó mientras se acercaba al cosechador―. Puedes meterte toda tu parafernalia por el culo, no eres más que un estafador. ¿Por qué no explicaste nada? ―Al decir aquello, apoyó el puño en la protección de Aeris. No imprimió siquiera fuerza en ello porque se imaginaba que era inútil.

El irrense miró al cosechador fijamente durante algunos segundos más, sin relajar su expresión amenazadora, hasta finalmente separarse de la protección que le impedía tocar a Aeris. No se fiaba de aquel tipo, pero a lo mejor tenía razón. Notó, por otra parte, que había algo tremendamente anómalo en él. En vez de parecer la persona que había visto en aquella plaza de Resqiria era más como un Archi, o mejor dicho, mucho peor que él, como una simple máquina. Reculó y después se volvió para caminar hacia la silla, sin decir ni una palabra más. Se sentía mangoneado, pero no veía ninguna salida que enfilar.

Se dejó caer sobre la silla y buscó al cosechador con la mirada para hacerle una pregunta de mala gana:
―¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿O eso también es máximo secreto?

«¿Y qué mierda es un castigo positivo?». No tardaría en averiguarlo, a medida que fruncía en ceño según la explicación avanzaba. Aquello no tenía el más mínimo sentido, y estaba empezando a tocarle el hocico.
―A ver, a ver… si son como yo ¿qué cojones va a cambiar por freirles el culo? ―Y, lo que era aún más preocupante―: ¿Luego hay que cambiar papeles? ―Tal vez del otro lado solo se encontrase gente mágica, pero ¿y si era igual para todos? ¿Exactamente hasta qué punto aumentaban esas descargas? No podía hacer aquello sin saberlo―. ¿Es peligroso?
Sin embargo, el irrense no esperaba sonsacar la verdad, no de Aeris. Aun así no podía preguntar a nadie más.

«Bla, bla, bla» era todo lo que salía por la boca de Aeris para el irrense. Mucha cháchara pero poco específica. ¿Cómo iba a suponer que aquello no era un riesgo después de ver cómo operaba aquella ciudad? Podría haberse fiado al poco de haber sido cosechado, pero no ahora. Le había dicho que su parte no entrañaba riesgo, pero no había dicho qué venía después.

El comienzo del examen lo cogió por sorpresa, y miró a los altavoces y a la mesa alternativamente. «¿Por qué tengo que hacerlo yo?» pensaba, «que lo haga el señor cómodo desde su mesa, ¿a mí qué me cuentan?». Y, precisamente por eso, todo aquello le daba muy mala espina.

La voz del primer candidato resultó ser la de Archi. Cío había confiado en que se tratase de desconocidos al menos, pero era evidente que no iba a ser tan fácil. Había olvidado preguntar qué se jugaba él con aquello, y por lo que había dicho Aeris, de alguna manera le estaban evaluando. Pero eso no tenía nada que ver con magia.

Confiaba en Archi, y la cosa fue como esperaba. Tras unos momentos de tensión y espera, el segundo candidato resultó ser Lara. El irrense volvió a sentir cierto alivio, porque estaba convencido de que ella también sería capaz de hacerlo a la primera, pero se equivocaba. Una luz se encendió frente a él y los nervios regresaron con más fuerza. «¿Lara no tendrá a sus hijos en el marsupio, no?». Así mismo estuvo a punto de preguntarlo, pero se dio cuenta de que no querría hacerlo ni aunque no fuese así. Algo le decía que por un mero calambre no pasaba nada, que se la estaba jugando él también, pero era ya una cuestión de principios. Él no había pedido nada. «¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que me manden de vuelta?».

Se cruzó de brazos, desafiante.

El irrense vio el cambio de color en los botones y continuó sin hacer nada, preguntándose qué significaba hasta que lo averiguó por las malas. Buscó a Aeris con la mirada, indignado. Si aquella mesa hacía el trabajo sola, ¿qué pintaba él? Pero al menos había averiguado que el calambre no era algo dañino, y que si solo era “ligeramente” superior en cada botón, como le estaba explicando, la variación de intensidad entre números no haría del sexto botón algo demasiado peligroso.

No respondió nada a Aeris, pero estaba molesto al extremo. Su intervención solo significaba un levísimo cambio a “mejor”, y aunque no quería hacerlo lo estaban obligando por ese mismo motivo. Le daban igual su resultado y su examen «pueden opinar de mí lo que les salga del culo», pero castigar a gente que no había hecho nada iba en contra de todo lo que llevaba defendiendo toda una vida. Cuando el aprendiz se equivocó, el irrense maldijo la mala suerte del chico, pues también había confiado en que lo hiciese a la primera. De mala gana alargó la mano y apretó el botón.

La sonrisa de Aeris fue respondida con una mirada cortante «¿disfrutas, cabrón?». Después, el aprendiz cometió un error. Cío no podía entender cuál era el motivo, por lo que pensó que se había puesto nervioso. «¿Cómo no va a estarlo? Este método es absurdo». El segundo botón le pedía ser pulsado ahora. El irrense dudó un instante, pero terminó por alargar la mano una vez más. Ya sabía que no hacía ningún daño grande con ello, pero le seguía resultando incómodo. «Vamos, espabila» pedía mentalmente al aprendiz «si esto nunca se te ha dado mal». Pulsó.