Segundo sueño de Cío

Nunca había visto a Archi exasperado de aquella manera. Frunció el ceño y se debatía por largarse de allí sin mediar palabra, pues la tentación era muy fuerte. Pero había demasiado que no comprendía, y no creía ir a encontrar respuestas lejos de allí.

De pronto Archi salió por la ventana, pero no por su propio pie, algo lo hizo caer. Aunque su cuerpo reaccionó para intentar hacer algo –no sabía ni bien el qué, porque amortiguar la caída estaba fuera de sus posibilidades–, pero la armadura no le permitió avanzar ni un centímetro. Vio con todo lujo de detalles cómo se estampaba contra el suelo y se quedó impactado, sin poder apartar la mirada por unos instantes que parecieron minutos. Aquella escabechina no tenía sentido, no entendía nada, e iba a terminar por encontrarse realmente mal.

Lo que le hizo apartar la mirada por fin fue la voz que escuchó de nuevo por encima de su cabeza. La conocía muy bien, y eso precisamente le quitaba aún más el sentido a aquel asunto. La miró mientras hablaba y la siguió mirando cuando hubo terminado. No sabía ni qué se estaría reflejando en su cara. Por encima de todo, estaba confuso y furioso.
―¿Qué… por qué cojones… has hecho eso? ¡¿Estás mal de la puta cabeza?! ―Consiguió decir finalmente, mientras se golpeteaba el casco a la altura de la sien con el dedo índice.

La respuesta de la ulterana era una mera estupidez. Si es que era ella. «¿Me está haciendo reproches alguien que mata a sus compañeros sin pestañear?». Todo estaba mal. Todo. Era tan absurdo que le iba a estallar la cabeza. Los cadáveres ensangrentados y destrozados seguían delante de él, lo hacían marearse, sentir náuseas.

La repentina transformación de Keiria lo dejó paralizado. La torre se cayó pero, milagrosamente, no sobre él. Ahora, entre los escombros, estaba un reptil rojo y majestuoso. Su mirada resultaba aterradora, no tenía nada que ver con la Keiria que recordaba. Su pregunta no parecía tener ningún propósito, y el irrense solamente podía verla como un preludio. Daba igual lo que respondiera, el final para él sería el mismo.
―Tú eres el único monstruo aquí ―contestó con dificultad. Tenía un nudo en la garganta que no le dejaba hablar. Sabía que estaba tan sentenciado a muerte como los que ya habían caído.

El rugido amenazante vino acompañado de una llamarada que se dirigió a él sin que pudiera hacer nada, dándole de lleno en unos pies que no lograban apenas moverse. Empezó a sentir el calor subiendo desde la parte inferior, abrasándole los pies. Solamente podía jadear, y tratar de mover las piernas era tan doloroso como no hacerlo. Desesperadamente, buscó el botón que había pulsado el aprendiz en el pecho de la armadura. Hiciera lo que hiciera aquel trasto, ya fuera correr o sacarse algún as de la manga, sería mejor que no hacer nada. Si con aquello tampoco lograba nada, estaba jodido sin remedio.

Aquel trasto parecía servir para cualquier cosa menos para lo que Cío querría que sirviera en cada momento. Esperaba que echara a correr fuera de allí, era la opción preferible, y sin embargo allí estaba, de pronto, sufriendo un dolor indescriptible mientras la armadura no hacía más que llevarlo de un lado a otro, esquivando, sin hacer ninguna intentona de huir o atacar. Sentía los tirones del movimiento, la temperatura ya no significaba nada, sus pies estaban hechos de puro dolor, y se estaba perdiendo en esa sensación. Le estaba costando incluso ver lo que tenía delante. Era sorprendentemente parecido a la ocasión en que había perdido el brazo, pero incluso peor. Sus manos empezaron a buscar la empuñadura del arma gigante, pero no era su alfanje, ni podía controlarla. Estaba haciéndolo de forma prácticamente inconsciente y sin ningún propósito, salvo resistirse a no hacer nada. Quizás podría encontrar algún otro botón mágico de aquellos, pero era una esperanza vana.