Primer sueño de Amira

Se dejó llevar por el castillo, sin que le quedase otra. El despliegue de cosas que veía en la gente se le antojaba extraño, sacado de un sueño o de una pesadilla, o de algo intermedio. Todo lo que había visto hasta entonces estaba en una zona gris entre asombroso y aterrador, y la gente no era distinta a la ciudad en ese aspecto. Y sin embargo ella no había cambiado, seguía siendo Amira. Amira, no la reina, aunque todos pensaran lo contrario. ¿Le quedaba alguna opción aparte de seguir con todo aquel paripé?

«Parece que no», pensó mientras se sentaba en el trono. Otras dos personas que no conocía aparecieron, una con una especie de trompeta larga que le sonaba ligeramente de las películas medievales (o al menos algo parecido). Y empezaron a sonar nombres. ¿Tenía que acordarse de todos y de donde venían? Los estaba diciendo demasiado rápido como para enterarse de la mayoría, pero hizo el mayor esfuerzo posible en enterarse, mirando como uno a uno entraban en la sala y se arrodillaban. Quiso decir que no era necesario, que ella no era la reina, pero…ellos lo creían así, y la última vez que había intentado decirlo no había servido de nada, así que no diría nada al respecto.

Sin saber qué hacer, o qué decir, esperó. Quería ver qué esperaban de ella.

Amira intentó no rodar los ojos al oír el tono del embajador de Voraz, sin hacerle falta la traducción para suponer por donde iban a ir los tiros. Suponía que tenía que mantener las apariencias, pero no es que le apeteciera precisamente, y no era la única haciendo gestos exasperados ante las palabras, así que le costó mantener un gesto neutro. ¿Es que nadie podía tratarla como si fuera normal? Lo único que quería era acabar con todo aquello y volver a ser Amira, no la reina.

Escuchó atentamente las palabras del astrio, quien, por primera vez desde que apareció en ese dichoso carruaje, le habló normal, dentro de lo que cabía. Con respeto, pero normal. Otra vez estaban ahí aquellas dichosas palabras «Amira, no Su Alteza», hubiera querido haber dicho, pero no era el momento. Aquel tono era al menos una mejora respecto a lo anterior.

Apretó los puños al recordar al maldito lagarto. Ella no quería ser reina, desde luego, pero no iba a permitir que un asesino, un traidor, alguien que había atacado a chicos inocentes en su momento más difícil se subiera al trono. Más adelante podía intentar hacerles ver a todos que ella no era una reina, pero ahora tenía que proteger Rocavarancolia. No por seguir sentada en un trono que no quería, ni por no acabar descuartizada (aunque le era preferible seguir entera), sino porque era lo que debía hacer, lo que le era moralmente correcto. Defender Rocavarancolia no era solo defender la ciudad, era defender también a sus habitantes y la gente que había conocido allí y que estarían en peligro si Setenta y Siete entraba con su ejército. Kahlo, Adam, Alec…Todos ellos vivían allí, y defenderles a ellos implicaba defender todo lo demás, incluyendo las cosas horribles que había visto antes. La ciudad tenía muchas injusticias en ella, sí, pero no podía imaginar como sería todo con Setenta y Siete al mando. Al menos ella podía intentar hacer que las cosas cambiaran, le dejaran o no quitarse la dichosa corona de la cabeza para volver a ser la humana normal que siempre había sido.

Buscó con la mirada a Teyn, queriendo preguntarle si tenían alguna sala con el propósito de valorar sus efectivos y los del lagarto, y en la que pudieran discutirlo. Daba por supuesto que sí, pero no sabía donde estaba, y tampoco se la quería jugar.

Amira frunció el ceño al ver la expresión de Teyn. No aguantaba ver cómo trataba a la gente, como si fueran inferiores que él. Rocavarancolia podía gobernar sobre esos mundos, pero Amira era incapaz de verles como inferiores a ella, y menos en un momento como ese, en el que la ayudaban a luchar contra Setenta y Siete. Aquellos eran sus aliados, no sus sirvientes, y debían ser tratados como tal.

—Lo tendré en cuenta—afirmó en voz baja antes de dirigirse a la sala, pero dudaba hacerlo realmente. ¿Cómo iba a mandar a alguien al frente solo por si así diezmaba a sus tropas? ¿Cómo se podía ser tan cruel? Aquellos soldados tendrían hermanos, parejas, amigos, gente que les quería y esperaba volver a verles. No iba a dejar morir a gente solo porque políticamente pudiera ser un buen movimiento.

Suspiró y entró en la sala con paso firme. Aunque no le gustara la situación era lo que tenía que hacerse, y tenía que hacerse bien.

Amira intentó mostrarse siempre firme, como si supiera que lo que estaba haciendo era lo mejor, pero por dentro estaba llena de dudas. ¿Y si algo salía mal y por su culpa morían miles de personas y Setenta y Siete acababa en el trono? Todo estaba en sus manos, y un mal paso podía suponer el fin de Rocavarancolia.

No le gustaba que tanto dependiera de ella, y se tomó unos momentos para meditar las palabras de Alec y de Baltazar. En el fondo daba igual qué hubiera dicho cada uno, porque su brújula moral había tomado esa decisión mucho antes, cuando descubrió por qué estaba reunida con aquella gente.

—Es mi guerra. Por mucho que los mundos vinculados nos ayuden, Setenta y Siete me ha desafiado a mi. Rocavarancolia debe, debemos, estar en el frente —afirmó, sin un ápice de duda en su voz, aunque por dentro le reconcomiera el miedo a las consecuencias. Ella no era una valiente guerrera, ni una poderosa maga, pero si por ella fuera estaría la primera en aquella batalla, al lado de los suyos, defendiéndoles y dándoles apoyo moral. «Es lo que debería hacer un buen líder», se convenció.

La mirada de Teyn la hizo sentirse aún mejor con su decisión. Si enfadaba a aquel imbécil es que no se había equivocado, al menos desde el punto de vista moral. Aquella era una pequeña victoria para Amira, a quien el físico de Teyn le intimidaba lo bastante para no haberle reprochado todo lo que hubiera querido o para pedirle que no fuera a aquella toma de decisiones.

Y aquella pregunta solo tenía una respuesta:
—Desde donde debe hacerse —dijo, más para autoconvencerse a sí misma de algo que iba a poner en peligro su integridad que para sonar dramática o parecer una buena reina a ojos del astrio—. Al lado de los que luchan por mi.  

Dio igual cuantas protecciones le pusieran o cuantos escoltas tuviera, Amira estaba nerviosa. ¿Y si se había equivocado con todo? ¿Y si todos morían por su culpa? Respiró hondo. Tenía que mantener la esperanza en que todo iría bien. No solo por ella, sino por todos los demás. Debía darles ánimo, hacer que tuvieran valor, y no podría hacerlo si solo quería echarse a llorar por los nervios y el miedo a lo peor que podría pasar.

A Amira no le gustaba pelear, ni le gustaba el ejército, ni le gustaba la monarquía, pero desde que había aparecido en aquel carruaje había tenido que sacrificar ciertas ideas por un bien mayor: acabar con aquel lagarto. No tenía mucha idea de estrategia militar, pero dio las ordenes que le parecían adecuadas, siguiendo su instinto. Desde fuera, casi parecía que Amira supiera lo que estaba haciendo. No quería darle a Setenta y Siete la satisfacción de verla muerta, y parecía que gracias a sus guardias y su magia iba a seguir viva un día más.
Y el ejercito que tenía…ni siquiera era gente que le apoyase, que le defendiera y luchara por él, sino meros zombis sin sentimientos ni capacidad de pensamiento. Le hubiera hecho dudar tener que matar a alguien que no tenía pro qué ser un monstruo como el lagarto, pero contra aquellos seres no dudó en matar si le era necesario.

No sabía cuanto había tiempo pasado, demasiado centrada en dar órdenes y tratar de mantenerse con vida. Y de pronto, aquella voz.
—Ha sido gracias a mis guardias, de no ser por ell—se cortó a media frase, viendo el estado de su interlocutor—¡Estáis herido! ¿Hay algún sanador cerca? ¡Necesitamos ayuda! —alzó la voz, esperando que alguien la oyese y un sanador acudiese a ellos. Por un momento, no pudo evitar pensar en que habría muchos más heridos, y muertos, y sintió una punzada de pánico. Esperaba que sus amigos estuvieran bien.

Amira se calmó un poco cuando Baltazar se dejó curar, aunque no le duraría mucho. Parecía que siempre tenía otra decisión que tomar, y la que se avecinaba no iba a ser fácil ni bonita. Ninguna lo había sido, a decir verdad, pero una vez había acabado con la amenaza de Setenta y Siete gobernando la ciudad no sabía si quería seguir tomando más decisiones, y menos al respecto de lo que debía hacer con el lagarto. Le llenaba de odio todo lo que había hecho, pero sabía que la justicia no debía administrarse desde la ira, y no sabía si iba a poder hacerlo cuando llegara el momento.

Respiró hondo y asintió, siguiendo al astrio. Intentaría tranquilizar sus nervios y calmar el impulso de vengarse por los que sabía que Setenta y Siete había matado de camino a los acantilados.

No, aquello no era lo que Amira quería. No quería ejecutarle, no estaba bien. Podían encerrarle, deberían tener mazmorras en el castillo y…

Pronto dio igual, porque algo golpeó su espalda y todo se volvió oscuro. Cuando despertó la costó saber dónde estaba, aunque sentía que todo iba mal. Casi como un mazazo, las palabras y la mirada de Baltazar llegaron a la francesa, quien no pudo evitar apretar los puños, antes siquiera de ver el horror. Rocavarancolia nunca había sido para ella más que un sitio al que la llevaron drogada, por el que no debería tener sentimientos, pero le dolió ver todo aquello. Ningún mundo se merecía aquello, ni todas aquellas personas se merecían morir. De sus ojos empezaron a brotar lágrimas, aunque ni ella misma sabía distinguir si eran de ira o de tristeza. Probablemente de ambas. Aquellos traidores no eran mejor que Setenta y Siete, no eran nada más que tiranos y genocidas. Habían reducido a cenizas una ciudad llena de esplendor, habían matado a sus amigos y a todos sus habitantes…  Y pronto no fue solo Rocavarancolia, sino todos los mundos. Sitios que ella no había conocido, ni visto, y que tampoco merecían aquello. Seguía llorando, pero no impidió que mirara a Baltazar con un odio visceral que pocas veces había sentido antes.

¿Unas últimas palabras? Iba a morir igual, así que no pensaba precisamente en ser diplomática. Por Kahlo, por sus amigos, por todas aquellas almas que no habían hecho nada y aún así habían sido exterminados. Había hecho todo por ellos, y ahora no iba a callarse ante aquel bastardo. Le jodía estar de rodillas, desde luego. Quería levantarse y decírselo a la cara, con el valor que la ira le estaba concediendo. Si no lo había hecho antes, y lo seguiría sin hacer, era porque le temblaban tanto las piernas que dudaba poder mantenerse en pie.
—Puto traidor —espetó—. No eres más que un tirano, y como todos los tiranos caerás antes o después.
Podía añadir mucho más. Que era un genocida, que le traicionarían cuando se dieran cuenta de cómo era, que sus propios ciudadanos deberían guillotinarle en una plaza. Pero su cabeza solo daba para una frase más, una que quería haber dicho mucho antes
»Y deja de llamarme así, no soy la puta reina de este sitio.