Primer sueño de Amira

Amira estaba confusa. No sabía que pintaba ella en un carruaje, ni por qué llevaba aquellas ropas ni una corona. Podía hacerse una idea de qué representaba aquello, pero tenía bastante claro que ella no debía estar ahí. La falta de ventanas del carruaje la hizo suspirar. Le hubiera gustado abstraerse mirando por una, así que solo le quedaba mirar a su acompañante. No le reconocía, lo que no mejoraba la situación, pero al menos la sonrisa que tenía la hacía sentir menos violenta.

Cuando la llamó su majestad sintió cómo la teoría que se había formado para llevar aquel atuendo que pertenecía a una institución que Amira consideraba arcaica (y que despreciaba abiertamente) cobraba forma, y se revolvió en su sitio, algo incómoda. «Yo no soy…», quiso quejarse, solucionar algo que a todas luces no era más que una confusión, pero no se atrevió a decirlo. El aspecto del desconocido, con aquella piel dorada y esas alas la intimidaba, y se sentía demasiado nerviosa para quejarse.
—Puede llamarme Amira —alcanzó a decir. Tratar de usted al desconocido se le antojaba forzado, pero él la había tratado así primero y consideró que era lo educado. Sus palabras no habían tenido demasiada fuerza, pero no quería que la llamase Su Majestad—. ¿A dónde vamos?

No sabía si quería saber la respuesta, pero ya que no tenía ninguna referencia del exterior era mejor que nada. No pudo evitar estremecerse ante el sonido del látigo y lo que llegaba de fuera. ¿Era necesario aquello? ¿Tanta prisa tenían? ¿Debía quejarse del uso de la violencia en lo que esperaba que fueran caballos?
—Tampoco hace falta que las forcéis así —terminó diciendo tras darle un par de vueltas. Si de verdad la creían la reina, tal vez no pasara nada por quejarse de aquello y con suerte la harían caso

La respuesta se le hizo rara a la francesa, quién había supuesto que salían del castillo. ¿De dónde habían salido entonces? No se atrevería a preguntarlo, igual que no se atrevería a preguntar qué era un astrio, aunque aquello no le hiciera falta: su mente le había revelado la información necesaria sobre los mundos y sus emisarios. ¿Es que acaso tendría alguna reunión con ellos? ¿Alguna especie de baile como aquellos de las películas de época? No estaba segura de poder aguantarlo, no sin quejarse de que ella no era la maldita reina de Rocavarancolia, ni lo sería nunca.

En cuanto la puerta apareció no dudo en salir, con ganas de ver el exterior, que contemplaba con nuevos ojos. Aquella no era la ciudad que conocía. ¿Dónde estaban las ruinas, las baldosas sueltas, lo gris y lo monótono? Los colores, las formas, los edificios flotantes (¡edificios flotantes! ¿Qué maravilla era aquello?), allá donde mirara había una belleza que le quitaba el aliento. Aquella era la ciudad que venía en aquel libro de Historia, la que construía cosas bellas como las estatuas de los Jardines de la memoria. Maravillas y portentos. Ahora lo veía.

Y también veía el horror. La expresión de asombro y maravilla de su rostro se fue borrando poco a poco según iba mirando y fijándose en la gente y lo que hacía. ¿Tortura? ¿Esclavismo? ¿Asesinatos? ¿Por qué permitían aquello? ¿QUIÉN lo permitía? Miró a Tayn, con una expresión entre la incredulidad y la furia, su lenguaje no verbal exigiendo una explicación que no se atrevía a formular en voz alta. Y al mirarle a él se dio cuenta de algo que remataba todo aquello. Un desconocido y Adam, con aquellas alas y aquella piel dorada, habían sido sus monturas, y tenían marcas de aquel maldito látigo.

—¿Desde cuándo tratáis así a los que son como vos? —preguntó a Teyn, sin poder contener del todo lo que sentía al presenciar aquellas injusticias. Ya podía decirle lo que quisiera sobre Astria, Tadar o cualquier mundo, porque a ella le importaba una mierda lo que pensaran. No iba a tolerar aquello.

¿Y qué más daba que se regeneraran rápido? ¿Era de alguna manera moral matar a alguien solo porque fuera a revivir? Amira no creía en el punitivismo, ni mucho menos en el ojo por ojo, pero se vio tentada a decir que si tan poco pasaba porque dos personas tiraran de un carro y recibieran latigazos, que fuera él el que lo tirase la próxima vez. Total, él también se regeneraría, ¿no?

Pronto eso dio igual, porque Alec estaba allí, con la misma piel dorada y las mismas alas y una armadura que parecía bastante incómoda a ojos de la francesa, aunque a él no parecía molestarle.0
—¡Alec! Soy Amira, no una reina, y mucho menos la reina de este sitio. ¡Díselo, tú lo sabes! ¡Has estado conmigo en el torreón! —le pidió, aunque sospechaba que no serviría de nada. Y la mención a Kahlo… Amira se llevó la mano al cuello, buscando de manera inconsciente el abalorio que había hecho y que siempre llevaba encima. ¿Sería ella también uno de esos extraños seres? No, daba igual, no podía dejarla sola ante aquellos emisarios, aunque no tuviera ninguna gana de verles. Suspiró pesadamente, mirando a los desconocidos. La piel de ellos era mucho más oscura que la de ella, y casi parecía antinatural, hecha de la misma noche y decorada con estrellas. ¿Podía acaso negarse a ir? Se sentía tan o más intimidada por ellos que por el desconocido en el carro: ¿no había nadie como ella allí?—Vale, vale. Iré.

Se dejó llevar por el castillo, sin que le quedase otra. El despliegue de cosas que veía en la gente se le antojaba extraño, sacado de un sueño o de una pesadilla, o de algo intermedio. Todo lo que había visto hasta entonces estaba en una zona gris entre asombroso y aterrador, y la gente no era distinta a la ciudad en ese aspecto. Y sin embargo ella no había cambiado, seguía siendo Amira. Amira, no la reina, aunque todos pensaran lo contrario. ¿Le quedaba alguna opción aparte de seguir con todo aquel paripé?

«Parece que no», pensó mientras se sentaba en el trono. Otras dos personas que no conocía aparecieron, una con una especie de trompeta larga que le sonaba ligeramente de las películas medievales (o al menos algo parecido). Y empezaron a sonar nombres. ¿Tenía que acordarse de todos y de donde venían? Los estaba diciendo demasiado rápido como para enterarse de la mayoría, pero hizo el mayor esfuerzo posible en enterarse, mirando como uno a uno entraban en la sala y se arrodillaban. Quiso decir que no era necesario, que ella no era la reina, pero…ellos lo creían así, y la última vez que había intentado decirlo no había servido de nada, así que no diría nada al respecto.

Sin saber qué hacer, o qué decir, esperó. Quería ver qué esperaban de ella.

Amira intentó no rodar los ojos al oír el tono del embajador de Voraz, sin hacerle falta la traducción para suponer por donde iban a ir los tiros. Suponía que tenía que mantener las apariencias, pero no es que le apeteciera precisamente, y no era la única haciendo gestos exasperados ante las palabras, así que le costó mantener un gesto neutro. ¿Es que nadie podía tratarla como si fuera normal? Lo único que quería era acabar con todo aquello y volver a ser Amira, no la reina.

Escuchó atentamente las palabras del astrio, quien, por primera vez desde que apareció en ese dichoso carruaje, le habló normal, dentro de lo que cabía. Con respeto, pero normal. Otra vez estaban ahí aquellas dichosas palabras «Amira, no Su Alteza», hubiera querido haber dicho, pero no era el momento. Aquel tono era al menos una mejora respecto a lo anterior.

Apretó los puños al recordar al maldito lagarto. Ella no quería ser reina, desde luego, pero no iba a permitir que un asesino, un traidor, alguien que había atacado a chicos inocentes en su momento más difícil se subiera al trono. Más adelante podía intentar hacerles ver a todos que ella no era una reina, pero ahora tenía que proteger Rocavarancolia. No por seguir sentada en un trono que no quería, ni por no acabar descuartizada (aunque le era preferible seguir entera), sino porque era lo que debía hacer, lo que le era moralmente correcto. Defender Rocavarancolia no era solo defender la ciudad, era defender también a sus habitantes y la gente que había conocido allí y que estarían en peligro si Setenta y Siete entraba con su ejército. Kahlo, Adam, Alec…Todos ellos vivían allí, y defenderles a ellos implicaba defender todo lo demás, incluyendo las cosas horribles que había visto antes. La ciudad tenía muchas injusticias en ella, sí, pero no podía imaginar como sería todo con Setenta y Siete al mando. Al menos ella podía intentar hacer que las cosas cambiaran, le dejaran o no quitarse la dichosa corona de la cabeza para volver a ser la humana normal que siempre había sido.

Buscó con la mirada a Teyn, queriendo preguntarle si tenían alguna sala con el propósito de valorar sus efectivos y los del lagarto, y en la que pudieran discutirlo. Daba por supuesto que sí, pero no sabía donde estaba, y tampoco se la quería jugar.

Amira frunció el ceño al ver la expresión de Teyn. No aguantaba ver cómo trataba a la gente, como si fueran inferiores que él. Rocavarancolia podía gobernar sobre esos mundos, pero Amira era incapaz de verles como inferiores a ella, y menos en un momento como ese, en el que la ayudaban a luchar contra Setenta y Siete. Aquellos eran sus aliados, no sus sirvientes, y debían ser tratados como tal.

—Lo tendré en cuenta—afirmó en voz baja antes de dirigirse a la sala, pero dudaba hacerlo realmente. ¿Cómo iba a mandar a alguien al frente solo por si así diezmaba a sus tropas? ¿Cómo se podía ser tan cruel? Aquellos soldados tendrían hermanos, parejas, amigos, gente que les quería y esperaba volver a verles. No iba a dejar morir a gente solo porque políticamente pudiera ser un buen movimiento.

Suspiró y entró en la sala con paso firme. Aunque no le gustara la situación era lo que tenía que hacerse, y tenía que hacerse bien.