Primer sueño de Ulmara

—Gra... —No le dio tiempo a terminar de agradecer nada.

En ese mismo instante vio pasar un chubasquero por el rabillo del ojo y, por mucho que intentó alargar la mano para cogerlo, el viento soplaba demasiado fuerte y Ulmara se sentía demasiado pesada por la lluvia. ¿Por qué no le había avisado? ¿Qué manera era esa de conceder un favor? Ulmara frunció el ceño levemente, pero se sintió incapaz de interrogar a la diosa de esa manera.

—No... No me dio tiempo, ¡lo siento! —comenzó—. ¿No existe una manera más segura de hacerlo?

Por algun motivo seguía hablando con el rostro mirando al cielo, aunque la voz sonaba dentro de su cabeza, y no le quedó más remedio que resoplar para escupir agua de lluvia después de hablarle a Aramara. No era muy digno, pero no quería tragarse aquello.

<Aramara suspiró.
<<De acuerdo, por esta vez se te hará más fácil. Mira dentro de tu zurrón>>.

Si Ulmara mirase descubriría un chubasquero verde doblado dentro. Después, Aramara dejaría de hablarle durante un rato.

La cercana seguiría caminando bajo la lluvia ahora pudiéndose proteger un poco más con la prenda impermeable, pero pocos minutos después y sin saber muy bien cómo tendría delante un desierto en el que el sol brillaba con fuerza y la lluvia cesaría por completo.

A Ulmara no le gustó nada aquel suspiro. ¿La había tratado la diosa con condescendencia? ¿Había hecho mal ella por pedirle facilidades? Se estaba poniendo nerviosa. ¿No era por eso que solían acudir a ella y al resto de dioses? Mil y una preguntas martilleaban su cabeza y le impidieron disfrutar incluso del pequeño milagro que apareció dentro de su zurrón. Ulmara se vistió con el chubasquero, se llevó la capucha a la cabeza y se sintió, en toda su honestidad, un poco estúpida. Al fin y al cabo ya estaba mojada, el impermeable llegaba tarde.

Y fue peor cuando, de repente, el entorno cambió por completo y se encontró con sus sandalias hundiéndose en la arena. ¿De qué huevos le había servido el favor de Aramara? Se lo quitó y lo dejó colgando de su brazo por no hacerle un segundo feo a la diosa mensajera. El sol apretaba tan fuerte que no veía nada. Respiró hondo, buscó la botella de agua para darle un trago y trató de avanzar utilizando su mano libre como visera.

Estuvo a punto de preguntarle a Aramara qué demonios había pasado, pero por algún motivo, ahora que la diosa le respondía, ella se sentía menos segura de hablar con ella.

El tiempo se desmontó de nuevo y las horas, los minutos y los segundos dejaron de tener sentido. Ulmara se había secado, por fin, después de aquellas lluvias intempestivas, pero ¿a qué precio? El sol le impedía ver hacia dónde se dirigía y la arena le hacía caminar con lentitud. Para colmo, igual que antes le llegó la lluvia ahora llegó una tormenta de arena. Ulmara tosió ante el ataque repentino del clima y se frotó los ojos, que le escocían y empezaban a llorarle por segunda vez.

—¡Por todos los dioses! —se quejó. E inmediatamente cerró la boca con algo de susto.

No quería enfadar a Aramara, aunque a la vez desearía estar a la altura de la deidad para poder gritarle todo lo que guardaba en el pecho. Como eso no iba a ocurrir pronto y no quería volver a escuchar su voz decepcionada, Ulmara se quitó la camiseta que llevaba, se puso el chubasquero verde y trató de protegerse de la arena con la otra prenda. Daba igual cuánto le costara, por el huevo en el que la incubaron que iba a llegar hasta la Fuente de la Vida. Por eso y por su padre.

El camino se había vuelto insoportable y Ulmara se había resistido a dar los últimos tragos a la botella de agua, a pesar de que su garganta reseca se lo pedía de nuevo. Cuando finalmente cedió a la sed, el tiempo se había convertido en grumos y la cercana se sentía incapaz de medirlo. Por suerte o por desgracia, fue justo tras el último trago que se encontró con las figuras distorsionadas de dos oasis a lo lejos.  Le surgía una pregunta: qué camino tomar. Y en esta ocasión, la pregunta venía acompañada de la certeza de que debía pedir ayuda. Sin embargo, igual que había retrasado tanto como pudo aquel último trago, la cercana quería retrasar al máximo el momento en que volviera a dirigirse a Aramara.

Permaneció en su sitio durante unos segundos que se le hicieron eternos, sopesando qué era lo correcto y, para su desgracia, al final lo más importante era su padre.

—¿Aramara, sigues ahí? ¿Podrías indicarme el camino correcto, por favor?

Normalmente no usaba el por favor con los dioses, pero normalmente no le respondían, así que ella se había imaginado que ser directo con ellos era lo mejor. Ahora... No sabía decir.

Otra vez el mismo rintintín condescendiente. Ulmara apretó la mandíbula y los puños, cerró los ojos brevemente y respiró hondo antes de responderle con más sequedad de la que le habría gustado:

—Gracias.

¿Qué le pasaba a Aramara? ¿Por qué parecía harta de ella si en toda su vida le había hablado dos veces? ¿Con tanta todo-poderosidad y no podía fingir un poco de amabilidad cómo estaba haciendo ella para complacerla? Se sentía estúpida. Estupidísima. La diosa mensajera le había hablado con tanta dejadez que incluso dudó de seguir sus indicaciones.

Pero al final le hizo caso, siguió el camino y llegó al oasis. Se le iluminó la cara y no dudó en agacharse para mojarse la cabeza, la cara, los brazos... Se refrescó y se limpió de arena lo mejor que pudo, dio un par de tragos haciendo de la mano un cuenco y finalmente rellenó su botella. Se cobijó del sol bajo una de las palmeras, respiró hondo... ¿Y ahora qué? ¿Cuál era el camino?

Decidió que no quería molestar de nuevo a la diosa y continuó hacia el este, siguiendo la misma dirección que la había llevado al oasis.

Necesitó atravesar el desierto y dar con una segunda llanura para presentir que algo no iba bien. Lluvia, arena, tormenta; la voz hastiada de Aramara... Ulmara se sobresaltó y cayó de culo hacia atrás al ver aquel rayo caer a su vera junto a aquel rugido atronador. No necesitaba contar los segundos entre uno y otro para saber dónde se encontraba la tormenta porque la tenía encima, dolorosamente encima. Como si la castigaran, encima. Los ojos se le humedecieron y volvió a mirar al cielo como una tonta para hablarle a una diosa que, claramente, la aborrecía.

—Aramara, ¿qué Otros es lo que he hecho mal? —gritó y se le rompió la voz, hablaba con rabia, aunque rodeada de rayos y truenos no parecía usar tanto volumen. La cercana se sentía objeto de una sanción injusta; como si hubiese cometido un delito tan atroz que los Dioses se hubieran saltado el juicio—. ¿Me estáis castigando, verdad? ¿Es eso?

<<Porque estoy harta ya, sinceramente>>.

Aquello le dolió más que si le hubieran dado la razón. <<No puedo ser más gilipollas>>. Ulmara sabía que el camino sería duro, lo sabía, pero cuando pensaba en un camino no pensaba en tener que luchar contra el clima, fuera cual fuera el lugar y fuera cual fuera el clima que tocara. Había tragado arena, se había empapado viva, se había muerto de sed y ahora sentía que en cualquier momento un rayo podría atravesarla desde su pluma más alta hasta el suelo. Y aun así, no pudo evitar preguntarse si no estaría siendo una debilucha.

—Perdón.

Anduvo con precaución, alternando la mirada entre el suelo y el cielo para no tropezarse y, si es que era posible, evitar ser electrocutada. No podía dar el paso ahora a la Lejanía. Los lejanos no tenían manos para sostener nada y ella todavía no sabía qué le esperaba en la Fuente de la Vida (aunque pensaba en agua, por supuesto), pero claramente necesitaba su cuerpo cercano; sus manos, sus pies, su espalda...  

Quizás también necesitaba ayuda de Aramara, pero después de su queja no quería volver a acudir a ella. No, nada hasta dentro de unos cien años, si es que aquello era posible.

Los rayos a su alrededor casi la infartaron y, por mucho que ella quisiera esquivarlos, era consciente de que ningún factor salvo la suerte le había ayudado a salvarse. Sin embargo, el verdadero horror llegó cuando alguien, en contra de la voluntad de Ulmara, tomó control de su cuerpo. Desde fuera se movía gracil, enérgica como nunca, con los movimientos más precisos que jamás había realizado la cercana; pero por dentro Ulmara se deshacía en un terror que empequeñeció el temor a los rayos de apenas unos segundos. Sus piernas no la obedecieron cuando les pidió parar. Su boca no se abrió cuando quiso hablar y su cuerpo no volvió a ser suyo ni aunque se tragó todo su orgullo y le suplicó a Aramara.

Lo primero que hizo cuando, finalmente, recobró el control, fue tomar aire a bocanadas y dejarse caer al suelo con el shock dueño de su expresión y, en parte, de su cuerpo. Temblaba nerviosa, furiosa, y aguantó con todas sus fuerzas las ganas de llorar hasta que el dique se rompió y el agua siguió su curso natural. Sollozaba de la forma en la que lo hace alguien que lleva años conteniendo el llanto: de forma sonora, fea y dolorosa.

El mensaje de Aramara no la había reconfortado lo más mínimo. Tampoco el llegar a la base de la montaña que debía escalar. Quería mucho a su padre, pero en aquel momento la tarea de salvarlo le venía grande (quizás siempre había sido así), mucho más alta que aquel pico. Se miró las manos, todavía temblorosas y trató de respirar hondo a la vez que abría y cerraba los dedos. Por un momento, encerrada en un cuerpo que no la obedecía, sentía que había experimentado lo más parecido a la muerte. Y había sido gracias a su diosa. "Gracias".

Se pasó la mano por la cara y se mesó un par de plumas de la misma manera que hacía su madre con ella cuando era una niña. Con la otra mano se aferró a su colgante, aspiró hondo y dirigió la palabra a Aramara con una voz que era a la vez todo el miedo del mundo y todo el valor de su cuerpo:

—No vuelvas a hacer eso.

Esperó durante varios minutos, por si la diosa se dignaba a responderle, pero no ocurrió nada. La cercana solamente quería volver a casa (porque el torreón de Rocavarancolia seguía escondido en un lugar recóndito de su memoria), pero solo había un camino a seguir. Un camino hacia arriba. Ulmara encaró la pared de piedra y buscó en la roca un saliente. Todavía compartía el cuerpo con el susto y no sabía si podría escalar, pero en esta ocasión ni se le pasó la idea de pedir ayuda por la cabeza. No. Se negaba.

Ulmara sintió una debilidad arrolladora de pies a cabeza y sintió que le fallaban las manos a la vez que, cómo no, todo su mundo se cubrió de nieve. El frio la golpeó aún antes de caer sobre la nieve y Ulmara tiritó a la vez que gruñó por el golpe. Una parte de ella quería quedarse ahí tirada, muerta de asco y de pena y de dudas. Pero de alguna manera encontró fuerzas suficientes para levantarse, lentamente, con torpeza, y abrigarse con el chubasquero que, como cuando llovió, no era suficiente.

—Aramara... —le salió solo, sin pensar, porque así había sido siempre su relación con ella y el resto de dioses, pero se lamentó al instante. Sin embargo, ya que la había llamado, ya que había cometido ese desliz... ¿Y sí... ?—. Escucha, voy a ser honesta: desde que respondes... —Le costaba controlar el castañeteo de los dientes—. No me estás cayendo bien. Pero... Necesito ayuda, de nuevo. Agradecería si esta vez dejas que mi cuerpo siga siendo mío, por favor; pero mi padre...

Ulmara había convivido en distintas ocasiones con gente que no le caía bien, pero nadie hasta ahora había sido un ser divino capaz de despojarla del control de su cuerpo. Probablemente temía a la diosa mensajera más que a la ventisca que amenazaba con sepultarla, pero no podía pedirle favores a la ventisca y se sentía tan cansada e impotente... No lo reconocería, porque quería a su padre más que a nada, pero en el fondo se planteaba si no sería mejor dejarlo ir.