Mesón “El jardín de sevli”

Se le pusieron los pelos de punta ante la alusión a los nigromantes y la nueva envergadura de su cuerpo amplificó su reacción. El ángel negro se envaró visiblemente y la repugnancia se plasmó con claridad en sus facciones.
—Aquí todavía los hay —era una pregunta caducada, formulada de la manera rotunda y afirmativa de lo que ya había sido contestado. Dicho en voz alta parecía incluso inevitable—. Por supuesto.
Si había un sitio donde no lincharían a los de su calaña nada más descubrirles era Rocavarancolia. Todos tenían un lugar en la ciudad: otra de las medias verdades de la ciudad. Al precio de tener que soportar a todos los demás y a todos los engendros que no deberían tenerlo.

—Es surrealista oírte decir estas cosas, ¿sabes?—dijo—. Antes ni se nos habría ocurrido entrar a un túnel todos juntos, no digamos ya solos.
Y al mismo tiempo, ahora que la Luna Roja ya había abandonado el cielo, tenía sin embargo perfecto sentido. Lo surrealista ya no era el presente sino el hecho de que alguna vez hubieran tenido que arreglárselas de otra manera para sobrevivir.
Pero Arcan tenía razón. Ahora la amenaza de ojos inescrutables e inteligentes asomaba desde establecimientos siniestros, palacetes ominosos. Otros transformados como ellos, con décadas de ventaja tanto en experiencia como de distancia de lo que una vez les hizo humanos.

Asintió meditabundo. Era cierto que aquellas bestias estaban vivas, pero conforme más se acostumbraba Sox a su nuevo lugar en el mundo más le costaba considerarlas más allá de la amenaza que pudieran suponer.
—Es una nueva responsabilidad —concedió—. Darle un puñetazo a algo ahora no es lo mismo ni de lejos.
Omitió otras posibilidades más mortíferas a propósito. No podía centrarse en ellas ahora.
—Antes no habría podido tumbar a nadie ni aunque le hubiera echado todas mis fuerzas. Ahora cargo todo el rato con la sensación de que podría partir muros si quisiera —durante la Luna había sido enloquecedor—. No me hace gracia mi… el precio de mi especie, pero sí tiene muchas ventajas. Sólo poder respirar tranquilo yendo por la calle ya vale la pena.

El potencial de sus alas era otro asunto que sí le inquietaba mucho más.
“Los nigromantes sí serían un buen uso”, pensó, y se asqueó a sí mismo inmediatamente después, pese a estar completamente seguro de que no pensaba usarlas a menos que fuese imprescindible. Pero se mentiría a sí mismo si no pensara… Si tuviera que hacer una excepción y alguno de ellos buscase pelea...

—Ponme a prueba —le retó. Su propio retraimiento involuntario hasta entonces y la actitud misteriosa de Arcan se aunaron para irritarle. No era uno de los chavales que no habían visto el final de la criba. Ya no iba a dejar que Rocavarancolia le amedrentase—. ¿Qué has visto?

—A mi me es extraño ver como la gente con estas nuevas capacidades parece muy... ¿reprimida? He de decir que de nuevo he encontrado mejor el darle uso y rienda suelta y acostumbrarme a ellas que intentar no llevarlas al máximo por miedo —relacionó un tema con el otro.

En  ese momento y ante esa pregunta Arcan estuvo a punto enfocar una mirada de reprimenda a Sox por querer sacar esos temas antes de la comida pero se contuvo a sabiendas de que él había sacado el tema y tan solo le miro con dureza.

«No debería haberlo hecho...»

Pero ante el desafío del carabés su orgullo se interpuso y empezó a hablar.

—Tu precio es mucho más misericordioso que la mayoría Sox. Hay muchísimas cosas peores que la muerte y el dolor es solo una de ellas.

Miró entonces hacia los lados confirmando que su hermano no estaba por allí y que el camarero aún estaba lejos.

—Me tienes que prometer que no le dirás nada a mi hermano. Nunca he querido que él tuviera nada que ver con esto.

“Llevarlas al máximo” caló, a su pesar. Sox había pasado por demasiados años de condicionamiento en Carabás como para que no lo hiciese. ¿Cruzar al otro lado de una frontera entre mundos, superar una prueba mortal durante meses, y todo para dejar parte de su potencial dormido? Sonaba a un desperdicio risible. Lo era.

Apretó los labios. Una parte de él quería argumentar más, convertir aquello en un debate, pero aquella parte de sí parecía haber trasvasado a Rad desde que se habían transformado. Su curiosidad, aun morbosa, ejercía ahora un influjo más poderoso.
—Pero no hay muchas cosas irreversibles —fue lo único que dijo en su lugar. Mantuvo conscientemente la confrontación fuera de su voz. Tampoco estaba nada en desacuerdo con lo que había dicho Arcan y en consecuencia tampoco sabía si su afirmación le resultaba un consuelo o una fuente más de malestar: la experiencia y lo que daban a entender las partes más sombrías de la ciudad le habían dado motivos para intuir que tenía razón. La afirmación resonaba el doble de ominosa en Rocavarancolia por buenas razones.

Con todo, reversible y mejor no eran caras opuestas de la misma moneda. Los nigromantes no devolvían a nadie a la vida. Sólo hacían bailar cadáveres a su son y proyectaban sobre ellos la personalidad que uno daría a una mascota. Era cruel, retorcido, a veces dolorosamente creíble, pero no era vida de verdad.

La petición le puso en una disyuntiva que duró apenas lo que un chispazo. Sox recordó el encuentro con Obel y qué clase de cosas podría estar ocultando él a su vez a su hermano.
—No lo sabrá por mí. Lo que os traigáis es asunto vuestro.

Se revolvió algo en la silla, un tanto incómodo con la afirmativa. Esperaba que hubiese reculado en aquel punto. Pero finalmente asintió resignado.

—Conocí un hombre en la capital, un allegado de mi abuelo. Todo lo esperable de un buen nublino para rocavarancolia, obediente, trabajador, gran adorador de los dioses, buena persona y podría seguir todo el día. Había muchas circunstancias en ese momento pero en resumen me puso contra la espada y la pared para hacerme una petición.

Era la primera vez que hablaba con alguien sobre ello que no fuera su abuelo o su tía. Se le veía nervioso, no paraba de mirar a su alrededor en lo que claramente era que no quería que un oído curioso lo escuchase.

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Se podía ver como apretaba sus manos. Tan solo recordar aquello, revivir aquella escena, le hacía hervir la sangre de nuevo.

—Aquel día estallé, y tras atacarle medio por sorpresa y conseguir noquearle lo até y lo torturé hasta la muerte.

Lo miró a los ojos sin hablar. Dejando que la pausa natural a todo eso sucediese.

—No soy la mejor persona del mundo —repitió, como intentando grabar aquello en piedra—pero creo que hay personas con las que no deberías dudar en afilar tu alas.

Sox no hizo interrupciones a partir de cierto punto de la historia. Una vez el rapiña entró en materia Sox entendió cosas sobre Arcan que antes habían flotado a la deriva, sin contexto, donde era fácil recogerlas y juzgarlas. Ahora para sacarlas a la luz tendría siempre que arrastrar todo el hilo detrás.

Su respuesta se demoró. Un aleteo inquieto, el rebufo de energía nerviosa que no tenía adónde ir. Resoplido. Agarrarse un puñado de cabello, que siempre se le terminaba olvidando cortar a como debía. Joder. Deseaba no haber preguntado.

—Podrías haber empezado por otra cosa —le recriminó, pero sonó falto de empuje. Se lo había buscado. ¿Había pedido lo peor? Ya se le revolvía el estómago sólo con algo sucedido en Nubla, ni siquiera en Rocavarancolia. Patético. Absurdo. Ya sabía que existían personas así en todas partes, en todos los mundos. En Carabás también las había.

—Y aquí habrá gente peor y ni siquiera tendrán que esconderse. Eso es lo que quieres decir, ¿no?
La respuesta de Arcan lo confirmó. La pregunta de Sox había sonado a acusación pero era lo que en realidad había querido saber. Qué había visto que permitiesen en Rocavarancolia que no existía en otros lugares, de qué era capaz la ciudad que les había visto morir sin pestañear antes de que Luna siquiera les prestara sus fuerzas, antes de llegar siquiera a vivir lo suficiente para  ser ellos mismos. No había estado preparado para los detalles, para una historia tan personal.

Pensar que no ya en Arcan sino en Barael, el niño nublino que había sido entonces, ya anidaba el potencial para torturar le abría un foso en la boca del estómago. ¿Quién más habría pasado por el proceso entonces? ¿Qué poder poseían ahora para hacer lo que se les antojara?

No se había terminado la comida, y supo en ese momento que ya no iba a hacerlo. Aquella pausa sobria fue un buen momento para pagar y marcharse.

Sigue en la Plaza del Estandarte.

Las reacciones de Sox le parecieron las normales y de no haber sido algo tan personal para él hubiera soltado una risa ante aquella recriminación. Relajó el cuerpo y simplemente se puso a comer sin decir palabra cuando por fin empezaron a llegar los platos.

Asintió ante su pregunta con el tenedor en la boca. No se había quitado los guantes para comer tampoco y usaba tenedor y cuchillo hasta para los entremeses que fácilmente podían degustarse con las manos.

Un sentimiento extraño le envolvía en aquel silencio. Era la primera persona ajena a la que le contaba aquella historia, uno de sus mayores secretos, y se sentía a la vez ligero y preocupado porque alguien más lo supiera.

Se preguntaba que estaría pasando por la cabeza del ángel negro.

Alagando la comida al camarero pagó toda la cena y se dispuso a marcharse junto a Sox.

Sigue en Plaza del Estandarte

Llevar un mesón no era fácil, y menos cuando todo el trabajo debía repartirse entre dos únicas personas. Eara y Ayne se habían hecho a la idea de que los comienzos iban a ser duros, y lo eran incluso si ni siquiera ofrecían comida todos los días de la semana. Sin embargo, estaban dispuestos a darlo todo para poner El Jardín de Sevli a funcionar.

Aunque resultaba agotador, no tardaron en acostumbrarse a la rutina y resignarse a lo limitado que había pasado a ser su tiempo libre. Además, no todo era cocinar y servir, sino que también tuvieron que aprender a calcular cuánta comida debía haber disponible en un día y cómo gestionar los recursos. Entre tanto, el mesón se iba dando a conocer entre los ciudadanos y, si bien no rebosaba de clientela, los mantenía ocupados. Sabían que, si crecía la clientela, dejaría de ser suficiente con dos personas.

A medida que pasaban las semanas, la gente que acudía allí a comer empezó a repetirse e incluso tenían algunos habituales. Si bien era agradable ver caras conocidas una y otra vez, había un grupo de personas en concreto que, cuando entraban por la puerta, ya ponían de los nervios a los sinhadres.


—¡Traednos una cerveza más a cada uno! —se hizo oír Estrago por encima del barullo del local, mientras Ayne atendía en otra mesa.
—Ahora mismo —le respondió el anima, sin dejar de anotar el pedido de los otros clientes.
—¡Oye! Si te hablo mírame a la cara. La cerveza de aquí ni siquiera es tan buena.
Tras la respuesta del trasgo se escuchó una carcajada. Era Cerril, que se sentaba a su lado.
—Pobrecito, que solo vienes aquí a mirar. Lo que tú querrías comer ni siquiera está en el menú —se burló el guerrero, mientras masticaba un pedazo de chuletón—. Ah, mira, ahí viene.

Quien se acercaba con las cervezas era Eara. Solía estar ocupada con los fogones, pero en aquel momento no necesitaba vigilar ninguna de las ollas que tenía al fuego. Cuando se acercó a dejar las bebidas del grupo, en el que también se encontraba Barne, sintió el aliento alcohólico del trasgo sobre su nuca. Reculó asustada, al notar que se había acercado ligeramente a ella, y aquello desató una nueva carcajada de Cerril.
—¡La has asustado! Como si fuese un conejito. —Tras decir aquello se dirigió a la sinhadre—. A lo mejor no deberíais abrir un mesón si te da miedo la clientela, muñeca.

Cuando Eara iba a abrir la boca para responder, Ayne ya estaba a su lado.
—¿Hay algún problema? —preguntó. En su tono se filtraba el disgusto que sentía hacia aquel grupo de borrachos, pero se obligaba a mantener la fachada delante de ellos.
—En absoluto, gracias por las bebidas —dijo Barne, en tono conciliador. Estaba tan bebido como sus amigos, pero le daba más vergüenza que gritasen en aquel local, donde todo se escuchaba en cada rincón, al ser más silencioso que la taberna.

Cuando se alejaron hacia la cocina, los sinhadres aún pudieron escuchar las protestas de Cerril y Estrago ante la intervención de Barne.
—Deberíamos prohibirle el paso a esa basura en el local —susurró Ayne con firmeza.
—¿Y si se lo cuentan a más gente? ¿Y se extienden rumores de que echamos del local a la gente que no nos agrada? Son solo palabras, puedo soportarlo.
—No hay ninguna razón para aguantar esto, Eara, estoy seguro de que no los quieren ni en la taberna.
—Y aun así no les han echado de allí.

Aquella conversación ya había tenido lugar más veces, solo que la vehemencia del anima crecía cada vez que tenía lugar. Eara deseaba que el mesón estuviese abierto a todo el mundo, que al igual que ella era bienvenida en aquella ciudad sin tener esencia, no quería cerrarle las puertas a nadie. Aunque empezaba a preguntarse si aquella reflexión seguía teniendo sentido. Al menos, a la gran mayoría parecía darles igual quién cocinase la comida con tal de que fuese sabrosa, pues prácticamente ningún otro cliente se dedicaba a recordarle que no era una igual, y respetaban que en aquel espacio ella era una de los dueños.

Como estaban ocupados, no volvieron a hablar más del tema. Cerril y los demás continuaron haciendo ruido mientras recibían miradas molestas desde alguna de las otras mesas.
—¡El postre, por favor! —llamó Barne, al cabo de un rato. Ayne estuvo a su lado enseguida.
—Podéis escoger entre arroz con leche, tarta de queso y una pieza de fruta.
—¿Solo eso? —preguntó Cerril, dejando claro con la mirada que le echó que la variedad no lo había impresionado—. Supongo que la tarta de queso está bien.
—Yo quiero arroz con leche —dijo Barne.
—A mí mejor tráeme otra cerveza, o me acabaré aburriendo de ver a estos comer —añadió el trasgo.

Cuando Ayne le dejó la nota a Eara en la ventana de la cocina, está la miró con el ceño fruncido, y suspiró con resignación. Cogió ella misma la bandeja con el pedido y se dirigió al grupo, ganándose una mirada extrañada de Ayne, que se encontraba cobrándole a una pareja que se marchaba. Ella le pidió que siguiese con lo que estaba con un gesto y se dirigió a Cerril.
—Tienes que disculparnos, mi compañero no era consciente de que ya había servido el último pedazo de tarta de queso. Puedes escoger cualquier otra cosa del menú…
—¡Ah, no, me niego a comer arroz vomitado! —exclamó el guerrero, dando un manotazo sobre la mesa que hizo que un poco del arroz con leche de Barne se derramase por fuera y la cerveza del trasgo se tambalease peligrosamente. Eara trató de no cambiar su expresión ante aquel gesto, pero se sobresaltó casi imperceptiblemente debido al golpe.
—No está en el menú hoy, pero tengo un poco de yogur del menú de ayer en el refrigerador, puedo prepararlo con dulce de frutas si…
—No he pedido yogur —la interrumpió el guerrero—, y mucho menos pasado de fecha.
—No está pasado de fecha, simplemente no hay suficiente para ofrecérselo a todo el mundo —se defendió la sinhadre—. Lamento de veras el malentendido. Si prefieres no tomar nada te descontaremos la parte del postre del menú de hoy.
—Pero yo quería una tarta de queso. Me la habéis ofrecido y ahora os negáis a servírmela —dijo Cerril, cuyos labios empezaban a curvarse en una sonrisa de medio lado. El postre le daba igual, pero la sensación de tener poder como cliente no tenía precio—. Nos dejamos un dineral comiendo y bebiendo aquí, ¿qué tienes que decir a eso?
Eara agachó la mirada durante un segundo, mientras contenía el temblor de sus manos.
—Lo siento mucho, no volverá a ocurrir. Tendremos mejor coordinación a partir de ahora.
—¿Crees que una disculpa es suficiente? —intervino Estrago de pronto, arrastrando las palabras—. No sé por qué seguimos gastando el dinero en el local de una ramera que se cree importante porque un transformado hace todo lo que le dice. ¡Estoy hasta los huevos de venir aquí!
—Pero la comida está buena —intentó decir Barne, tan bajo que todos los presentes lo ignoraron por completo. Al trasgo en particular le daba igual aquel punto.
—¡Nadie os obliga a venir si no queréis, así que por mi parte podéis marcharos! —explotó Eara de pronto, señalando la puerta. La respiración se le descontroló y entró en pánico. No sabía qué estaba haciendo pero era tremendamente liberador. Sentía la mirada de todo el local clavada en ellos, y los pasos de Ayne rodeando la barrar para plantarse a su lado, asustado.

Era normal que estuviese asustado porque, sin ningún aviso previo, las garras del trasgo estaban cayendo sobre ella, hundiéndose en sus defensas. Eara retrocedió del susto, pero recibió de inmediato un segundo golpe, y un tercero. Con aquel cedieron sus defensas, y al tratar de esquivarlo trastabilló. Las garras del trasgo se clavaron en su garganta, se engancharon en algo que frenó la fuerza del golpe, para luego arañar su mandíbula. Eara se cayó sobre su trasero de la impresión, y sintió cómo un peso se desprendía de su cuello y golpeaba el suelo produciendo un tintineo de cadenas.

Ayne se interpuso entre ella y el trasgo, y, a su vez, Barne se había transformado parcialmente para contener a su amigo. Cerril, aún sentado en su silla, miraba toda la situación con las cejas alzadas, como sorprendido, mientras calculaba las posibilidades de poder volver a entrar a aquel local a comer y divertirse.
—¡¿Qué crees que estás haciendo?! —vociferó el anima fuera de sí. Un par de clientes se habían acercado vacilantes a Eara, cuya mirada se había quedado fija en su gargantilla rota y manchada de sangre.

Eara se levantó sin esperar ayuda de nadie y le puso una mano en el hombro a Ayne mientras con la otra se tapaba la herida del cuello. El anima la miró de reojo, sintiendo un enorme alivio al ver que estaba bien. Entonces notó que aquella mano intentaba hacerlo a un lado para tomar la palabra. La sinhadre mostraba una expresión determinada. Tal vez era por la ausencia del collar que la había señalado como una pertenencia buena parte de su vida, pero en aquel momento Eara sentía que tenía todo el derecho de hablar por sí misma.
—No volváis a poner un pie en este mesón. No pienso tolerar ni una sola falta de respeto más.


Aquella noche la sinhadre estaba taciturna, por lo que a Ayne se preguntaba si querría estar sola, o si prefería no hablar de lo sucedido. Al final, muchos otros clientes habían mostrado su apoyo ante la expulsión de Estrago y Cerril, por lo que los mercenarios terminaron marchándose prácticamente con el rabo entre las piernas, aunque fingiendo dignidad hasta el final. Eara se había sentido estúpida por haberles tenido miedo, pero al mismo tiempo era consciente de que podrían matarla sin dificultad si así lo deseaban. Esa era la clase de mundo en que vivía.

Para sorpresa de Ayne, fue ella misma quien rompió el silencio, mientras bebían syv en torno a la mesa del salón.
—¿No vas a decirme que no vuelva a hacer algo como lo de hoy?
—¿Qué parte en concreto?
—Enfrentarme a los clientes. Quería ser yo quien pidiese disculpas porque lo del postre había sido culpa mía, no tuya.
Ayne se quedó pensativo un instante, con su tazón humeante de syv entre las manos.
—Lo único que quiero pedirte es que tengas más cuidado. Sé que te gusta hablar con los clientes, pero algo como lo de hoy podría volver a repetirse.
—Lo sé. Estaba pensando en mejorar mis defensas. Algo como runas tatuadas en el cuerpo, como las que usan los guerreros. Simplemente… no quiero vivir con miedo.
La sinhadres se toqueteó la cicatriz del cuello mientras hablaba. Habían cerrado la herida con magia enseguida, pero el rasgón de tres garras había dejado marca en gran parte de su cuello y en su barbilla. La herida no había sido más profunda gracias a la gargantilla que Eara había llevado durante años. Su ausencia, en aquel momento, le hacía sentir muchas cosas extrañas.
»En realidad no tengo miedo exactamente —añadió antes de que el anima llegase a responderle—. Estoy acostumbrada a esta ciudad, y no siento que me rechace. De hecho, cada día me creo un poco más que aquí hay un lugar para mí, y es gracias al mesón. Aquí no podría haber sido curandera ni herbolaria, pero a la gente parece gustarle lo que cocino.
—Tenías toda la razón cuando decidiste abrir un mesón —dijo el anima, que no era la primera vez que escuchaba esas palabras, solo que la última vez solo habían sido una teoría por parte de la chica.
—Y con suerte a partir de hoy estaremos más tranquilos —añadió, intentando sonreír. Ambos eran perfectamente conscientes de que los mercenarios podrían tomar represalias, y esa era la razón por la que Eara quería mejorar sus defensas, pero si realmente no volvían a tener que servirles alcohol y comida en su vida sería una auténtica bendición.

Tras el incidente con el grupo de Cerril las cosas parecieron relajarse y el mesón siguió funcionando con normalidad. De hecho, sin sus visitas esporádicas, Eara y Ayne estaban más tranquilos que nunca. El anima le regaló a Eara un colgante nuevo para sustituir la gargantilla que nunca se quitaba. Esta vez era una joya y no a un grillete como habría sido normal en la cultura sinhadre. Tenía una correa de cuero y una pequeña estrella de cuatro puntas metálica colgaba de ella. Esperaba que, ahora que aquella pieza había desaparecido, Eara empezase a llevar diferentes tipos de adornos y bisutería. Sin embargo, la que le había regalado tenía la capacidad de protegerla de ataques físicos y mágicos, e incluso ella misma podía recargarla poco a poco si no tuviese a ningún amigo cerca. El sistema de tatuajes que la propia Eara había sugerido semanas atrás tendría que esperar por el momento, ya que era bastante caro hacerse uno tan completo.


El día en que su mundo se vendría abajo empezó como cualquier otro. Era un día ocupado en el mesón. Todos lo eran, porque incluso si no había mucha clientela, siempre había cosas que hacer. Eara revolvía vigorosamente una sartén de bechamel mientras vigilaba una olla con arroz, Ayne preparaba las bebidas para la mesa dos y los clientes charlaban animadamente. El barullo, sin embargo, desapareció en el mismo instante en que la voz de Heraldo llenó cada rincón del mesón y de la ciudad.

El pregón fue tan rápido y escueto que no se alzó ninguna voz de inmediato. Por el contrario, las miradas de los clientes buscaron a los dueños del local. Estos se habían quedado petrificados, sin ser conscientes de ser el centro de atención. Las últimas palabras de Heraldo habían sido como un mal augurio, como si pudiesen esperarse lo peor. Un peor que no sabían ni qué era, porque no les habían dado ninguna explicación. ¿Por qué no se podía ir a Sinhdro? ¿Qué significaba que encogían el portal? ¿Qué iba a pasar?

Ayne y Eara se miraron por fin, a la vez que las voces inundaban el local una vez más. Nadie parecía saber qué estaba pasando, y ellos mucho menos. No necesitaban articular palabras al ver que ambos estaban igual de confusos. No iban a encontrar respuestas allí, pero tampoco sabían dónde hacerlo. Entre los clientes, alguien dijo a sus compañeros de mesa que iba a averiguar qué estaba pasando y salió por la puerta.

—¿Quién crees que podría saber algo? —Ayne rodeó la barra y entró en la cocina. Eara ya había dado la espalda a los fogones con los ojos desorbitados.
—¿Jace? Jace está en el ejército. A lo mejor no tiene nada que ver con… Pero no sé. Y Adru. Oh, luces… ¿estarán bien Adru y Neil?
Eara se había llevado las manos a la cara. Le temblaban visiblemente. Ayne todavía no había llegado tan lejos, su mente se había quedado bloqueada sin más. De repente empezó a pensar en su familia, en la gente de Sinhdro. ¿Estaban bien? ¿Lo que había pasado tenía que ver con Rocavarancolia o con Sinhdro? Sus pensamientos se sobrecargaron al empezar a comprender la posible gravedad del asunto. No había apenas razones para cerrar el portal de un mundo poco poblado e indefenso. Ni siquiera si Rocavarancolia se hubiese dado a conocer dentro de Sinhdro cerrarían el portal. Solo con mirar a Eara supo que estaba pensando exactamente lo mismo.

Fuera se oía el movimiento de sillas de muchos otros clientes que deseaban marcharse a averiguar algo. Dentro, un olor tostado empezó a emanar de la sartén con bechamel. Apagar los fogones fue lo único que atinaron a hacer los sinhadres. La gente empezó a dejar monedas sobre el mostrador y a marcharse tras hacerles una señal. Algunos tuvieron palabras de ánimo para ellos antes de salir, aun a riesgo de que sonasen vacías.

Pronto se quedaron solos, y decidieron echar el cierre. El silencio antinatural a aquellas horas lo inundaba todo, incluso sus sentidos. No tenían una forma rápida de contactar con sus amigos, pero Ayne se ofreció a ir a toda prisa a los refugios a ver si había suerte. No la hubo. Eara esperó noticias con el corazón en un puño, pero el anima no pudo encontrar ni a los sinhadres, ni a Jace, ni a ninguno de sus amigos. Alguna gente en la calle le dijo que estaba pasando algo en la explanada de los portales y se había visto al ejército movilizarse. Decidieron sentarse a esperar noticias. Si abandonaban el restaurante serían más complicados de localizar si alguien los buscaba, pero aquella decisión les estaba quemando por dentro. Por minúscula que fuese, la posibilidad de que pudiesen hacer algo para intervenir en lo que estuviese pasando no era fácil de ignorar.

Las horas pasaron sin que los sinhadres hablasen apenas. Ayne se había sentado en la barra, aferrando en tensión un vaso de algo que no parecía syv y al lo que apenas había dado un sorbo. Eara miraba por la ventana, atenta a las idas y venidas de los ciudadanos que decidiesen pasar por aquella calle. Entonces llegó el segundo pregón. Empezó hablando de Frivowaldanny, algo que desconcertó a los sinhadres. ¿Tal vez no había novedades de su mundo? ¿Lo que estaba pasando era que el ejército estaba tomando otros mundos por la fuerza y dándose a conocer? Pensaron brevemente en dama Isis, también en la mención al Macetero y en sus amigos que trabajaban allí, pero pronto la última frase les hizo olvidar todo eso. Dicho por Heraldo como si fuese un incidente cualquiera, anunció el cierre del portal a Sinhro. La sangre se heló en las venas de Ayne y Eara. El ruido de cristales rotos fue lo único que hizo que Eara recuperase la movilidad. Cuando se giró hacia el anima vio el vaso que había estado sosteniendo en el suelo. Sus puños cerrados temblaban. Las manos de Eara no actuaban muy diferente.

La sinhadre rodeó las mesas para acercarse a él. Habían oído historias. Existió un mundo vinculado llamado Fonera. Cuando se cierra un vórtice no se puede volver a vincular sin más. ¿Qué razones inesperadas llevaban al cierre repentino de un mundo? Eara aferró uno de los puños de Ayne, pero el anima ni siquiera se movió para mirarla.
—¿Qué han hecho? —musitó. Si su familia estaba en peligro y ni siquiera podía acudir junto a ellos no se lo perdonaría jamás.
Eara no podía darle respuestas. Se limitó a abrazar al anima y esperar a que estas llegaran de un modo u otro.

Creían que en aquel momento todavía se encontrarían en el restaurante, aunque también habían barajado la posibilidad de que hubiesen vuelto a Serpentaria tras… la noticia. Al llegar, al principio el gamusino creyó que iban a tener que dar la vuelta, porque el sitio parecía cerrado, pero vio a Ayne a través de una ventana y corrió hacia la puerta para llamar.

Una vez dentro saludó con una clara falta de su entusiasmo habitual y las orejas gachas.
—Chicos… —incluso si al edeel no se le daba especialmente bien leer el ambiente, en aquella ocasión era demasiado evidente que también estaban afectados—. Nosotros… Lo hemos oído y… —le estaba costando encontrar las palabras. Se le hizo un nudo en la garganta y empezó a notar la comezón en sus lagrimales—. ¿Qué va a ocurrir? ¿Qué ocurrió? ¿Sabéis… sabéis algo?

Neil siguió de forma casi automática a su edeel hasta el mesón, donde ambos esperaban encontrar a Ayne y Eara. El aurva saludó de forma ausente cuando entraron, todavía con rastros de lágrimas por la cara, y dejó que fuera Adru quien hablara, ya que no se veía con fuerzas, pero tras las preguntas del gamusino, quiso añadir una pregunta que le rondaba la cabeza.

-¿Sabéis...? ¿Sabéis si esto ha pasado antes? ¿Sabéis cuánto tardaron en volver a abrir el portal?- terminó de preguntar, más esperanzado que seguro de que eso es lo que ocurriría.

La llamada a la puerta los sacó de su ensimismamiento. No sabían cuánto tiempo llevaban sentados en silencio, sintiéndose congelados en el momento y con la piel de gallina. Era irreversible, no había nada que pudiesen hacer, ni nada que pudiesen decir sin recibir información nueva. Ayne había seguido bebiendo a sorbitos, y Eara simplemente se había sentado en una silla sin saber qué otra cosa hacer.

Fue ella quien llegó antes a la puerta para abrir. Ayne se había girado en el taburete y miraba hacia allí con expresión vacía.
—Adru, Neil… —saludó Eara, no encontrando palabras mejores. Si la expresión de Adru ya era dolorosa, los ojos enrojecidos de Neil le rompieron el corazón. No había palabras para consolarlos, eso lo sabían de sobra.

Eara cerró la puerta tras ellos, y miró al anima desde allí. Este apartó la mirada casi inconscientemente, como si aún tuviese ojos que delatasen sus pensamientos y así pudiese esconderlos.
—No sabemos nada más que lo que hemos oído en el pregón —respondió a los recién llegados, sin levantar la cabeza. Todo en su postura revelaba lo derrotado que se sentía.
—No sabíamos a quién acudir, esperábamos que tarde o temprano alguien trajese noticias —dijo Eara. En realidad no sabía ni a qué estaban esperando. Lo normal habría sido salir a buscar información donde fuera, pero el pregón los había dejado de piedra.
—Aunque hay algo que sí sabemos. Cuando se cierra un portal no se puede volver a abrir. Solo si de casualidad se reabre el vórtice, y ni siquiera sabemos si van a permitir eso después de haberlo cerrado a propósito. —El dolor y su enfado se filtraban en la voz del anima, que mantenía la mirada en su vaso mientras decía aquello—. No había ninguna razón para cerrar ese portal, Sinhdro no es una amenaza. Ha tenido que pasar… algo.
Algo que no estaba preparado para saber o asumir. Tenía miedo de descubrirlo.

Eara abrazó a Neil y Adru. Era un gesto vacío. No iba a quitar peso a los malos augurios de Ayne, ni devolverles Sinhdro, ni absolutamente nada. Simplemente necesitaba sentir que no estaba sola y que ellos sintiesen lo mismo.

Los ojos, que  ya se habían empañado al escuchar la pregunta de Neil, no pudieron contener más las lágrimas cuando escuchó las respuestas de Ayne y Eara. El gamusino siempre era positivo y tal vez si aquello hubiese ocurrido en otro día, uno en el que aquel fuese el único suceso relevante, estaría animando al resto y dando mensajes esperanzadores. Pero simplemente no podía. No después de haber visto tanta devastación, de saber de los ataques a varios mundos, de enterarse de la muerte de Hyun…

Enterró la cara en uno de los hombros de Eara, aunque fuese más alto que ella se sentía muy pequeño en ese instante. Abrazó con bastante ahínco a ambos aurvas, aunque aflojó al darse cuenta de que tenía mucha más fuerza que hacía unos meses. Cuando se separaron del abrazo intentó limpiar las lágrimas, pero nuevos regueros los sustituyeron enseguida. Sorbió los mocos, encontrando difícil decir algo. Apretó la mano de Neil mientras intentaba farfullar algo medianamente coherente.
—Nosotros… Menos mal que pudimos borrar las memorias de papá, mamá y Yaiza… Al menos… ellos… no sufrirán.
El llanto entrecortaba sus frases, embotaba su mente y no se dio cuenta de que no sabía cuál era la situación de la familia de la otra pareja sinhadre.

Las palabras de Ayne fueron como un balde de agua fría sobre el aurva. Sabía que la probabilidad era pequeña, pero aún había aguardado esperanzas a hacer sus preguntas, pero el edeel había sido claro.

-Entonces,... ¿Entonces no podremos volver? ¿Nunca más? -preguntó de forma inútil sabiendo perfectamente cuál era la respuesta.

Neil se aferró con fuerza al abrazo de Eara y Adru, queriendo que la presencia de ambas le reconfortara, pero no consiguiéndolo demasiado, ya que su mente no dejaba de llenarse con todas las cosas que podrían haber pasado en su mundo que requiriera del cierre del vórtice.

Sin embargo, las palabras de Adru le hicieron sentir cierto alivio porque solo de pensar en ellos llorando su desaparición sin saber nunca lo que les pasó le duele tanto como en el momento en el que su edeel y él tomaron la decisión de esa última visita, reafirmando así que fue la opción correcta. Para Neil, la perdida de Sinhdro no sería tan grande siempre que recordara a su familia feliz y segura en su casita en el campo y fue en ese momento en el que las palabras de Ayne volvieron a resonar en sus oídos "Ha tenido que pasar algo".

-¿Creéis que seguirán a salvo? -preguntó con terror.

Eara se aferró a la pareja sinhadre hasta que necesitaron separarse para continuar hablando. Nadie había podido responder en voz alta la pregunta de Neil. Era mejor no hacerlo. La sinhadre sentía que le fallaban las piernas por momentos, así que decidió ofrecer sillas a los recién llegados y sentarse ella también. Ayne ya se había ladeado en el taburete para hablar con ellos, pero mantenía un codo apoyado en la barra e inconscientemente se tapaba los cuencas de los ojos con la mano.

Ni Eara ni Ayne sabían sobre lo que habían hecho Adru y Neil por su familia, pero el comentario del gamusino les abrió los ojos. Ayne sintió una ira visceral abriéndose paso por su estómago. Se había negado a ver su familia para no sufrir, por indecisión acerca del futuro, por dejarle a Eara un lugar al que volver… y así había estado arrastrando algo que sí podría haber hecho por ellos. Ya no se lo podría plantear nunca más. Eara lo miró, imaginándose lo que podía estar pensado, y el anima recordó que no era el momento de preocuparse por algo así. De hecho, era mucho más preocupante lo que había preguntado Neil poco después.
—Me encantaría creer que están a salvo, pero tal como están las cosas lo más probable es que hayan cerrado Sinhdro por algún tipo de amenaza que venga de allí… o que la han encerrado allí. Pero no se me ocurre qué puede ser.

A lo mejor para Rocavarancolia aquel era un mundo prescindible por su baja población y habían decidido exiliar a alguien peligroso allí. Ya no sabía qué pensar. Eara jugueteaba con los ribetes de su mandil, imaginándose lo peor a medida que escuchaba al anima.
—A lo mejor no es nada tan grave —dijo, casi sin voz, y tragó saliva.

Ni las preguntas de Neil ni las respuestas de Ayne resultaban tranquilizadoras en lo más mínimo por lo que, aún temblando y con lágrimas empañando su mirada, el gamusino se aferró con fuerza a la aportación de Eara.
—S-s-sí: puedo preguntar a los del ejército, a ver si saben algo o… no lo sé. ¿Hay alguien más que pueda saber esto? No sé si podemos preguntarle al propio Consejo… Pero ahora no creo que quieran recibir a nadie después de…
Le costaba hablar, se le hacían nudos en la garganta, pero quería buscar el más mínimo ápice de positividad. Quería aferrarse a él.
>>Yo… Yo… Creo que están bien —dijo limpiándose las lágrimas con brusquedad y tratando de controlar su tembleque—. A lo mejor iban a hacer algo malo en Sinhdro como en los otros mundos y querían evitarlo a toda costa… Puede ser, ¿no?

Neil se obligó a no pensar en que sabía positivamente que Rocavarancolia no se preocupaba precisamente por la seguridad de los mundos vinculados, sobre todo si no tenía que ver con sus intereses.

- Sí, se... seguramente no es nada t-tan grave y están... bien -tartamudeó entre sollozos intentando tanto convencerse a sí mismo como al resto.

El brujo todavía se sorprendía de lo mucho que podían cambiar las cosas de un momento a otro. Él había empezado el día como todos los anteriores con su trabajo en la plantación y ahora lloraba la pérdida de su mundo mientras aún sentía el calor y el humo del incendio en el Macetero.

Era cierto que Adru tenía recursos, podía preguntar a compañeros del ejército que se hubiesen visto implicados en el cierre del portal o supiesen algo. Por otro lado, tarde o temprano tendría que saberse qué había pasado, ya fuese a través de rumores, algún anuncio oficial, o lo que fuera. Ayne, desde luego, no pensaba admitir la falta de noticias sin más. Como sinhadres, sentía que al menos a ellos les debían una explicación.

El anima no quería aplastar las esperanzas de la pareja más joven, pero le pareció demasiado ingenua la manera en que se aferraban a ellas.
—No creo que fuesen tan magnánimos —murmuró con ironía tras escuchar la teoría de Adru.
—Pero es cierto que nada de eso quiere decir que le vaya a pasar algo a nuestros familiares y amigos —dijo Eara. No quería seguir cebándose en su propia negatividad, cuesta abajo y sin frenos, como le estaba sucediendo a Ayne.
—Nunca lo vamos a saber, Eara. Ni lo bueno, ni lo malo, ni… nada. Solo suposiciones.
El anima les dio la espalda tras haber levantado ligeramente la voz. Apoyó ambos codos en la barra y hundió la cabeza entre las manos. No quería gritar, no contra ellos. Tal vez debería pensárselo mejor antes de volver a abrir la boca.