Sueño de Gael

No había nada. Solo silencio y arena. El aire seco parecía querer consumirme, deshidratarme. Aquella escena desoladora me producía escalofríos.
<<¿Dónde estoy?>> me pregunté a mi mismo sin mover los labios. Llevaba un pijama verde, descolorido, y los pies descalzos. Comencé a dar pasos, hundiéndome en la arena ardiente. Quería tocar la valla más cercana. Las plantas de los pies se me abrasaban, pero estar quieto o andar era lo mismo. Al caminar la arena se elevaba y se arremolinaba a mi alrededor. Parecía viva, como si quisiera embotar mis sentidos para impedir mi avance o cegarme. Me detuve hasta cuatro veces cuando me entró arena en los ojos, pero seguí caminando tras fortarlos insistentemente.
Al llegar a la primera valla alargué la mano. Era alta, mucho más alta que yo. Toqué la herrumbre que la cubría, quemaba, tanto como el sol y como la arena, pero la aferré fuertemente y la agité. Cada vez más fuerte, como si se fuese mi libertad en ello. La zarandee sin compasión mientas empezaban a brotar lágrimas de mis ojos llenos de arena.

Esa sensación angustiosa me oprimía. Tendido en el suelo como estaba me agarré el pelo con fuerza, cerrando los puños alrededor de dos grandes mechones. Apreté con toda la fuerza que pude, noté cómo me sudaban las manos. Empecé a rechinar los dientes, y no pude más. En ese momento me encogí sobre mí mismo, en posición fetal sobre la arena, con un movimiento espasmódico. Abracé mis rodillas, tratando de hacerme lo más pequeño posible, desaparecer cuanto antes. Según hundía cada vez más la cabeza en mis piernas notaba que la humedad de mis lágrimas se extendía por la ropa.
<<Déjame desaparecer, déjame desaparecer, déjame desaparecer...>> se repetía una y otra vez en mi cabeza. Apreté tanto los dientes que hubiera jurado que los estaba mellando.

Surgían de cualquier lugar, con la única misión de aferrarme. Sus garras estaban afiladas, me cortaban la ropa y la carne. Me revolví entre ellas, pataleando. Me estiré y me encogí, di patadas y puñetazos, rasqué y mordí aquellas manos, pero nada surtía efecto. Empecé a recular en la arena, pero me impedían alejarme, surgían más y más. Y yo gritaba, el primer chillido agudo salió de mi boca al llegar la primera mano, y lo siguieron más y más. Ya no respiraba, solo exhalaba produciendo una interminable nota que cada vez se volvía más grave. El dolor llegó también a mis cuerdas vocales pero no podía dejar de gritar. De dolor, de histeria, de terror, de confusión. De miedo a la muerte y de miedo a la vida.

Con cada movimiento se hundían más, no tardé en darme cuenta. Tome aire, el poco que pude. Tenía miedo de dejarlo marchar, el lugar que ocupaba sería sustituido por ese abrazo macabro, impidiéndome volver a tomarlo.
En ese momento pude pensar en muchas cosas, se agolparon y me pidieron atención, confundiéndose. No moverme, gritar, defenderme, opciones, opciones, opciones. Me abruman, me sobrepasan. No sé decidir, no tengo alternativas. Las cuerdas me aprietan y se me acaba el aire y el tiempo para actuar. ¿Actuar? Solo es una lucha desesperada. Por fin desaparezco, por fin me hago pequeño. Me traga la arena, que todavía quema, y se empapa de mi sangre. Se tiñe de rojo, y también el cielo. ¿O son mis ojos los que están cubiertos de sangre? Aprieto los dientes y dejo escapar el aire que me queda para formar una última protesta: maldecir entre dientes. Un acto fútil de rebeldía y arrepentimiento tras haberme dejado llevar por el pánico.

Todo termina con una inhalación, al contrario de lo que creía. Debería haber muerto, pero de pronto todo parece tranquilo. Esa cosa... cosa, porque no sé qué es, me cuida ahora. Huele bien, la seda despide un aroma que me suena. Es dulce, me adormece. ¿Capullos? No sé qué era eso. El abrazo me acuna, debo perdonar. Se ha arrepentido, ¿verdad?
Mi respiración se vuelve acompasada, cierro los ojos. Ya no veo a través de la sangre. No veo. En esa oscuridad, abro y cierro el puño. La seda es arena. Es arena, sigue siendo arena. Abro los ojos de pronto, asustado, pero todo sigue en orden. El afán protector de las cuerdas tensa mi brazo, alejándolo del suelo, todavía sosteniendo un pequeño puñado de este. Dejo caer lentamente la arena, que se convierte en una tira de seda a mis ojos.
Las cuerdas ahora reaccionan despacio, pero no son buenas. ¿Por qué me he dejado engañar? Me ofrecen facilidades bajo un engaño, ¿pero podría huir? Antes no pude. Y debo, ¿verdad? ¿Por qué?
Emito un quejido cuando una cuerda roza una herida profunda. Ha sido sin querer, pero la cuerda parece asustarse un instante, y todas a compás se retiran unos centímetros.
Sin pensarlo ni un segundo más al ver mi oportunidad, me desembarazo de todas aquellas cuerdas y echo a correr por la seda que es arena o la arena que es seda.

La carrera era inútil, todo lo que intentaba era inútil. Jadeaba, no podía más. Un sudor frío recorría mi espalda, mezclándose con la sangre. El contacto con la seda era reconfortante. No podía hacer otra cosa sino rendirme a ello. Pero algo no iba bien, la seda me aprisionaba de nuevo. La seda y algo más. Parecían manos al tacto, pero igual que sucedía antes, no veía más que seda y terciopelo a mi alrededor. Me quedé paralizado un instante, se me encendieron las mejillas. Entonces grité de nuevo y traté de arrancar todas esas sedas. Me asusté al ver que las adheridas se llevaban mi piel consigo al ser arrancadas. Pero no pude parar de chillar ni de arrancarlas, pataleando.
-¡Fuera fuera fuera fuera fuera! -berreaba.