Primer sueño de Irianna

—¡Dejadme en paz! ¡Yo no os he hecho nada! —acusaba a los sapos mientras seguía intentando quitárselos de encima a la desesperada, sin éxito. Sus heridas eran cada vez más numerosas y el fango que caía sobre ellas le escocía. Su ropa tampoco estaba saliendo bien parada y había perdido sus guantes, que antes colgaban de uno de sus bolsillos.

En medio de su forcejeo particular con los sapos, la idrina tuvo tiempo de sorprenderse por el súbito cambio en el paisaje. Había avanzado algunos pasos, sin lugar a duda, pero no era posible que hubiera recorrido tanta distancia en el lapso que había trasncurrido desde el ataque de los animales hasta aquel instante. Ya no se encontraba rodeada de fango, sino de un agua muy turbia. Agua en la que cayó finalmente salpicando de forma brusca tras intentar sacudirse una vez más a los sapos de sus piernas. Esperaba que la caida al menos ahuyentase a los sapos, pensó mientras se levantaba penosamente.

Al hacerlo pudo fijarse mejor en sus alrededores y comprobó un nuevo problema: ahora había un muro de fango a su alrededor. El único camino desembocaba en un bosque cubierto de niebla espesa, lo cual no parecía muy halagüeño. Pero tratar de saltar aquellos muros de fangos en su estado y teniendo en cuenta lo resbaladizos que serían no parecía tampoco una buena idea. Por otra parte, pensó, ¿qué podía perder si ya se encontraba completamente extraviada? Con ello en mente, trató de echar a andar en dirección al bosque.

Cuando vio los huevos Irianna tan solo pudo chillar de terror y asco durante unos segundos.
—¡Nonononono...! —repetía como si se tratase de una letanía mientras arrancaba de su piel al sapo que había vomitado los huevos en su herida, sin importarle si se hacía daño, para a continuación tratar de raspar aquellos parásitos mientras al mismo tiempo trataba de avanzar.

El dolor y el escozor eran cada vez mayores y la idrina ni siquiera se paró a pensar en que la herida sin duda se le infectaría ni prestó demasiada atención al hecho de que estuviesen imitándola: solo quería quitarse aquellas cosas de su piel cuanto antes. Siguió arrancando los sapos que pudo mientras intentaba correr para salir de aquellas aguas infernales, infestadas de sapos patilargos que pretendían criar en el interior de su piel. El pensamiento le hizo emitir otro grito antes de seguir corriendo. Tenía que alcanzar el bosque cuanto antes.

Irianna tuvo que dejar de intentar quitarse aquellos asquerosos animales de encima para observar sobresaltada aquella raíz que se cernió sobre su cintura. En un principio se había encontrado demasiado en shock como para gritar, pero cuando esta la alzó por los aires y la idirina se vio llevada de un lado a otro por las ramas de los árboles no dejó de hacerlo hasta que por fin se vio de nuevo en tierra firme. Apenas había tenido tiempo de asimilar lo que acababa de suceder cuando se dio de bruces contra el suelo y permaneció unos instantes tirada y su cuerpo tan solo moviéndose debido a su agitada respiración.

El desagradable sonido de los sapos siendo aplastados sin piedad por las mismas ramas que la habían trasladado de aquella forma tan escalofriante hasta allí hizo que girase su cabeza hacia atrás a medio levantarse del suelo. No pudo alegrarse por haberse librado de aquellas terribles criaturas pues lo único que podía pensar en aquellos instantes es en ella misma siendo despedazada de la misma manera. Apretó los dientes y sacudió la cabeza para tratar de hacer lo mismo con aquella desagradable imagen mental y se incorporó por completo para observar a su alrededor.

Lo primero que notó fue el frío. Cruzó sus brazos desnudos sobre sí misma mientras tiritaba. No solo tiritaba de frío, no obstante. ¿Dónde Reflejo estaba? Se había librado de los sapos, pero allí había árboles que podían matarla y además apenas podía distinguir nada en medio de la oscuridad. Estaba malherida, cansada y muerta de frío y miedo. Una parte de sí misma tan solo quería dejarse caer y cerrar los ojos, pero el instinto de supervivencia se lo impedía. Se encontró una vez más con caminar en una dirección al azar como única opción. Necesitaba encontrar el final de aquel páramo desolador.

Los gritos de los sapos le ponían los pelos de punta. A fin de cuentas estaban imitando voces y no eran simples croares. Hizo todo lo que pudo por ignorarlos, pero añadían irremediablemente un inconveiente más a su ya penosa marcha entre la penetrante oscuridad. Avanzaba despacio, aunque todo lo rápido que su estado le permitía, y temiendo que algo la atacase en cualquier momento. Pero no fue así.

Perdió la noción del tiempo y de la dirección y acabó por dejar de prestar atención a los gritos. Hasta que estos cesaron y nuevos sonidos llegaron a su oído. Echó un vistazo agotado a su alrededor, apenas sin fuerzas ni para ponerse alerta, pero la expresión de su cara cambió cuando volvió a reconocer voces entre la maraña de sonidos, voces que, estaba segura, nunca había escuchado. Irianna echó a andar en la dirección de la que parecían provenir.

Se detuvo un momento. ¿Y si eran los sapos de nuevo? No podía saberlo, al igual que tampoco sabría nunca si habría perdido su oportunidad para encontrar ayuda si no se acercaba a las voces por miedo. Al cabo de unos segundos llegó a la conclusión una vez más de que si se trataba de otra trampa no iba a importar demasiado: si continuaba perdida en medio de la nada en aquel estado desfallecería pronto. Volvió a retumar su camino en dirección a los cánticos.

Lo que Irianna se encontró fue un pequeño claro, donde sí llegaba la luz de la Luna. Blanca, límpida, dotandolo todo de un brillo plateado. La hebras de niebla parecían no atreverse a salir al claro, y se quedaban serpenteando alrededor de los troncos de los árboles, por lo que el suelo podía verse perfectamente, cubierto de hierva y dientes de león.

Los que cantaban eran figuras de la estatura y tamaño de un niño, vestidos con blusones marrones y con la cabeza cubierta por máscaras toscas de animales, que en la luz nocturna resultaban grotescas. Bailaban cogidos de las manos, formando un corro. En el centro, una figura mucho más alta, vestida con una túnica negra hasta los pies, orquestaba el coro infantil. Le daba la espalda a Irianna, por lo que no se le podía ver la cara, pero unas enormes astas de alce le coronaban la cabeza.

De no ser porque estaba muy segura de que lo que veía se encontraba efectivamente allí, habría achacado la escena al castigo que había sufrido su cuerpo y que había acabado afectando también a su estado mental hasta el punto de delirar. Eso y que a fin de cuentas acababa de ver ranas que imitaban voces y árboles que se movían y mataban a otros seres. La pregunta que se hizo tras repasar los hechos en su cabeza, fue si no habría estado delirando desde el mismo principio, a fin de cuentas no sabía qué hacía allí. Pero cuestionárselo no parecía que sirviese para que todo desapareciese de pronto y pudiese comprobar, aliviada, que se encontraba de vuelta en el torreón. No, aquello tan solo era un deseo desesperado que por desgracia tenía la certeza de que no se iba a cumplir.

La idrina vaciló, observando aquella suerte de ritual desde la distancia y sin saber qué hacer. En aquel momento aquellos extraños, probablemente en más de un sentido, significaban al mismo tiempo una posible amenaza y su única salida. Las máscaras que llevaban los niños, o al menos eso parecían, no desentonaban con el ambiente tétrico de aquel lugar, pero la lacustre no se encontraba precisamente en condiciones de apreciar el detalle en la ambientación. La figura más alta, suponía que un adulto, se encontraba de espaldas a ella y no sabía si también llevaba puesta una máscara, aunque los cuernos de alce le dejaban bastante claro que no estaba allí solo para vigilar a unos niños con gustos extravagantes para los juegos.

—Disculpad —las palabras salieron de su boca finalmente mientras se acercaba al claro. Necesitaba aferrarse a la posibilidad de que aquellas personas pudieran ayudarla como a un clavo ardiendo—. ¿Interrmpo... algo importante? Estoy... estoy herida y perdida en este lugar. Necesito ayuda, por favor —su tono era casi suplicante, fruto de la desesperación que sentía—. Si podéis indicarme el camino para llegar a alguna población es suficiente.
¿Y ahora qué haría si las personas resultaban ser tan agresivas como las plantas? Si tenía que correr no iba a llegar muy lejos. Irianna temblaba y no solo de frío.

No tuvo tiempo de sentir escalofríos cuando los niños la observaron con aquellos ojos vacíos. El rostro de Irianna se descompuso en cuanto la figura más alta se dio la vuelta. No podía dar crédito a lo que veía, y por demasiadas razones como para empezar a enumerarlas. ¿Por qué su rostro... pero además su voz...? La lacustre permaneció durante unos instantes completamente bloqueada y con la expresión desencajada observando a aquel rostro que no debería estar allí... en más de un sentido. No prestó atención al contenido de sus palabras cuando le habló a los niños: era completamente irrelevante.
—¿Por qué...? ¿Cómo...? —balbuceó, sin atinar a enunciar algo coherente—. ¿Qué es este lugar? ¿Por qué tienes... su cara...?
La idrina se sentía desfallecer. Nada tenía sentido y, aunque no habían hecho ademán alguno de intentar hacerle daño por el momento, temblaba más de miedo que de frío. El desagrado le hizo apartar la mirada de la figura con cuernos que portaba el rostro de Veril, solo para toparse una vez más con aquellas inquietantes miradas tan fijas como carentes de vida que trasmitían los niños a través de sus máscaras.

Irianna no sabía cómo reacacionar. Su mente tenía que procesar demasiada información en poco tiempo y su estado no propiciaba el pensar con claridad. ¿Sus rencores y sus miedos? Venganza... ¿Se refería a que había matado a Veril por lo que significaba el idrino para ella? Aquello era una completa locura y la idrina tan solo observaba la mano de aspecto poco tranquilizador que le tendía el inquietante ser con el rostro que deseaba no haber vuelto a ver jamás... Y le costaba discernir si incluso menos cosido grotescamente sobre la cara de otra persona o no.
—¿Por qué no podemos retrasarnos? No entiendo nada... yo solo quiero... quiero salir de aquí. Quiero regresar a Letargo. —Titubeó  unos instantes antes de continuar—. ¿Podré regresar si os acompaño?

Cuando creía que no podría sentiirse más desesperada la situación no hacía más que demostrarle que se equivocaba. La risa de aquel engendro hizo que su alma adquieres una temperatura similar a la de su cuerpo en aquel momento a pesar de que no había sido proferida de manera escalofriante. El simple hecho de que aquel ser se echase a reír en una situación que parecía sacada de una historia de terror bastaba para que así fuera.
Este es tu nuevo hogar.
Como una frase tan corta y simple podía resultar la mejor noticia que uno pudiese recibir o infundirle el mayor de los pánicos era una cuestión que la lacustre no se podía permitir analizar en aquel momento. De todos modos su mente no parecía tener claro de qué debería estar ocupándose en aquel momento, pues Irianna solo pudo observar con horror al individuo que tan grotescamente portaba el rostro de Veril sin ser capaz de articular palabra.

Para cuando una advertencia se iluminó en su mente instándola a huir de allí había comenzado a formarse debido a que aquel extraño parecía cada vez más y más amenazante, de nuevo la situación se llevó por delante su capacidad de mantener la entereza al darse cuenta del motivo por el que era así. <<Soy... una niña pequeña>>. Irianna observó su tan temblorosa como pequeña mano derecha antes de tocarse la cara y examinar el resto de su cuerpo sin poder creerse lo que estaba viendo. La dirección de su mirada siguió la trayectoria de sus pies a la instente mano del extraño y recorrió de nuevo el camino inverso. Fue consciente en ese momento de lo mucho que le picaba la ropa y se rascó los brazos aguantando a duras penas las ganas de hacer lo mismo con las piernas, donde los sapos le habían abierto algunas de las peores heridas que tenía.

Irianna gritaba por dentro, pero su garganta se negaba a funcionar. Verse tan pequeña e indefensa había eliminado por completo cualquier rastro de que fuese siquiera capaz de concebir una huida en unas condiciones que ya eran completamente penosas. Casi sin ser consciente de ello, la idrina alargó  su corto brazo hacia la mano que se le tendía.