Primer sueño de Keiriarei

Aquellas espirales volvieron a aparecer, y unos instantes después Keiria volvía a estar tirada en el suelo, en esta ocasión sobre un sucio empedrado. No sabía donde estaba, pero tenía la certeza de que seguía en Rocavarancolia, un vistazo a los edificios ruinosos que le rodeaban así se lo confirmaba. Se puso en pie trabajosamente, sus fuerzas minadas por la falta de nutrición, e iba a ponerse en marcha para reconocer la zona cuando se dio cuenta de que no estaba sola

Numerosas criaturas con pintas de carnívoro la habían empezado a rodear, mostrando sus afilados colmillos. La pelirroja dio un paso atrás asustada mientras la única parte de su mente que no estaba bloqueada le señalaba que todos tenían dos o mas colas, un detalle del todo inútil. Antes de que pudiera reaccionar para ponerse a salvo, algo se le enredó en un brazo y una pierna y tiró de ella de vuelto al pozo, arrojándola en su interior. Antes de que la negrura la tragara y a pesar de lo brusco del movimiento, la mestiza alcanzó a ver a su "salvadora", una serpiente roja con numerosas colas que la observaba con fijeza mientras caía.
—¡Sácame de aquí! —exclamó aterrada cuando la voz volvió a inundar su cabeza, estaba empezando a repetirse con su deseo— ¡A un sitio seguro donde no este encerrada, por favor! —especificó suplicante.

Estaba hiperventilando, acosada por la idea de terminar hecha pulpa en el fondo del pozo, y lo irreal de la situación le impedía darse cuenta de que llevaba demasiado tiempo cayendo.

La voz aceptó, y unos instantes después la ibolense estaba en el salón de Maciel. No tardó en verse rodeada por los macieleros, que se increpaban unos a otros tratando de aclarar como se había escapado. La pelirroja trató de hablar, de explicarse, pero no lo hacían caso, y parecía que iban a volver a encerrarla.
—¡Yo no he hecho nada! —gritó asustada, alejándose de ellos— Dejadme en paz, ¡dejadme en paz!, no tenéis ningun derecho... —dijo llorando, y la voz en su cabeza volvió a hablar.

Keiria empezaba a darse cuenta de que los deseos que le concedía no era lo que realmente quería, pero le daba igual, cualquier cosa era mejor que nada.
—Paralizalos y encierralos en la mazmorra, tengo hambre y quiero comer en silencio —pidió con un murmullo, los ojos desenfocados.

Sus compañeros de cosecha desaparecieron, y Keiria no necesitó bajar para comprobar que se había cumplido lo que había pedido. Con unos detalles extra cortesía de la voz de su cabeza. La información llegó con el silencio, y en ese instante la pelirroja fue consciente de dos cosas: se había quedado sorda y acababa de matar al resto de los macieleros.

Durante un instante interminable la ibolense permaneció clavada en el sitio, la mirada completamente desenfocada mientras trataba de asumir lo que acababa de pasar. Había sido su petición la que había segado la vida de su antiguos compañeros, pero a pesar de todo no sentía nada, sus emociones estaban totalmente apagadas. Con movimientos mecánicos se preparó algo para comer y se sentó a la mesa del salón, dando cuenta de los alimentos de forma pausada y metódica. Poco a poco sintió como recuperaba las fuerzas, y cuando terminó, recogió los platos y adecentó la cocina.

Seguía sin oír nada, pero la voz de su cabeza debía continuar en ella.
—Quiero volver a oír como antes —dijo, incapaz de escuchar su propia voz—, y quiero que les devuelvas la vida a mis antiguos compañeros. Esta vez mándalos a sus respectivas casas, y que lleguen como llegaron a esta ciudad...

Poco después de recuperar el sentido del oído y de tener la certeza de que sus excompañeros estaban a salvo, alguien llamó a la puerta con fuerza. La pelirroja se acercó cautelosamente a la entrada y, tras unos segundos de duda, abrió ligeramente el portón. Un brazo la agarró del cuello antes de que le diera tiempo a reaccionar, y una Surásara furiosa le siguió al interior del torreón. La soldado estaba fuera de si, y en su expresión se mezclaban el asco y rabia a partes iguales. Keiria no podía hacer nada por soltarse de la presa, y apretando cada vez mas, la otra ulterana la empujó hacia atrás.

Las palabras de la militar sonaban lejanas a medida que se quedaba sin aire, pero captaba perfectamente el tono de despreció que emanaba de ellas, y aquello dolía mucho mas que la agresión física. El miedo no contribuía a llevar aire a sus pulmones, pero a pesar de todo era incapaz de moverse, dominada por unas ganas desesperadas de que acabase todo de una vez por todas. Fue la voz de su mente la que le hizo reaccionar, y aunque parecía mucho mas lejana que en las anteriores ocasiones, la mestiza pidió su deseo aprovechando que Surásara había aflojado la tenaza sobre su cuello.
—Qu... quiero que me suelte —dijo con dificultad, sin dirigirse en ningun momento a la otra pelirroja—, y quiero que me explique que es lo que se supone que he hecho.

La voz sonó tenue en su cabeza, pero esta vez cargaba con un matiz de burla que no había reflejado hasta el momento. La escena se desdibujó en una espiral ante los ojos suspicaces de la pelirroja, y la negrura la envolvió de nuevo. La transición apenas duro unos segundos, como las veces anteriores, y cuando volvió a tener suelo firme bajos sus pies, la chica identificó su nuevo destino con rapidez. Estaba en el salón de su casa, aquella casa a la que había decidido no volver.

Un repentino sentimiento de añoranza la abrumó, y busco con los ojos a su padre, su nombre a punto de escapar de su boca. No fue necesario, pues el noble ulterano estaba a su lado, su cabeza abierta como si se tratara de un cofre grotesco. En su estado de shock fue consciente del liquido tibió que se deslizaba por la comisura de sus labios, al igual que del tacto de la cuchara en su mano. Una fugaz mirada al interior de su padre le confirmó lo que ya había visto en sus recuerdos.

El agua de aquel pozo, el almuerzo en el torreón vacío... todo aquello había sido un espejismo, una mentira que ocultaba lo que realmente había hecho. El cubierto se deslizó entre sus dedos rígidos, repiqueteando contra el suelo, y mientras su cara se convertía en una mascara horrorizada, un grito mudo se atascó en su garganta. Sacudida por las arcadas, la pelirroja calló de rodillas y, arrastrándose, se alejó del cadáver de su padre. El sabor de la bilis inundó su boca pero, irónicamente, su estómago se negaba a expulsar el alimento que le había devuelto las fuerzas. Las lágrimas empapaban su rostro y la voz no le salía, pero a pesar del temblor de sus rodillas, la mestiza logró ponerse en pie y echó a correr, asqueada de si misma y de lo que había en aquella habitación.

El vacío que había dejado la voz burlona en su cabeza le acompañaba, un horrible silencio que ahogaba sus sollozos.