Barrio Derruido

Sox se arrepintió inmediatamente de no haber decidido entrenar solo.
—No puedo discutir esa lógica —admitió. De no ser cierta él habría muerto ya varias veces.

Esta vez podía haber sido peor. El carabés había aprendido a anticipar las caídas por la cuenta que le traía, y si endurecía las alas a tiempo y se hacía un ovillo podía librarse de romperse la mayoría de huesos. No era elegante ni desenvuelto, pero de momento el ángel negro se conformaba con no abrirse la cabeza.

Miró a su compatriota con ojos contrariados todavía desde el suelo, el tiempo justo para divisar otra sombra familiar que llegaba desde las alturas.
—Estoy bien, gracias por preguntar —rezongó—. Quitaos esas sonrisitas de la cara.

Se incorporó despacio, retirándose gravilla de la ropa y el pelo y maravillándose todavía por la reparación que tenía lugar de forma continua dentro de sí. Aunque aún en sus propias carnes le parecía inverosímil, no estaba ansioso por averiguar los límites de su regeneración en persona. Una vez incluso había leído que a un ángel negro le había brotado una cabeza nueva. O un cuerpo nuevo a partir de la cabeza, porque el poema no era particularmente transparente con su lenguaje. El hecho verídico había sido exagerado con toda probabilidad, pero Sox había leído testimonios oculares de ángeles negros regenerando brazos, piernas y heridas mortales. No sabía cómo se sentía al respecto.

—Estábamos…  —empezó, para detenerse a media frase al girar la cabeza como un resorte. Se le tensó la espalda, sus alas se ahuecaron sin llegar a afilarse—. ¿Y eso qué es?
Llevaba suficiente tiempo sin obrar magia que la palabra no acudió a su mente al encuentro del olor.

—Íbamos a explorar —contestó Rad a la gárgola. Las siguientes palabras de su congénere hicieron que se formara una pequeña sonrisa ladeada—. Yo no era el que sonreía, pero si insistes...

El olor a plata vieja inundó su nariz al momento. El astrario giró la cabeza, buscando la fuente de aquel aroma, sin encontrarla. La pregunta de Sox apenas se registró, más atento a su alrededor que a otra cosa.

—¿Ya no reconoces el olor a magia? —murmuró. Los pelos de la nuca se le pusieron de punta cuando las posibilidades más desagradables surgieron en su mente, y rápidamente se volvió hacia la gárgola—. Obel, ¿podrías intentar ver desde el aire quién o qué se nos está acercando?

Obel no pudo evitar reírse en voz baja cuando el carabés les pidió que dejaran de sonreír. Era como un chiste interno entre las personas que volaban el reírse de los que aún no sabían hacerlo, y ese chiste se haría suyo cuando aprendiese para poder reírse de los demás.

-¿Y no me avisais? Me ofende profundamente - sus palabras y su tono no tenían absolutamente nada que ver las unas con el otro.- Deja que te limpie un poco, Sox.

Conjuró un hechizo de limpieza sobre el carabés y un fuertísimo olor a magia le hizo girar la cabeza. No había sido él, de eso estaba cien por cien seguro.

-Magia, y en una cantidad obscena - comentó el gárgola.- Voy, ahora vuelvo.

Despegó del tejado y ascendió mirando alrededor buscando la fuente de aquel olor.

Mierda. Magia, claro. Se recriminó a sí mismo no haber caído en la cuenta. ¿Qué le estaba pasando?
Miró con cierta frustración al gárgola alejarse cielo arriba. Si ser ángel negro era lo que realmente debería ser, como insistía todo el mundo, podría alzar el vuelo y reconocer él también el terreno. Sin embargo estaba allí, anclado a tierra y esperando.

Arrugó la nariz y emitió un resoplido de descontento cuando el olor a chamusquina se superpuso al de la plata, saturándole las narinas. El nuevo estímulo le hizo volver la cabeza como un resorte, a tiempo para ver materializarse aquello.

Se quedó mirando, estupefacto, cómo la energía que desprendía el ente que parecía un juguete pulsaba en el aire, como si no acertara a decidirse sobre el espacio que quería ocupar en la realidad. Porque era un ente y no una cosa: habría habido que estar ciego y sordo al palpitar de la magia para afirmar lo contrario. El ángel negro vigiló con recelo las evoluciones de aquel fenómeno irreal. Cambiaba sin cesar, pero no parecía moverse. Aun así...

—No —no elaboró sobre la negativa ni falta que hacía. No era necesario aclarar si con ella se refería a interactuar con el engendro o a su misma bizarra existencia —. Ni hablar.

Apenas tuvo tiempo, unos segundos, antes de que el origen del olor se… materializara, si esa palabra era aplicable. Le alarmó, más que su aparición, el decidido olor de que aquel ser había quemado la maldita piedra. Nada, por supuesto, era tan extraño como la continua transformación que sufría. Era como si su propia forma fuera inestable, incapaz de permanecer mucho tiempo.

El astrario boqueaba, recordando rápidamente una frase leída al vuelo hacía semanas. «Rocavarancolia es terreno propicio para la encrucijada entre dimensiones, no solo los mundos vinculados son los que tienen una conexión con esta ciudad extraña e incognoscible». ¿Eso era, entonces? ¿Una entidad de otro plano, uno quizás formado por magia pura o…?

«¡Deja de filosofar!». Sacudió un poco la cabeza, enfocándose en el presente tiempo y lugar. Dio un paso atrás y su voz sonó con urgencia, lo suficiente para que la gárgola la escuchara.

—Obel, baja. Ahora.

Podía no saber a qué se enfrentaba, pero sí que aquel lugar era Rocavarancolia. Cualquier existencia superior a la de un átomo era peligrosa y mortal por definición.

No la habría hecho falta ascender. El origen del olor se presentó atravesando roca que se fundió al tacto.

-Dioses oscuros - murmuró.- ¿Qué es eso?

El objeto rosa pulsaba, cambiando de forma y de tamaño. No podía ser natural y menos un transformado. Quizá algún ser genemágico, o de otra clase.

Aterrizó pesadamente al lado de sus amigos aún inquieto por aquella cosa.

-No sé vosotros pero yo creo que deberíamos salir volando de aquí - dijo aún sin apartar la vista de aquello. No se fiaba un pelo.

Se preparó para lanzar una barrera para proteger a sus compañeros. Sox no tenía magia y Rad no podía hacerla, Obel era el que iba a tener que dar la talla.

“Tú que puedes”, pensó Sox. No le dio tiempo a decirlo en voz alta ni a sentir amargura, porque enmudeció al ver cómo el ente atravesaba la primera barrera como si fuera de papel. Las esperanzas aletearon un instante en su pecho al ver que se estampaba contra la segunda y después murieron miserablemente.
Por supuesto. Por supuesto que no iba a ser tan fácil.

—¿Está hablando? —Sox no daba crédito, e intentaba descifrar las palabras cuando se le escapó un exabrupto entre la sorpresa y el descrédito al oír su propia voz repetida por aquella cosa. Lo repitió con más énfasis cuando escuchó a continuación las voces de los demás.

—Correr me vale —admitió entonces a Obel. Como en los viejos tiempos. Se volvió hacia Rad—. ¿No puedes hacer algo de lo tuyo para...? —preguntaba, desprovisto de ideas, cuando cayó en la cuenta de que si los astrarios atraían a la magia...—. ¿Te está siguiendo a ti?

La sangre le hormigueaba inquieta, pero Sox no veía más opciones para sí mismo que mantenerse a distancia.

Quiso decir a Eriel algo del palo “ey, yo no tengo alas” cuando aquella entidad indefinible empezó a traspasar las barreras mágicas como si no existieran. La cara de Rad se habría puesto como una sábana si no fuera por su oscuro color, pero su expresión ya hablaba a las claras de la preocupación que sentía.

Y entonces aquella cosa habló.

Los pelos se le pusieron de punta al escuchar aquella extraña distorsión repetida de las voces de sus compañeros y -oh, no- de él mismo. Justo cuando creía que había encontrado el límite de las bizarradas rocavarancolesas la ciudad decidía mostrarle que no, para nada. Por supuesto que sí.

—Quizás es como una grabadora. Una grabadora rota —«y una mierda» contestó a su propia respuesta a Sox. Eso… no sabía qué era, pero sí sabía que si había un lugar del universo donde era completamente normal encontrarse con una entidad mágica autoconsciente entonces ese lugar era Rocavarancolia.

Estaba empezando a asentir a su congénere cuando lanzó, seguidas, dos preguntas que casi le hicieron poner los ojos en blanco. Solo lo extraño de aquella situación evitó que cediera durante un momento a su antigua condescendencia.

—No funciona así. Los astrarios atraemos y repelemos proyectiles mágicos cuando tenemos la gravedad activada. Cosa que no es el caso —no tenía la gravedad funcionando y aquel ser… bueno, no podría jurarlo, pero estaba razonablemente seguro de que no era un proyectil mágico—, así que… ¿corremos?

Un escalofrío recorrió la columna del gárgola cuando el ser comenzó a hablar. No es que hablase exactamente, repetía lo que ellos habían dicho tratando de imitar sus voces. Y eso lo hacía infinitamente peor. Obel se preguntó si pensaba o sólo imitaba sin más, aunque en realidad no sabía si quería conocer aquella respuesta.

Desplegó dos barreras entre la cosa y ellos, una física y otra mágica y las ancló a las paredes. Lo vio acercarse confiando en que lo pararían... no podía estar más equivocado. De aquello aprendió dos cosas, la primera es que fuese lo que fuese aquel ser no era corpóreo ya que había atravesado la barrera física como si no existiese. La segunda que destrozaba las barreras mágicas en cuestión de segundos.

-Eh... correr, sí - dijo retrocediendo de aquel ser sin apartarle la vista de encima. Se movía lento pero bastaba que se diesen la vuelta para que acelerase o lo que fuese.- Puedo llevaros volando si la cosa se pone muy mal - les comentó.

>>¿Quizá deberíamos dar parte al Consejo? Igual saben lo que es esta cosa - preguntó no demasiado convencido.

Asintió atontado a la explicación de Rad, todavía con la mirada posada en la entidad. Con todo, ninguna grabadora mágica normal hacía el aire palpitar de esa forma, y a Sox le estaba dando muy mala espina la forma en la que la calle se derretía bajo su paso. El tañido que emitía volvió a repetir sus palabras y el ángel negro apretó la mandíbula.

—Llévate entonces a Rad si hace falta—le indicó a Obel. En el peor de los casos él podría trepar a algún lugar de la zona que supiese seguro. Apenas había acabado de decirlo cuando vio lo que se les venía encima.
—¡Rad! —apenas le dio tiempo a avisar.

El astrario sintió un trozo de hielo solidificarse en su tripa cuando aquella cosa se… puso frenética quizás era lo más acertado y, acto seguido, le salió un tentáculo que se dirigió hacia él.

Si todo esto era Rocavarancolia vengándose por los meses de odio que habían quedado atrás no tenía ninguna gracia.

En las décimas de segundo siguientes Rádar pensó a toda prisa. Aquello no parecía un proyectil mágico y no debería sentirse atraído hacia él, pero de alguna forma parecía que sí. La gravedad mágica no debería funcionar ni dañarlo, pero quizás, quizás, sí lo hiciera. Y en el peor de los casos no empeoraría la situación.

O eso esperaba.

El astrario se preparó para usar su habilidad en contra de la entidad. La teoría la sabía, y en circunstancias normales no tenía problemas para activar la gravedad mágica. Quedaba por ver si en aquel momento podía hacerlo, y si eso funcionaría.

—Si mi lo mío no funciona atacadle.

-Ni de coña, o nos vamos todos o no nos vamos - respondió tajante a Sox cuando sugirió que sacara de allí solo a Rad. Sox aún no sabía volar, si lo dejaba allí los dioses oscuros sabían lo que ocurriría.

Desvió los ojos al apéndice surgido del ser cuando se extendió hacia el astrario y ya había empezado a moverse hacia él cuando en vez de intentar esquivar aquello decidió enfrentarlo. Obel sabía lo que pretendía hacer, no en vano había investigado las transformaciones de todos sus amigos. La incertidumbre de no saber cómo podía afectar la gravedad mágica a aquello fue lo que impulsó al gárgola a actuar.

Placó al astrario por un lateral para sacarle de la trayectoria acelerada del ser mágico. Golpeó justo en el lateral del pecho y aleteó con fuerza para ganar impulso.

¿Que le atacara?
—¡¿Con qué?! —dijo, con la exasperación que le brindaba haber recibido dos recordatorios seguidos de que era inútil. ¡Aquella cosa era intangible!

El chispazo del astrario al activar su gravedad hizo temblar la realidad por un momento. Sox parpadeó rápidamente por acto reflejo pero el cambio no se había producido frente a sus ojos, sino en una dimensión que no alcanzaba a ver.

El infarto que le produjo verlo dirigirse a toda pastilla hacia Rad estuvo a la par de los que había sufrido en la criba. Retrocedió a trompicones adonde habían ido a parar sus compañeros y desplegó las alas para cubrirles la retirada, angulándolas con torpeza pero preparándose para un impacto que no llegaría. Con todo no le quitaba ojo al ser, preparado por si cambiaba de trayectoria. Probablemente le atravesaría sin más, pero los músculos le gritaban que hiciese algo, cualquier cosa, ante la amenaza.