Barrio Derruido

Obel ladeó la cabeza con una sonrisa que no era del todo feliz. Había tintes de resignación y en su mirada pesar.

-¿Ansioso? No, pero es inevitable que lo hagas - replicó negando con la cabeza.- No creáis que habéis sido los únicos en estudiar las transformaciones de sus compañeros, ningún ángel negro ha podido sobreponerse a sus instintos, todos han acabado matando a alguien. Y entiendo bien por qué.

>>El precio es... parte de ti. Si no lo cumples te sientes incompleto, sientes que falta algo importante de tu ser. No te atrevas a decirme que no lo sientes cuando no tienes magia y aún no puedes volar - clavó en Sox su mirada pétrea.- Aún no has alcanzado tu pleno potencial y nunca lo harás hasta que mates.

Volvió a negar con la cabeza. No lo entendían y posiblemente Rad nunca lo entendiese, él había tenido suerte y no necesitaba nada así. Quizá si para poder usar su poder gravitatorio tuviera que dar algo a cambio lo entendería.

-¿Y si dijera que sí? - inquirió.- ¿Y si os dijera que le he hecho daño a la persona que mató a Nad? ¿Eso lo veríais bien, o simplemente mejor? ¿O me seguiríais condenando como a un monstruo?

>>De todas formas no, no le he hecho daño a nadie - repuso.- Ahora bien, déjame plantearte una cuestión, Sox. Dices que no estás ansioso por matar pero ¿dónde está tu límite? Si para salvarnos a Tay, Rad y a mí tuvieras que matar, ¿matarías? ¿Apagarías una vida para salvar otras tres? ¿Y si esa persona fuera un asesino y violador, lo harías?

Sox se quedó boquiabierto. Fue incapaz de responder durante un instante que se le antojó completamente irreal.
—¿Lo entiendes? —la voz se le fue elevando, un crescendo de incredulidad y remolinos montantes de algo más, algo oscuro que le clavaba sus garras en las entrañas—. ¡¿Lo entiendes de verdad?! ¿Qué coño te ha pasado desde que has visto la Luna, Obel? ¿Qué has hecho?

Qué te han metido en la cabeza, qué te han hecho para convencerte de que lo que has dicho es normal. Eso también anidaba bajo su rabia, consternado y casi suplicante, pero la ira lo barría: una marejada fácil, que se lo llevaba todo consigo y ante la cual rendirse resultaba agradable, natural. Sox sentía una especie de placer por estar enfadado, aquella ira era el bastión desde el que se sentía más fuerte. Desde allí podía enfurecerse por lo que estaba diciendo el gárgola en lugar de sentir miedo por lo que le hubiese podido pasar en aquellas semanas. Por qué más cosas estarían sucediendo a sus espaldas y que no tenía poder para evitar.

—¿Condenarte? ¿Cómo puedes estar ahí de pie, recordándonos el día que trajisteis a una cría muerta en brazos y no darte cuenta de lo que estás diciendo? Una criba entera —le tembló la voz en torno a la palabra, como si apenas pudiera soportar el peso de todos aquellos meses— intentando evitar que monstruos como ése nos mataran y ahora me sueltas a la cara que vamos a convertirnos en gente igual que ellos. Que es inevitable, que juzgarnos por ello está mal. ¿Y quieres que me consuele porque a lo mejor vengarnos de alguien por el camino nos hará dormir mejor por las noches?

La media sonrisa de Obel, carente de toda alegría e incluso de suficiencia, le estaba crispando los nervios aun así. El sonido de su propia voz le enervaba, un círculo paulatino que se alimentaba de sí mismo. La sangre le hormigueaba, le pulsaban las alas. Se había metido en el espacio personal del gárgola sin darse cuenta, con un paso amenazante en su dirección.

La pregunta más importante le expulsó el aire de los pulmones; cruel, injusta. Le hizo recordar a Daer y cómo todos le habían apuntado con sus armas. Volvió a traerle a la mente el temblor de sus manos, el escozor de las lágrimas de terror en los ojos, la impotencia abrasándole el pecho desde dentro. La seguridad aplastante de que iban a morir.
Rocavarancolia le había forzado a mancharse las manos, le había traído pensamientos a la mente que la dejarían tiznada para siempre por dentro, y también le había enseñado a tragarse todo eso y seguir adelante. Los tres allí presentes sabían cuál era su respuesta.

Por supuesto que lo haría. Si con ello hubiera podido evitar las muertes que habían tenido lugar en el torreón aquel día, Sox le habría clavado un virote en el cráneo aunque media hora antes aquel engendro hubiera sido su compañero.

Sox sabía que eso no le convertía en un asesino. Aun así en ese momento aborreció a Obel, porque la siguiente frase que salió de su boca fue una mentira.

—No necesito completar mi potencial —pronunció la palabra como si la escupiera—. No lo quiero. No siento ningún vacío cuando me levanto por las mañanas sin haber vuelto a matar a nadie. Y sabes que haré lo que tenga que hacer si alguno de vosotros depende de lo que yo haga. Puedes hacerme todas las preguntas capciosas que quieras, pero acabo de recibir un agujero en el ala por vosotros —espetó, golpeándole el pecho con un dedo con más brusquedad de la calculada—. Pero no lo haré porque mi naturaleza me obligue, o porque esta ciudad esté llena de sociópatas que usen esa excusa para fingir que la moral no existe. Y desde luego no lo haría para conseguir magia.

Cada célula del cuerpo de Sox estaba alerta. Los hombros encorvados, la tensión en los músculos, el leve temblor de la adrenalina no descargada. El picor de la regeneración en el ala, los puños cerrados hasta hacerse daño.

Cada palabra que salía de la boca de Obel se volvía más y más preocupante para el astrario. Se había metido en aquella secta. Se había metido en aquella secta y el rito de inicio era algo tan horrible como podía imaginar. Solo así se explicaba la reticencia del gárgola a confesárselo.

Quizás lo peor fue cuando empezó a encararse con el ángel negro. Alguna de las palabras de Obel eran dudas del propio Rad, pero no la había formulado. Y, desde luego, jamás habría pronunciado semejantes sentencias como si fueran inevitables. La indignación subió con cada sonido que escuchaba, y apretó sus manos. ¿Cómo podía hablar de asesinatos, de erigirse en juez de quién merecía existir y quién no, con tanta facilidad?

A Rad la criba (y su transformación) le había enseñado que la vida era tan magnífica como frágil. Había creído que al resto también.

Sin embargo tuvo que intentar serenarse cuando notó lo tenso que se ponía el ángel negro. Las palabras de Obel sonaban en el aire: la gárgola parecía aceptarlas, pero él no. Para él lo que estaba escuchando no eran simples hechos, sino una profecía de condenación, una inevitabilidad de perdición. No estaba ansioso por descubrir si aquellas fatídicas palabras se volverían verdad o no.

—Sox, basta ya. No lo empeores tú también —le tomó del brazo e intentó empujarlo un poco atrás, mirando a la gárgola con ojos penetrantes. Y tú… ¿Crees que es lo mismo? ¿Que matar a una persona que te está atacando en medio de una pelea es igual que cazar a otros, que arrogarte una especie de derecho moral para decidir quién merece existir y quién no? Porque si crees algo así entonces eres tan estúpido como piensas que somos nosotros.

Obel recibió las réplicas de ambos carabeses casi sin inmutarse, con una máscara de serenidad que en realidad no sentía pues la rabia del ángel negro hormigueaba en su interior intentando influenciarlo. El pequeño empujón casi no lo hizo moverse de su sitio y el gárgola mantuvo la compostura.

-Estúpidos no, sordos parece que sí - comentó.- Ya os he dicho que no he hecho nada malo, nada según vuestros estándares. Lo único que hago es asistir a misa, ni siquiera he participado en una - negó con la cabeza pensando en por qué demonios tenía que dar una explicación.

-Repítemelo cuando hayas matado por primera vez - replicó con aquella sonrisa carente de emoción y unos ojos que veían más lejos que el día de mañana cuando el ángel negro dijo que no quería llegar a su máximo potencial.- Respecto a quién merece vivir y quién no...

>>Mucha gente merece vivir y ahora está muerta: Nad, Dafne, hasta Daer - aseguró con la mirada convertida en pura piedra.- Lo que hizo no fue culpa suya, se malogró y no pudo controlar sus instintos más básicos, si hubiera podido lo habría salvado - pasó su mirada de Sox a Rad de forma alternativa.- Y gente que está viva merecería morir por lo que hizo: el que mató a Nad, Tuétano... no me digáis que en aquellos meses en que nos aterrorizaba desde los cielos no deseábais libraros de ella.

-No puedo erigirme en juez. Pero el mundo estaría mejor sin algunas personas - sentenció finalmente. Estaba seguro de que sus amigos pensarían que él era uno de ellos y le daba igual.- El mundo no es blanco y negro. Es gris como yo, y siempre existen situaciones que te harán llegar a límites que nunca habrías pensado. Yo, por ejemplo, no estoy dispuesto a perder a nadie más de mi reducida familia, y haré lo que tenga que hacer para que estéis a salvo.

“Repítemelo cuando hayas matado por primera vez.” Sox se quedó sordo momentáneamente tras aquella frase, como si le hubieran sumergido de golpe la cabeza bajo el agua. Le hirvió la sangre, un chorro burbujeante de ira blanca y candente atravesándole el cráneo. Tenía ya el brazo a medio movimiento, deseando estrellarse contra algo, cuando la fuerza de Rad, sólida como una roca, le detuvo a mitad de camino.
—No lo estoy-... —pero lo estaba. Tenía el corazón acelerado, ansioso por el instante previo a una pelea. ¿Por qué? Bajó el brazo y dejó a mitad el forcejeo que había empezado para soltarse del astrario, consintiendo con reluctancia en que lo arrastrara hacia atrás.
Todas las células de su cuerpo parecían aunarse para recordarle que las cosas se resolvían de forma mucho más rápida con un puñetazo en la cara. Sox se pasó las manos por el rostro para disipar esa sensación, angustiado.
"¿Qué me está pasando?"

Dejó que Rad tomara la palabra en su lugar mientras esperaba a que su pulso desbocado regresase a la normalidad. Sus propios conceptos, muy parecidos a los del astrario, sin embargo afloraban embrollados y confusos a la superficie, enredándose por el camino con las verdades sobre sí mismo que prefería no admitir.

—Obel —y el tono en que lo dijo fue una petición de paz tanto al gárgola como a sí mismo—. Sólo te pido que no te creas todo lo que te cuenten. No dejes que te convenzan de empezar por ahí y luego terminar creyendo que asesinar no significa nada. No hemos llegado hasta aquí para esto —para que luego la ciudad los engullese uno por uno de una forma diferente a la muerte—. No voy a dejar que tengan razón. No quiero que me pase. No es… No es tan difícil de entender —terminó diciendo, derrotado.

El astrario se quedó congelado ante las palabras de Obel. ¿Mundo en blanco y negro? ¿Ellos? ¿El que decía que había gente que merecía morir sin ningún género de dudas les estaba acusando de ser maniqueos?

Si no fuera porque parecía incapaz se lanzaría a reír en ese mismo momento.

—¿Sabes qué es lo recuerdo sobre Tuétano? A ella en medio de Maciel diciéndonos que si vivíamos era gracias al sacrificio de Dafne, y que deberíamos honrar eso —resopló. Todavía no entendía el proceso de pensamiento del nublino—. ¿Se te ocurre algo más gris que un monstruo que se pasa meses aterrorizando a unos niños y luego lamenta la muerte de cuatro de ellos, Obel? A mí no. Y tú eres el que está dividiéndolo a las personas en buenas y malas, merecedoras de vivir y merecedoras del verdugo. No nosotros. Así que dime, ¿quién, exactamente, está viendo el mundo en blanco y negro?

Las palabras de Sox le hicieron asentir. Una vocecita en su mente le estaba diciendo que estaba simplificando el tema tanto, si no más, que la gárgola, pero Rad la ignoró de forma absoluta. La adaptación a la particular escala de valores rocavarancolesa la iba a realizar al ritmo que le diera la gana, no al que marcasen la ciudad, los monstruos que la habitaban o sus amigos.

—Ya sabemos que es probable (qué demonios, incluso seguro) que alguna vez le tengamos que arrancar la cabeza a un trasgo para evitar que nos coma a nosotros o a alguno de nuestros amigos —suspiró, hastiado. Echaba de menos cuando aquella clase de dilemas era impensable, porque solucionar esos entuernos habría sido tan fácil como llamar al adulto responsable más cercano—. Eso es deseo de vivir, simple y llanamente. No es ser un asesino. Y ser un asesino es lo que no dejas de insistir que Sox será.

»Por favor, no olvides la distinción entre defenderte de otros y agredir a los demás. No dejes que te convenzan que es lo mismo, porque la diferencia es abismal.

Obel negó con la cabeza de forma rotunda.

-No voy a dejar que me convenzan de nada - replicó levantándose.- No funciona así la cosa. No hago esto por la secta en absoluto, si lo hago es por mí. Es difícil cargar magia en otros sitios y allí no tengo que hacer absolutamente nada.

>>Solo voy y miro, sin más - terminó.- Apenas he hablado con nadie.

Volvió a negar con la cabeza cuando mencionaron lo de Tuétano, Obel no lo veía igual que ellos. Claro que ellos no tenían familia para empezar, el hecho de que le hubiera arrancado una mano a su hermano la había convertido en su enemiga. Les había salvado la vida sí, pero los había tenido aterrorizados meses. Tiempo en el que todos creían que iban a morir nada más salir la Luna.

Respecto a lo de Sox enarcó una ceja, él no había dicho que su primera muerte fuese un asesinato a sangre fría con mucho placer. Eso vendría después, una vez Sox empezase a matar. El ángel negro no era el primero que renegaba de su precio y que intentaba no cumplirlo, y al igual que el resto fracasaría.

-No os preocupéis chicos - dijo conciliador.- Estaré bien. Si me intentan obligar a algo que no quiero me iré de allí, promesa. Y ahora me tengo que ir a la biblioteca que quiero sacar unos libros.

>>Tened cuidado por si vuelve esa cosa - conjuró sobre sus compañeros sendas barreras por si acaso y luego alzó el vuelo.

Claro que no había mentido a sus amigos. La cosa es que la Secta de Ewa no tenía que obligar a Obel a hacer nada. La resolución del gárgola era firme, haría lo que fuese por su reducida familia.

Y eso implicaba hundirse en la oscuridad de la ciudad para que ellos pudieran vivir lo más cerca de la luz que pudiesen.

Tuétano. La palabra atravesó la neblina de confusión que le anegaba el cerebro. ¿Qué le pasaría a alguien como ella por la cabeza? Meses después de haberla visto por primera vez, y mucho después de haber visto él mismo la Luna Roja, Sox todavía no acertaba a adivinarlo.

El alivio que le inundó al oír las palabras de Rad fue inmenso. Se ancló a ellas y aquel soplo racional lamió, fresco y como un bálsamo, las partes de sí en las que había anidado la rabia. Sí, de eso se trataba. La garra que atenazaba su pecho remitió. Era precisamente lo que había querido decir. En un mundo anterior le habría irritado que el astrario hubiese encontrado las palabras para expresarlo antes que él, pero ahora sólo sentía gratitud.

Contempló alejarse a Obel en silencio, con la mirada grave pero no más acusaciones que decir. Quería creerle, necesitaba creerle. Poco después de la Luna Roja Sox había creído que se habría acabado sentir miedo por lo que estuviera por venir, y él mismo había intuido poco después que se equivocaba. Ahora comprendía que dicha intuición había sido correcta.
—Esta ciudad se nos ríe en la cara cada vez que creemos que todo ha terminado —observó a media voz.

Se tomó un momento para recuperar el control consciente de su respiración.
—No esperaba esto —a medio camino de la admisión cayó en la cuenta de que tal vez debería haberlo anticipado, pero era cierto. ¿De dónde le había venido esa estrechez de miras, después de todo lo que habían pasado?—. Ya discutimos durante la criba por cómo veían ellos el tema de la Luna Roja, pero… —era la primera vez en bastante tiempo que se refería a los dos hermanos en plural—. Creía que después de las últimas muertes, la Luna… No lo sé.
El ángel negro era una maraña de sentimientos contradictorios. ¿Qué esperaba entonces? ¿Cuál era la alternativa preferible?

—Debería sentirme aliviado, pero no lo consigo. Porque no se alejen de mí antes de haber hecho nada —aclaró a su compañero. Si alguien creía a pies juntillas que Sox iba a terminar matando ésa era la reacción lógica, la que había intentado identificar en rostros ajenos cuando se enteraban de su precio. Ni en sueños habría esperado la opuesta.

Rádar frunció el ceño ante las palabras de Obel. Podría decir muchas cosas: que ir a Nubla seguro que le daba una buena recarga, que daba la sensación de que ya le estaban convenciendo de cosas, que “salir de allí” podía no ser tan fácil como parecía creer (y daba vergüenza ajena que creyera eso después de todo lo que había visto y vivido)… Pero al final no abrió la boca. Se limitó a contemplar, sombrío, como la gárgola se alejaba.

Debería haberse esperado esta clase de cosas, pero no lo había hecho.

—Supongo que tiene sentido. Un final sin más solo existe en las historias —musitó ante las palabras de Sox—. En la vida real las cosas solo terminan cuando mueres.

Algo que esperaba que no les ocurriera a ninguno hasta que pasaran muchas, muchas décadas.

La mención a los hermanos le hizo sentirse incómodo, como siempre que pensaba en ambos. Si de por sí la relación consanguínea era algo a lo que no terminaba de acostumbrarse todo había empeorado en el instante en el que Barael (ahora Arcan) amenazó con destriparle en medio de Maciel. Precisamente para defender a Obel de una amenaza imaginaria.

Era curioso que, visto con retrospectiva, aquel fue el instante en el que toda su visión infantil del mundo empezó a desmoronarse. Ni cuando le cosecharon, ni cuando se dio cuenta de que debía sobrevivir por sí mismo, ni con la muerte de Nad, ni cuando se enteraron de cómo podían ser los cambios de la Luna Roja tanto física como mentalmente… No. Su vida se volvió del revés cuando alguien le sacó un cuchillo y se dio cuenta de que no había nadie a quien pudiera acudir para solucionar semejante hecho.

No supo cómo contestar muy bien a las últimas palabras de Sox. ¿Qué decir al saber que alguien considera que serás irremediablemente un asesino y no tiene problema con ello? ¿Achacarlo a Rocavarancolia, a la particular visión que era Obel, a la Luna Roja? ¿A qué?

—Supongo que desde su perspectiva tiene sentido —su tono era dudoso y lento: no quería volver a encender el temperamento de Sox y tampoco quería matizar de menos—. Si piensa que tu precio es tan necesario como el de, yo qué sé, los vampiros, que además solo matarás a quien lo merezca —había retintín extraño en esas palabras: no exactamente desprecio, pero desde luego no adhesión a esa idea—, y que él, por supuesto, nunca entrará en esa categoría… tiene sentido que no te tenga miedo.

Era una escala de valores extraña la que estaba adoptando el nublino, pero tampoco estaba seguro de poder hablar. Tenía la sensación de que él mismo tenía ya unos valores que a su yo de un año antes le habrían parecido extraños, si no repulsivos. O, al menos, que se dirigía hacia ello.

—Joder, qué sombrío  —comentó. ¿Por qué habían terminado hablando de muerte incluso cuando Obel se había ido?—. Pero supongo que aquí es adecuado. Y a veces ni eso  —añadió, recordando a los no-muertos que poblaban la ciudad—. A veces terminas en el cementerio hablando solo.

Hizo una mueca y asintió. El hilo argumental que había seguido el astrario era completamente lógico, pero todavía le costaba casarlo con lo que acababan de experimentar.
—Podría ser peor —coincidió, pensando también en los vampiros. Pese a las capacidades fascinantes que había leído sobre ellos, éstas debían ser un regalo envenenado. Tu propia naturaleza te brindaba una excusa, ¿pero aplacaba eso realmente tu conciencia cuando tenías sangre en las manos? El ángel negro se alegraba de no tener que descubrirlo.

Aun así, lo más curioso era que creía a pies juntillas a Obel cuando afirmaba que les protegería con su vida. Sox sentía lo mismo, a un nivel primario que no había experimentado nunca antes de pisar Rocavarancolia. Era terriblemente irónico, porque podía enumerar a amigos y compañeros de clase en Carabás con los que se había llevado indudablemente mejor que con sus compañeros de torreón, sobre todo al principio, pero no había mirado a la muerte a los ojos con ellos a su lado.

—Me pregunto si va de verdad a la biblioteca  —dijo. Su vista había mejorado desde la Luna, y todavía podía divisar la mota gris de la gárgola suspendida en el horizonte—. O si ha vuelto a… dondequiera que sea.
¿Dónde sería? ¿En qué estaba metido exactamente? Apretó los labios. Se debatía entre el instinto natural de comprobar la magnitud de la amenaza y la noción de que Obel no necesitaba niñeras.

Al astrario se le puso de punta todo el pelo de la nuca cuando escuchó la mención al cementerio. La hermosura del lugar quedaría siempre empañada en su memoria con la condena que sufrían aquellos desdichados. En su mente ni las plantas ni el resto de adornos podían cambiar que aquel lugar era mucho, muchísimo peor que la torre Leprosa.

—Oye… si me pasa algo os aseguraréis de incinerarme, ¿verdad?

Pretendía estar vivo tantos años como pudiera, pero no tomar aquella precaución en un lugar como Rocavarancolia era estúpido. Y una idea que le daba ganas de vomitar era imaginar que algún nigromante usaba su cuerpo para… lo que fuera. O tener que quedarse eternamente prediciendo mal el futuro en el cementerio.

No, cuando muriera quería que su descanso fuera completo y eterno. La muerte no era algo con lo que meterse. Si había alguna creencia carabesa que su paso por Rocavarancolia había fortalecido era esa.

—La verdad es que no sé si quiero saber si ha dicho la verdad o no —o, mejor dicho: aquel conocimiento le atraía tanto como le repelía. La curiosidad morbosa, el asco, la repulsión, la precaución… Se mezclaban en su mente, llenándolo de indecisión.

Se giró a mirar a Rad con las cejas alzadas y un tinte de alarma en el rostro. Aquella petición, expresada en voz alta de esa forma, parecía un tañido en el aire que pudiese atraer a la mala suerte. El ángel negro luchó por sobreponerse a la sensación.
—Claro. Se acabó cavar tumbas —terció con convicción, en más de un sentido. Había una franja del río que Sox evitaba a propósito.

Asintió con lentitud al comentario sobre Obel. Él sí quería saberlo. Incluso tras el paso por Rocavarancolia algunas constantes en él no habían cambiado, incluido su deseo de conocer la verdad. La criba, sin embargo, le había abierto los ojos en otro sentido: darse cuenta de que no porque la ansiase el peso de la verdad sería menor.  
—Vámonos a casa —optó finalmente.

Finalmente tropezó. Sin más. Simplemente resbaló con una sustancia espesa y cayó sobre las tejas. Rodó unos pocos metros debido al impulso que llevaba y cayó por un hueco. Por suerte para ella, solo se dio de bruces contra el piso del ático. Quedó durante un rato ahí estirada para recuperar fuerzas. No podía pensar en nada. Tampoco quería.

Finalmente, tanto energía como psique regresaron. Y se preguntó que qué coño estaba haciendo allí.

Se levantó al momento y se asomó por la mitad de la casa que estaba totalmente derruida. Estaba agotada de la carrera por los tejados, pero mientras no saliera volando de nuevo debería estar bien. Intentó recordar por dónde había venido, pero no lo conseguía. El hecho de que todo el vecindario fuera poco más que un montón de escombros no le ayudaba a orientarse. Y la huida no era más que un borrón en su cabeza. Estaba perdida, sola y probablemente había abandonado a todos sus amigos a una muerte segura. «Y yo voy a ser la siguiente».

Sin embargo, pronto descubrió que al menos una de sus afirmaciones no reflejaba la realidad. Se oían pasos. Pasos a la carrera y una respiración entrecortada. Alguien se acercaba deprisa. Decidió ocultarse un poco, algo que no se le daba mal, pero intentando no perder de vista la calle.

En cuanto entró en su rango de visión, reconoció enseguida que se trataba de Alyssa. La clinger casi perdió el equilibrio al ver que estaba bien. Aún faltaba saber dónde se encontraba el resto, pero era un comienzo.

—¡Alyssa! —La llamó. Justo tras el grito, se dejó ver mientras bajaba por la media fachada del edificio.

Probablemente gritar no hubiera sido lo más sensato, pero en aquel momento no quería ni pensar. Pues en sus pensamientos residía el cadáver decapitado de Qirra.

Alyssa había seguido corriendo tan rápido como era capaz, sin parar, sin mirar atrás. Escuchó los gritos de alguien en algún momento, pero no se detuvo. Teniendo en cuenta lo que había pasado mucha gente tenía motivos para gritar. Si se detenía a mirar la alcanzarían. Y corrió y corrió... hasta que sus pulmones fueron simplemente incapaces de mantener el ritmo y cayó al suelo de rodillas tosiendo, exhausta.
Entre tos y tos, con los ojos húmedos y la visión borrosa tanto por la sobrecarga física que acababa de pasar como por la situación emocional que todavía mantenía escuchó su nombre, a gritos. Tuvo que parpadear varias veces para que su visión dejara de estar borrosa y distinguir quién la había llamado.
–¿Krad...ko? – Alcanzó a decir entre tos y tos.

La adrenalina, la intensidad de lo que acababa de vivir… empezaba a remitir, sustituida poco a poco por dolor y el cansancio extremo, fruto de haber forzado su cuerpo a la hora de huir.
A nivel emocional... el pánico iba desapareciendo poco a poco, reemplazado por la culpa, y los remordimientos. Con las pocas fuerzas que le quedaban, se arrastró hasta donde se encontraba la clinger y la abrazó, todavía de rodillas e incapaz de levantarse.

–¡Lo siento! –empezó a repetir una y otra vez, cada una más baja que la anterior, mientras rompía a llorar. –Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento…

Aunque le pareció totalmente comprensible, le sorprendió la reacción de Alyssa cuando se reunieron. Esta, claramente destrozada por mucho más que la carrera, la abrazó aun estando de rodillas. Lo que, para la altura de la clinger, casi se asemejaba más a que le abrazara alguien de su misma especie. Quitando que la griega es más blandita.

Afectada por el estado emocional de la griega y el suyo propio, su propio cuerpo no le dio otra opción que dejarse llevar. A pesar de que quería preguntarle qué había pasado o dónde estaba el resto, no pudo más que apretar el abrazo y ponerse a temblar. No fue hasta que ambas se calmaron un poco que pudo articular las preguntas.

—¿Qué ha pasado? Yo… entré en pánico por… —No podía decirlo, sus cuerdas vocales no se lo permitían—. Y hui… Lo siento. ¿Dónde están los demás?

«Oh no… qué he hecho», pensó al ser consciente de lo que implicaba que hubiera huido sin más.

Alyssa necesitó tiempo para recomponerse, y cuando por fin lo hizo empezó a darse cuenta lentamente de la situación en la que se habían metido.
Aun así, no fue hasta que Kradko preguntó por los demás que finalmente la griega pudo atreverse a mirar atrás para ver… a nadie. Ni gente, ni ruido, nada.
–No… no lo sé. –Respondió de forma entrecortada. –Yo he… yo creía que venían conmigo.

No había estado fijándose en los demás durante su carrera. Había escuchado ruidos, gritos… pero creía que los demás venían corriendo con ella. Al menos eso era lo que quería creer, porque la alternativa era reconocer que los había abandonado sin pensarlo dos veces y ahora mismo no sería capaz de lidiar con esa verdad.
Centrarse en su situación actual tampoco ayudaba. Estaban solos, en medio de ninguna parte y no precisamente en su mejor momento.

–Kradko yo…
¿Qué hacían ahora? ¿Intentaban buscar al resto? Si hacían eso se arriesgaban a volver solo para que los mataran a todos. ¿Volvían al torreón entonces? ¿Pero y si todavía estaban vivos pero heridos y por no buscarlos les pasaba algo? ¿Y si, y si, y si….
Alyssa estaba totalmente abrumada. no sabía qué hacer. Cada posible idea, cada posible decisión solo la agobiaba todavía más mientras las miles de cosas que podían salir mal pasaban por su cabeza, en cambio las positivas no aparecían para nada en sus pensamientos.
–Yo no… no se que hacer, Kradko –acabó diciendo, incapaz de pensar.

Al final nada había cambiado, seguía siendo incapaz de hacer nada por sí misma.  Ahora miraba si Kradko podía tomar la decisión por ella.

Y no era la única. Kradko solo sabía que habían huido. Que habían, sin duda, abandonado el resto a su suerte. Era consciente de que tanto ella como Alyssa tenían eso presente. Y se sentía como una mierda por ello. Pero, al mismo tiempo, sabía que debían hacer algo y, viendo el estado de Alyssa, que debía tomar la decisión ella. Por supuesto, no estaba nada segura, pero en verse con la responsabilidad alentó ligeramente su capacidad de decisión. Tampoco iban a arreglar nada quedándose ahí.

—Volvamos —soltó de repente. Ofreció su mano como si pretendiera ayudarla a levantarse—. Volvamos con el resto. Estoy segura de que van a necesitar nuestra ayuda.

«Sobre todo tu magia», pensó sin poder evitar del todo el ligero malestar que le producía aún ese tema. Sin embargo, esta vez tenía cosas mucho más importantes de las que preocuparse. Y algunas le podían causar un malestar bastante mayor que la pérdida de su magia.