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Naeryan
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Humor : Productivo (lo intento)

Relato sobre Shizel Empty Relato sobre Shizel

27/04/15, 12:49 am
Su familia tenía mucho dinero, y eso la hacía importante. Ésa fue una de las primeras cosas que aprendió Shizel, unida a la certeza difusa de que un día se haría mayor y heredaría el negocio mercantil de su madre y la presidencia del banco de su padre para hacerlos aún más prósperos. Era hijo único, de modo que su presente y su futuro estuvieron siempre cosidos a medida para él.

Tenía todo lo que quería. Si deseaba un juguete nuevo no tenía más que pedirlo. Si le apetecían clases de esgrima le eran concedidas. Si tenía preferencia por una comida en particular le bastaba con reclamarla y para la hora de la cena estaba en su mesa. Si un miembro del servicio se portaba mal con él era suficiente con decírselo a sus padres para no volverle a ver por la casa.

Shizel no pensaba que la vida consistiese en algo más.

-

—Qué niño más guapo, Verei. Es tu viva imagen, pero sonríe como su madre. ¿Cuántos años tienes, Shizel?
—Cuatro —dijo él muy convencido.
—Qué mayor. ¿Ya has pensado qué vas a ser cuando crezcas todavía más?
—"Hederero" —su padre le apretó el hombro con discreción, y el niño se apresuró a corregirse—Heredero.
—Qué claras tiene las cosas —una risa divertida. Shizel lo consideró como que había dicho la respuesta correcta y no aclaró que no sabía que pudiera ser otra cosa. Sonrió como le habían enseñado durante el resto del encuentro y obtuvo la recompensa de poder irse pronto.

-

No podía salir. Había aporreado las puertas del armario sin resultado, había pateado las paredes para hacer ruido, se había quedado ronco gritando. El aire viciado dentro del mueble empezaba a asfixiarle, o tal fuese el miedo infantil de morirse dentro de aquel ataúd improvisado y que nadie le encontrase nunca. La mansión era demasiado grande, demasiadas habitaciones vacías y paredes interponiéndose entre él y quien pudiese oírle.

Se lanzó a los brazos de su nodriza cuando ésta por fin le encontró, tras unas horas que al niño le parecieron eternas. Temblaba y lloraba incontroladamente, y no encontró comprensión en las miradas de sus padres cuando les contó lo que había pasado. Se le pasó por alto el cruce de miradas grave entre los dos.

Shizel pasaría años de psicólogo en psicólogo aprendiendo a llevar el recuerdo de aquel día como un secreto sucio, a querer cortar antes de que naciera una fobia que ya había arraigado.
—¿Por qué estás aquí, Shizel?
—Me dan miedo los armarios.
—¿Sólo los armarios?
—No. Si es un sitio muy pequeño también lo odio.
—Odiar es una palabra muy fuerte. ¿No te lo han enseñado?
—Sí.
—¿Qué se dice?
—Me disgustan.
—Eso está mejor. Dime, ¿por qué no te gustan?
—Si entro en uno me voy a morir.
—¿Cómo lo sabes, Shizel?
—No puedo respirar. Me quedo parado. Me da mucho miedo. Si está oscuro es peor.
—¿Y qué haces cuando intentan que te metas en uno?
—Grito hasta que me dejan en paz.
—Eso no está bien. Sólo intentan ayudarte.
—Les digo que los quiten todos, pero no me hacen caso.
—Y tienen razón. No puedes hacer esas cosas, Shizel.
—¿Por qué?
—Es cosa de niños. Y tú ya eres un chico mayor, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué pensarías si quisieras entrar a un sitio y descubrieras que no puedes porque a tu padre o tu madre se ponen a temblar delante de todo el mundo? ¿Te gustaría?
—No.
—Dime una cosa. ¿Qué te han dicho tus padres sobre las rabietas, Shizel?
—Que está feo. Que hay que aguantarse.
—¿Y sobre llorar delante de la gente?
—Igual. Que solo lo hacen los niños pequeños.
—¿Entiendes entonces que no puedes dejar que se te note? Es de mala educación.
—No puedo dejar de hacerlo.
—Los mayores se controlan cuando algo no les gusta. No te van a tomar en serio si creces y sigues así.
Un silencio pesado.
—Venga, ¿vamos a intentarlo?

Con el pasar de los años aprendería a fingir delante de sus padres que había sido una tontería de su niñez. Un incidente bochornoso que toda la familia agradeció olvidar.
Tenía cinco años cuando sucedió, y a partir de entonces dormiría siempre con una ventana abierta.

-

Tenía siete cuando la magia le llamó por primera vez. Shizel contemplaba con los ojos muy abiertos desde las primeras filas del escenario flotante de la Ópera cómo el ilusionista hacía desaparecer cosas, reaparecer otras, caminar sobre el lago. Le dolieron las manos de tanto aplaudir cuando el espectáculo terminó.

Pidió una baraja de cartas nada más llegar a casa, y enseguida la compraron una de buen papel y figuras grabadas a mano, lacadas para que no se emborronaran. El idrino la atesoraría hasta el mismo día de su llegada a Rocavarancolia.

El primer día en que le salió un truco difícil coincidió con que su padre regresaba de una reunión de negocios. Shizel bajó la escalinata de la mansión a todo correr, la cara encendida de ilusión.
—Papá, no voy a ser banquero —le anunció delante de todo el mundo—. Voy a ser mago.
Los amigos de su padre rieron, pidieron que les enseñara algunos trucos. Shizel recibió alabanzas y caricias en el pelo.

También una bofetada una vez él y su padre se quedaron a solas.

-

El idrino pasaba largas horas leyendo a solas, sin llamar la atención, o practicando sus trucos. Aquellas eran las horas que sus niñeras agradecían, porque el resto del tiempo el señorito de la casa alternaba entre distintas facetas a cada cual más agotadora. Caprichoso, malcriado, inquieto, petulante, zalamero, travieso. No eran raros los días en que se escabullía de la mansión, sin importarle lo más mínimo que quien hubiese estado a su cargo ese día se estuviese jugando el empleo.
Sus padres apenas le reprendían a menos que la hubiese liado muy gorda, habiéndose desinteresado hacía tiempo de su crianza, y los rapapolvos de los sirvientes eran blandos por necesidad. Shizel hacía lo que quería.

-

Se llamaba Anya. Shizel la pilló mirándole en una reunión de niños, paralela a la que llevaban sus padres a puerta cerrada. Estaban en el jardín y el idrino se había llevado un libro, encontrándose con los ojos color avellana de la idrina el levantar la vista. Le devolvió una mirada inquisitiva, ante lo cual ella desvió la suya. El niño no le dio mucha importancia y volvió a su lectura.
—¿Necesitas algo? —inquirió finalmente, con educación tal y como le habían enseñado, cuando sucedió ya por tercera vez.
Ella pareció acobardarse. Era una clase de introversión diferente a la de Shizel, que sencillamente en ocasiones necesitaba pasar ratos a solas para descansar. Era timidez, delatada por un rubor en las mejillas.
—Lo siento.
Shizel siguió mirándola sin decir nada, esperando.
—El libro —añadió ella finalmente—. Lo leí una vez en una biblioteca, pero me quedé sin saber el final.
—Si quieres te lo presto cuando lo termine. Me queda muy poquito.
—No sé dónde está tu casa.
—Pues te vuelves conmigo en mi carruaje y ya está.
Ella pareció dudar.
—Mis padres...
—No se van a dar cuenta —no se le había ocurrido pensar que los padres de otros se portasen de forma diferente a los suyos.

Fue la primera travesura de Anya, como sabría más tarde, y les valió a los dos una buena reprimenda. Pero aquella primera escapada estableció una complicidad entre ambos, y la siguiente vez que se vieron fueron el uno hacia el otro automáticamente.

Anya hablaba poco en público, era retraída. Pero era ingeniosa, y tenía muchas cosas interesantes que decir si Shizel le prestaba oído. Enseguida se hicieron inseparables, y sus padres de ambos se alegraron de ver que sus hijos se hacían más sociables. Shizel siempre enseñaba sus trucos por primera vez a ella solamente, y aquélla era la mayor muestra de confianza que el chico era capaz de entregar.

-

Era difícil estar a gusto entre otros niños cuando no se te permitía correr ni hacer ruido. Los que se conocían entre sí se pegaban unos a otros, los que no procuraban matar el tiempo y pasar desapercibidos. La mayoría empezaban ya a participar en un juego que no lo era tanto; el de observarse unos a otros buscando tics y otros gestos que brindasen información, a evaluarse unos a otros. La conversación de los adultos flotaba al exterior por una ventana abierta, y la oían a la perfección porque casi nadie hablaba.

Shizel dijo a media voz un comentario, algo que había pensado varias veces en realidad en reuniones como aquélla, y desató un coro de risas, aunque contenidas para que los mayores no les oyeran. El ambiente pareció aligerarse un poco y el idrino parpadeó sorprendido.
No era tan difícil; era como un truco. Había que decir las palabras correctas en el momento correcto.

La próxima vez probó a sonreír mientras lo hacía, y salió aún mejor.

-

Shizel fue creciendo, y lo hacía bien. Atraía más miradas, más comentarios apreciativos de los mayores. Se volvió más sociable, más extrovertido, y reía con facilidad. Aprendió que el carisma era una fuerza importante y también una habilidad, y la empuñaba con el instinto natural con el que nacían algunas personas. Anya no era así, pero permanecía a su lado en silencio y por consiguiente nunca se quedaba apartada.

Cuando por fin le llevaron a una fiesta estaba un poco preocupado por quedarse solo, pero pronto orbitaron en torno a él conocidos, que parecían aliviados de verle, y pronto se formó el corrillo de siempre. Fue uno de los primeros a los que sacaron a bailar.

Con el tiempo y la adolescencia el interés adquiría en ocasiones matices distintos. Propuestas engañosas de paseos a solas. Miradas significativas. Cumplidos encubiertos.
Shizel se entregó a aquellos juegos de buena gana. Experimentó pronto y rápido, abandonando pronto la etapa de besos conteniendo la respiración y tanteos inexpertos. Le gustaba atraer atención, despertar deseo.

Las fiestas adquirieron un incentivo más para él. Pronto hizo de ellas su terreno, un lugar en el que se sentía cómodo, una fórmula aprendida que resolvía con facilidad a fuerza de costumbre.

En ocasiones entre las sonrisas y las charlas de fachada pura Shizel se moría de tedio, pero ni siquiera Anya era capaz de detectarlo en su rostro.

-

Conoció a Antor en una fiesta más grande de lo normal, donde se encontraban por primera vez dos grupos principales de gente. Shizel tenía a su camarilla, y por protocolo y por inercia fueron al encuentro de la otra en un primer contacto, antes que de que los demás, más anónimos, empezaran a mezclarse entre sí.

Antor era quien llevaba las riendas de la otra. Cabello oscuro y exótico, palabras sarcásticas, temperamento fuerte pero bien dominado. Los ojos del otro juzgaron al grupo silenciosamente y se clavaron en él, intuyendo quién era el centro de los recién llegados. Le interpeló en seguida, y se enzarzaron en una conversación en la que se probaron mutuamente.

Y de alguna forma, a pesar de caracteres y opiniones tan distintos y que chocaban tanto, se vieron gravitando mutuamente entre sí. Había una chispa de tensión que estallaba en cuanto entraban en el campo visual del otro, su atención se volcaba automáticamente en esa dirección cuando se reunían esos dos grupos conocidos. Cuando se veían no tardaban en entablar conversación de forma acalorada, acaparando muchas veces el centro de la reunión, y a Shizel le gustaba la sensación porque le hacía sentir que hablaba con más vida, más emoción. Le añadía interés a aquellas fiestas que habían llegado a ser más de lo mismo.

Más adelante era también pasión contenida tras puertas cerradas y música distante de una fiesta retumbando en el suelo, palabras dichas en caliente pero sentimientos fríos, frustración descargada, gemidos ahogados por labios mordidos por decoro y por orgullo, satisfacción no entregada mutuamente sino arrancada el uno del otro. Era forcejeos, agarres y magreos faltos de delicadeza. Ratos arrancados contra la pared de un balcón cuando no había tiempo o privacidad más que para ponerse físicos un par de minutos.

Los demás lo intuían, y quien estuviese interesado en Antor o que quisiera proponerle algo a Shizel desistía en silencio en las fiestas a la que estos acudían juntos, al menos hasta que de una hora para otra aquella tensión silenciosa dejaba de existir entre los dos.

Sin embargo nunca se buscaron el uno al otro fuera de aquellos ambientes, ni se echaban en falta cuando no coincidían. Simplemente eran un ligue más frecuente.

-

—¿Sabes a qué rama del Magisterio vas a entrar, Shiz?
El aludido resopló.
—¿Tú qué crees? A económicas. Tengo que ser buen "hederero".
Anya soltó una risa baja.
—Yo creo que optaré a literarias.
—Qué cruel. Vas a dejarme solo.
—Para irse a económicas a aprender a manejar mucho dinero hay que tenerlo para empezar. Y difícilmente voy a dejarte solo.
Era cierto, y Shizel lo había dicho por hacer la broma.
—Podría irme también a sociales.
Fue el turno del chico de soltar una risa con sorna.
—¿Qué se te ha perdido allí, con lo sociable que eres?
—Disculpa, no todos podemos ir por la vida sonrisa por delante. Pero para tu información estaba pensando en entrar en psicología.
—No te molestes —lo bueno de estar con Anya era que Shizel no tenía que filtrar apenas sus tonos de voz. La acritud, aunque suavizada, salió de sus labios con igual claridad que sus palabras.
—¿Y eso?
—Cuando era pequeño me llevaron a un montón de psicólogos. No me ayudaron en nada.
Anya frunció el ceño.
—¿Tenías algún problema?
—Era claustrofóbico —la confesión le salió con desgana.
—Vaya —Shizel odió la mezcla de sorpresa ("no me lo esperaba de él") y conmiseración ("pobre, qué vergüenza") en su voz—. Ya no lo eres, ¿no?
El idrino pensó en cómo había tenido que reprimir un ataque de ansiedad esa misma mañana, cuando para llegar a una orilla oculta del lago el grupo en pleno había tenido que apretujarse por un pasadizo estrecho que casi nadie utilizaba.
—No.

-

—No me dejan en paz. Será divertido si es contigo.
Anya había sido reluctante al principio, quizá oliéndose algo que él no supo ver en ese momento. Pero Shizel estaba harto de las insinuaciones de sus padres de que debería ir sentando la cabeza, de que debía adquirir cierto sentido del compromiso, y pedirle salir formalmente a su amiga había sido la forma más fácil de darles esquinazo.
—Bueno, vale —aceptó ella finalmente, sonriendo con sorna—. Me podía ir peor, supongo.
—Yo también te quiero.
—Despacio, galán.

Risas cómplices y un beso en los labios sin chispa, sin deseo. Solamente amistad que más que contribuir, estorbaba.

-

Y funcionó, al principio. Shizel disfrutaba de la sensación de llevar a su amiga del brazo, de presentarla como su novia y viceversa. Mostrar complicidad era ahora más fácil, porque no era de mala educación ya que al fin y al cabo eran pareja, y no implicaba que tuvieran preferencia por el otro dentro de un grupo de amigos.

Empeoró con el tiempo. Descubrió que no le gustaba saber que sólo podía tener ojos para ella, aunque otra gente le atrajese más. La obligación implícita de ir a todas partes juntos, que poco a poco estaba hartándoles a los dos. A ninguno le gustaba que se refirieran a ellos en tándem, como si no fuesen entidades separadas. Shizel era una persona sociable, y a Anya no le gustaba ser el centro de atención ni tener que aprenderse las caras de tanta gente. Al idrino le dolía saber que la causa de su malhumor era él, y a la vez le cabreaba. De igual forma estaba cansándose de tener que excusar la expresión aburrida de su novia cuando la llevaba consigo de un grupo a otro. Shizel flirteaba sin querer con otra gente y luego se sentía culpable, máxime cuando lo había hecho delante de ella. A Anya le daba igual y los eran conscientes de que no debería ser así. El sentirse aliviados cuando uno no estaba invitado adonde el otro sí fue la primera mala señal entre los dos.

Intentó arreglarlo de la única manera que sabía. Aquella única noche que pasaron juntos terminó de estropearlo todo.

-

—Anya, esto no funciona.
—Ya lo sé —el tono áspero de su amiga contribuyó a su mal humor—. ¿Qué quieres hacer?
—Cortar —por una vez Shizel fue directo.
—Estoy de acuerdo.

No hicieron siquiera el esfuerzo de intentar que las cosas volviesen a ser como antes. La amistad se agrió y se perdió por haber jugado a los adultos demasiado pronto, y Shizel no olvidaría eso jamás.

-

—Eres una vergüenza, hijo.
—Solo voy a una fiesta. No es ningún crimen.
—Lo es cuando únicamente las utilizas para beber, para jueguecitos y para escarceos que no llevan a ninguna parte. Ya tienes diecisiete años, Shizel, y es hora de que madures un poco.

Otra pelea con su padre, la enésima, y ya llevaban el tiempo suficiente para que el idrino hubiese perdido la compostura inicial. Le sacaba de quicio que en cambio su padre estuviese tan tranquilo: que en la misma discusión en la que él notaba la cara ardiendo, un nudo en la garganta y los puños apretados los ojos de Verei reflejasen la misma expresión que un témpano de hielo.
—Quiero vivir la vida, no pasarme todo el día haciéndote cuentas en un despacho.
—Un hijo mío se toma sus obligaciones más en serio.
—A lo mejor no lo soy —le provocó Shizel. Su padre se limitó a alzar una ceja, reprendiéndole en silencio por recurrir a una pulla tan basta, y se sintió ridículo.
—Las cosas serían más sencillas si no lo fueras. Pero se trabaja con lo que se tiene.
Que no fuese una sorpresa no significó que no fuese menos un puñetazo psicológico.
—Te gustaría, ¿verdad? —la carcajada que escapó de sus labios le resultó extraña, ajena a sí—. ¿Quieres que me emborrache y me ahogue en el lago al volver? Te haría las cosas más sencillas.
—No pongas en mis labios palabras que no son mías, Shizel. Te estás poniendo en evidencia.
Por supuesto. Como siempre. Siempre era él quien se ponía en ridículo.
El joven volvió a sentir que se le escapaba otra risotada histérica. Qué más daba guardar las formas, no importaba nada.
—¿Me puedo ir ya? He quedado a las diez.
—No voy a permitir que vuelvas a casa tambaleándote por las calles como un borracho cualquiera.
—Difícilmente importa lo que me permitas -replicó Shizel sin volverse, cerrando la puerta del despacho de un portazo.

-

La música retumbaba por la sala a través de los gramófonos nuevos que los padres de Serena habían instalado en su salón de baile. Enormes y de materiales mejorados, estaban diseñados especialmente para escupir música de forma ensordecedora.
Shizel se abrió paso con dificultad entre las figuras que bailaban. El ambiente de la fiesta empezaba a cargarse y quería quitarse la chaqueta porque empezaba a sudar. Los demás lo habían hecho hacía tiempo.
—Cuidado, hombre —oyó una voz conocida, y alguien le cogió del antebrazo para tirar de él y facilitar su paso por la muchedumbre—. A ver si con tanto roce vas a necesitar que alguien te vuelva a acompañar a tomar el aire.
Shizel soltó una risilla ante el tono de sorna de la última frase. A su amigo no le habían pasado desapercibidos su cabello revuelto y las ropas descolocadas. Se adecentó un poco aprovechando que estaban en un rincón discreto de la fiesta. Estaba un poco más bebido de lo habitual, la fiesta estaba en su punto álgido y se sentía el centro del mundo.

Anya estaba un poco más lejos, y mirando en su dirección. Su mirada le resultó inescrutable a Shizel, y en otras circunstancias se habría sentido algo avergonzado. En otras circunstancias ella habría sabido exactamente a qué se debía. Habría sido ella la que estaría a su lado apartándole aquella copa de la mano con firmeza. En otras circunstancias habrían ido los dos a los jardines, lejos del ruido, ella le habría preguntado “Venga, ¿qué te pasa?” y él lo habría soltado todo.
La odió irracionalmente en ese momento por limitarse a quedarse mirando. Le dio la espalda, y acompañó en su lugar a su amigo de vuelta adonde el grupo había quedado de volver a encontrarse. Poco después se les unió Serena.
—Shiz, ¿llego a tiempo para ver algún truco nuevo?
El idrino negó con la cabeza, para decepción de su anfitriona. Había aprendido a hacer los trucos lo primero de todo, y se alegraba de haber seguido esa tónica también esa noche porque llevaba encima demasiadas copas de más y no notaba los dedos tan ágiles.
—Lo siento. Los haría pero los magos borrachos causan accidentes —Shizel le guiño un ojo—. Tú te lo has buscado por dejar botellas por todas partes.
El corrillo estalló en carcajadas. Todo era gracioso en aquel momento.

-

Era tardísimo y Shizel había gastado las ganas de todo. Felizmente dormiría en una habitación libre pero el desfase de aquella noche le aconsejaba lo contrario. Odiaba pasar la resaca en casa ajena.

Fue a despedirse de la anfitriona, a sabiendas por experiencias pasadas en su propia casa de que ésta sería la última en irse a dormir. Serena estaba en el amplio recibidor, dando instrucciones a los criados para recoger el desorden y agasajar a los invitados que se quedasen, y al verle llegar le saludó con una sonrisa cansada.
—¿De vuelta a casa o quieres quedarte a dormir?
—Ya me iba. No hace falta que me busques habitación.
Era tan tarde, estaban los dos tan cansados y con tantas copas encima que ni Serena disimuló su alivio ni Shizel se ofendió por ello.
—¿Te pido un carruaje?
—No —Shizel hizo un gesto disciplente con la mano—. Iré caminando.
—¿Estás seguro? —en su modorra se le pasó por alto el tono de preocupación de su amiga.
—Mucho —no tenía ganas de llegar a casa. Su padre no le estaría esperando despierto (porque no era preocupación por él lo que le había impelido a prohibirle que saliera) pero a la mañana siguiente seguramente lo haría llamar a su despacho. Shizel no tenía prisa por irse a la cama.

El frío de la noche le golpeó el rostro al salir, y el idrino sintió inmediatamente que se despejaba un poco. El hecho de que estaba caminando solo de madrugada por las calles, con unas copas de más y con dinero encima, lejos de apelar a su sentido común, se lo había tomado con el oscuro placer de saber de que así cabrearía más a su padre. Por descontado estaba tomando el camino más largo, el que bordeaba el lago.

No se dio cuenta de que su caminar se hacía progresivamente más pausado, del silencio antinatural que ensordecía la zona, de la completa ausencia de transeúntes, carruajes y góndolas. De la quietud anormal del agua, falta de su rumor habitual, y de la levísima tonalidad verde que teñía el paseo lacustre. Todo parecía formar parte de un sueño, y poco a poco el idrino fue dejando de ser consciente de sus pasos.
Algo captó su atención por el rabillo del ojo. Shizel giró con lentitud sobre sus talones, sumido en aquella suerte de delirio que no era fiebre.

Una cinta, extrañamente flotando en el aire. El idrino alargó la mano para cogerla sin preguntarse su origen, en trance. Ésta se deslizó justo fuera de su alcance, sus dedos cerrándose en torno a nada.
Parpadeó y avanzó un paso, volviendo a intentarlo. De nuevo la correa huyó de su mano, guiándole sin que él lo advirtiera. Hipnotizado, Shizel la siguió metro a metro hasta el borde del lago. Su puño volvió a atrapar aire y ya no podía seguir avanzando. Se interponía la barandilla. Bajó la mirada hacia ella como si acabara de advertir su existencia.

Al alzarla de nuevo le rodeaba una cohorte de máscaras. Shizel dio un respingo, el corazón desbocado, pero aquel estado letárgico le impidió gritar.
Flotaban, salpicadas entre un mar de cintas idénticas a la que le había guiado hasta allí. Algunas sonreían, otras lloraban, otras mostraban expresiones de furia, pero mutaban, sus rasgos se movían. La mayoría llevaban atados lazos y correas, que provenían de un origen único más allá de la barandilla. Shizel siguió su recorrido con la mirada y un hombre enmascarado le devolvió una mirada insondable. Levitaba, inexplicablemente, por encima de la superficie del lago.
—¿Quién eres? ¿Qué...-?
Intentó respirar hondo y aquello solo le confundió más. No advirtió el humo verde que se colaba en sus pulmones.
—Me llamo Miseria Nombre —dijo el desconocido, y pareció hablar con mil voces a la vez—. Vengo a ofrecerte dejar atrás esta pantomima. Te ofrezco magia de verdad, no trucos de cartas ni prestidigitación. Te ofrezco libertad y una miríada de mundos por conocer. Te ofrezco Rocavarancolia.

El idrino no se preguntó cómo sabía de su afición, ni por qué la propuesta sonaba tan atrayente, tan hecha a medida tras el día de mierda que había tenido. Huir a un lugar desconocido y no mirar atrás.

—¿Rocavarancolia... es un laboratorio? -preguntó con dificultad, intentando encontrarle sentido. En circunstancias normales Shizel no habría pasado por alto que tenía delante a alguien que evidentemente no era idrino. Pero magia y laboratorio experimental eran los dos únicos puntos que podía conectar en su estado actual, con aquella neblina inundándole el cerebro. Si intentaba arrancarle más sentido a la situación empezaba a dolerle la cabeza.

Por toda respuesta el desconocido trazó unos acordes en el aire, y de estos emergió una aurora de fuego. Éste dibujó columnas sobre el lago sin apagarse, ardiendo con desafío, y algo prendió dentro del idrino al mismo tiempo con tal fuerza que se le cortó la respiración. Un subidón, un anhelo, una increíble necesidad de apoderarse de aquel capricho, de poseerlo, porque Shizel nunca había deseado nada con tanta fuerza como lo estaba haciendo ahora.
—¿Puedo verlo otra vez?— pidió, y no pudo evitar que se le notase la ansiedad cuando le faltó el aliento. Miedo a que desapareciera, a que aquel desconocido imposible se desvaneciera en el aire y que sus promesas no resultasen ser más que viento.

Las llamas resurgieron más fuertes, lamiendo el pavimento sin quemarlo al avanzar. Shizel sí notó un cosquilleo interno, una parte de su ser que reaccionara ante aquella energía y la almacenara dentro de sí. Alargó la mano hacia una de las lenguas de fuego mágico y la contempló trepar por su brazo, hipnotizado.

—Rocavarancolia es la ciudad de los milagros —dijo a continuación Miseria, su coro de voces vocalizando armonías tenebrosas en el lago desierto—. Sacará a la luz lo que verdaderamente eres. Está a un mundo de distancia, tras un portal que sólo los elegidos podéis traspasar.
—¿Nadie podrá seguirme si voy?
—Aunque lo desearan serían incapaces.
Shizel no le encontraría el sentido a aquella frase hasta más tarde, y no le importó. Acababa de tomar su decisión; una decisión que había estado tomada desde el mismo momento en que había visto, diez años después, a alguien flotar sobre las aguas de nuevo.

—Sí. Llévame.
Las voces de las máscaras se alzaron en un murmullo creciente, junto al susurro de las cintas deslizándose unas sobre otras, rodeándole. Shizel se quedó quieto en mitad de aquel maremágnum, demasiado aturdido para reaccionar. Le venció el sueño y cayó en los brazos inmateriales de la magia de Miseria, que comandó a las cintas que recogiesen al idrino inconsciente.

Ni siquiera el propio ominario le otorgó importancia en ese momento, pero Miseria había tenido que formular sobre él dos veces el hechizo de sedación.

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