Sueño de Martalar

Termino de subir las escaleras, tiritando.
Apenas puedo tirar de mi cuerpo: las ropas mojadas parecen querer arrastrarme hacia el suelo. Y, mientras tanto, el agua continúa subiendo.
Cuando llego arriba, miro alrededor. En realidad, da igual tener los ojos cerrados que abiertos, puesto que veo lo mismo. Es decir, absolutamente nada. Sin embargo, algún rayo ocasional me permite que todo eso no esté tan oscuro.
Me acurruco en una esquina, empapada. Entonces, oigo risas y pasos. Y me lo pregunto por primera vez: ¿dónde está todo el mundo? ¿Por qué no parece haber nadie? Las risas continúan, provocándome un escalofrío.
-¡¿Quién hay ahí?!- pregunto con voz ronca, acurrucándome. Me taparía los oídos, pero quiero saber la respuesta.
Sabiendo que, mientras tanto, el agua sigue subiendo.
Siento el ambiente cargado y muy pesado. Y tengo la sensación de que, de un momento a otro, va a empezar a tronar dentro de la misma habitación.

De pronto, el techo se derrumba sobre mí. Agachándome, logro evitar que uno de los cascotes me golpee la cabeza. Sin embargo, una de las piedras me ha golpeado con fuerza en el hombro.
Mierda. ¿Por qué tendré que haber pensado nada sobre derrumbamientos?
Entonces, antes de que tenga tiempo de reaccionar, una pared junto a mí me sepulta por completo, dejándome en la completa oscuridad. Desesperada por la sensación de claustrofobia que hacía tanto que no sentía, intento apartar las piedras que me rodean, en vano. Entonces, cuando, tras un largo rato, consido mover unos centímetros de una de ellas y otra parece ceder, me doy cuenta de que, de tocar esa construcción que en esos momentos se me antoja delicada, quedaré aplastada.
Aquel espacio se me antoja demasiado pequeño. Noto mi respiración acelerada, y tengo la sensación de que en aquel espacio tan pequeño para mí se está agotando el oxígeno. Aunque intento tranquilizarme pensando que es solo mi imaginación, no lo consigo.
Sin embargo, los temblores no se detienen. Oigo ruidos: el ruido del viento y del agua, que continúa subiendo. Me pregunto qué será peor: si morir aplastada o ahogada.
Entonces, recuerdo las risitas y los pasos, y o único que puedo hacer es gritar con fuerza:
-¡¡Si hay alguien por ahí, que me ayude!!! ¡¡Tengo claustrofobia!! ¡¡Sácame de aquí!!
Grito hasta que siento que los pulmones me van a estallar. Entonces, cierro los ojos con fuerza para evitar mirar lo reducido que es el espacio que hay a mi alrededor.
Y, cruzando los dedos, con una sensación de asfixia atravesándome el pecho, espero una respuesta.

Y sigo oyendo las risas. No parecen burlarse de mí, más bien parecen de personas que están contentas. Contentas... ¿Por qué?
A través de las rendijas de luz, a las que me aferro como a una soga suspendida sobre el vacío, veo gente. Gente que está siendo rescatada. Sin embargo, nadie parece haberse dado cuenta de que yo también estoy atrapada.
Entonces, tras oír una conversación que no logro entender, oigo una voz conocida. Pero todo se me antoja lejano e irreal, y no soy capaz de situarla.
Entonces, puedo verlo, descendiendo, acercándose y luego alejándose de mí, con el uniforme de salvamento. El corazón se me acelera.
-¡¡¡Alex!!!- grito, todo lo fuerte que me es posible.
Sin embargo, me ignora. ¡¿Por qué?! ¡¿Acaso lo está haciendo aposta?! ¡¿Cómo no se puede dar cuenta de que estoy ahí?!
Vuelve con el grupo, y parecen hablar entre ellos.
Y, a pesar de que sé que no será así, continúo gritando con la cada vez más débil esperanza de que me oigan.