Charla demiúrgica

El nuevo demiurgo había decidido reunirse con dama Puntada en la Plaza de la Fuente. Recordaba con una sonrisa leve cómo se había sentido allí, algo más de siete meses antes. «Qué rapido pueden cambiar las cosas». Sentía un pequeño poso de nostalgia, de melancolía por lo perdido. La criba había temrinado y ellos habían dejado de ser cosechados. Atrás quedaría mucho tiempo de sufrimiento, de muertes, de dolor. También quedaba atrás el momento del inicio, de conocer a sus compañeros, de hablar por ellos mismos y no por sus aténticas naturalezas.

Hal levantó la vista hacia el cielo, hacia aquella Luna Roja que se negaba a quitarse de las alturas. La tormenta había parado por primera vez en un par de semanas. Sabía cuál era su significado: poco a poco el astro de las alturas se alejaría. La Luna Roja estaba a punto de cumplir su función, la cosecha casi había terminado de transformarse. Pronto llegaría el momento de despedirse de ella. La miraba con intensidad, como si quisiera memorizar cada detalle de su superficie.

En su cuello estaba su bufanda. El carabés la acariciaba con lentitud, perdido en sus recuerdos y en la vista de la auténtica reina de Rocavarancolia.

Vio acercarse a la demiurga y sus criaturas con una sonrisa en la cara, maravillado por aquellos seres. Vida prestada, vida artificial, pero vida a fin de cuentas. Quizás más pura y real que la de muchos espantos que poblaban Rocavarancolia.

—Hola —sintió a su bufanda ciega bajar, atraída por aquellas criaturas tan parecidas y, a la vez, tan distintas. El demiurgo estaba mirando a aquella con quien la Luna Roja y Rocavaragálago le habían hermanado. Dio un asentimiento algo nervioso a sus últimas palabras—. Bueno, ciertamente yo también agradezco haber recibido esta transformación. Espero crear muchas cosas —se encontraba mirando a las distintas obras demiúrgicas que los rodeaban. Solo una era suya. Quería que ese número creciera y, a la vez, temía que lo hiciera. No le atraía mucho la piel gris, y mucho menos le atraía el dolor.