La Tierra

Rick vio aparecer de la nada el contrato y la pluma, más pruebas de la magia que podía hacer la chica. La escuchó atentamente, sopesando con dificultad cada información que le proporcionaba. El nombre de aquella ciudad lo desconocía totalmente, aunque era normal teniendo en cuenta que estaba en otro mundo según lo que decía. Lo de firmar con sangre le habría sonado horrible hacía unos minutos, pero ya  estaba demasiado afectado para que le importara. Iba a tener que estar fuera un año, ¿pero si podía volver después que había de malo en ello? Sería como si se hubiera ido de intercambio.

Hizo una leve sonrisa ante la reverencia de la rana y luego se fijó en Akeyo y en el contrato. Lo tomó sin pensarlo y le echó un vistazo, aunque el resumen que le había hecho era lo mismo que ponía. -Ya veo...- dijo mientras observaba los detalles de aquella hoja. Lo pensó unos segundos y acabó por acercar su mano derecha a la pluma y, quitando el acto reflejo cuando se produjo, casi ni se inmutó con el corte.

-Está bien, acepto. Iré a esa ciudad.- dijo mientras firmaba. Los ojos le pesaban mucho, a duras penas se estaba manteniendo consciente ya. -Tendría que avisar luego a Bob de que no estaré por aquí y debería también decírselo al resto en verdad... Y tendría que hacer las maletas...- divagaba en las últimas. En uno de los siguientes parpadeos sus ojos se cerraron por última vez en La Tierra.

Con el paso de las semanas desde que hospitalizaron a Bianca, todo el grupo del circo se quedó en la pequeña Glorenza apoyado de los ingresos que generó la última función. No hicieron más espectáculos desde el accidente de la mujer, pero el alcalde les permitió estar estacionados en el descampado sin mayores problemas. Aquella noche era algo rara para Damian, sin su madre a su lado no pudo pegar ojo la echaba mucho de menos. Levantándose del sillón de la camioneta abrió las puertas y fue a dar una vuelta sin permiso de nadie por las calles de la ciudad, sin su madre para controlarlo el niño desobedecía a diestra y siniestra haciendo lo que le venía en gana. Sin Stefano de por medio era complicado darle un lavado como dios manda, yendo con una ropa deplorable y mucha suciedad por encima en su delgadísimo cuerpo. Por el camino, distraído por una farola se golpeó todos los morros contra un pilar de piedra cayendo de espalda.

—Mierda. Puta. Ostia. Coño —maldijo una tras de otra, mosqueado por el castañazo. Seguramente lo regañarían por ello pero ya pasaba de todo el mundo. Se incorporó, inflando sus mofletes. No hacia otra cosa que quejarse de las personas que tenían a su madre encerrada, solo quería verla pero recibía excusas que no quería oír en su lugar.

Se sentó en una esquina. La calle estaba desierta y no había nadie en la madrugada, aunado con que Damián estaba terriblemente aburrido se puso a hacer el pino, avanzando a pasitos manuales por la acera a veces iluminado por las farolas a veces en la oscuridad entre ellas. Si su madre lo viese le alabaría, eso dibujó una sonrisa de gratificación bajo su cabeza de pelos.

Mientra veía el mundo todo boca abajo una voz ajena a la suya sonó por la cercanía, lo suficiente como para distraerlo y perder un poco el equilibrio. Haciendo sonidos de esfuerzo se centró en no caer de bruces al suelo, volviendo a sus dos pies en una leve voltereta con suavidad.

—U-uy por poco —dijo en un suspiro. En medio de la confusión Damián se puso a mirar a todos lados, para saber quien había hablado.

Al ver por primera vez a aquella joven, el niño agrandó los ojos levantando sus cejas curioso por la persona que tenía delante. La miró analítico, acercándose rápidamente. Tardó un poco en percatarse de las creaciones de la demiurga y cuando ya entraron en su rango de visión se le iluminaron los ojos, abriendo su boca en una enorme sonrisa mellada.

—¡¿Son tuyas?! ¡Que guay! —escuchó la primera mitad de lo que dijo la joven, cortándola por encima con su ruidosa admiración ya que encontró unos “juguetes” asombrosos que le importaban más. Se paró a agacharse para ver las criaturitas artificiales, intentando agarrar una pero tuvo de respuesta que terminaron huyendo del peligro. Akeyo vería como Damian andaba correteando una en concreto y poco a poco iba aspirando el verde humo que emitía—. ¡Ven aquí, quiero jugar contigo! —declaró sus intenciones terminando por agarrarla al saltar hacia ella con una mueca de satisfacción, admirando al humanoide.

Damian mantenía la mirada fija en la criatura, quien no parecía muy cómoda entre las zarpas del niño. Viendo que la mujer seguía hablando, Damian se interesó al oir que las hizo ella. La curiosidad lo invadió, queriendo saber como lo hizo.

—¡Ay! Hmph… —gruñó. Debido a la distracción el ser artificial se libró del chico con un golpe superficial, lo suficiente como para que el niño se quejase más por la frustración que del dolor, que era nulo. La mujer dijo que los pequeños humanoides estaban vivos y eso lo procesó rápido, desde luego que lo estaban. Damian se incorporó del suelo para acercarse mucho a la joven, mirando de vez en cuando al escapista detrás de ella—. «Ya te pillaré» —pensó entrecerrando los ojos algo mosqueado para luego mirar de nuevo a su dueña con sus grandes ojos iluminados, regresando a su gran ilusión.

—Vaaaale —respondió alargando de más la palabra, esquivando la mirada como quien esquiva la responsabilidad. Regresó a su sonrisa habitual, alzando sus cejas—. ¡Oye! ¡Oye! ¡Oye! ¿Cómo lo haces? ¿Cuál es el secreto? Dime, dime. Enséñameee —quería saber el secreto de los juguetes vivientes, preguntando repetida y ruidosamente conforme se acercaba casi pegado a la desconocida.

Mientras la mujer daba una respuesta, Damián entre lamentos inhaló más de la picadura de Morfeo, sintiendo una leve ida de realidad. Oir de dones, magia, eran como los cuentos que su madre le contaba antes de ir a dormir y aquel encuentro con la mujer mágica parecía uno de ellos. Su deseo de ser alguien que sea recordado en su circo lo impulsaron a decir las siguientes palabras.

—¿Qué don? ¿Puedo hacer cosas como tú? —quería saber aun más, no se despegaría de la mujer hasta saberlo y ya se le veía en los inicios de un leve cansancio—. Cuenta, cuenta. ¿Dónde hay que ir? —se agarró sin vergüenza ninguna a la falda de Akeyo, exhibiendo grandes ojos de curiosidad pura.

Akeyo se hacía llamar y prometió al chico que llegaría a ser algo especial en aquel mundo cuyo nombre no procesó ni memorizó en su cabeza por lo complejo que sonaba para él. Damian estaba fuera de sí, adormilado e intrigado por lo que recién le contaron. Expresó un poco de duda, su madre aun estaba ahi, en ese hospital. No la veía desde hace mucho y algo dentro de él lo puso triste. Inhaló más de aquella sustancia gaseosa, dejándose llevar por el momento.

Todos esos sentimientos florecieron más con el papel que tuvo en sus manos. No sabía que era exactamente un contrato y no se paró a leerlo en absoluto. Poco a poco fue convenciéndose de que debía exprimir todo su potencial en aquel sitio, sería al mayor estrella del mundo del entretenimiento con habilidades como las de Akeyo. La sonrisa de la chica lo tranquilizó inconscientemente, sentía que podía confiar en ella y, en cierto modo, le recordó a la de su madre que expresaba siempre: “todo irá bien”.

—Quiero ir contigo Akeyo, llévame a Rocalándia —se sinceró en un tono somnoliento, devolviendo una tierna sonrisa. Todo le recordaba a ella, quizás porque en su vida no ha tenido charlas con mujeres y la cosechadora fue la primera aparte de su madre. Firmó con un horrible garabato que se salía de la zona marcada y se aferró de nuevo a ella, esta vez con fuerza, cerrando los ojos poco a poco.