- Kanyum
Ficha de cosechado
Nombre: Nohlem
Especie: Varmano granta
Habilidades: Puntería, intuición, carismaPersonajes :
● Jace: Dullahan, humano americano. 1’73m (con cabeza 1’93m)
● Rox: Cambiante, humano australiano/surcoreano. 1’75m
● Kahlo: Aparición nocturna varmana granta. 1’62m
● Nohlem: varmano granta. 1’69m
● Xiao Taozi: Fuzanglong carabés. 1’55m
Unidades mágicas : 5/5
Síntomas : Mayor interés por acumular conocimiento. A veces, durante un par de segundos, aparecerán brillos de distintos colores a su alrededor.
Status : Prrrr prrrrr
El motivo más estúpido para marcharse
17/02/23, 12:11 pm
El tamborileo de sus dedos sobre la madera y el tic-tac distante de un reloj llenaba la habitación. El joven varmano estaba teniendo problemas para concentrarse en su trabajo y llevaba por lo menos veinte minutos leyendo sin leer nada. Montones de libros, cuadernos, joyas a medio pulir y todo tipo de herramientas desperdigadas hacían de su escritorio la pesadilla de cualquier escrupuloso, e incluso los objetos decorativos se veían como basura entre tanto caos. Si su madre, quien se tomaba las molestias de ordenar sus pendientes por tamaño y color, veía el estado de esa mesa se le caería el pelo. Con un suspiro resignado se estiró hacia atrás en su asiento, empujando con el dorso de la mano los papeles que tenía delante para descubrir debajo un folleto con los horarios de las próximas carreras de osogrifos. Tenía algunas fechas rodeadas en tinta, los nombres de las monturas que le interesaban y números sin aparente lógica plagaban el papel hasta el horror vacui. Mientras tanto sus apuntes seguían vacíos.
Cogió la prueba de sus delitos y se la guardó en el bolsillo del pantalón. Necesitaba darse un respiro. Se ajustó la camisa y se echó la chaqueta al hombro, abandonando el estudio momentáneamente para salir al jardín. Era un pecado estar encerrado un día tan bonito y era obvio que estancado en la misma frase una y otra vez no iba a avanzar.
A Nohlem le gustaba llevar joyas, no hacerlas. Era un trabajo impuesto, y aunque siempre había tenido la libertad de aprender lo que se le placiera nada sustituiría sus obligaciones futuras. Quizás hubiera llevado mejor su destino si la situación no hubiese empeorado tanto en el último año: hasta entonces sus padres habían sido bastante permisivos con sus estudios, pero en algún momento habían decidido reforzar drásticamente todos los puntos que tuvieran que ver con la orfebrería y lo estaba aborreciendo. El cambio había sido tan brusco que el joven aún rebuscaba en sus recuerdos qué había hecho mal para que sus padres se volvieran tan estrictos con él. Más clases de arte y dibujo técnico, menos de piano, más horas en el taller y menos fiestas, libros de gemología y química como para construirse una casa con ellos y nada de tiro con arco. Era como si de repente, después de 17 años, hubieran caído en que se les estaba haciendo tarde y les convenía formar bien a su único hijo.
En el camino un sirviente hizo ademán de recordarle que debería estar estudiando, o al menos eso supuso por el tono avergonzado que utilizó al dirigirse a él. El granta no se quedó a escuchar más allá de “señorito Nohlem”, pasando de largo y dejando al pobre hombre con la mano medio alzada y la boca abierta.
—Nohlem, querido, creo que te están hablando.
La espalda del pelirrojo se tensó como la cuerda de un arco antes de disparar y sus pies se detuvieron en el acto. Esa voz, suave como canela en polvo, era en realidad tan peligrosa como una fuga gas a punto de prender.
Su madre había colocado una mano sobre el hombro del sirviente, el cual agachaba la cabeza y se retiraba discretamente para cederle el paso. Vestía un traje blanco que resaltaba con su piel, tan elegante como si fuera a presentarse en la casa del alcalde. Su rostro estaba plagado de pecas, sus manos repletas de anillos, sus finas muñecas de pulseras y su barbilla alta, regia; lo único que delataba su edad era la expresión cansada, las marcas bajo sus ojos y los mechones plateados que se distinguían entre las espigas rojas de su trenza. Sus ojos verdes como las turquesas que adornaban su cuello le juzgaban, espectantes.
—Madre... —se dirigió al sirviente sin titubeos, agachando la cabeza de forma coreografiada a modo de disculpas—. Perdonadme, estaba absorto en mis pensamientos.
El hombre se limitó a asentir, conforme con la mentira. Aunque su lenguaje corporal fuera sereno su incomodidad era obvia, deseoso de mantenerse lejos del asunto, y en cuanto la mujer le hizo un gesto desapareció por donde había venido. Al quedarse solos Nohlem se adelantó.
—Necesitaba estirar las piernas. No... no lograba concentrarme. Serán solo unos segundos, lo prometo.
La pequeña sonrisa que había decorado el rostro de la mujer pestañeos atrás desapareció de forma imperceptible, tanto que el chico dudó que hubiera estado sonriendo en primer lugar.
—Llevas varios días igual, Nohlem. Nunca te concentras.
—Lo sé, lo siento. No tengo excusas. Pero es mejor un trabajo bien hecho que uno sin ganas —había oído a su padre decir eso, y quizá cobrase por atreverse a repetir sus palabras pero tenía que intentarlo—. Si tengo que hacer algo no quiero hacerlo mal.
El semblante de la mujer se suavizó. Poco, muy poco.
—Voy a contar los minutos —lanzó un vistazo significativo al reloj de la pared. No hacía falta que lo jurase—. En media hora me pasaré a ver como vas.
—Sí. Gracias madre.
—Y Nohlem —continuó antes de que se marchase—. Sé que no vas a decepcionarme.
Lejos de ser ánimos el menor calaba la amenaza en sus palabras. Sonrió de forma escueta y retomó su camino. Su madre no necesitaba alzar la voz ni afilar las pupilas para intimidarle.
Hablando en plata estaba jodido. A lo mejor podía disfrutar de los rayos del sol un rato, que después le tocaría soportar el rapapolvo por tener su zona de estudio hecha un desastre, qué ni hablar de su nulo avance. Lo más probable es que se quedase sin piano durante un mes. Ya no podía darse la media vuelta para ordenarlo todo corriendo asi que continuó andando con toda la tranquilidad posible, de la que no le quedaba ya dentro. Seguro que su madre iba directa al estudio. Lo único que salvaba la situación era el folleto de apuestas que tanto le pesaba ahora en el bolsillo: si ella lo hubiese encontrado quedarse sin piano sería la menor de sus preocupaciones.
Duró tres suspiros en el jardín. Estaba tan incómodo con el encuentro que haría falta más que sol y plantas bonitas para que se le pasase la inquietud. Pensó en volver al estudio y enfrentarse de una al castigo, pero… Una de las salidas que conectaban al jardín era precisamente la sala del piano. Estaba ahí para las fiestas, de modo que bastaba con abrir las puertas correderas para que los invitados pudiesen oír a quien lo tocase desde fuera. Nohlem no dudó en entrar. Una silueta le hizo dar un pequeño respingo, pero no era más que un abrigo de su padre mal puesto en un sillón. Cerró la puerta detrás de sí, caminó hacia el instrumento, dejó su chaqueta en el asiento y colocó una mano en él, sin presionar. Luego dejó que sus dedos vagaran por las teclas, con la mente en blanco en una melodía simple tocada sin fuerza para que el volumen del piano no le delatara. Cuando una mano no fue suficiente sacó la otra del bolsillo de su pantalón y la acompañó. “Solo una canción”, pensó. Una nota disonante le provocó una mueca de desagrado por el desliz… “Solo una canción, pero una bien tocada hasta el final”, pensó mientras tomaba asiento.
Una, dos, tres… sinfonías sencillas, luego no tanto. Al sentirse embotado y satisfecho apartó las manos, levantó la manga de su camisa para ver el reloj y… una hora entera. Había pasado una hora entera.
—Mierda. —musitó.
Por supuesto, su madre no había ido a buscarle. ¿Por qué lo haría? Cuanto más tardase más razones tendría para estar furiosa con él, porque por supuesto, si iba a estar enfadada que mejor que hacerlo por todo lo alto. Le estaría aguardando en su estudio o en su cuarto, puede incluso que fuera hubiera un sirviente esperándole para indicarle a donde ir en cuanto saliera, con las órdenes de no interrumpirle para testear cuanto podía desobedecerla su hijo.
El chico apoyó la cara contra las teclas provocando un sonoro y desafinado “CLONG” que se prolongó tanto tiempo que pareció haber muerto sobre el instrumento. Una exhalación salió de su nariz, el único tipo de risa que le salía con tal de no llorar. Con la desgana de un hombre ya enterrado se levantó de la banqueta, y el mismo abrigo en el mismo sillón le volvió a dar el mismo susto de antes, lo cual le hizo reir entre dientes por puro nervio y por saberse lo suficientemente lerdo como para asustarse dos veces de la misma tontería. Quizás ese era el famoso espíritu del que había oído cuchichear a los chicos de cocina. No obstante, cuando se volteó para ponerse su chaqueta y se asustó por tercera vez no tuvo tanta gracia. Sobre todo porque esta vez tenía motivos para hacerlo.
Una chica blanca como la porcelana le observaba de pie delante del sillón. Nohlem se echó para atrás hasta chocar contra el piano en otro acorde desagradable, abrió la boca pero no salió sonido alguno. Le temblaban brazos y piernas, en especial cuando ella se rió dentro de su cabeza y el humo verde le empezó a nublar el pensamiento.
Le habló de otro mundo, no, de cientos de ellos, de magia, de aventuras y milagros, de reencuentros… Pero todo lo que él oía era una forma de que su madre no se lo comiera vivo. Su voz era agradable, y desde luego no tan terrorífica como se la habría imaginado de alguien que puede que no tuviera latido. Se acercó a él, Nohlem reculó, y a pesar de todo al tenderle ésta la mano él se la estrechó como un tonto.
Quizás fuera por la picadura de Morfeo, quizás fuera el shock, pero lo único que el joven joyero recuerda pensar con nitidez entonces, antes de la oscuridad, es que de verdad había un fantasma en su casa.
Cogió la prueba de sus delitos y se la guardó en el bolsillo del pantalón. Necesitaba darse un respiro. Se ajustó la camisa y se echó la chaqueta al hombro, abandonando el estudio momentáneamente para salir al jardín. Era un pecado estar encerrado un día tan bonito y era obvio que estancado en la misma frase una y otra vez no iba a avanzar.
A Nohlem le gustaba llevar joyas, no hacerlas. Era un trabajo impuesto, y aunque siempre había tenido la libertad de aprender lo que se le placiera nada sustituiría sus obligaciones futuras. Quizás hubiera llevado mejor su destino si la situación no hubiese empeorado tanto en el último año: hasta entonces sus padres habían sido bastante permisivos con sus estudios, pero en algún momento habían decidido reforzar drásticamente todos los puntos que tuvieran que ver con la orfebrería y lo estaba aborreciendo. El cambio había sido tan brusco que el joven aún rebuscaba en sus recuerdos qué había hecho mal para que sus padres se volvieran tan estrictos con él. Más clases de arte y dibujo técnico, menos de piano, más horas en el taller y menos fiestas, libros de gemología y química como para construirse una casa con ellos y nada de tiro con arco. Era como si de repente, después de 17 años, hubieran caído en que se les estaba haciendo tarde y les convenía formar bien a su único hijo.
En el camino un sirviente hizo ademán de recordarle que debería estar estudiando, o al menos eso supuso por el tono avergonzado que utilizó al dirigirse a él. El granta no se quedó a escuchar más allá de “señorito Nohlem”, pasando de largo y dejando al pobre hombre con la mano medio alzada y la boca abierta.
—Nohlem, querido, creo que te están hablando.
La espalda del pelirrojo se tensó como la cuerda de un arco antes de disparar y sus pies se detuvieron en el acto. Esa voz, suave como canela en polvo, era en realidad tan peligrosa como una fuga gas a punto de prender.
Su madre había colocado una mano sobre el hombro del sirviente, el cual agachaba la cabeza y se retiraba discretamente para cederle el paso. Vestía un traje blanco que resaltaba con su piel, tan elegante como si fuera a presentarse en la casa del alcalde. Su rostro estaba plagado de pecas, sus manos repletas de anillos, sus finas muñecas de pulseras y su barbilla alta, regia; lo único que delataba su edad era la expresión cansada, las marcas bajo sus ojos y los mechones plateados que se distinguían entre las espigas rojas de su trenza. Sus ojos verdes como las turquesas que adornaban su cuello le juzgaban, espectantes.
—Madre... —se dirigió al sirviente sin titubeos, agachando la cabeza de forma coreografiada a modo de disculpas—. Perdonadme, estaba absorto en mis pensamientos.
El hombre se limitó a asentir, conforme con la mentira. Aunque su lenguaje corporal fuera sereno su incomodidad era obvia, deseoso de mantenerse lejos del asunto, y en cuanto la mujer le hizo un gesto desapareció por donde había venido. Al quedarse solos Nohlem se adelantó.
—Necesitaba estirar las piernas. No... no lograba concentrarme. Serán solo unos segundos, lo prometo.
La pequeña sonrisa que había decorado el rostro de la mujer pestañeos atrás desapareció de forma imperceptible, tanto que el chico dudó que hubiera estado sonriendo en primer lugar.
—Llevas varios días igual, Nohlem. Nunca te concentras.
—Lo sé, lo siento. No tengo excusas. Pero es mejor un trabajo bien hecho que uno sin ganas —había oído a su padre decir eso, y quizá cobrase por atreverse a repetir sus palabras pero tenía que intentarlo—. Si tengo que hacer algo no quiero hacerlo mal.
El semblante de la mujer se suavizó. Poco, muy poco.
—Voy a contar los minutos —lanzó un vistazo significativo al reloj de la pared. No hacía falta que lo jurase—. En media hora me pasaré a ver como vas.
—Sí. Gracias madre.
—Y Nohlem —continuó antes de que se marchase—. Sé que no vas a decepcionarme.
Lejos de ser ánimos el menor calaba la amenaza en sus palabras. Sonrió de forma escueta y retomó su camino. Su madre no necesitaba alzar la voz ni afilar las pupilas para intimidarle.
Hablando en plata estaba jodido. A lo mejor podía disfrutar de los rayos del sol un rato, que después le tocaría soportar el rapapolvo por tener su zona de estudio hecha un desastre, qué ni hablar de su nulo avance. Lo más probable es que se quedase sin piano durante un mes. Ya no podía darse la media vuelta para ordenarlo todo corriendo asi que continuó andando con toda la tranquilidad posible, de la que no le quedaba ya dentro. Seguro que su madre iba directa al estudio. Lo único que salvaba la situación era el folleto de apuestas que tanto le pesaba ahora en el bolsillo: si ella lo hubiese encontrado quedarse sin piano sería la menor de sus preocupaciones.
Duró tres suspiros en el jardín. Estaba tan incómodo con el encuentro que haría falta más que sol y plantas bonitas para que se le pasase la inquietud. Pensó en volver al estudio y enfrentarse de una al castigo, pero… Una de las salidas que conectaban al jardín era precisamente la sala del piano. Estaba ahí para las fiestas, de modo que bastaba con abrir las puertas correderas para que los invitados pudiesen oír a quien lo tocase desde fuera. Nohlem no dudó en entrar. Una silueta le hizo dar un pequeño respingo, pero no era más que un abrigo de su padre mal puesto en un sillón. Cerró la puerta detrás de sí, caminó hacia el instrumento, dejó su chaqueta en el asiento y colocó una mano en él, sin presionar. Luego dejó que sus dedos vagaran por las teclas, con la mente en blanco en una melodía simple tocada sin fuerza para que el volumen del piano no le delatara. Cuando una mano no fue suficiente sacó la otra del bolsillo de su pantalón y la acompañó. “Solo una canción”, pensó. Una nota disonante le provocó una mueca de desagrado por el desliz… “Solo una canción, pero una bien tocada hasta el final”, pensó mientras tomaba asiento.
Una, dos, tres… sinfonías sencillas, luego no tanto. Al sentirse embotado y satisfecho apartó las manos, levantó la manga de su camisa para ver el reloj y… una hora entera. Había pasado una hora entera.
—Mierda. —musitó.
Por supuesto, su madre no había ido a buscarle. ¿Por qué lo haría? Cuanto más tardase más razones tendría para estar furiosa con él, porque por supuesto, si iba a estar enfadada que mejor que hacerlo por todo lo alto. Le estaría aguardando en su estudio o en su cuarto, puede incluso que fuera hubiera un sirviente esperándole para indicarle a donde ir en cuanto saliera, con las órdenes de no interrumpirle para testear cuanto podía desobedecerla su hijo.
El chico apoyó la cara contra las teclas provocando un sonoro y desafinado “CLONG” que se prolongó tanto tiempo que pareció haber muerto sobre el instrumento. Una exhalación salió de su nariz, el único tipo de risa que le salía con tal de no llorar. Con la desgana de un hombre ya enterrado se levantó de la banqueta, y el mismo abrigo en el mismo sillón le volvió a dar el mismo susto de antes, lo cual le hizo reir entre dientes por puro nervio y por saberse lo suficientemente lerdo como para asustarse dos veces de la misma tontería. Quizás ese era el famoso espíritu del que había oído cuchichear a los chicos de cocina. No obstante, cuando se volteó para ponerse su chaqueta y se asustó por tercera vez no tuvo tanta gracia. Sobre todo porque esta vez tenía motivos para hacerlo.
Una chica blanca como la porcelana le observaba de pie delante del sillón. Nohlem se echó para atrás hasta chocar contra el piano en otro acorde desagradable, abrió la boca pero no salió sonido alguno. Le temblaban brazos y piernas, en especial cuando ella se rió dentro de su cabeza y el humo verde le empezó a nublar el pensamiento.
Le habló de otro mundo, no, de cientos de ellos, de magia, de aventuras y milagros, de reencuentros… Pero todo lo que él oía era una forma de que su madre no se lo comiera vivo. Su voz era agradable, y desde luego no tan terrorífica como se la habría imaginado de alguien que puede que no tuviera latido. Se acercó a él, Nohlem reculó, y a pesar de todo al tenderle ésta la mano él se la estrechó como un tonto.
Quizás fuera por la picadura de Morfeo, quizás fuera el shock, pero lo único que el joven joyero recuerda pensar con nitidez entonces, antes de la oscuridad, es que de verdad había un fantasma en su casa.
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