- Zarket
Ficha de cosechado
Nombre: Rádar
Especie: Carabés
Habilidades: Resistencia, velocidad natatoria, nociones de luchaPersonajes :
- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran/Branniel): Trasgo de Ewa sexto sacerdote de la Secta, sádico, aficionado a matanzas y luchador en los bajos fondos. No tocarle los cojoncios, que muerde.
●Lanor Gris: demiurgo procedente de Carabás. Tímido, llorica y buena gente.
●Rádar (o Rad): astrario carabés tsundere hacia la magia, mandón, brusco y estricto. Fashion victim. Reloj andante.
●Galiard syl: mago rabiosamente rocavarancolés, despiadado antihéroe brutalmente pragmático y compasivo antivillano bienintencionado.
Armas :- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran): magia, garras, dientes y una espada de longitud media a larga. O lo que haga falta.
●Lanor Gris: magia y sus criaturas.
●Rádar (o Rad): espada de longitud media. Sus habilidades de desviación de hechizos.
●Galiard Syl: magia y, si hace falta, una espada de longitud corta a media.
Status : Jinete del apocalipsis (¡ahora con extra de torpeza social!)
Humor : En muerte cerebral.
Una adaptación complicada
10/05/20, 09:24 pm
Sus primeras semanas en Rocavarancolia fueron difíciles. La misma noche que había ido a la biblioteca se encontró en la azotea de la sede de los taumaturgos. El astrario recién nacido se bañó allí a la luz de la Luna Roja y del polen del que ya había leído.
Miró intensamente hacia el glorioso cuerpo celeste que colgaba de las alturas. «¿Qué eres?» se preguntó. Era algo que le intrigaba profundamente. Si se miraba de forma analítica aquel no era un astro tan especial. Una luna de un color rojo intenso, con una atmósfera (probablemente tóxica) lo suficientemente fina para ver montañas, grietas y cráteres. Y aun así algo dentro de él se agitaba al verla, fuera en un mosaico o en el cielo de Rocavarancolia.
"Es de una hermosura brutal" había dicho en el Palacete, y se había quedado corto, muy corto. Las palabras hermosura, brutalidad, salvaje o portentosa no bastaban para empezar a describir a la Luna Roja, ahora lo veía. Aquel astro era poder, poder puro que derramaba a presión en las venas de los habitantes de Rocavarancolia. No era simplemente magia, por supuesto. El mismo Rad se veía capaz de derrotar ejércitos enteros únicamente con su nueva fuerza, o de absorver sin daño todos los hechizos que le pudieran lanzar. Su corazón bailaba frenético al son de la Luna Roja.
Le había preguntado a Sox, tiempo atrás, si creía que ellos aullarían a la luna cuando saliera. No lo habían hecho, pero en lo hondo de su corazón no podía sino admitir que no había sido por falta de ganas.
La sentía continuamente, y cuanto más horas pasaba más potente se hacía ese sentir. Rotunda, gloriosa y eterna. Ese astro tan terrorífico y prodigioso se hacía sentir en su mente con toda su plenitud, con todo su poder. Rocavarancolia se había entregado a ella, y ahora parecía exigir que Rádar lo hiciera.
Resopló. Obviamente, por única que fuera, seguía siendo un astro, no un ser. Y, aun así, era fácil pensar que tenía conciencia, que estaba viva de verdad.
Entendía bastante bien por qué aquella ciudad de dementes la adoraba con un respeto completamente religioso. Las numerosas representaciones en tapices, alfombras, mosaicos, cuadros y vidrieras, la reverencia con la que los monstruos de Rocavarancolia la mencionaban... ¿Cómo no hacerlo? Rad sentía las estrellas y al mismo sol, pero su presencia era minúscula, lejana e insignificante en comparación con la de aquel prodigio primordial. La Luna Roja captaba toda la atención, desdeñosa y con el poder suficiente para condenar a la irrelevancia a gigantescas esferas de gas ardiente, a reactores nucleares de un tamaño colosal. Ni siquiera las supernovas, creadoras de todos los elementos del universo, podían competir con ella.
Y eso llevaba a la pregunta de qué diantres era exactamente. ¿Magia? ¿De qué tipo? ¿Cómo había aparecido, y cuál era su edad? Y, exactamente, ¿cómo funcionaba? Algo que tenía claro era que pronto volvería a la biblioteca a por más información.
Aunque antes tenía otras cosas que hacer.
No tardó mucho en acercarse a Mónica y pedirle ayuda para obtener lo que necesitaba. Agradecía tremendamente que la Luna la hubiera convertido en un ser mágico fácil de tragar. Sox había perdido su poder (y Rad imaginaba, o quería imaginar, que no estaba ansioso por recuperarlo). En cuanto a Tay o Eriel… Lo que había leído de sus nuevos seres no le hacía particularmente cómodo acercarse a ellos.
Rad inspiró profundamente una vez estuvo ante el espejo que le había preparado la bruja. Luego concentró la mirada en su reflejo. La luna pesaba en su conciencia, igual que el sol y las incontables estrellas. A estas las pudo apartar con relativa facilidad, aunque no se dejó engañar: era la contundencia de la Luna Roja lo que hacía fácil de ignorar al resto de astros, no su habilidad para desdeñar la información que, en ese momento, no necesitaba.
Aun así lo intentó. Se concentró firmemente en su interior, en aquella parte nueva de sí mismo que había despertado hacía un día. No se concentró esta vez en la información que llegaba del exterior a ese núcleo de sí mismo que había descubierto, sino en el núcleo en sí. El astrario recién nacido se abalanzó hacia él y… casi lo tocó. Todas las sensaciones se derrumbaron y la Luna Roja surgió, exigiendo su atención.
Rad inspiró hondo, frustrado. Volvió a intentarlo, y una vez más fracasó, esta vez incluso antes de llegar a contemplar (o, más bien, sentir) el núcleo de su ser, aquel lugar donde moraba su gravedad mágica, desde donde podía desplegarse para afectar al mundo externo.
«Debo plantearlo de otra manera» pensó. Había querido observar su reflejo porque, según había leído, las pecas de su piel titilaban cuando la gravedad mágica se activaba. Sin embargo resultaba obvio que esa habilidad no era fácil de entrenar. Las primeras veces, probablemente, resultaría más sencillo, quizás incluso imprescindible, eliminar al máximo posible toda distracción posible.
Cerró los ojos y volvió a concentrarse en su interior. Esta vez fue más fácil. Se sumergió una vez más en su ser, en su auténtica esencia. Allí… percibió, un poco, al menos, la información sobre sí mismo que había leído, y aun más. La información estelar llegaba a su núcleo y este la analizaba, igual que la información de los ojos llegaba al carebro y era analizada allí. Más hondo en su núcleo, sin embargo, estaba el efecto contrario: no la información, sino la acción. No el conocimiento, sino el poder.
Intentó sumergirse allí, pasando a través de la vorágine estelar que resultaba su nuevo reloj astrónomico. No era capaz de comprender aquella información más allá de “eh, siento estrellas. De alguna forma”, y no era lo que le interesaba en aquel momento. Sus dedos se alargaron (o, por lo menos, así lo percibió él), se sumergieron en su núcleo, y a falsos milímetros estuvo de rozar el poder que poseía. A prácticamente nada estuvo de activar por primera vez su gravedad mágica.
Luego, una vez más, todo se derrumbó como un castillo de naipes.
Rad se tragó un grito de pura frustración y pegó un puñetazo en el suelo, iracundo. Esta vez se había acercado de veras, mucho más que en el primer intento, infinitamente más que en los intentos posteriores. Para su desgracia la presencia asfixiante de la Luna Roja, el sol e incluso las estrellas era excesiva. No podía acercarse a la fuente de su poder, no podía accionar el mecanismo interno que regulaba el funcionamiento de la gravedad mágica. Aquella habilidad dependía demasiado de la pura voluntad y en aquel momento, simple y llanamente, su voluntad estaba distraída por la tonelada de nueva información que le llegaba.
Apenas realizó un esfuerzo más, el peor de todos los que había realizado. Por no sabía ni qué vez el astrario inspiró hondo. Estaba frustrado y enfadado, y con aquello no lograría hacer nada. Si no era capaz de entrenar sus habilidades suponía que podía ir a buscar información a la biblioteca sobre temas que tenía pendientes. Detección de astros y desviación de hechizos todavía estaba en su cuarto, pero no podía responder a todas sus dudas. Era un libro para astrarios, y él, en ese momento, quería descubrir respuestas a otras preguntas.
La biblioteca de Rocavarancolia le provocaba sentimientos contradictorios. Por un lado estaba tremendamente desorganizada, y resultaba francamente primitiva. Una biblioteca electrónica habría sido mucho más útil, en ella habría sido más fácil encontrar toda la información que deseaba. Y, sin embargo…
El nuevo astrario miró a su alrededor desde un pequeño espacio con mesas y sillas. Visualmente aquel lugar era impactante. Contemplar los libros de aquella forma resultaba mucho más impresionante, mucho más visual, que ver sus títulos en un largo catálogo. De alguna manera solo esa forma caótica y burda de usar los libros era capaz de captar, de captar verdaderamente, el imponente alcance de Rocavarancolia. Un mundo que había tenido acceso a decenas, a cientos de ellos. Que de ellos había tomado un sinfín de conocimientos dispares, y que había usado aquel conocimiento para crear el suyo propio.
Ahora que se permitía pensar en ello la noción era aterradora, prodigiosa, extraordinaria. Era prácticamente imposible para cualquier mente abarcar realmente el significado de aquel concepto, sentir lo que significaba de verdad estar unidos a tantos y tantos mundos completamente distintos. Quizás era eso lo que le gustaba de aquella biblioteca que tanto desentonaba con lo que él consideraba modernidad. Solo con echar un vistazo a su alrededor bastaba para empezar a comprender, aunque fuera de una forma visceral, las implicaciones de los mundos vinculados.
Conocimiento prácticamente infinito, surgido de contextos y formas de pensamiento completamente distintas, de ramas vitales que no surgían del mismo lugar.
Rad tardó en encontrar la información que deseaba. En especial porque, igual que en su última visita, se deleitó leyendo otras cosas, incluso si no solucionaban sus dudas. Beber de aquel saber ilimitado parecía suficiente para ser un fin en sí mismo. Al final, no obstante, logró ponerse en la pista que buscaba.
Rádar leyó con rapidez aquella parte de Esencias y lunas. El autor se había metido en elucubraciones acerca del origen del universo, la magia y las esencias, todas reflexiones vacías que ni se podían verificar ni falsar. Avanzó sus ojos, buscando alguna sección del texto más interesante, más confiable.
Rádar reprimió un escalofrío al leer la última frase, pensando en su compañero de torreón, de mundo, de ciudad. No sabía qué pensar acerca de aquello, más allá del horror que le provocaba una transformación, un ser, que se definía a través del asesinato.
El astrario resopló. Por supuesto, Rocavarancolia siempre se las apañaba para ser una ciudad con más matices de los que debería tener una tierra tan monstruosa. ¿Debían maldecirla por despertar un espanto interior que, con casi total seguridad, habría quedado dormido, o debían agradecerle que hubiera pastoreado un cambio que, de no haberse producido, podría haber llegado a enloquecerles por completo?
No era capaz de contestar a esa pregunta. Y aún más: a pesar del miedo que provocaba en Rádar aquellos cambios no podía dejar de abrazarlos. Cuando sentía su nuevo ser, cuando le prestaba auténtica atención, no podía sino sentirse… completo. Entero, como si antes de haber venido a aquella ciudad delirante y aberrante le hubieran faltado piezas de él mismo, piezas que no había sabido que existía.
Lo peor era que, cuanto más leía de las transformaciones y las esencias, de cómo funcionaban, más se daba cuenta de que aquella era la más pura de las verdades.
Aquella noche, por primera vez, realmente prestó atención real a su capacidad para percibir los astros. Después de varios intentos infructuosos de activar su gravedad mágica decidió pasar a su otra habilidad, con la esperanza de que esta fuera menos frustrante.
Tan pronto se sumergió en su nuevo sentido sintió que se ahogaba. Ahora que realmente prestaba atención a lo que le llegaba se daba cuenta de lo absolutamente apabullante que era toda esa información. Cientos, miles, quizás millones de cuerpos celestes se citaban en su mente, gritándole su posición, su velocidad, su dirección. Y el mayor de todos estos, la Luna Roja, exigiendo su sumisión absoluta.
Rádar sintió ganas de gritar. Se cerró de inmediato a aquel reloj interno, casi asfixiado. Aquel intento insensato había sido como si una persona completamente ciega, que nunca hubiera visto ni la más mínima luz, obtuviera de pronto una visión perfecta e intentara verlo todo en un jardín a mediodía.
La siguiente vez se abrió con más suavidad, y solo a la información que le llegaba de la Luna Roja. Casi se mareó al sentirla, al sentirla de verdad, en toda su plenitud. Lo que había percibido durante la criba era una fracción tan mínima que no se podía comparar con aquello, lo que había notado desde que empezó (o, mejor dicho, se aceleró) su transformación hacía dos días era un simple vahido al lado de la verdad.
Siguió realizando aquellos ejercicios varias horas, más tiempo del que había querido. Lo que notaba al abrirse a la información que llegaba del sol y la Luna Roja era tremendo, inabarcable, pero podía manejarlo con relativa facilidad. Probablemente porque, de forma inconsciente, ya había aprendido a hacerlo con la mínima información que notaba de ambos astros durante los últimos meses de su criba.
Otro cantar era abrirse a las estrellas. Intentar ubicarlas, intentar diferenciarlas, intentar predecirlas era confuso y una ardua tarea. Con toda prabilidad aquello se debía a su gran cantidad, pero saberlo no hacía más fácil adaptarse a aquella información.
Era temprano por la mañana, muy temprano. No había sonidos en la sede de los traumaturgos, los monstruos que la habitaban todavía intentaban arrancar descanso a un sueño poblado por pesadillas o seguían de fiesta, entregándose al glorioso astro que llevaba días clavado en las alturas.
El color de la piel de Rad era ya casi el definitivo, pero no del todo. No obstante, en aquellos días se dio cuenta de otra cosa: el núcleo de su ser, su esencia mágica, todavía... Crecía no era la palabra exacta, el tamaño de la esencia también estaba prefijado desde el nacimiento. Más despierta, quizás, y... ocupando más de su ser, de su propio cuerpo y mente. Definiéndolo más a cada día que pasaba. Apenas era consciente de ello, y lo cierto es que no lo notaba diariamente, tan gradual como era. Pero cuando comparaba la sensación que tenía al intentar activar su gravedad con la sensación que había tenido se daba cuenta de las sutiles diferencias.
Eso confirmaba una de las cosas que había leído: aunque la transformación se aceleraba de forma exponencial la noche que salía la Luna Roja, lo cierto es que no se completaba ese día, sino que seguía desarrollándose hasta casi el mismo instante que el magnífico astro abandonaba los cielos.
Se sumergió en su ser, en su auténtico ser, lo que antes había estado dormido y ahora despierto, la naturaleza por la que había tenido que pagar siete meses de sufrimiento, desesperación, confusión y desconocimiento. Ahora era más fácil desdeñar la información excesiva de los astros, porque tenía algo más de idea de cuál era esa información. Concentrado en su objetivo de llegar al lugar donde residía y nacía su poder, el lugar que le daba la capacidad de atraer y desviar hechizos.
Y consiguió activar su gravedad.
Fue una sensación casi electrizante. Su concentración se rompió y Rad volvió a su cuarto, con el corazón en un puño. No sabía cómo nombrar lo que había sentido, no sabía qué palabras usar para describirlo, pero sabía qué era. Sabía qué había conseguido. Había durado un único instante, prácticamente nada, pero lo había hecho.
Múltiples intentos siguieron a ese, y muy pocos volvieron a conseguir ese minúsculo momento de gravedad mágica. El niño astrario estaba demasiado excitado por lo que había logrado para repetir su hazaña.
Rad miraba inerte hacia el techo. Había vuelto a tener una pesadilla, y esta había sido bastante horrible. Volvía a ser cosechado, volvía a estar ante la cicatriz, discutiendo con Barael. En la pesadilla, sin embargo, no se limitaba a amenazar con tirarlo por la cicatriz: efectivamente, lo hacía. Todavía recordaba la satisfacción que había sentido en el sueño («la pesadilla») al escuchar, en aquel silencio onírico, el repugnante chasquito de su cuello al romperse. «Un problema menos» había pensado.
Un problema menos. Ese había sido su pensamiento muchas veces, cuando parecía que Barael podía morir en cualquier momento. Había intentado racionalizarlo, esconder su oscuridad bajo una pátina de fría lógica. Y lo había conseguido, probablemente porque, en cierto modo, había sido efectivamente lógico desear aquello.
Solo que claro, lógico y ético no tenían que ser sinónimos absolutos.
Al fin se había dado cuenta. Había sido lógico desear la muerte del nublino, sí, e igualmente había sido un deseo monstruoso. Encerrarlo en las mazmorras habría sido igual de racional, y menos espantoso, pero no se le había ocurrido.
Lo peor era, quizás, que una parte de sí no podía dejar de desear que Barael hubiera muerto en la criba.
El astrario se miró a un espejo y pasó sus dedos cuidadosamente por las voraces cicatrices que le cubrían media cara. Recordó el dolor de aquellas cuatro muertes, sucedidas hacía tan poco tiempo y, a la vez, hacía tanto. Ni cuarenta días habían pasado. Poco más de un mes, ¿cuánto tiempo había en poco más de un mes? Varias vidas, varias muertes.
Hacía poco más de un mes Daer estaba vivo, y Dafne, y Sakrilt, y Charlie. Hacía poco más de un mes vivían, inocentes, en el torreón Maciel, sin saber que el edificio pronto caería sobre sus cabezas, sin saber que uno de ellos se transformaría en monstruo y marcaría a Rádar, a Eriel, mataría a Charlie y Sakrilt, sería asesinado por Dafne a costa de su propia vida. Hacía poco más de un mes eran carabeses y nublinos, humanos y daelicianos, idrinos y clingers. No estaban muertos, ni encerrados en el horror de la no-muerte, ni eran espantos surgidos de pesadillas.
«No te mientas» se dijo. Eso último no era verdad. Hacía poco más de un mes él ya sentía la Luna Roja, incluso si era de forma incompleta. Hacía poco más de un mes Tayron ya sentía a sus fantasmas. Hacía poco más de un mes Barael, y Eriel, ya poseían los monstruosos instintos que anidaban en su interior…
No eran espantos desde que salió la Luna Roja, sino desde antes, desde mucho antes. Empezaron a convertirse en monstruos en el mismo instante en el que cruzaron los vórtices de camino a Rocavarancolia. Desde ese momento Rocavaragálago y la Luna Roja empezaron a cambiarles, borrando con saña lo que habían sido sin estar destinados a ser, sacando a la fuerza la esencia que estaba enterrada pero destinada a definirles.
Lo que más temía era la oscuridad que empezaba a enterrarse en su alma. Rocavarancolia lo reclamaba como propio: lo había hecho desde hacía mucho, los deseos de muerte a Barael eran buena prueba de ello. Y temía lo que estaban sufriendo sus compañeros de torreón. Los astrarios ni siquiera eran particularmente oscuros, ¿qué le estaría pasando a los nublinos, condenado uno al fanatismo y el otro al saqueo de cadáveres? ¿Qué le estaría pasando a Tayron, condenado a nutrirse de fantasmas?
¿Qué le estaría pasando a Sox, condenado a matar personas para ser lo que realmente era?
Entrenar su reloj astronómico era absurdamente laborioso, pero posible. Sin duda otro cambio más de la Luna Roja: estaba razonablemente seguro de que ninguna mente normal podría soportar ese conocimiento, mucho menos aprender a interpretarlo. Pero, al fin y al cabo, la transformación consistía, más bien, en una metamorfosis. Modificaba sus seres infantiles en sus seres destinados, y ningún ser en el universo poseía capacidades que no pudieran manejar.
Asomarse a toda aquella información era mareante, y no solo por su gigantez, sino por todo lo que implicaba. La Luna Roja era grandiosa, única e indescriptible, y no se engañaba: cualquier cosa buena que pudiera tener Rocavarancolia lo debía a aquel astro. Y, sin embargo, a pesar de su magnificencia, también era un único astro. Asomarse a las estrellas le permitía no solo saber intelectualmente, sino sentir visceralmente lo increíblemente grandioso que era el universo… y lo minúsculo, en comparación, que era cada estrella, cada planeta, cada ser vivo.
Y, sin embargo, Rad no podía dejar de reflexionar acerca de que, incluso si no se comparaba en nada con la grandiosidad del universo, el poder de la Luna Roja era increíble, apabullante y merecedor casi de adoración. Incluso si no se comparaban con la grandiosidad del universo las vidas de cientos de criaturas en Rocavarancolia y los mundos vinculados era magnífica y perfecta. No eran iguales a las inabarcables estructuras que existían más allá de su estrechez; no tenían nada que ver con las gigantescas estrellas, las colosales galaxias, los descomunales cúmulos o los hercúleos supercúmulos estelares, pero… también eran preciosas, e incluso más únicas y diferenciables que toda esa titánica existencia de la que no eran conscientes.
Quizás Nad, Daer, Charlie, Sakrilt y Dafne; o Barael y Eriel; o Lorenzo, Fahran, Mónica y Sinceridad; o Tayron, Siete y Hyun; o Sox y él mismo no podían compararse a los grandes filamentos que estructuraban el universo, podían ser nada, una mota de átomo, un mero átomo en comparación a semejante gigantez... pero estos filamentos tampoco podían compararse a la luz y la oscuridad, el placer y el desconsuelo, la pasión y la indiferencia de las que habían disfrutado y sufrido en toda su vida.
Se dirigía a la biblioteca cuando apareció en su mente la Torre de los Soñadores. Rad se quedó congelado por un momento, sintiendo un peso frío y viscoso recorriéndole el cuerpo. Había ocurrido algo horrible, lo supo al momento. En Rocavarancolia acababa de suceder una monstruosidad, y él había sido afectado por ella.
En algún lugar supo, inefablemente, que aquel era el momento en el que realmente se convertía en un monstruo de la ciudad. Aquel era el preciso instante en el que los problemas de los espantos que poblaban aquella ciudad delirante se convertían en sus propios problemas.
Miró a la Luna Roja que colgaba en las alturas. No la sentía, y eso le ahogó mucho más que su intuición estelar. Cuando miró dentro de sí no era capaz de percibir la rotundidad de tan majestuoso astro, ni del sol de Rocavarancolia, ni de las estrellas y planetas del firmamento. Lo había perdido todo, y el astrario recién nacido se asfixió ante aquello, ante la nada absoluta de su ser. Y gritó, gritó de frustración e ira, gritó de odio puro. Qué paradoja que ahora que no sentía aquel agobio gigantesco se sintiera castrado y mutilado; constreñido, como si le hubieran obligado a meterse en ropa demasiado chica: cegado y ensordecido, como si hubiera perdido aquellos sentidos, como si el mundo hubiera perdido color, sonidos y olores, como si de la realidad se hubieran desvanecido varias dimensiones.
A su alrededor aquella calle casi desconocida se había transformado. Parecía más viva, y también más peligrosa: las casas se habían reconstruido, monstruos de todo tipo salían de ellas, gritos de agonía se escuchaban en su interior. Rad apretó sus dientes y volvió sobre sus pasos. Necesitaba llegar con urgencia a la sede y, desde allí, buscar ayuda, o asegurarse de que nadie había muerto.
Se paseó por aquellas calles apenas conocidas, y terminó de perderse. Aquella manzana parecía resucitada, como si Rocavarancolia hubiera vuelto a su oscuro y perverso pasado glorioso, rebosante de horrores y pesadillas. Las casas y mansiones eran esplendorosas, pero también horripilantes. Adornadas con estatuas que gritaban, a todas luces, que eran personas petrificadas; repletas de alaridos de agonía y gritos de placer; rebosantes de risas sádicas y perversas.
Rádar se quedó congelado ante un edificio particular, el más grandioso y terrible que había visto. Tenía un vago parecido con Rocavaragálago, y de sus muros colgaban cuerpos. «No, no son cuerpos. Están vivos». Colgaban del cuello, asfixiados, atados de pies y manos, pero vivos. Distinguió las caras. La mayoría eran tipos A, algunos que habían estado (en su opinión) por encima de lo que merecían gracias a su magia. Otros que habían mostrado un desdén hacia él más propio de tiempos antiguos. También había rivales, gente con la que había discutido, personas a las que había odiado por esta u otra mezquindad. De aquellas fachadas colgaban también el asesino de Nad tal y como lo había imaginado cuando se lo describieron, el sectario aterrador, Tuétano, y otras criaturas que no podía describir. Los monstruos colgantes no solo sufrían la asfixia, sino el ataque de cuervos y estirges, de insectos y bichos. Su carne era pasto de gusano a la misma velocidad a la que esta se regeneraba.
Y en la puerta de semejante horror se encontraban Eriel y Barael, mirándole con burla.
Rad se dio la vuelta e intentó echar a correr, intentando huir de allí, evitar el enfrentamiento que le esperaba en aquel palacio. Por desgracia no tuvo tanta suerte. Un sortilegio lo alcanzó por la espada y lo golpeó con fuerza contra el suelo, aturdiéndolo. Tiempo más que suficiente para que los dos hermanos lo agarraran.
—Vamos, no puedes cancelar ahora tu cita —le decía Eriel. Rad forcejeó, iracundo. No sabía qué le esperaba allí dentro, pero sus entrañas le decían que no era algo bueno.
Por los pasillos se encontró con escenas dantescas. Monstruos y engendros saciaban sus apetitos en esclavos; personas se usaban como comida ante la indiferencia, o incluso placer, de los espantos. No-muertos con expresión indiferente y ojos que gritaban por el horror de su cárcel servían de guardias y criados. La poca luz que poseía Rocavarancolia, en aquel pasillo, parecía extinguida por completo. Y toda su monstruosa oscuridad se exhibía, tremenda, grotesca, hipertrofiada.
Lo echaron sin miramientos sobre el suelo, en una estancia que parecía la más grande y magnífica de todas. Cabezas de dragones, leviatanes y otros seres grandiosos y terroríficos decoraban sus muros. Fuera de ello era todo un gigantesco tapiz que mostraba escenas delirantes, horrendas y magníficas: algunas, todo ello a la vez. Una vidriera gigante de la Luna Roja se alzaba en la pared, enmarcándola a la perfección.
—Mirad quién ha llegado —Rad siguió mirando el suelo, temblando de shock y rabia. Apretó sus manos con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en la carne, creando ocho medio lunas por las que empezó a manar su sangre—. La debilidad del pasado por fin se digna a conocer a la gloria y el poder del futuro.
Levantó su cabeza, muy lentamente, consumido por un fuego que era odio y repulsión. Una inquina pura, venenosa, tóxica, que recorría sus venas empozoñando la visión del engendro que tenía delante.
El trono era grandioso. Absolutamente gigante, de huesos impolutos de multitud de colores. Decenas de calaveras remataban su respaldo, cada una con una corona. Y, sentado en él, estaba Rádar. Un Rádar adulto, más maduro, con la locura y perversión de Rocavarancolia asomando en sus ojos. Vestía una armadura majestuosa y terrorífica, una espada esplendorosa ante él, una sencilla tiara adornándole la frente.
—¿No vas a decir nada?
—No tengo nada que decirte —no entendía qué sucedía allí. ¿Era aquello un delirio, una alucinación, una pesadilla, una visión? Los astrarios no tenían dotes proféticas, pero había leído que de vez en cuando salía algun transformado con habilidades que no deberían tener, variaciones extrañas. Esperaba que él no fuera uno de ellos.
—Mientes —había una sonrisa burlona en el monstruo que tenía su cara del futuro. Una sonrisa que prometía placer para él, dolor para el resto del mundo—. Siempre tienes algo que decir. Siempre tienes una réplica. Te conozco perfectamente, Rádar: al fin y al cabo, yo soy tú.
—No —el astrario recién nacido se levantó, sus dientes apretados con tal fuerza que podría haber desgarrado la mismísima piedra—. No sé qué eres, pero yo no soy tú. Nunca, ni en mil años, ni en diez millones, ni aunque viviera tanto que olvidara todo lo que sé, todo lo que soy, podría convertirme en una cosa tan repulsiva como tú.
El cambio en la entidad que parecía su yo del futuro fue sutil, pero palpable. Seguía sonriendo, pero ya no era una sonrisa burlesca, sino salvaje. Dos hornos de odio escondido y rabia a punto de desatarse habían sustituido a sus ojos. Su rostro prometía dolor, gritos, muerte.
—Marchaos todos.
—Mi señor-
—He dado una orden, Sox. Marchaos.
Rad se fijó entonces en el Sox, también más adulto, que se encontraba bajo el Trono. Por un momento un escalofrío se recorrió la columna. Era hermoso, esplendoroso, majestuoso: no tenía nada que vez con su aspecto, sino con el aura que manaba de él. Elegancia, peligro, salvajismo. Recordaba a un depredador nocturno y oculto.
Aquel era, sin duda, el aspecto de un ángel negro que aceptaba toda su naturaleza, que se deleitaba en ella.
Uno a uno todos los espantos y engendros salieron de la sala. Solo quedó atrás uno, señalado por aquel ser que afirmaba ser él. Eitne les miró con miedo, un niño incómodo al que no había prestado atención, pero el cual todavía se horrorizaba, igual que le sucedía con los otros dos niños letarguinos. Como todavía se horrorizaba al recordar a Nad, a las decenas, cientos, miles de niños que habrían muerto en aquella ciudad endiablada.
«Qué está pasando. Qué coño está pasando». Rad no entendía nada. ¿Por qué aquella visión delirante otorgaba la adultez a algunos y dejaba en la niñez a otros? ¿Qué clase de mago retorcido se divertía haciéndole tener unas alucinaciones tan buenas y repugnantes?
El otro bajó del majestuoso trono de huesos y calaveras con aparente desidia. No obstante, aquello era una obvia fachada. Se le podía notar la perversa satisfacción que sentía al observar la turbación que generaba en aquel niño que daba tanta apariencia de inocencia y en aquella versión tan joven e inmadura de sí mismo.
Sacó de un recoveco del trono un cuchillo, un carcaj y un arco. Posteriormente lanzó la daga a Rad.
—Mátalo.
—¿Qué?
La indignación empañaba la voz del astrario. Era tremenda, rotunda, como si fuera la primera vez que alguien acudía a aquel sentimiento. El otro compuso una sonrisa aviesa y se colgó el carcaj.
—He dicho que lo mates —puso una flecha en el arco y apuntó al niño—. O lo mato yo. Elige: un limpio degollamiento, o una flecha clavada en los intestinos. Una muerte atroz, como bien te puedes imaginar. Y por favor —añadió, con una risita perturbadora—, ni se te ocurra que puedes matarme antes de que le atraviese las tripas de parte a parte.
Rad dio un par de pasos atrás, negando con impotencia. Sentía que le faltaba el aire, que la realidad le agarraba del cuello y le apretaba. Echó una mirada más a Eitne, los ojos de ambos brillando con lágrimas no derramadas. Aniquilar su vida, su futuro, sus sueños y miedos, a cambio de que esa aniquilación fuera menos dolorosa. ¿Qué clase de elección era esa?
—Es un niño —murmuró, horrorizado—. ¡Es un niño!
—Sí, un niño. Puedes manejar tu monstruosidad por la parte benigna o dejar que los monstruos más voraces sigan devorándolo todo. Te doy diez segundos. Elige, Rad.
Apretó los puños, llorando de impotencia y odio. Luego se acercó con pasos pesados a aquel niño que le miraba con miedo, con terror. No podía hacerlo y, sin embargo, debía. Porque si algo sabía era que no soportaría ver la lenta muerte agónica que podía provocar unas vísceras atravesadas por un arma.
Alzó el cuchillo, temblando de rabia. El niño no dejaba de mirarle asustado, como si él fuera el problema. Por un momento Rad odió la mirada que le echaba. «¡No me mires así» quería decirle. «¡Te estoy salvando! ¡Estoy evitando que tu muerte sea un horror de infección y agonía!». Luego bajó el cuchillo.
La sangre borbotó, ahogando al joven y empañando sus ropas, su cuerpo y el suelo de una sangre cian. Rad prácticamente se convirtió en una estatua. Escuchaba detrás la risa de su otro yo, pero nada importaba. Lo único que importaba era el fascinante horror que se le metía por dentro, entumeciendo sus músculos, congelando su vista en la dantesca escena de muerte que se desarrollaba ante él, borrando todo el futuro de Eitne de la existencia.
Sintió un golpe en la espalda y un sonido en el suelo. El astrario se volvió hacia atrás, todavía en shock, todavía vacío, y observó una flecha en el suelo. No se había clavado en su carne, y al observarla de cerca era fácil adivinar por qué.
—Puntas romas —dijo el otro Rad. Luego se echó a reír, como si aquello hubiera sido una magnífica travesura.
El horror se extendió poco a poco por el entumecido astrario. Un truco. Todo había sido un truco. Había matado a Eitne por un truco. Había extinguido una vida, exterminado la inocencia, aniquilado toda bondad y maldad de alguien… por un truco.
Lo había hecho él. Había matado a alguien. Y ni siquiera le había evitado ninguna clase de agonía, todo lo contrario. Le había borrado todo su futuro, todas las decisiones que habría tomado. Todas las interacciones que habría tenido. Todo el placer y dolor que podría haber sentido en las decenas de años por venir.
Y, justo en ese preciso momento, Rádar escapó del poder de la torre.
Desde que había llegado a la sede se había tumbado sobre su cama, posando una mirada vacía en el techo. Rad no era nada, ni siquiera un muñeco. Apenas llegaba a la categoría de carcasa, con su mente reviviendo la grotesca pesadilla que había sufrido. De poco le valía saber que no había sido real, que no había matado al inocente niño que vivía en el mismo edificio que él. Por mucho que hubiera sido falso todavía recordaba la apariencia del cádaver, la sensación de desgarrar la carne, de cortar el cuello, la forma en la que la luz se apagaba.
Y no era lo peor, claro. Había visto su mayor miedo, pero este no era la muerte de Eitne: apenas lo conocía, al fin y al cabo. Ese asesinato falso había sido simplemente una decisión a la que había querido obligarlo su subsconciente (¿y, quizás, la Torre?) para torturarlo. O quizás del monstruo interior para liberarse.
Y eso era lo que temía. El otro Rad era su auténtico terror, su auténtico pavor. La posibilidad de perderse a sí mismo, como se perdió Daer, como se perdían tantos rocavarancoleses. Perderse y acabar así. Ese era su auténtico miedo.
Rebulló en sus mantas, todavía con una expresión neutra, casi aburrida. Lo que más temía era que no hubiera alternativa. No había investigado, pero era dolorosamente obvio que no volvería a Carabás. ¿Cómo hacerlo, convertido en un engendro de piel casi oscura, con la capacidad de desviar hechizos, sin saber su idioma de origen? ¿Cómo le dejarían, con el peligro que eso entrañaría? Hacía meses le había dicho a Sox que Rocavarancolia mataría a cualquiera antes de permitir que Carabás descubriera que secuestraba a sus ciudadanos. Para bien o para mal estaba encerrado en Rocavarancolia, y una parte de sí ni siquiera se sentía mal por ello. Era extraño, era aterrador, pero… Rad no podía dejar de sentir que, efectivamente, pertenecía a aquella ciudad horrenda. Que aquel era, realmente, el único lugar donde realmente podría desarrollarse por completo.
Y era una noción aterradora, asfixiante. ¿Podía hacerlo sin convertirse en el engendro que le había azuzado la Torre de los soñadores?
Le calmaron en sueños. Era extraño, al principio receló, de hecho, pero aquel hombre no tardó en explicarse. Y tampoco tardó en calmarle. Sí, era extraño. El sueño permitía pensar las cosas de forma más clara que la realidad, a pesar de que no debería haber sido así.
Cuando despertó se volvió a quedar mirando al techo, menos martirizado. Suponía que todo era cuestión de aceptarlo. Cuestión de tirar hacia delante, de construir su propio camino en aquella ciudad en la que se veía obligado a vivir.
Empezó a trabajar en el granero. Era algo temporal, claro, una forma de empezar a ganar algo de dinero mientras decidía qué hacer. En Rocavarancolia lo más cercano a alguna clase de deportista de élite eran los luchadores del anfiteatro (que ya no existían, o si lo hacían no había escuchado nada de ello) y los soldados del ejército. Ninguna de las dos opciones era una que estuviera dispuesto a considerar.
Su otra posibilidad en Carabás habría sido algo relacionado con la matemática y la ingeniería, saberes que en Rocavarancolia no existían como tal. Allí no existía la tecnología o tan siquiera la tecnomagia, tan solo el estudio de la magia, un estudio caótico y diverso. Y en ese campo él no podía hacer nada.
No se le ocurría ningún camino profesional que pudiera seguir en Rocavarancolia y no le pareciera insoportablemente tedioso o vomitivamente antiético, pero imaginaba que tendría tiempo para pensarlo más detenidamente.
También siguió con sus entrenamientos, claro, tanto los estelares como los referidos a la gravedad mágica, que avanzaban con excesa lentitud. Cuando se asomaba a aquel núcleo de su ser, a aquel ser real, cada vez más despierto, cada vez más fundido con él, se preguntaba cómo de avanzada estaba su transformación, cuánto quedaba para terminarla.
Había leído que había muchos medios mágicos de vigilancia, guardia y protección que se activaban con todos aquellos a los que no reconocían como transformados. Según Esencias y lunas, además, llegaba un momento de la transformación en la que esta se encontraba ya tan avanzadas que estos medios ya la reconocían como completa aunque no lo estuvieran, incapaces de afinar tanto.
Era una duda explosiva, surgida de la más ferviente curiosidad aunque también de una preocupación no menor por su destino, su naturaleza y la forma en la que encajaba en Rocavarancolia. ¿Si se encontraba esa magia… lo reconocería ya como un astrario, o todavía no?
Al mirarse en los espejos le observaba alguien que era él y que, a la vez, no lo era. Rad se pasaba los dedos por sus cicatrices, pensativo. Luego sus pecas. Su piel era tan oscura como su pelo, tan cercana del negro que a veces costaba distinguir ambos colores. .
Aquel era su auténtico reflejo, lo que siempre había sido de verdad. No lamentaba realmente el cambio, porque se sentía… completo. Entero. Él mismo, él mismo de verdad.
Pero a veces no dejaba de echar de menos lo que había sido antes, incluso si aquello no había sido del todo real.
Miró intensamente hacia el glorioso cuerpo celeste que colgaba de las alturas. «¿Qué eres?» se preguntó. Era algo que le intrigaba profundamente. Si se miraba de forma analítica aquel no era un astro tan especial. Una luna de un color rojo intenso, con una atmósfera (probablemente tóxica) lo suficientemente fina para ver montañas, grietas y cráteres. Y aun así algo dentro de él se agitaba al verla, fuera en un mosaico o en el cielo de Rocavarancolia.
"Es de una hermosura brutal" había dicho en el Palacete, y se había quedado corto, muy corto. Las palabras hermosura, brutalidad, salvaje o portentosa no bastaban para empezar a describir a la Luna Roja, ahora lo veía. Aquel astro era poder, poder puro que derramaba a presión en las venas de los habitantes de Rocavarancolia. No era simplemente magia, por supuesto. El mismo Rad se veía capaz de derrotar ejércitos enteros únicamente con su nueva fuerza, o de absorver sin daño todos los hechizos que le pudieran lanzar. Su corazón bailaba frenético al son de la Luna Roja.
Le había preguntado a Sox, tiempo atrás, si creía que ellos aullarían a la luna cuando saliera. No lo habían hecho, pero en lo hondo de su corazón no podía sino admitir que no había sido por falta de ganas.
La sentía continuamente, y cuanto más horas pasaba más potente se hacía ese sentir. Rotunda, gloriosa y eterna. Ese astro tan terrorífico y prodigioso se hacía sentir en su mente con toda su plenitud, con todo su poder. Rocavarancolia se había entregado a ella, y ahora parecía exigir que Rádar lo hiciera.
Resopló. Obviamente, por única que fuera, seguía siendo un astro, no un ser. Y, aun así, era fácil pensar que tenía conciencia, que estaba viva de verdad.
Entendía bastante bien por qué aquella ciudad de dementes la adoraba con un respeto completamente religioso. Las numerosas representaciones en tapices, alfombras, mosaicos, cuadros y vidrieras, la reverencia con la que los monstruos de Rocavarancolia la mencionaban... ¿Cómo no hacerlo? Rad sentía las estrellas y al mismo sol, pero su presencia era minúscula, lejana e insignificante en comparación con la de aquel prodigio primordial. La Luna Roja captaba toda la atención, desdeñosa y con el poder suficiente para condenar a la irrelevancia a gigantescas esferas de gas ardiente, a reactores nucleares de un tamaño colosal. Ni siquiera las supernovas, creadoras de todos los elementos del universo, podían competir con ella.
Y eso llevaba a la pregunta de qué diantres era exactamente. ¿Magia? ¿De qué tipo? ¿Cómo había aparecido, y cuál era su edad? Y, exactamente, ¿cómo funcionaba? Algo que tenía claro era que pronto volvería a la biblioteca a por más información.
Aunque antes tenía otras cosas que hacer.
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No tardó mucho en acercarse a Mónica y pedirle ayuda para obtener lo que necesitaba. Agradecía tremendamente que la Luna la hubiera convertido en un ser mágico fácil de tragar. Sox había perdido su poder (y Rad imaginaba, o quería imaginar, que no estaba ansioso por recuperarlo). En cuanto a Tay o Eriel… Lo que había leído de sus nuevos seres no le hacía particularmente cómodo acercarse a ellos.
Rad inspiró profundamente una vez estuvo ante el espejo que le había preparado la bruja. Luego concentró la mirada en su reflejo. La luna pesaba en su conciencia, igual que el sol y las incontables estrellas. A estas las pudo apartar con relativa facilidad, aunque no se dejó engañar: era la contundencia de la Luna Roja lo que hacía fácil de ignorar al resto de astros, no su habilidad para desdeñar la información que, en ese momento, no necesitaba.
Aun así lo intentó. Se concentró firmemente en su interior, en aquella parte nueva de sí mismo que había despertado hacía un día. No se concentró esta vez en la información que llegaba del exterior a ese núcleo de sí mismo que había descubierto, sino en el núcleo en sí. El astrario recién nacido se abalanzó hacia él y… casi lo tocó. Todas las sensaciones se derrumbaron y la Luna Roja surgió, exigiendo su atención.
Rad inspiró hondo, frustrado. Volvió a intentarlo, y una vez más fracasó, esta vez incluso antes de llegar a contemplar (o, más bien, sentir) el núcleo de su ser, aquel lugar donde moraba su gravedad mágica, desde donde podía desplegarse para afectar al mundo externo.
«Debo plantearlo de otra manera» pensó. Había querido observar su reflejo porque, según había leído, las pecas de su piel titilaban cuando la gravedad mágica se activaba. Sin embargo resultaba obvio que esa habilidad no era fácil de entrenar. Las primeras veces, probablemente, resultaría más sencillo, quizás incluso imprescindible, eliminar al máximo posible toda distracción posible.
Cerró los ojos y volvió a concentrarse en su interior. Esta vez fue más fácil. Se sumergió una vez más en su ser, en su auténtica esencia. Allí… percibió, un poco, al menos, la información sobre sí mismo que había leído, y aun más. La información estelar llegaba a su núcleo y este la analizaba, igual que la información de los ojos llegaba al carebro y era analizada allí. Más hondo en su núcleo, sin embargo, estaba el efecto contrario: no la información, sino la acción. No el conocimiento, sino el poder.
Intentó sumergirse allí, pasando a través de la vorágine estelar que resultaba su nuevo reloj astrónomico. No era capaz de comprender aquella información más allá de “eh, siento estrellas. De alguna forma”, y no era lo que le interesaba en aquel momento. Sus dedos se alargaron (o, por lo menos, así lo percibió él), se sumergieron en su núcleo, y a falsos milímetros estuvo de rozar el poder que poseía. A prácticamente nada estuvo de activar por primera vez su gravedad mágica.
Luego, una vez más, todo se derrumbó como un castillo de naipes.
Rad se tragó un grito de pura frustración y pegó un puñetazo en el suelo, iracundo. Esta vez se había acercado de veras, mucho más que en el primer intento, infinitamente más que en los intentos posteriores. Para su desgracia la presencia asfixiante de la Luna Roja, el sol e incluso las estrellas era excesiva. No podía acercarse a la fuente de su poder, no podía accionar el mecanismo interno que regulaba el funcionamiento de la gravedad mágica. Aquella habilidad dependía demasiado de la pura voluntad y en aquel momento, simple y llanamente, su voluntad estaba distraída por la tonelada de nueva información que le llegaba.
Apenas realizó un esfuerzo más, el peor de todos los que había realizado. Por no sabía ni qué vez el astrario inspiró hondo. Estaba frustrado y enfadado, y con aquello no lograría hacer nada. Si no era capaz de entrenar sus habilidades suponía que podía ir a buscar información a la biblioteca sobre temas que tenía pendientes. Detección de astros y desviación de hechizos todavía estaba en su cuarto, pero no podía responder a todas sus dudas. Era un libro para astrarios, y él, en ese momento, quería descubrir respuestas a otras preguntas.
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La biblioteca de Rocavarancolia le provocaba sentimientos contradictorios. Por un lado estaba tremendamente desorganizada, y resultaba francamente primitiva. Una biblioteca electrónica habría sido mucho más útil, en ella habría sido más fácil encontrar toda la información que deseaba. Y, sin embargo…
El nuevo astrario miró a su alrededor desde un pequeño espacio con mesas y sillas. Visualmente aquel lugar era impactante. Contemplar los libros de aquella forma resultaba mucho más impresionante, mucho más visual, que ver sus títulos en un largo catálogo. De alguna manera solo esa forma caótica y burda de usar los libros era capaz de captar, de captar verdaderamente, el imponente alcance de Rocavarancolia. Un mundo que había tenido acceso a decenas, a cientos de ellos. Que de ellos había tomado un sinfín de conocimientos dispares, y que había usado aquel conocimiento para crear el suyo propio.
Ahora que se permitía pensar en ello la noción era aterradora, prodigiosa, extraordinaria. Era prácticamente imposible para cualquier mente abarcar realmente el significado de aquel concepto, sentir lo que significaba de verdad estar unidos a tantos y tantos mundos completamente distintos. Quizás era eso lo que le gustaba de aquella biblioteca que tanto desentonaba con lo que él consideraba modernidad. Solo con echar un vistazo a su alrededor bastaba para empezar a comprender, aunque fuera de una forma visceral, las implicaciones de los mundos vinculados.
Conocimiento prácticamente infinito, surgido de contextos y formas de pensamiento completamente distintas, de ramas vitales que no surgían del mismo lugar.
Rad tardó en encontrar la información que deseaba. En especial porque, igual que en su última visita, se deleitó leyendo otras cosas, incluso si no solucionaban sus dudas. Beber de aquel saber ilimitado parecía suficiente para ser un fin en sí mismo. Al final, no obstante, logró ponerse en la pista que buscaba.
Como sabemos, Rocavarancolia está poblada de monstruos y pesadillas, pero, sin embargo, estos no son nativos de la ciudad, sino traídos desde los mundos vinculados bajo la forma de inocentes niños y adolescentes que, a la luz de la Sagrada Luna Roja, se convertirán en espantos, en engendros indescriptibles, en poder puro e intrínsecamente voraz. ¿Cómo ocurre esto?
La clave está en las esencias. Las esencias de los cosechados, las esencias de los monstruos de Rocavarancolia, son muy diferente a lo que deberían. Desde el mismo momento en el que, como embriones, obtuvieron su alma, su espíritu, desde el mismo momento en el que dejaron de ser una amorfa bola de carne para convertirse en un Ser, ganan su esencia mágica.
¿Cómo se crea esta esencia? Es una pregunta tan difícil de responder como la de cuál es el origen de la magia, o de dónde surgen las almas. Por mi parte...
Rádar leyó con rapidez aquella parte de Esencias y lunas. El autor se había metido en elucubraciones acerca del origen del universo, la magia y las esencias, todas reflexiones vacías que ni se podían verificar ni falsar. Avanzó sus ojos, buscando alguna sección del texto más interesante, más confiable.
¿Qué es exactamente la esencia, entonces? Podría definirse como una energía mágica, una especie de alma compartida, que hace a varios seres compartir una misma naturaleza, unas mismas fortalezas, unas mismas debilidades.
Así, la magia, la guerra, el fuego, el asesinato, la vida, los astros o los sueños son las esencias de magos, guerreros, piromantes, ángeles negros, demiurgos, astrarios y soñadores, respectivamente. Son el núcleo de su ser, lo que les fortalece y, a la vez, lo que les debilita, si se entregan en demasía a ello. Por encima de todo, son lo que les define: un mago sin magia no es nada, un guerrero sin guerra no es nada, un piromante sin fuego no es nada, un ángel negro que no mata no es nada; y así podemos seguir con los cientos de criaturas que nacen a la luz de la Luna Roja, pero que existen desde mucho antes de ese momento.
Rádar reprimió un escalofrío al leer la última frase, pensando en su compañero de torreón, de mundo, de ciudad. No sabía qué pensar acerca de aquello, más allá del horror que le provocaba una transformación, un ser, que se definía a través del asesinato.
Así pues, queda claro una cosa: la esencia existe desde casi el mismo momento de la concepción biológica, y otorga al organismo una naturaleza fundamentalmente diferente de la que debería tener. Sin embargo, en líneas generales, resulta más o menos contenida, por lo menos antes de la adolescencia. La esencia de cada semilla que cosecha el reino se halla enterrada en lo más profundo de su ser, dormida, casi indetectable.
Eso cambia en Rocavarancolia. La Luna Roja y Rocavaragálago despiertan esa esencia, la riegan, la alimentan, la aumentan hasta límites insospechados. Y ese aumento de poder debe ir acompañado de cambios físicos y psicológicos para evitar que el cosechado sea abrasado.
Esa es la capacidad extraordinaria de la Luna Roja: aumentar, acelerar y potenciar cambios prefijados desde el nacimiento. Esos cambios, en algunos mundos, pueden ocurrir de forma natural (famoso es el caso de Voraz, que siglos antes de la vinculación con Rocavarancolia tuvo una plaga de vampiros), pero no es lo común.
Lo normal en el caso de seres con esencia que no pueden despertarla (porque no son cosechados por Rocavarancolia y, además, en su mundo no hay ninguna forma natural de suplir a la Luna Roja) es, simplemente, que esta esencia innata se mantenga dormida toda su vida. No obstante, a veces incluso la esencia dormida afecta al ser en cuestión, siempre de forma catastrófica. De sobra conocido es cómo los onycemantes (y otros brujos extraplanares), por ejemplo, tienden a enloquecer de forma irremediable si no se transforman a su debido tiempo, o cómo los piromantes sin transformar más poderosos pueden empezar incendios catastróficos, capaces de producir fuego pero, sin la transformación, no de controlarlos.
El astrario resopló. Por supuesto, Rocavarancolia siempre se las apañaba para ser una ciudad con más matices de los que debería tener una tierra tan monstruosa. ¿Debían maldecirla por despertar un espanto interior que, con casi total seguridad, habría quedado dormido, o debían agradecerle que hubiera pastoreado un cambio que, de no haberse producido, podría haber llegado a enloquecerles por completo?
No era capaz de contestar a esa pregunta. Y aún más: a pesar del miedo que provocaba en Rádar aquellos cambios no podía dejar de abrazarlos. Cuando sentía su nuevo ser, cuando le prestaba auténtica atención, no podía sino sentirse… completo. Entero, como si antes de haber venido a aquella ciudad delirante y aberrante le hubieran faltado piezas de él mismo, piezas que no había sabido que existía.
Lo peor era que, cuanto más leía de las transformaciones y las esencias, de cómo funcionaban, más se daba cuenta de que aquella era la más pura de las verdades.
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Aquella noche, por primera vez, realmente prestó atención real a su capacidad para percibir los astros. Después de varios intentos infructuosos de activar su gravedad mágica decidió pasar a su otra habilidad, con la esperanza de que esta fuera menos frustrante.
Tan pronto se sumergió en su nuevo sentido sintió que se ahogaba. Ahora que realmente prestaba atención a lo que le llegaba se daba cuenta de lo absolutamente apabullante que era toda esa información. Cientos, miles, quizás millones de cuerpos celestes se citaban en su mente, gritándole su posición, su velocidad, su dirección. Y el mayor de todos estos, la Luna Roja, exigiendo su sumisión absoluta.
Rádar sintió ganas de gritar. Se cerró de inmediato a aquel reloj interno, casi asfixiado. Aquel intento insensato había sido como si una persona completamente ciega, que nunca hubiera visto ni la más mínima luz, obtuviera de pronto una visión perfecta e intentara verlo todo en un jardín a mediodía.
La siguiente vez se abrió con más suavidad, y solo a la información que le llegaba de la Luna Roja. Casi se mareó al sentirla, al sentirla de verdad, en toda su plenitud. Lo que había percibido durante la criba era una fracción tan mínima que no se podía comparar con aquello, lo que había notado desde que empezó (o, mejor dicho, se aceleró) su transformación hacía dos días era un simple vahido al lado de la verdad.
Siguió realizando aquellos ejercicios varias horas, más tiempo del que había querido. Lo que notaba al abrirse a la información que llegaba del sol y la Luna Roja era tremendo, inabarcable, pero podía manejarlo con relativa facilidad. Probablemente porque, de forma inconsciente, ya había aprendido a hacerlo con la mínima información que notaba de ambos astros durante los últimos meses de su criba.
Otro cantar era abrirse a las estrellas. Intentar ubicarlas, intentar diferenciarlas, intentar predecirlas era confuso y una ardua tarea. Con toda prabilidad aquello se debía a su gran cantidad, pero saberlo no hacía más fácil adaptarse a aquella información.
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Era temprano por la mañana, muy temprano. No había sonidos en la sede de los traumaturgos, los monstruos que la habitaban todavía intentaban arrancar descanso a un sueño poblado por pesadillas o seguían de fiesta, entregándose al glorioso astro que llevaba días clavado en las alturas.
El color de la piel de Rad era ya casi el definitivo, pero no del todo. No obstante, en aquellos días se dio cuenta de otra cosa: el núcleo de su ser, su esencia mágica, todavía... Crecía no era la palabra exacta, el tamaño de la esencia también estaba prefijado desde el nacimiento. Más despierta, quizás, y... ocupando más de su ser, de su propio cuerpo y mente. Definiéndolo más a cada día que pasaba. Apenas era consciente de ello, y lo cierto es que no lo notaba diariamente, tan gradual como era. Pero cuando comparaba la sensación que tenía al intentar activar su gravedad con la sensación que había tenido se daba cuenta de las sutiles diferencias.
Eso confirmaba una de las cosas que había leído: aunque la transformación se aceleraba de forma exponencial la noche que salía la Luna Roja, lo cierto es que no se completaba ese día, sino que seguía desarrollándose hasta casi el mismo instante que el magnífico astro abandonaba los cielos.
Se sumergió en su ser, en su auténtico ser, lo que antes había estado dormido y ahora despierto, la naturaleza por la que había tenido que pagar siete meses de sufrimiento, desesperación, confusión y desconocimiento. Ahora era más fácil desdeñar la información excesiva de los astros, porque tenía algo más de idea de cuál era esa información. Concentrado en su objetivo de llegar al lugar donde residía y nacía su poder, el lugar que le daba la capacidad de atraer y desviar hechizos.
Y consiguió activar su gravedad.
Fue una sensación casi electrizante. Su concentración se rompió y Rad volvió a su cuarto, con el corazón en un puño. No sabía cómo nombrar lo que había sentido, no sabía qué palabras usar para describirlo, pero sabía qué era. Sabía qué había conseguido. Había durado un único instante, prácticamente nada, pero lo había hecho.
Múltiples intentos siguieron a ese, y muy pocos volvieron a conseguir ese minúsculo momento de gravedad mágica. El niño astrario estaba demasiado excitado por lo que había logrado para repetir su hazaña.
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Rad miraba inerte hacia el techo. Había vuelto a tener una pesadilla, y esta había sido bastante horrible. Volvía a ser cosechado, volvía a estar ante la cicatriz, discutiendo con Barael. En la pesadilla, sin embargo, no se limitaba a amenazar con tirarlo por la cicatriz: efectivamente, lo hacía. Todavía recordaba la satisfacción que había sentido en el sueño («la pesadilla») al escuchar, en aquel silencio onírico, el repugnante chasquito de su cuello al romperse. «Un problema menos» había pensado.
Un problema menos. Ese había sido su pensamiento muchas veces, cuando parecía que Barael podía morir en cualquier momento. Había intentado racionalizarlo, esconder su oscuridad bajo una pátina de fría lógica. Y lo había conseguido, probablemente porque, en cierto modo, había sido efectivamente lógico desear aquello.
Solo que claro, lógico y ético no tenían que ser sinónimos absolutos.
Al fin se había dado cuenta. Había sido lógico desear la muerte del nublino, sí, e igualmente había sido un deseo monstruoso. Encerrarlo en las mazmorras habría sido igual de racional, y menos espantoso, pero no se le había ocurrido.
Lo peor era, quizás, que una parte de sí no podía dejar de desear que Barael hubiera muerto en la criba.
El astrario se miró a un espejo y pasó sus dedos cuidadosamente por las voraces cicatrices que le cubrían media cara. Recordó el dolor de aquellas cuatro muertes, sucedidas hacía tan poco tiempo y, a la vez, hacía tanto. Ni cuarenta días habían pasado. Poco más de un mes, ¿cuánto tiempo había en poco más de un mes? Varias vidas, varias muertes.
Hacía poco más de un mes Daer estaba vivo, y Dafne, y Sakrilt, y Charlie. Hacía poco más de un mes vivían, inocentes, en el torreón Maciel, sin saber que el edificio pronto caería sobre sus cabezas, sin saber que uno de ellos se transformaría en monstruo y marcaría a Rádar, a Eriel, mataría a Charlie y Sakrilt, sería asesinado por Dafne a costa de su propia vida. Hacía poco más de un mes eran carabeses y nublinos, humanos y daelicianos, idrinos y clingers. No estaban muertos, ni encerrados en el horror de la no-muerte, ni eran espantos surgidos de pesadillas.
«No te mientas» se dijo. Eso último no era verdad. Hacía poco más de un mes él ya sentía la Luna Roja, incluso si era de forma incompleta. Hacía poco más de un mes Tayron ya sentía a sus fantasmas. Hacía poco más de un mes Barael, y Eriel, ya poseían los monstruosos instintos que anidaban en su interior…
No eran espantos desde que salió la Luna Roja, sino desde antes, desde mucho antes. Empezaron a convertirse en monstruos en el mismo instante en el que cruzaron los vórtices de camino a Rocavarancolia. Desde ese momento Rocavaragálago y la Luna Roja empezaron a cambiarles, borrando con saña lo que habían sido sin estar destinados a ser, sacando a la fuerza la esencia que estaba enterrada pero destinada a definirles.
Lo que más temía era la oscuridad que empezaba a enterrarse en su alma. Rocavarancolia lo reclamaba como propio: lo había hecho desde hacía mucho, los deseos de muerte a Barael eran buena prueba de ello. Y temía lo que estaban sufriendo sus compañeros de torreón. Los astrarios ni siquiera eran particularmente oscuros, ¿qué le estaría pasando a los nublinos, condenado uno al fanatismo y el otro al saqueo de cadáveres? ¿Qué le estaría pasando a Tayron, condenado a nutrirse de fantasmas?
¿Qué le estaría pasando a Sox, condenado a matar personas para ser lo que realmente era?
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Entrenar su reloj astronómico era absurdamente laborioso, pero posible. Sin duda otro cambio más de la Luna Roja: estaba razonablemente seguro de que ninguna mente normal podría soportar ese conocimiento, mucho menos aprender a interpretarlo. Pero, al fin y al cabo, la transformación consistía, más bien, en una metamorfosis. Modificaba sus seres infantiles en sus seres destinados, y ningún ser en el universo poseía capacidades que no pudieran manejar.
Asomarse a toda aquella información era mareante, y no solo por su gigantez, sino por todo lo que implicaba. La Luna Roja era grandiosa, única e indescriptible, y no se engañaba: cualquier cosa buena que pudiera tener Rocavarancolia lo debía a aquel astro. Y, sin embargo, a pesar de su magnificencia, también era un único astro. Asomarse a las estrellas le permitía no solo saber intelectualmente, sino sentir visceralmente lo increíblemente grandioso que era el universo… y lo minúsculo, en comparación, que era cada estrella, cada planeta, cada ser vivo.
Y, sin embargo, Rad no podía dejar de reflexionar acerca de que, incluso si no se comparaba en nada con la grandiosidad del universo, el poder de la Luna Roja era increíble, apabullante y merecedor casi de adoración. Incluso si no se comparaban con la grandiosidad del universo las vidas de cientos de criaturas en Rocavarancolia y los mundos vinculados era magnífica y perfecta. No eran iguales a las inabarcables estructuras que existían más allá de su estrechez; no tenían nada que ver con las gigantescas estrellas, las colosales galaxias, los descomunales cúmulos o los hercúleos supercúmulos estelares, pero… también eran preciosas, e incluso más únicas y diferenciables que toda esa titánica existencia de la que no eran conscientes.
Quizás Nad, Daer, Charlie, Sakrilt y Dafne; o Barael y Eriel; o Lorenzo, Fahran, Mónica y Sinceridad; o Tayron, Siete y Hyun; o Sox y él mismo no podían compararse a los grandes filamentos que estructuraban el universo, podían ser nada, una mota de átomo, un mero átomo en comparación a semejante gigantez... pero estos filamentos tampoco podían compararse a la luz y la oscuridad, el placer y el desconsuelo, la pasión y la indiferencia de las que habían disfrutado y sufrido en toda su vida.
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Se dirigía a la biblioteca cuando apareció en su mente la Torre de los Soñadores. Rad se quedó congelado por un momento, sintiendo un peso frío y viscoso recorriéndole el cuerpo. Había ocurrido algo horrible, lo supo al momento. En Rocavarancolia acababa de suceder una monstruosidad, y él había sido afectado por ella.
En algún lugar supo, inefablemente, que aquel era el momento en el que realmente se convertía en un monstruo de la ciudad. Aquel era el preciso instante en el que los problemas de los espantos que poblaban aquella ciudad delirante se convertían en sus propios problemas.
Miró a la Luna Roja que colgaba en las alturas. No la sentía, y eso le ahogó mucho más que su intuición estelar. Cuando miró dentro de sí no era capaz de percibir la rotundidad de tan majestuoso astro, ni del sol de Rocavarancolia, ni de las estrellas y planetas del firmamento. Lo había perdido todo, y el astrario recién nacido se asfixió ante aquello, ante la nada absoluta de su ser. Y gritó, gritó de frustración e ira, gritó de odio puro. Qué paradoja que ahora que no sentía aquel agobio gigantesco se sintiera castrado y mutilado; constreñido, como si le hubieran obligado a meterse en ropa demasiado chica: cegado y ensordecido, como si hubiera perdido aquellos sentidos, como si el mundo hubiera perdido color, sonidos y olores, como si de la realidad se hubieran desvanecido varias dimensiones.
A su alrededor aquella calle casi desconocida se había transformado. Parecía más viva, y también más peligrosa: las casas se habían reconstruido, monstruos de todo tipo salían de ellas, gritos de agonía se escuchaban en su interior. Rad apretó sus dientes y volvió sobre sus pasos. Necesitaba llegar con urgencia a la sede y, desde allí, buscar ayuda, o asegurarse de que nadie había muerto.
Se paseó por aquellas calles apenas conocidas, y terminó de perderse. Aquella manzana parecía resucitada, como si Rocavarancolia hubiera vuelto a su oscuro y perverso pasado glorioso, rebosante de horrores y pesadillas. Las casas y mansiones eran esplendorosas, pero también horripilantes. Adornadas con estatuas que gritaban, a todas luces, que eran personas petrificadas; repletas de alaridos de agonía y gritos de placer; rebosantes de risas sádicas y perversas.
Rádar se quedó congelado ante un edificio particular, el más grandioso y terrible que había visto. Tenía un vago parecido con Rocavaragálago, y de sus muros colgaban cuerpos. «No, no son cuerpos. Están vivos». Colgaban del cuello, asfixiados, atados de pies y manos, pero vivos. Distinguió las caras. La mayoría eran tipos A, algunos que habían estado (en su opinión) por encima de lo que merecían gracias a su magia. Otros que habían mostrado un desdén hacia él más propio de tiempos antiguos. También había rivales, gente con la que había discutido, personas a las que había odiado por esta u otra mezquindad. De aquellas fachadas colgaban también el asesino de Nad tal y como lo había imaginado cuando se lo describieron, el sectario aterrador, Tuétano, y otras criaturas que no podía describir. Los monstruos colgantes no solo sufrían la asfixia, sino el ataque de cuervos y estirges, de insectos y bichos. Su carne era pasto de gusano a la misma velocidad a la que esta se regeneraba.
Y en la puerta de semejante horror se encontraban Eriel y Barael, mirándole con burla.
Rad se dio la vuelta e intentó echar a correr, intentando huir de allí, evitar el enfrentamiento que le esperaba en aquel palacio. Por desgracia no tuvo tanta suerte. Un sortilegio lo alcanzó por la espada y lo golpeó con fuerza contra el suelo, aturdiéndolo. Tiempo más que suficiente para que los dos hermanos lo agarraran.
—Vamos, no puedes cancelar ahora tu cita —le decía Eriel. Rad forcejeó, iracundo. No sabía qué le esperaba allí dentro, pero sus entrañas le decían que no era algo bueno.
Por los pasillos se encontró con escenas dantescas. Monstruos y engendros saciaban sus apetitos en esclavos; personas se usaban como comida ante la indiferencia, o incluso placer, de los espantos. No-muertos con expresión indiferente y ojos que gritaban por el horror de su cárcel servían de guardias y criados. La poca luz que poseía Rocavarancolia, en aquel pasillo, parecía extinguida por completo. Y toda su monstruosa oscuridad se exhibía, tremenda, grotesca, hipertrofiada.
Lo echaron sin miramientos sobre el suelo, en una estancia que parecía la más grande y magnífica de todas. Cabezas de dragones, leviatanes y otros seres grandiosos y terroríficos decoraban sus muros. Fuera de ello era todo un gigantesco tapiz que mostraba escenas delirantes, horrendas y magníficas: algunas, todo ello a la vez. Una vidriera gigante de la Luna Roja se alzaba en la pared, enmarcándola a la perfección.
—Mirad quién ha llegado —Rad siguió mirando el suelo, temblando de shock y rabia. Apretó sus manos con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en la carne, creando ocho medio lunas por las que empezó a manar su sangre—. La debilidad del pasado por fin se digna a conocer a la gloria y el poder del futuro.
Levantó su cabeza, muy lentamente, consumido por un fuego que era odio y repulsión. Una inquina pura, venenosa, tóxica, que recorría sus venas empozoñando la visión del engendro que tenía delante.
El trono era grandioso. Absolutamente gigante, de huesos impolutos de multitud de colores. Decenas de calaveras remataban su respaldo, cada una con una corona. Y, sentado en él, estaba Rádar. Un Rádar adulto, más maduro, con la locura y perversión de Rocavarancolia asomando en sus ojos. Vestía una armadura majestuosa y terrorífica, una espada esplendorosa ante él, una sencilla tiara adornándole la frente.
—¿No vas a decir nada?
—No tengo nada que decirte —no entendía qué sucedía allí. ¿Era aquello un delirio, una alucinación, una pesadilla, una visión? Los astrarios no tenían dotes proféticas, pero había leído que de vez en cuando salía algun transformado con habilidades que no deberían tener, variaciones extrañas. Esperaba que él no fuera uno de ellos.
—Mientes —había una sonrisa burlona en el monstruo que tenía su cara del futuro. Una sonrisa que prometía placer para él, dolor para el resto del mundo—. Siempre tienes algo que decir. Siempre tienes una réplica. Te conozco perfectamente, Rádar: al fin y al cabo, yo soy tú.
—No —el astrario recién nacido se levantó, sus dientes apretados con tal fuerza que podría haber desgarrado la mismísima piedra—. No sé qué eres, pero yo no soy tú. Nunca, ni en mil años, ni en diez millones, ni aunque viviera tanto que olvidara todo lo que sé, todo lo que soy, podría convertirme en una cosa tan repulsiva como tú.
El cambio en la entidad que parecía su yo del futuro fue sutil, pero palpable. Seguía sonriendo, pero ya no era una sonrisa burlesca, sino salvaje. Dos hornos de odio escondido y rabia a punto de desatarse habían sustituido a sus ojos. Su rostro prometía dolor, gritos, muerte.
—Marchaos todos.
—Mi señor-
—He dado una orden, Sox. Marchaos.
Rad se fijó entonces en el Sox, también más adulto, que se encontraba bajo el Trono. Por un momento un escalofrío se recorrió la columna. Era hermoso, esplendoroso, majestuoso: no tenía nada que vez con su aspecto, sino con el aura que manaba de él. Elegancia, peligro, salvajismo. Recordaba a un depredador nocturno y oculto.
Aquel era, sin duda, el aspecto de un ángel negro que aceptaba toda su naturaleza, que se deleitaba en ella.
Uno a uno todos los espantos y engendros salieron de la sala. Solo quedó atrás uno, señalado por aquel ser que afirmaba ser él. Eitne les miró con miedo, un niño incómodo al que no había prestado atención, pero el cual todavía se horrorizaba, igual que le sucedía con los otros dos niños letarguinos. Como todavía se horrorizaba al recordar a Nad, a las decenas, cientos, miles de niños que habrían muerto en aquella ciudad endiablada.
«Qué está pasando. Qué coño está pasando». Rad no entendía nada. ¿Por qué aquella visión delirante otorgaba la adultez a algunos y dejaba en la niñez a otros? ¿Qué clase de mago retorcido se divertía haciéndole tener unas alucinaciones tan buenas y repugnantes?
El otro bajó del majestuoso trono de huesos y calaveras con aparente desidia. No obstante, aquello era una obvia fachada. Se le podía notar la perversa satisfacción que sentía al observar la turbación que generaba en aquel niño que daba tanta apariencia de inocencia y en aquella versión tan joven e inmadura de sí mismo.
Sacó de un recoveco del trono un cuchillo, un carcaj y un arco. Posteriormente lanzó la daga a Rad.
—Mátalo.
—¿Qué?
La indignación empañaba la voz del astrario. Era tremenda, rotunda, como si fuera la primera vez que alguien acudía a aquel sentimiento. El otro compuso una sonrisa aviesa y se colgó el carcaj.
—He dicho que lo mates —puso una flecha en el arco y apuntó al niño—. O lo mato yo. Elige: un limpio degollamiento, o una flecha clavada en los intestinos. Una muerte atroz, como bien te puedes imaginar. Y por favor —añadió, con una risita perturbadora—, ni se te ocurra que puedes matarme antes de que le atraviese las tripas de parte a parte.
Rad dio un par de pasos atrás, negando con impotencia. Sentía que le faltaba el aire, que la realidad le agarraba del cuello y le apretaba. Echó una mirada más a Eitne, los ojos de ambos brillando con lágrimas no derramadas. Aniquilar su vida, su futuro, sus sueños y miedos, a cambio de que esa aniquilación fuera menos dolorosa. ¿Qué clase de elección era esa?
—Es un niño —murmuró, horrorizado—. ¡Es un niño!
—Sí, un niño. Puedes manejar tu monstruosidad por la parte benigna o dejar que los monstruos más voraces sigan devorándolo todo. Te doy diez segundos. Elige, Rad.
Apretó los puños, llorando de impotencia y odio. Luego se acercó con pasos pesados a aquel niño que le miraba con miedo, con terror. No podía hacerlo y, sin embargo, debía. Porque si algo sabía era que no soportaría ver la lenta muerte agónica que podía provocar unas vísceras atravesadas por un arma.
Alzó el cuchillo, temblando de rabia. El niño no dejaba de mirarle asustado, como si él fuera el problema. Por un momento Rad odió la mirada que le echaba. «¡No me mires así» quería decirle. «¡Te estoy salvando! ¡Estoy evitando que tu muerte sea un horror de infección y agonía!». Luego bajó el cuchillo.
La sangre borbotó, ahogando al joven y empañando sus ropas, su cuerpo y el suelo de una sangre cian. Rad prácticamente se convirtió en una estatua. Escuchaba detrás la risa de su otro yo, pero nada importaba. Lo único que importaba era el fascinante horror que se le metía por dentro, entumeciendo sus músculos, congelando su vista en la dantesca escena de muerte que se desarrollaba ante él, borrando todo el futuro de Eitne de la existencia.
Sintió un golpe en la espalda y un sonido en el suelo. El astrario se volvió hacia atrás, todavía en shock, todavía vacío, y observó una flecha en el suelo. No se había clavado en su carne, y al observarla de cerca era fácil adivinar por qué.
—Puntas romas —dijo el otro Rad. Luego se echó a reír, como si aquello hubiera sido una magnífica travesura.
El horror se extendió poco a poco por el entumecido astrario. Un truco. Todo había sido un truco. Había matado a Eitne por un truco. Había extinguido una vida, exterminado la inocencia, aniquilado toda bondad y maldad de alguien… por un truco.
Lo había hecho él. Había matado a alguien. Y ni siquiera le había evitado ninguna clase de agonía, todo lo contrario. Le había borrado todo su futuro, todas las decisiones que habría tomado. Todas las interacciones que habría tenido. Todo el placer y dolor que podría haber sentido en las decenas de años por venir.
Y, justo en ese preciso momento, Rádar escapó del poder de la torre.
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Desde que había llegado a la sede se había tumbado sobre su cama, posando una mirada vacía en el techo. Rad no era nada, ni siquiera un muñeco. Apenas llegaba a la categoría de carcasa, con su mente reviviendo la grotesca pesadilla que había sufrido. De poco le valía saber que no había sido real, que no había matado al inocente niño que vivía en el mismo edificio que él. Por mucho que hubiera sido falso todavía recordaba la apariencia del cádaver, la sensación de desgarrar la carne, de cortar el cuello, la forma en la que la luz se apagaba.
Y no era lo peor, claro. Había visto su mayor miedo, pero este no era la muerte de Eitne: apenas lo conocía, al fin y al cabo. Ese asesinato falso había sido simplemente una decisión a la que había querido obligarlo su subsconciente (¿y, quizás, la Torre?) para torturarlo. O quizás del monstruo interior para liberarse.
Y eso era lo que temía. El otro Rad era su auténtico terror, su auténtico pavor. La posibilidad de perderse a sí mismo, como se perdió Daer, como se perdían tantos rocavarancoleses. Perderse y acabar así. Ese era su auténtico miedo.
Rebulló en sus mantas, todavía con una expresión neutra, casi aburrida. Lo que más temía era que no hubiera alternativa. No había investigado, pero era dolorosamente obvio que no volvería a Carabás. ¿Cómo hacerlo, convertido en un engendro de piel casi oscura, con la capacidad de desviar hechizos, sin saber su idioma de origen? ¿Cómo le dejarían, con el peligro que eso entrañaría? Hacía meses le había dicho a Sox que Rocavarancolia mataría a cualquiera antes de permitir que Carabás descubriera que secuestraba a sus ciudadanos. Para bien o para mal estaba encerrado en Rocavarancolia, y una parte de sí ni siquiera se sentía mal por ello. Era extraño, era aterrador, pero… Rad no podía dejar de sentir que, efectivamente, pertenecía a aquella ciudad horrenda. Que aquel era, realmente, el único lugar donde realmente podría desarrollarse por completo.
Y era una noción aterradora, asfixiante. ¿Podía hacerlo sin convertirse en el engendro que le había azuzado la Torre de los soñadores?
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Le calmaron en sueños. Era extraño, al principio receló, de hecho, pero aquel hombre no tardó en explicarse. Y tampoco tardó en calmarle. Sí, era extraño. El sueño permitía pensar las cosas de forma más clara que la realidad, a pesar de que no debería haber sido así.
Cuando despertó se volvió a quedar mirando al techo, menos martirizado. Suponía que todo era cuestión de aceptarlo. Cuestión de tirar hacia delante, de construir su propio camino en aquella ciudad en la que se veía obligado a vivir.
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Empezó a trabajar en el granero. Era algo temporal, claro, una forma de empezar a ganar algo de dinero mientras decidía qué hacer. En Rocavarancolia lo más cercano a alguna clase de deportista de élite eran los luchadores del anfiteatro (que ya no existían, o si lo hacían no había escuchado nada de ello) y los soldados del ejército. Ninguna de las dos opciones era una que estuviera dispuesto a considerar.
Su otra posibilidad en Carabás habría sido algo relacionado con la matemática y la ingeniería, saberes que en Rocavarancolia no existían como tal. Allí no existía la tecnología o tan siquiera la tecnomagia, tan solo el estudio de la magia, un estudio caótico y diverso. Y en ese campo él no podía hacer nada.
No se le ocurría ningún camino profesional que pudiera seguir en Rocavarancolia y no le pareciera insoportablemente tedioso o vomitivamente antiético, pero imaginaba que tendría tiempo para pensarlo más detenidamente.
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También siguió con sus entrenamientos, claro, tanto los estelares como los referidos a la gravedad mágica, que avanzaban con excesa lentitud. Cuando se asomaba a aquel núcleo de su ser, a aquel ser real, cada vez más despierto, cada vez más fundido con él, se preguntaba cómo de avanzada estaba su transformación, cuánto quedaba para terminarla.
Había leído que había muchos medios mágicos de vigilancia, guardia y protección que se activaban con todos aquellos a los que no reconocían como transformados. Según Esencias y lunas, además, llegaba un momento de la transformación en la que esta se encontraba ya tan avanzadas que estos medios ya la reconocían como completa aunque no lo estuvieran, incapaces de afinar tanto.
Era una duda explosiva, surgida de la más ferviente curiosidad aunque también de una preocupación no menor por su destino, su naturaleza y la forma en la que encajaba en Rocavarancolia. ¿Si se encontraba esa magia… lo reconocería ya como un astrario, o todavía no?
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Al mirarse en los espejos le observaba alguien que era él y que, a la vez, no lo era. Rad se pasaba los dedos por sus cicatrices, pensativo. Luego sus pecas. Su piel era tan oscura como su pelo, tan cercana del negro que a veces costaba distinguir ambos colores. .
Aquel era su auténtico reflejo, lo que siempre había sido de verdad. No lamentaba realmente el cambio, porque se sentía… completo. Entero. Él mismo, él mismo de verdad.
Pero a veces no dejaba de echar de menos lo que había sido antes, incluso si aquello no había sido del todo real.
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