Ormivas

A Hal le preocupaba en extremo el tema de Rocavarancolia y los dragones. No se le escapaba lo que podría hacer aquella ciudad con una legión de reptiles gigantescos resistentes a la magia y lanzadores de fuego en su poder. Con toda probabilidad la muerte se extendería por docenas de mundo, y con ella llegarían las cadenas rocavarancolesas, destinadas a mentenerlos bien fijados a la ciudad. Al demiurgo no le atraía nada aquello, la pérdida de tantas preciosas vidas, criaturas, personas...

«Igual de preciosa que la de este animal» pensó, mirándolo con cierto aire triste. Cada existencia en el universo era preciosa, incluso si era la de un ser con un (previsiblemente) nivel de inteligencia tan bajo. Nunca, jamás, en todos los centenares, miles, decenas de miles... de mundos que quizás albergaban vida habría otro como el que había habitado aquel cadáver.

—Está muerto —dijo, en voz baja, como queriendo no perturbar el descanso de la inexistencia al cual había pasado—. Sea lo que sea ese bulto... Creo que es un parásito que lo ha matado.

El carabés tenía razón. Aquel ofidio estaba más próximo a los anfibios, pero el animal que estaba en su estómago era por completo un reptil, parecido a un cruce entre perrito y conejo con escamas. Debido a la toxicidad de la serpiente había acabado evolucionando a una piel extremadamente gruesa con una suerte de cubierta protectora. Al dejarse tragar podía matarla con rapidez y devorar en poco tiempo sus órganos internos, que carecían de la peligrosidad de las escamas.

El demiurgo se quedó mirando en silencio al brujo. Se encontraba fascinado por aquellos cánticos, preguntándose qué hechizos eran. Tenía claro que debía aprenderlos, podrían serles muy útil a la hora de dibujar.

—¿Qué hechizos eran esos? Nunca había escuchado sobre ellos —había una traza de admiración ansiosa en la voz de Hal. Deseaba aprenderlos.

De súbito grandes porciones de sombras taparon la poca luz directa que dejaban pasar las copas de los árboles. El dúo estaba pasando justo por debajo de una zona con varias porciones de tierra volante, de tamaño mediano aunque algo variable. Desde el suelo, sin embargo, no se podían apreciar bien los detalles de sus plantas.

Una vez más la expresión del carabés era de la más pura sorpresa. Recordó hacerse un recordatorio sobre mirar la naturaleza de la tierra volante en cuanto tuviera un tiempo, y luego miró a Virai, con una muy previsible pregunta en los labios.

—¿Podemos levitar hasta eso?

Al demiurgo le apenó oír cómo Virai hablaba de su transformación. Desconocía cuál era, y no tenía la confianza suficiente como para preguntarle, pero no podía ser tan mala... ¿No? No parecía ser uno de aquellos monstruos que necesitaban matar o comer gente, así que... Y hasta donde sabía los dones de la Luna Roja eran, todos, magníficos. O por lo menos todos los que conocía.

Las plantas de las capas de tierra volante eran especialmente únicas. En aquella, por ejemplo, eran una especie de enredaderas que se desarrollaban sobre el suelo, ocupando cada milímetro posible y colgando por los lados largamente. En otra capa cercana eran largas hierbas, finas y numerosas, donde sería fácil ocultarse. En otra también cercana eran tallos un poco más rígidos de donde salían hojas y flores en una cantidad exuberante, y no solo por arriba, pues aquella especie en concreto también crecía por debajo de la capa de tierra.

Hal se quedó mirando especialmente a estas últimas, y fue hacia allí. Imaginaba que las raíces se agarraban al interior de la tierra, sin sobresalir por debajo, a diferencia de muchas de las otras plantas que se veían. La mayoría de capas mostraban una sola especie (quizás incluso un solo organismo, aunque eso habría que estudiarlo), pero otras mostraban decenas de plantas distintas, algunas muy diferentes a otras. También se veía mejor que en el suelo la gran cantidad de bichos distintos que pululaban, aunque en este caso se limitaban a los pocos alados que había. Hal observó pasar cerca a algo que parecía un cruce entre una abeja y una mariposa, más grande de lo que sería normal y con unas alas el triple de grande que su cuerpo.

También se veía mucho mejor la isla. Era relativamente grande, con cierta pendiente. En el centro se apreciaba algo que parecía un volcán, aunque el demiurgo juzgó que, dado lo erosionado que estaba, debía hacer muchísimo tiempo que se encontraba extinguido. O había dado la casualidad de que durante siglos o milenios no hubiera tenido ni una erupción.

De súbito se escuchó un rugido. De un cercano punto indeterminado del bosque, quizás un claro, se levantó una mole azulada. Cualquiera diría que un animal tan grande no debería poder volar, pero los dragones no eran seres especialmente mágicos por nada.

Tras revolotear un par de veces pareció fijarse en el dúo rocavarancolés y giró su rumbo, dirigiéndose hacia ellos.

El destello no gustó nada al dragón, que rugió de inmediato cuando la luz acuchilló sus globos oculares. Varios fogonazos ígneos siguieron, uno de ellos pasando peligrosamente cerca de los rocavarancoleses invisibles, que casi podrían sentir oleadas de ira proviniendo de la bestia. Intentó posarse en la superficie que parecía considerar más cercana, una capa de tierra volante, pero su ceguera le impidió atinar y acabó cayendo sobre la selva de abajo. Más chorros ígneos salieron despedido de su boca, hasta que, unos instantes después, el animal pareció calmarse de súbito. Permaneció parado un pequeño rato, y entonces echó a volar.

Era evidente que poco a poco volvía a tener vista. Comenzó a volar en círculos, buscando a los dos seres que había visto antes. Un par de veces más hubo llamas volando, quizás para desquitarse más que por otra cosa. Tras estos momentos se dio la vuelta y comenzó a alejarse, yendo hacia el volcán extinguido. Finalmente acabaría perdiéndose, buscando su hábitat natural: el otro lado de la isla.

Era evidente que aquella era la zona de barlovento, mucho más húmeda que la cara contraria de la ínsula. Los fogonazos del dragón habían causado indudable destrucción, pero debido a la humedad del lugar las llamas estaban encontrando difícil en extremo convertirse en algo mínimamente parecido a un incendio.

Hal había hecho escrupuloso caso a las instrucciones de Virai, casi desconectando luego para observar al dragón, a medias horrorizado y a medias admirado. Sus escamas sacaban matices imposibles a la de por sí grandiosa luminosidad de Ormivas: cada giro o mínimo movimiento del dragón enviaba gamas de azulados distintos. Su tamaño, su aliento flamígero, su movimiento... Todo su ser, en definitiva, era una maravilla indescriptible. El demiurgo sabía que solo con aquella visión su vida había valido la pena. Aquel ser era la hermosura, el terror y la majestuosidad encarnados.

Y a la vez se preguntó cuántos seres vivos habrían perecido a causa de las llamas. ¿Cuántos habían muerto calcinados en aquel momento? ¿Cuántos habían muerto a lo largo de la vida de aquel ser? ¿Cuántos morirían en el futuro? Por un momento Hal sintió vértido. Incontables vidas nacían y morían a un tiempo, trillones, cuatrillones y más en cada segundo, en cada minuto, en cada hora. El universo entero no era sino una oda a la vida y a la muerte, al placer y al sufrimiento. Durante un minúsculo instante el demiurgo sintió la sintonía con todos aquellos seres, los que existían y los que habían dejado de existir, los del pasado, los del presente y aquellos cuyo ser era únicamente potencial y futurible. Todos ellos tan dispares, pero tan parecidos en lo fundamental.

—Bastante bien, sí —todavía se encontraba anonanado ante aquella magnífica bestia y su propia realización. Miro hacia las huellas calcinadas que había dejado el ser abajo, sintiendo la pena por todos los seres que habían muerto en aquellos momentos, en parte por la culpa de él y de Virai, pues habían sido quienes habían atraído al dragón y lo habían cegado—Ha sido... indescriptible. Único.

«Ha quitado el aliento» pensó, todavía con una pizca de aturdimiento. Miró a su alrededor, entre las capas de tierra volante. Aquellos seres que parecían un cruce entre abejas y mariposas seguían con su vuelo polinizador. El mundo seguía girando, como si nada. «Y yo he visto algo que quizás sea lo más terrible y magnífico que existe en el universo».

—Pues... Un poco todo —sugirió—. Habría que apagar el incendio... Y luego, pues... seguir al dragón al otro lado de la isla, disfrutando con lo que encontremos en el camino.

Una vez lo apagaron siguieron el camino a ras de tierra. Una de las cosas que más maravillaba a Hal era la gran cantidad de flores de todo tipo, color y olores que había. Muchas estaban a ras de suelo, siendo polinizadas por bichos andantes, pero otras muchas colgaban en lo alto y atraían a aquella especie de híbrido entre abeja y mariposa. Fragancias de todo tipo inundaban el bosque. Algunas, eso sí, le hacían arrugar la nariz.

Un rato después de andar la vegetación iría haciéndose menos densa. A lo lejos podrían ver una pequeña casucha de madera y hojas, y tras esta aparecerían más.

Por un instante el demiurgo se preguntó si la broma de Virai era real o no, pero intentó deshecharlo con algo de nerviosismo. Había dicho que eran muy agradables, ¿no? No parecía que aquel hombre pensara aquella clase de cosas sobre trasgos y similares, ¿no?

Aceptó el par de amuletos con aire dubitativo, queriendo pedir en vez de aquello un hechizo de invisibilidad pero sin atreverse a hacerlo. Aun así no se internaría, o no inmediatamente, al menos. Con el hechizo de niebla mágica era más que capaz de espiar aquel poblado.

Los poblados insulares apenas se merecían aquel calificativo. Eran más bien una colección de casas puestas de una forma un tanto aleatoria, con al menos tres o cuatro metros de espacio entre cada una de ellas. Los mivenses, en aquel momento, se encontraban haciendo actividades de diversa índole: cuidar se sus jardines, tallar, practicar con sus instrumentos... Algunos usaban magia, otros sus propias manos.

En poco tiempo comenzaron a inquietarse, muy moderadamente. El cielo se oscurecía y, muy poco a poco, algún trueno lejano resonaba. Se acercaba tormenta.

El demiurgo miró hacia arriba, sintiendo el viento desapacible que estaba creciendo. El aire ascendía, se enfriaba y, siendo ya incapaz de almacenar toda la humedad que poseía, se preparaba a descargarlo. No solo los mivenses habían notado que pronto llovería, muchos animales también lo habían hecho y comenzaban a corretear. Había que meterse en madrigueras.

Aprovechando el carácter orográfico de la tormenta tanto el demiurgo como él comenzaron a irse hacia la otra zona de la isla, por lógica más seca que aquella. Hal observó la tremenda velocidad que tomaba la transición conforme dejaban atrás la pendiente hacia la que llegaba el viento marítimo. En aquella zona había menos musgos y hierbas y más árboles, además de que allí la clorofila roja tomaba más protagonismo. También pudo observar que allí había más reptiles y menos anfibios. Sonidos lejanos indicaban lo que él ya sospechaba: aquella zona de la isla era el hábitat de los dragones.

Habían salido a una playa de arena y agua impoluta. El carabés observó la inmensidad del mar y se llenó los pulmones de aquel olor a salitre. Había aprovechado para remojarse los pies en la orilla y dejado a su bufanda viva serpentear por el lugar.

Entre sus pies había una docena de pequeños peces nadando sin cesar, ignorándole. Sus escamas eran iridiscentes y, según observó, carecían de dientes. Se preguntó cuál era su dieta.

Suspiró, estaba maravillado.

—Virai... ¿Todos los mivenses viven en poblados tan simples o tienen otras formas de organizarse?

Tenía sus ojos perdidos en el gigante verduzco de las alturas. Sabía que Rocavarancolia era una tierra brutal, aficionada a conquistar otros planetas, y se preguntó si planeaban anexar ese. Lo que había visto, desde luego, no era rival para el poder del orbe de las pesadillas.

El demiurgo observó maravillado la explosión de luz que provocó Virai en aquella zona de la playa. Era un espectáculo de luces de una belleza extrema, una maravilla que quitaba el aliento. Y él volvió a preguntarse cuál era la transformación de su acompañante, y por qué no parecía gustarle. Si la Luna Roja le había dado la capacidad de realizar ese portento no podía tener un don tan inútil como había dicho... ¿No?

Las dudas lo carcomían, pero no se atrevió a expresarlas. Su vergüenza y timidez vencieron, dejando a su paso una estela de frustración. Hal no soportaba aquella forma de ser suya, pero no sabía cómo vencerla.

Un movimiento llamó su atención. Su bufanda serpenteaba con rapidez hacia Hal, que frunció el ceño. Había algo raro allí, y tardó un instante en darse cuenta. La arena de la playa, tras su creación, se abombaba sin parar, a una velocidad cada vez más rápida.

Lanzó un veloz hechizo de levitación hacia la bufanda, que ascendió en el aire segundos antes de que unas pinzas surgieran de la arena y se cerraran a milímetros de su tela.

La arena donde se había encontrado la creación del demiurgo implotó de súbito. Del hoyo que comenzaba a formarse surgieron primero pinzas, luego un tórax y, por último, la cola de un escorpión que medía más de un metro de largo. Este, tras comprobar que su comida estaba fuera de su alcance, giró hacia los dos nuevos seres que había catalogado como presas. Sus pinzas se abrían y cerraban sin cesar.

El demiurgo realizó con la mayor rapidez con la que fue posible el sortilegio de levitación. Comenzó a flotar instantes antes de que aquel engendro intentara agarrarlo con sus pinzas, a una prudente distancia que imposibilitaba que el escorpión gigante lo atrapara. El corazón le latía con furia en los oídos, y Hal no tardó mucho en recuperar la bufanda y agarrársela al cuello, intentando ahorrar energía. Una parte de él no dejaba de maravillarse de lo fácil que lo tenía ahora para cceder a sus reservas completas: antes de la salida de la Luna Roja aquellos hechizos habrían mermado de forma bastante aceptable su energía.

Los broskor llevaban milenios alimentándose de mivenses. En aquel tiempo habían acabado aprendiendo, igual que las alimañas carroñeras de Rocavarancolia, qué significaba el aroma a plata sucia que desprendía la magia. A diferencia de ellas, sin embargo, residían en Ormivas, un mundo donde los usuarios de magia era sensiblemente menos hábiles que los de la ciudad de las pesadillas. Aquellos escorpiones no habían aprendido a evitar magos: habían aprendido a matarlos. Y a hacerlo rápido.

En cuanto captó el olor del hechizo que preparaba Virai hizo un curioso camino: un arco que le llevaba hacia el brujo. Había intentado evitar un hechizo ofensivo, pero al no haberse lanzado ninguno al final solo había perdido un precioso tiempo que evitó que atrapara al espía. Eso no evitó que al instante se lanzara hacia el otro rocavarancolés, pero este ya estaba completando los compases del hechizo.

El escorpión se quedó cloqueando en el suelo, intentando extender lo suficiente sus pinzas para agarrar a aquellos sacos de carne, pero sin lograrlo.

—P-pues eso parece, sí —fue la respuesta de Hal a Virai. No cesaba de observar aquella cola, preguntándose qué inyectaría.

Virai, por ser el más cercano a los altos juncos secos que separaban la playa del bosque, sería el primero en percibir movimiento allí, tanto sonoro como visual. Tres mivenses nómadas se acercaban, con poca ropa y portando un arma cada uno.

El broskor tampoco tardaría en percibirlos.