Ormivas

Y, a pesar de todas las advertencias del mundo, el mero hecho de cruzar lo mareó, el hechizo se deshizo y comenzó a caer. Fue por un momento brevísimo, pues estaba medio preparado y supo reactivar la levitación a tiempo de no estrellarse sobre el agua. Entonces miró a su alrededor. Y lo que vio lo dejó ensimismado.

El gigante gaseoso era majestuoso. No era solo su tamaño, o su color, o sus portentosos anillos, sino todo junto. Ocupaba en el cielo tanto o quizás más que la Luna Roja de Rocavarancolia, y dotaba de un curioso y casi imperceptible matiz de color al cielo. Cielo igual de magnífico y hermoso que el planeta de gas, con unos matices azulados que no había imaginado nunca que serían posibles en las alturas. No podía mirarlo directamente, pero entreveía en lo alto el sistema binario, en ese momento muy separado. La gigante azul era, por su lejanía, no mucho más grande que cualquier sol de cualquier mundo vinculado, pero Hal la sentía, de alguna forma, increíblemente más gigantesca y potente que cualquier otra estrella celestial. Y la blanca no se quedaba atrás.

Y si el cielo era impresionante la forma en la que todas aquellas luces se reflejaban, mezclaban y remezclaban en el océano infinito no tenía nombre. Hal volvió a quedarse con la boca abierta ante las islas, todas volcánicas. Desde el aire podía verse las distintas zonas de vegetación y distinguirse dónde esta era principalmente verde y dónde era roja, o incluso donde se mezclaban, formando patrones aéreos extremadamente curiosos.

Estaban justo encima de un archipiélago de nueve islas principales, aunque el demiurgo estaba seguro de que también habría muchas más pequeñas. Hacia el este había más archipiélagos, que le parecía que se acercaban progresivamente conforme más lejos estaba. Hacia el oeste, solo el mar... Salvo en el horizonte, donde una fina línea verde revelaba la presencia de más islas.

El demiurgo no podía dejar de mirarlo todo: gigante y soles, cielo, mar y tierra, colores. Intentaba captar aquella gran cantidad de matices únicos, tan diferentes a los de cualquier otro lugar del universo.

Se moría de ganas por seguir con la visita. Y por visitar todos los demás mundos.

El demiurgo masticó lo que ofrecía el brujo, sin demasiado resultado. Quería verlo todo: las sociedades, los animales, las plantas... Hasta los minerales. Quería admirar cada minúsculo rincón de aquel y de todos los mundos. La decena de lugares a las que ahora le unía Rocavarancolia (cientos, en el pasado) todavía lo mareaba. Tantos mundos distintos, con una evolución única, criaturas que no existían en más lugares...

—¿Podemos ver un poco de todo? —le daba vergüenza ser tan descarado, aunque quizás habría que decir mejor que casi le daba vergüenza. En aquella primera vez quería pegar un bocadito a cada bocado que pudiera, necesitaba hacerlo—. Y, hmm... Hechizos térmicos... Sé modular el más básico, pero no he tenido tiempo para investigar térmicos en profundidad... ¿A qué animales te refieres?

Sentía algo de bochorno por su carencia en algo que era tan básico como magia térmica, pero lo cierto es que para empezar no había sabido mucho de qué atenerse en aquella visita.

¿Ser a prueba de fuego? Hal por un momento se preguntó si esperaba que hubiera una erupción, pero lo descartó con rapidez. No pudo seguir eculubrando al tener que seguir a Virai, y en cuanto se detuvieron el demiurgo recibió la noticia a la que se refería el brujo.

Se quedó mirándolo en un gesto de la más absoluta sorpresa. Dragones. Allí había dragones. Como los que en el pasado habían surcado los cielos de Rocavarancolia. Fue incapaz de cerrar la boca mientras su compañero hacía los hechizos, congelado por el pasmo. Dragones. Quizás fuera a ver dragones. Aquellas criaturas que eran tomadas como una de las joyas perdidas de Rocavarancolia.

—Ah, oye —estaba eligiendo un rumbo aleatorio cuando se decidió a preguntar, a pesar de que le daba cierto corte—¿Sabes si el Consejo piensa llevarse alguno a Rocavarancolia?

El demiurgo no estaba seguro de si le atraía o no la idea. Una cosa era que algunas cosas de aquel mundo demencial le atrajeran o agradaran y otra muy distinta que le gustara el mundo en sí y algunos de sus monstruosos habitantes. Y estaba seguro de que los peores de todos eran los del Consejo, ¿cómo si no iban a acabar gobernando aquella ciudad?

«¿Te recuerdo cuál es tu teoría acerca de los posibles trabajos de Virai» Hal recibió con algo de fastidio a aquella vocecita. Aquel casi extraño tenía una estética bastante... única, ciertamente, y eso solía traducirse en importancia, pero... No parecía tan maligno como se esperaba que fuera alguien importante de Rocavarancolia.

¿O sí lo era?

Súbitamente un extraño pellejo alargado cayó sin previo aviso desde la copa de un árbol, directamente sobre el dmiurgo. Este se removió contra él con rapidez, quitándoselo de encima y dándose cuenta de qué era: la versión mivense de una serpiente. Su cabeza parecía completamente normal, salvo por unos ojos vidriosos y sin vida, pero el resto de su mitad superior parecía un pellejo vacío producto de la muda, mientras que su mitad inferior estaba muy claramente rellena de músculos y órganos, es decir, carne.

Entre ambas partes había una extraña bolita que se removía sin cesar bajo el pellejo del animal muerto. Una bolita que no cesaba de moverse, avanzando hacia el final de la "cola".

A Hal le preocupaba en extremo el tema de Rocavarancolia y los dragones. No se le escapaba lo que podría hacer aquella ciudad con una legión de reptiles gigantescos resistentes a la magia y lanzadores de fuego en su poder. Con toda probabilidad la muerte se extendería por docenas de mundo, y con ella llegarían las cadenas rocavarancolesas, destinadas a mentenerlos bien fijados a la ciudad. Al demiurgo no le atraía nada aquello, la pérdida de tantas preciosas vidas, criaturas, personas...

«Igual de preciosa que la de este animal» pensó, mirándolo con cierto aire triste. Cada existencia en el universo era preciosa, incluso si era la de un ser con un (previsiblemente) nivel de inteligencia tan bajo. Nunca, jamás, en todos los centenares, miles, decenas de miles... de mundos que quizás albergaban vida habría otro como el que había habitado aquel cadáver.

—Está muerto —dijo, en voz baja, como queriendo no perturbar el descanso de la inexistencia al cual había pasado—. Sea lo que sea ese bulto... Creo que es un parásito que lo ha matado.

El carabés tenía razón. Aquel ofidio estaba más próximo a los anfibios, pero el animal que estaba en su estómago era por completo un reptil, parecido a un cruce entre perrito y conejo con escamas. Debido a la toxicidad de la serpiente había acabado evolucionando a una piel extremadamente gruesa con una suerte de cubierta protectora. Al dejarse tragar podía matarla con rapidez y devorar en poco tiempo sus órganos internos, que carecían de la peligrosidad de las escamas.

El demiurgo se quedó mirando en silencio al brujo. Se encontraba fascinado por aquellos cánticos, preguntándose qué hechizos eran. Tenía claro que debía aprenderlos, podrían serles muy útil a la hora de dibujar.

—¿Qué hechizos eran esos? Nunca había escuchado sobre ellos —había una traza de admiración ansiosa en la voz de Hal. Deseaba aprenderlos.

De súbito grandes porciones de sombras taparon la poca luz directa que dejaban pasar las copas de los árboles. El dúo estaba pasando justo por debajo de una zona con varias porciones de tierra volante, de tamaño mediano aunque algo variable. Desde el suelo, sin embargo, no se podían apreciar bien los detalles de sus plantas.

Una vez más la expresión del carabés era de la más pura sorpresa. Recordó hacerse un recordatorio sobre mirar la naturaleza de la tierra volante en cuanto tuviera un tiempo, y luego miró a Virai, con una muy previsible pregunta en los labios.

—¿Podemos levitar hasta eso?

Al demiurgo le apenó oír cómo Virai hablaba de su transformación. Desconocía cuál era, y no tenía la confianza suficiente como para preguntarle, pero no podía ser tan mala... ¿No? No parecía ser uno de aquellos monstruos que necesitaban matar o comer gente, así que... Y hasta donde sabía los dones de la Luna Roja eran, todos, magníficos. O por lo menos todos los que conocía.

Las plantas de las capas de tierra volante eran especialmente únicas. En aquella, por ejemplo, eran una especie de enredaderas que se desarrollaban sobre el suelo, ocupando cada milímetro posible y colgando por los lados largamente. En otra capa cercana eran largas hierbas, finas y numerosas, donde sería fácil ocultarse. En otra también cercana eran tallos un poco más rígidos de donde salían hojas y flores en una cantidad exuberante, y no solo por arriba, pues aquella especie en concreto también crecía por debajo de la capa de tierra.

Hal se quedó mirando especialmente a estas últimas, y fue hacia allí. Imaginaba que las raíces se agarraban al interior de la tierra, sin sobresalir por debajo, a diferencia de muchas de las otras plantas que se veían. La mayoría de capas mostraban una sola especie (quizás incluso un solo organismo, aunque eso habría que estudiarlo), pero otras mostraban decenas de plantas distintas, algunas muy diferentes a otras. También se veía mejor que en el suelo la gran cantidad de bichos distintos que pululaban, aunque en este caso se limitaban a los pocos alados que había. Hal observó pasar cerca a algo que parecía un cruce entre una abeja y una mariposa, más grande de lo que sería normal y con unas alas el triple de grande que su cuerpo.

También se veía mucho mejor la isla. Era relativamente grande, con cierta pendiente. En el centro se apreciaba algo que parecía un volcán, aunque el demiurgo juzgó que, dado lo erosionado que estaba, debía hacer muchísimo tiempo que se encontraba extinguido. O había dado la casualidad de que durante siglos o milenios no hubiera tenido ni una erupción.

De súbito se escuchó un rugido. De un cercano punto indeterminado del bosque, quizás un claro, se levantó una mole azulada. Cualquiera diría que un animal tan grande no debería poder volar, pero los dragones no eran seres especialmente mágicos por nada.

Tras revolotear un par de veces pareció fijarse en el dúo rocavarancolés y giró su rumbo, dirigiéndose hacia ellos.