Investigando la demiurgia

Recuerdo del primer mensaje :

La Luna que flotaba en las alturas seguía haciendo que la sangre le hirviera. Sentía que podría arrancar las montañas de cuajo, volar hasta el astro que le había dado aquellas facultades, desecar el océano entero. Sentía que, si hubiera querido, podría haber destruido al Consejo entero, doblegado la ciudad y habérsela entregado a Carabás, su mundo natal. Sabía que sus pensamientos eran meros delirios, claro, pero eso no hacía aquella sensación más irreal.

En cualquier caso no creía que aquellos fueran sus deseos. Volvió a acariciar su bufanda viva, henchido de una sensación que desconocía. Cuando pensaba en su facultad, cuando su mente volaba hacia aquello que se posaba sobre sus hombros le invadían cosas que desconocía. No tenía relación con el caudal de poder al que ahora podía acceder, sino con la maravilla al saberse dador de vida. Estaba pletórico, y su único deseo era profundizar más en sus conocimientos sobre el ser que era. Por ello se había trasladado a la biblioteca.

Paseaba por uno de los pasillos repletos de libros cuando llegó. Llegó de forma repentina: un lacerante dolor se instaló de un momento para otro en su tripa. Era inmenso, mucho peor que el de dar vida. Su cuerpo dio contra el suelo, desde donde no se dio ni cuenta del alarido que había soltado. Aquello duró sólo un momento, pero había sido tan inesperado que tuvo que quedarse allí tumbado, recobrando el aliento, Giró la cabeza, preguntándose qué había pasado.

A su lado estaba la bufanda, y su repentina apariencia inerte le extrañó. Sólo tuvo que tocarla para saber que había vuelto a su verdadero ser: un montón de hilos muertos. El repentino conocimiento de comprender que sólo le había dado una vida falsa, temporal y tremendamente corta fue demasiado, haciéndole estallar una vez más en un llanto desconsolado.

El carabés se deshacía en unas disculpas, indescifrables por su gimoteo, hacia su bufanda, desgarrado por su muerte. De haberse mirado se había extrañado de aquella reacción tan irracional y visceral, pero en aquellos momentos no era capaz de analizar su comportamiento.

Otra carcajada silenciosa. Este demiurgo novato estaba siendo una sorpresa agradable.

—Perdón y gracias en la misma frase, ¡tú sí que sabes, Hal! —aquello era un intento de elogio por parte del poltergeist.

El repoblador fue poseyendo un libro tras otro y los hizo un montón en una esquina de la mesa, dejando vacía la superficie frente a Hal. Acto seguido mandó un "Trae" mental y le robó la bufanda, la cual dejó caer en el espacio libre que había creado.

—Va, tócala, concéntrate y aprieta los ojos —Tap tenía cero idea de cómo funcionaba aquello, pero le pareció la mejor forma de intentarlo—. Luego imagina que tienes un dardo en la punta del dedo y ¡sopla con el cerebro!

El rostor del carabés volvió a "ennegrecerse" por el halago de Tap. En realidad le daba bastante vergüenza atraer así el interés ajeno, y con la desrregularización emocional provocada por la Luna Roja se hacía mucho peor. Apretó y aflojó la bufanda repetidas veces, en un intento por calmarse.

Cuando el poltergeist atrajo su prenda comenzó a usar sus pantalones como nueva improvisada prenda antiestrés. El proceso, otra vez, salió solo. Una vez más llegó el mordisco, aunque en esta ocasión se lo esperaba. Por un instante su cara fue un rictus de color, para verse seguido en segundos por una expresión de felicidad absoluta al verla viva, y luego por otra de profunda desazón al darse cuenta de que volvería a morir.

«Dar vida duele» pensó con expresión distraida, abrazando a su bufanda resucitada.

El poltergeist no cabía en sí de gozo. Ojalá las lunas fueran todas así de divertidas. Era consciente de que para otras personas la primera luna había sido mucho más horrible que para él, pero era eso, otra gente. Además él tuvo que viajar metido en el pantalón de Pablo. Si había algo más horrible que eso, Tap no lo sabía.

—¡Así se hace! —exclamó mentalmente en la cabeza del demiurgo. El poltergeist ni se había planteado que aquello no fuese emocionalmente bueno para él—. ¿Por qué no lo intentas ahora con la silla? ¿O con la mesa? ¿O con algún libro? ¡Si quieres chatarra en mi casa hay bastante!

¿Estaba Tap frivolizando sobre el tema por falta de empatía hacia algo tan remotamente extraño para él? Probablemente. Sí.

Cuando Hal escuchó las palabras de Tap una expresión de horror se dibujó en su rostro. Comenzó a negar con la cabeza, con tanta energía que si no tenía cuidado acabaría descoyuntándose el cuello.

—No, no, no, no, no. Dar vida... Dar vida duele —susurró, mirando hacia su regazo con el ceño levemente fruncido—. Y antes, cuando la sentí morir... bueno. Sentirla morir también duele. Duele mucho más, de hecho.

El repoblador hizo un mohín casi imperceptible, debido a su aspecto, y cruzó los brazos. Los cuatro, de dos en dos. Siendo intangible aquella pose perdía parte de la magia. Pero no iba a quejarse. Pero era tan aburrido si no lo intentaba con más cosas...

—Oh... —la desilusión del poltergeist pasó directamente a la mente del demiurgo—. Seguro que te acabas acostumbrando, no puede ser tan malo. A dama Hálito no se le notaba siquiera —Tap no era la mejor opción a la hora de animar a gente. Tampoco a la hora de tratar a gente con dolores de cuerpo vivo—. No sé mucha magia para aliviar el daño... ¿Necesitas alguna cosa más, aparte?

Tap esperaba que recapacitase repentinamente y acabase convirtiendo la mesa en un caballo. No podía ser tan difícil, ¿no?

Hal se preguntó cómo sería para otros demiurgos, más experimentados que él. Dama Hálito... Tenía los escarabajos de dama Puntada. Tuvo la tentación de sacarlos en ese instante y pedirles que la trajeran, pero se contuvo. Aún no. Tenía que leer. Tenía que aprender.

La pregunta de Tap lo distrajo. Se le pasaron mil dudas por la cabeza. Quería saber todo lo que el poltergeist pudiera decirle de Rocavarancolia, pero... Ahí estaba la vocecilla insidiosa que siempre le molestaba. La vergüenza.

—No, gracias —respondió, con una sonrisa un poco vacilante—. Me has ayudado mucho, te lo agradezco.

«Ojalá volvamos a vernos».

Tap se volvió a reír en silencio.

—Me has dado las gracias dos veces en el mismo segundo —le informó, totalmente divertido. El novato prometía—. Hazme caso, guárdatelas y no las des tan a la ligera, o se te van a acabar cuando de verdad necesites darlas.

Al poltergeist se le daba muy bien dar consejos que parecían muy buenos pero que en realidad no tanto. El problema para agachar la cabeza ante cierto grupo de personas de alta envergadura era suyo y de nadie más, probablemente. Pero él aplicaba su lógica a cada consejo que daba, no sabía hacerlo de otra manera.

—Perfecto. Si necesitas algo más, estoy hacia la derecha, en la mesa con los libros que se leen solos.

El poltergeist apagó la luz mágica y se desvaneció en el aire sin añadir nada más. Se había entretenido bastante, pero no podía perder el tiempo mucho más si quería seguir buscando maldiciones y magia negra. Los gigantes más pesados no se iban a consumir solos y el poltergeist necesitaba tener herramientas para ayudarles. Este, sin embargo, prometía y Tap realmente esperaba volver a cruzarse con él más adelante. Hal le había caído bien.