Una de esas noches

Milo soñaba que buceaba en un mar de luces de neón rodeado de peces de papel, arrastrado por una corriente invisible que le llevaba hacia algún destino incierto del cual no sabía nada. Aquel tipo de sueños extraños eran muy comunes en el subconsciente del brujo, algo que la transformación había acentuado pero que el chico arrastraba desde que era pequeño, y aunque posiblemente olvidara todo cuando abriera los ojos de momento disfrutaba la experiencia con una media sonrisa que se reflejaba también en el mundo real.

En aquella ocasión su delirio onírico no duró demasiado, pues los movimientos de Rox a su lado le arrancaron antes de tiempo de su ya de por sí ligero sueño. El norteño parpadeó confundido durante unos segundos, acostumbrándose a la dimensión de la vigilia con algo de dificultad, y aún con la mirada enturbiada buscó al cambiante en la oscuridad. Su novio aún seguía dormido, pero por su expresión y sus espasmos debía de estar teniendo una pesadilla bastante mala.
—¿Rox? —le llamó en un tono de voz entre suave y angustiado, espabilando por completo al ver el aspecto que tenía el australiano.

Llevaba el pelo largo, como lo tenía durante los últimos meses de cosecha, y su holgada camiseta de tirantes dejaba entrever en su hombro la enorme cicatriz que le había dejado el trasgo arruinado durante aquel fatídico encuentro. Hacía mucho que aquella marca había desaparecido de su cuerpo gracias a las habilidades de su transformación, así que verla de nuevo le hizo tragar saliva.
—Cielo… —volvió a susurrar, medio incorporándose en el colchón para rozar su barbilla con los dedos y traerle de nuevo al presente.

En el sueño de Rox no había luces de neón ni peces de papel, sino un puzzle de recuerdos que su mente había tejido como había querido. Huía del fuego con una parálisis muy avanzada, arrastrando los pies mientras la casa y su propio cuerpo se le venía encima. Se había dejado a Pelusa y a Rena detrás y la música del guardapelo mágico retumbaba tan alto como el fuego. Cuando el humo le estaba dejando sin aire la voz de Milo le despertó, y justo antes de abrir los ojos le vio en la salida.

A pesar de su peso en la cama, las sábanas, la presencia de Milo y la oscuridad, tan distinta al brillo del fuego, no se calmó en seguida. Su mente seguía en modo pánico. Llevó una mano a la del irrense, la que sujetaba su barbilla, prácticamente abrazándose a ella. Notaba las mejillas húmedas pero no se paró a sentir vergüenza por haber estado llorando: le preocupaba más seguir haciéndolo ya despierto.

—Mal sueño —masculló con un hilo de voz—. Muy mal sueño... —reconocerlo en voz alta ayudaba a distanciarlo de la realidad, aunque no siempre funcionara en Rocavarancolia—. Lo siento.
Se limpió las mejillas torpemente. El largo de su pelo le incomodaba más de la cuenta, pero por suerte era el único cambio drástico que sentía. Al menos no le sumaría la disforia o una crisis de identidad a la escena.

Cuando Rox despertó Milo suspiró aliviado, pero la mala cara del muchacho y la forma de aferrarse a su brazo le indicaron que no estaba todo bien. Las palabras del cambiante confirmaron sus suposiciones previas, pero parecía algo más serio que una pesadilla cualquiera. El brujo se incorporó hasta quedar sentado y, sin soltar su mano, le observó en silencio durante un instante que se alargó hasta el siguiente, pero no más que eso
—¿Por qué te disculpas? —inquirió—. Casi nadie puede controlar lo que sueña, así que no tienes que pedir perdón por nada… —susurró a continuación.

No sabía si era buena idea preguntarle al respecto, pero volverse a dormir sin más no parecía una alternativa viable y estaba bastante claro que el rubio necesitaba hablar de ello. Dudó durante unos segundos, aún así, pero al final el irrense se terminó decidiendo.
—¿Quieres contármelo? —le preguntó con tacto, acariciando suavemente el antebrazo del humano—. Si prefieres no recordarlo lo entenderé, pero quizás te haga bien sacártelo de dentro… —murmuró con algo de incertidumbre.

Su agarre se suavizó al son de la paz que le daba su novio, aunque su expresión afligida se mantuvo.

—Por despertarte.

Suspiró, incorporándose tras Milo para sentarse a su lado con las piernas recogidas. Se caía de sueño a pesar de la ansiedad que aún le hormigueaba el cerebro, pero era superior el miedo a volver a soñar que las ganas de dormir. Se apartó el pelo de la cara sin tocarlo, recogiéndolo en una pequeña coleta baja con sus propios hilos. Ya reduciría su largo cuando tuviera la cabeza en su sitio. Tardó unos segundos en asentir al irrense, pues nada le aseguraba no echarse a llorar al contarlo, y es que a pesar de las confianzas no le gustaba llorarle a nadie.

—Estaba en la casa en llamas... —empezó, con la vista perdida en las arrugas de las sábanas—. Y estaba muy paralizado, a penas podía andar. Rena y Pelusa se habían quedado atrapadas en el fuego y... —cerró los ojos y suspiró, cansado, intentando separar la ficción de lo real. Rena y Pelusa estaban bien—. Da igual cuantas veces sueñe lo mismo, siempre es horrible. Me cuesta mucho distinguirlos de la realidad.

Fue a apoyar hombro con hombro cuando se dio cuenta de su propia cicatriz. La imagen le hizo apartarse tan rápido como si doliese, tapándola con una mano y una mueca frustrada. Bajo esta la marca fue desapareciendo.

—Desde que duermo contigo tengo menos —masculló, limpiando sus ojos una vez su piel quedó lisa. Seguía con un nudo en la garganta—. Cuando dormía solo eran peor.

Las cosas no eran ni la mitad de horribles desde que pasaron la criba y le daba rabia seguir mal fuera de ella.

—Eso no importa, no es como si yo tuviera el sueño muy profundo ni nada de eso. Ya lo sabes… —replicó con una media sonrisa, quitándole importancia a ese punto con un gesto descuidado de la mano libre mientras Rox se recogía el pelo en una cola sin siquiera tocarlo. Guardó un silencio expectante, no sabiendo en realidad qué decir para hacerle más fácil todo aquello, y cuando empezó a hablar se inclinó en su dirección apretando suavemente sus dedos.

Por la manifestación de la cicatriz ya se había supuesto de que iba el sueño, pero oírlo en voz alta era aún así espeluznante, así que experimentarlo debía de haber sido bastante peor. Ahora entendía porque el rubio estaba tan alterado, pues pesadillas como aquella perturbaban los nervios de cualquiera, pero también estaba claro que lo que le ocurría a su novio era algo más grave que una serie de malos sueños. Si su relato no había sido lo suficientemente esclarecedor al respecto lo fue el sobresalto que sintió al percatarse de la marca en su hombro.
—La realidad es esta, una muy lejana de todos esos sucesos, y si te cuesta distinguirla yo siempre estaré para ayudarte a hacerlo. —murmuró en respuesta, acercándose al australiano para rodearle con los brazos.

Distaba mucho de ser suficiente, de eso estaba bastante convencido, y mientras lo abrazaba intentaba buscar las palabras adecuadas. Después de tantos meses juntos Milo había notado comportamientos en el rubio a los que quizás no había prestado demasiado atención cuando eran simplemente amigos, señales de que aunque aparentaba ser feliz seguía habiendo problemas subyacentes.
—Me alegra saber que duermes mejor conmigo que sin mí, pero si sigues teniendo esos sueños es que usarme de almohada no es ayuda suficiente… —insinuó con una sonrisa triste, refugiándose en aquella broma para no abordar aún la pregunta que no paraba de rondar por su cabeza.

—No es tan lejana —respondió. No había pasado ni un año de eso, y aunque pasasen décadas cada octubre sería la realidad de otros como ellos. Apartó esos pensamientos por su propio bien, sintiendo los ojos especialmente pesados al cargarse de lágrimas, flaqueando con el abrazo. Apoyó el rostro en su hombro y suspiró, llenando sus fosas nasales del ligero olor a cobre que el chico emitía. Le traía paz.

—Hmm —respondió, enterrando el rostro un poco más mientras sus manos recorrían su espalda. Sabía por donde iba—. Me ayuda mucho, de verdad... pero a lo mejor sí que necesito algo más.

No quería demostrar vulnerabilidad delante de otra persona, ya le ponía nervioso de normal como para hacerlo en la ciudad, pero sabía que sus problemas no iban a desaparecer solos. Si seguía engañándose a sí mismo acabaría igual que tantos otros cambiantes.

—A veces entro en pánico por tonterías —continuó en voz baja. Abrirse con Milo era más sencillo para empezar—. Hago de una gilipollez algo enorme, me bloqueo y me pongo en lo peor, y me tengo que decir que no es nada para que se me pase… —resopló—. Literalmente, me cambio el cerebro para pensar que algo no me afecta, pero todo vuelve por la noche.

Estiró una pierna para sentir el fresco de las sábanas y se frotó los párpados, separándose de Milo para darle un beso en la mejilla. Ya le estaba preocupando bastante.

—Que vuelva menos significa mucho.

El brujo mantuvo su abrazo mientras su novio se sinceraba, la mirada preocupada perdida en algún punto en penumbra de la pared mientras las palabras del rubio llenaban el silencio de la noche. No le gustaba que el cambiante tuviera que pasar por todo aquello, pues el trauma parecía muy profundo, y no haberse percatado antes de que necesitaba ayuda le carcomía por dentro. Mostrar ese disgusto, sin embargo, no iba a servir de nada, así que esbozó una sonrisa serena y se inclinó un poco para recibir su beso en la mejilla.
—Yo encantado, ya lo sabes… —replicó en voz baja, enredando los dedos en el dobladillo de la sabana.

Al irrense le asustaba que Rox llegara al extremo de cambiar su estructura cerebral para superar aquellos ataques de pánico, pues la idea de que perdiera de algún modo su personalidad le resultaba espantosa, así que se decidió a no dejar escapar aquella oportunidad e insistió en lo de buscar a un experto.
—No se si tienes a alguien más en mente para hablar de todo esto —empezó algo dubitativo—, pero he oído que Naeleth ha abierto una consulta de psicología. —añadió con suavidad.

La bruja les había ayudado en otras ocasiones antes, así que acudir a ella no podía ser mala idea.
—Dudo que eso que haces con el cerebro sea bueno, Rox... —señaló, notando como el miedo se filtraba en sus palabras.

Naeleth, claro que se acordaba de ella. Les había ayudado con lo de Hyun y nada más llegar a la Sede, y él mientras se había comportado como un repelente con ella… bueno, siendo justos había estado repelente con todo el mundo las primeras semanas.
—Una psicóloga en la ciudad… —repitió, exhalando suavemente a modo de risa—. Se va a hacer de oro.

Guardó silencio unos segundos, consciente de que había preocupado al irrense. Le empujó ligeramente con el cuerpo a modo de cariño mientras buscaba las palabras adecuadas: era una suerte de tira y afloja en el que se asustaban y calmaban el uno al otro.

—O sea que si lo hago con el cuerpo es bueno pero si lo hago con el cerebro es malo, ¿no? —bromeó, aunque su tono perdió seguridad a media frase, resultando bastante patético. No estaba bien quitarle hierro al asunto. Quería darle la razón, decirle que buscaría cita con la bruja y que dejaría de trastear con su cerebro, pero el miedo de Milo hacía el suyo propio más real, más duro de enfrentar. Suspiró. Ahí volvía el picor de ojos—. Lo sé. No es bueno. Es una mierda. Y puede ser… —“peligroso”—. Te prometo que buscaré ayuda.

Apoyó el rostro en su hombro, viendo hacia su cuello. Seguía inquieto a pesar del cansancio, alerta como si algo fuera a irrumpir en la habitación en cualquier momento. Necesitaba distraerse aunque fuera a costa del descanso de su pobre novio, el silencio era demasiado escandaloso y desagradable.
—Cuéntame algo. No sé… Lo que sea.

—Seguro que sí. —replicó con una mueca de circunstancias, bufando ligeramente mientras el silencio se extendía por la habitación. No duró demasiado, sin embargo, y cuando Rox le empujó levemente el moreno le pasó un brazo por la cintura esbozando una ligera sonrisa. La broma que el cambiante hizo a continuación perdió algo de fuelle por lo que implicaba y el brujo no pudo evitar que la preocupación volviera a reflejarse en su expresión.

A pesar de todo mantuvo el agarre, deslizando los dedos con suavidad por la base de su espalda mientras el chico suspiraba. Su promesa fue más que suficiente para que parte de su inquietud se esfumara y cuando el humano apoyó la cabeza en su hombro no pudo evitar estremecerse, pues su pelo le hizo cosquillas en la barbilla.
—¿Cualquier cosa… ? —respondió con tono pensativo, no muy seguro de que contar a continuación.

Durante un breve instante se planteó ponerle al corriente de Rutilante y de su experiencia con el unicornio, pero rápidamente descartó aquella idea. No era el momento, no con la noche que había pasado su novio, así que retrocedió más hacia el pasado y le habló de uno de sus sueños de infancia.
—¿Sabes que de no haber sido un delincuente me habría encantado ser músico? —le preguntó, bastante seguro de que no había sacado nunca aquel tema a colocación. Se sorprendió a sí mismo, de hecho, pues hacía años que no pensaba en aquello.

—Cualquier cosa —secundó en voz baja. Alargó una mano para acariciarle el brazo no-robótico (por la costumbre de pensar que el otro no era tan sensible) mientras el brujo pensaba. Al oírle el australiano se separó lo justo para poder verle mejor, con una sonrisa incrédula pintada en la cara. También le hizo gracia como hacía que “delincuente” sonase a oficio—. ¿Músico? ¿Querías ser un muerto de hambre?

Rió. Sus ojos se habían hecho a la oscuridad y podía distinguir sus rasgos a grosso modo, pero esa falta de detalles le ayudaba a imaginarle en escenarios muy distintos, literalmente. Al principio no creyó que le pegase, pero… Visualizó a Milo en un estudio casero, tocando uno de esos sintetizadores tan finos de botones de goma y luces de colores. Luego en una discoteca con niebla y focos, con un casco a lo Daft Punk para mantener su anonimato y dedicarse al hackerismo entre concierto y concierto, o usando a una diva virtual para que cantase por él, con hologramas y voces eléctricas… Todo eso le hizo sonreír un poco más.

—¿Pero sabes tocar algo? ¿O dices como cantante o compositor o algo así?

Milo se ruborizó ligeramente cuando Rox señaló que eso no daba de comer, desviando la mirada hacia la ventana con expresión avergonzada. La escasa luz de la habitación, por suerte, ocultó en gran parte su bochorno, y para cuando el cambiante le preguntó si sabía tocar algo el irrense había conseguido sobreponerse.
—No, no sé hacerlo, y en realidad nunca he tenido un instrumento entre las manos —reconoció con una sonrisa de circunstancias—. En donde yo vivía los músicos no abundaban... —añadió con expresión ausente.

La música siempre le había gustado, sin embargo, y uno de sus primeros recuerdos de infancia era el de su madre cantándole para que se durmiera.
—Cantar sí que sé y no se me da muy mal, supongo, pero seguramente también podría componer si estudiara al respecto. —dijo con bastante seguridad. Hincar los codos era uno de sus pocos talentos, así que al decir aquello en voz alta no pretendía sonar soberbio.

—¿Cantas? —preguntó animado, buscando los ojos de Milo en la oscuridad—. ¡Yo quiero oírte!

Entendía que le diera vergüenza (a él se la daría) y por eso nunca le había oído, pero el corazón le pedía insistir igualmente. Se sentía afortunado con su novio, incluso si acababa de despertarse de una pesadilla de mierda.

—Yo no sé ni tocar la flauta dulce que es como el instrumento para tontos que nos enseñaban en el cole. Tampoco aprendí a leer partituras —confesó después para que no se sintiera mal por lo primero—. Yo bailo la música, no la hago. ¡Pero tú puedes aprender, tienes el cerebro más gordo que yo! Además buf, tú tocando la guitarra… —soltó un resoplido de subidas intenciones, seguido una risa entredientes de la misma naturaleza—. Es lo que te falta para matarme. Eso, tatuajes y que me cantes algo.