- Zarket
Ficha de cosechado
Nombre: Rádar
Especie: Carabés
Habilidades: Resistencia, velocidad natatoria, nociones de luchaPersonajes :
- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran/Branniel): Trasgo de Ewa sexto sacerdote de la Secta, sádico, aficionado a matanzas y luchador en los bajos fondos. No tocarle los cojoncios, que muerde.
●Lanor Gris: demiurgo procedente de Carabás. Tímido, llorica y buena gente.
●Rádar (o Rad): astrario carabés tsundere hacia la magia, mandón, brusco y estricto. Fashion victim. Reloj andante.
●Galiard syl: mago rabiosamente rocavarancolés, despiadado antihéroe brutalmente pragmático y compasivo antivillano bienintencionado.
Armas :- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran): magia, garras, dientes y una espada de longitud media a larga. O lo que haga falta.
●Lanor Gris: magia y sus criaturas.
●Rádar (o Rad): espada de longitud media. Sus habilidades de desviación de hechizos.
●Galiard Syl: magia y, si hace falta, una espada de longitud corta a media.
Status : Jinete del apocalipsis (¡ahora con extra de torpeza social!)
Humor : En muerte cerebral.
La criba del mago
31/08/20, 03:41 pm
Nota de autor: ok, tengo que decir varias cosas antes del relato.
La primera, este es un relato de la criba de mi personaje metido transfo, Galiard Syl: en el perfil hay los enlaces correspondientes y descripciones y tal, quien quiera puede pedirme roleo, perteneció a la 7ª criba del rol (en el relato se explica por qué no se encontró con macieleros, sendarios, fareros, letarguinos...), etc etc.
La segunda que, bueno, ejem. El relato iba a ser de 3.000-4.000 palabras. Al final más o menos salió eso, solo que con un pequeño margen de error de +20.000 palabras. En fin, detalles, ya sabéis cómo soy. Bueno, como semejante tocho no cabe en un post ni queriendo voy a dividirlo en siete postos distintos, como si fueran capítulos. No son capítulos y por tanto no tienen rótulo ni título, pero bueno, va bien.
Para quien prefiera el pdf, aquí lo tiene.
Ah, y la última: sí, hay un cosechado con unas gafas de sol. Se las ha robado a uno de los cosechados dormidos.
José se despertó con una gran, gran migraña, una confusión galopante y el dolor de espalda más grande de su maldita vida. Observó a su alrededor sin reconocer la extraña mazmorra, y entonces recordó la noche anterior. Diego le había dado unas pastillas con las que supuestamente vería cosas incluso mejores a las de un orgasmo… Luego… en el baño vio al tipo ese aquel y creyó que lo que le había costado la droga había valido la pena y… Oh, maldita sea, odiaba el bajón de la mañana siguiente.
Por un momento creyó que quizás todavía estaba un poco fumado: Halloween lo había celebrado a lo grande. Por otra parte normalmente no sentía esos malditos pinchazos por todo el cuerpo cuando todavía estaba en las nubes, así que probablemente el efecto se había pasado. Y por algún motivo estaba encerrado en una celda. Quizás la poli lo había pillado con más opiáceos que sangre en las venas y lo habían encerrado un rato. Genial. Su padre lo iba a matar.
¿El tipo aquel entonces había sido un madero? Pero había sido raro, le había prometido una… una…
La escena entera irrumpió en su cerebro con la fuerza de un caballo galopando. Las ofertas de aventuras, magia y emoción atravesaron su mente recién despierta y electrizaron todo su cuerpo. El nombre de la ciudad llenó al completo sus pensamientos. «Te ofrezco ir a Rocavarancolia, la tierra a la que realmente perteneces. La tierra cuya ausencia intentas llenar con adrenalina y peligros, sin conseguirlo jamás. Te conozco, José García, sé qué agujero negro de hastío sientes siempre. Solo en mi ciudad podrás rellenarlo para siempre».
¡Rocavarancolia! El joven humano se levantó como un niño que recordaba que aquel era el día de reyes. Oh, estaba deseando coger una espada y lanzarse contra sus enemigos y aprender magia y todo lo demás.
Aunque antes tendría que salir de allí.
¿Por qué lo habrían encerrado en aquel lugar? Se acercó a la puerta y vio que, de hecho, no estaba encerrado. Eso le convenció de ignorar cualquier duda que le surgiera. Suponía que los habitantes de Rocavarancolia simplemente pensaban que había que establecer la dureza del entrenamiento desde el principio. Muy buena idea, ahora que lo pensaba: ¡las aventurás no eran para la gente que se quejaba de no tener un colchón de última tecnología!
No tardó mucho en salir de aquel lugar. El humano miraba a su alrededor con fascinación. Era increíble. Era como haber entrado en una película ambientada en el siglo XII. Como tener la oportunidad de conocer en vivo y en directo aquella época en la que la sociedad era menos aburrida y pusilánime.
Poco después salió a la calle. Esta vez, sí, necesitó parar y contemplar, ahogado por semejante destrucción. Aquella escena de ruinas casi recordaba a las fotos que había visto de muchas ciudades europeas después de la Segunda Guerra Mundial. Ahora comprendía a qué se refería Doce cuando le dijo que Rocavarancolia le necesitaba tanto como él la necesitaba a ella.
«Muy bien. De acuerdo» aceptó, firmando en su imaginación (una vez más) aquel contrato. Había venido a recibir magia y aventuras. A cambio, se juró a sí mismo, haría cualquier cosa para sanar a esta tierra tan herida.
Para cuando se acercó a la fuente la cabeza le palpitaba y el cuerpo le exigía hidratarse. José no estaba muy seguro de que aquel agua fuera segura, pero… tampoco había más lugar para beber, y tenía sed. Mucha sed.
Justo cuando empezó a tragar empezó a escuchar voces en un idioma extraño. Y entonces, mientras el agua entraba en su cuerpo, sus pensamientos se volvieron del revés y aquellas voces se volvieron inteligibles. El adolescente estaba tan maravillado con ello que tardó un par de segundos en mirar hacia aquellas personas.
Y cuando lo hizo su maravilla no hizo sino aumentar.
Ante él había chavales, pero no como él. Uno tenía los ojos rojos y la piel tan blanca que parecía enfermo, otro tenía la piel negra (hasta ahí normal) con plumas en lugar de pelo y el pico de un águila en lugar de nariz, además de líneas marrones por toda su piel (¡menudos tatuajes!). Y gafas del sol, por algún motivo que se le escapaba. Otros dos, los más pequeños, tenían la piel gris. Una tenía bigotes como de gato y proporciones bastante raras. Y la última tenía aletas como oreja. ¡Aletas! ¡Y su piel era plateada!
—Cierra esa boca, chaval, que tú eres tan raro para nosotros como nosotros para ti —José enrojeció profundamente ante las palabras del de las plumas (eran hermosas, ojalá pudiera tocarlas). Vale, había sido un poco maleducado mirarles así, como si fueran… bueno… Aliens, que es lo que eran—. ¿Formas parte del grupo de antes?
La cara de extrañeza del humano fue respuesta suficiente. ¿Grupo de antes? ¿Qué grupo? ¿Y qué “antes”?
—Déjalo, Étrame, si está claro que acaba de llegar —el que habló era el de los ojos rojos—. Antes había aquí un grupo de chavales como nosotros al que le contaron un discurso encantador. Nosotros estábamos, bueno…
—Intentando rescatar de un sótano cercano a este par de inútiles, que se había caído —la chica pez había interrumpido, señalando a los dos de piel gris ante sus protestas. Posteriormente le sonrió a José de una forma encantadora—. Por cierto, yo me llamo Aryanne. Los de piel gris son Bria y Enael, el de ojos inquietantes es Kyo, la de los bigotes es Nakria y de Étrame ya sabes su nombre y mala leche.
—Basta de cháchara —como haciendo gala de aquel mal humor Étrame decidió interrumpir, mirando a algún punto del oeste—. Mejor nos ponemos en movimiento. Con el tiempo que hemos perdido dudo que alcancemos al otro grupo, que tampoco es algo que me entusiasme, as-
—¿Por qué no? Cuanto más mejor, ¿no? —José supo que había cometido un error tan pronto vio las miradas dudosas entre aquellos desconocidos y la sonrisa afilada del aparente líder. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que estaba a punto de descubrir por qué nada de lo que había visto desde que despertó era como le habían prometido.
—Porque nos mintieron, chaval, por eso. No estamos aquí para aprender nada, estamos aquí para sobrevivir en una prueba a muerte. Y con cuanta más gente tengamos que compartir nuestra comida, bueno… peor para cada uno de nosotros. Así que nos vamos a mantener alejados del resto y vamos a rezar para que nunca tengamos que competir directamente con ellos, ¿de acuerdo?
La verdad es que no era el fantástico inicio de una aventura que esperaba, pero José se esforzó por ver el lado positivo de todo esto. La muerte no le daba tanto miedo como el terror abismal que había sentido en su casa cada vez que se imaginaba su futuro de ocho aburridas e interminables horas haciendo burocracia absurda para mantener una vida tediosa en un mundo que, de todas formas, se iba al carajo poco a poco. Aquí las oportunidades eran infinitamente mayores, el único “pero” real era aquel comienzo tan caótico. ¡Qué les hubiera costado a los rocavarancoleses empezar aquella prueba directamente en los refugios con un suministro de armas y magia!
Por otra parte ver cómo la comida que supuestamente debían tener acababa en el fondo de aquella fosa gigante de huesos tampoco había sido mejor el comienzo. Aunque al menos habían podido ver lo de esos gusanos gigantes antes de que alguien quisiera bajar a por armas.
Al final encontraron un refugio más o menos prometedor. Era una casucha (bueno, casi palacio) de dos plantas y media (a la tercera parecía que le hubiera dado un bocado alguna clase de monstruo gigante), bastante abandonada, de una sola puerta y ventanas bastante sólidas, según Étrame. Aunque lo mejor estaba en una habitación bastante escondida.
—¡Armas!
El adolescente no podía evitar mirarlas fascinado. Es verdad que algunas… bueno, muchas… Viéndolas bien… Joder, ¿había una que no estuviera de óxido hasta los topes?
Al parecer el chico-pájaro pensaba igual, porque se acercó con cuidado.
—Anda, que quien sepa como manejar estas mierdas me ayude un poco. Quien no sepa que se aparte, no vaya a cortarse y pillar algo —estuvo un par de segundos trasteando en aquella marabunda de restos casi arqueológicos antes de levantar la mirada, comprobando que nadie se movía—. No… en serio, ¿nadie sabe cómo emplear ninguna de estas?
Todos se contemplaron entre sí, sin saber muy bien cómo responder. Bueno, esta escena daba algo de información, eso era seguro: Étrame debía de venir de un mundo medieval o algo así.
—Bueno, al menos haced algo y traed un armario que sobre o cualquier cosa donde podamos meter un montón de metal corroído y afilado —el suspiro del joven era de evidente hastío. José, por su parte, no podía preguntarse se aquello no era del todo casual. ¿Quizás los rocavarancoleses en realidad despertaban a los cosechados por turnos para que todos tuvieran al menos uno capaz de enseñarles a manejar armas?—. Ah, y mañana, al amanecer, empezamos con la instrucción de lucha. Todos. Sin discusiones.
Ninguno de ellos quiso discutir esa orden, aunque Kyo agrió su expresión al oír el todo de Étrame. José, por su parte, estaba bastante contento de tener un líder claro en aquel momento. En especial uno que, claramente, sabía lo que hacía.
Al final encontraron una especie de armario alargado bastante sólido. La ropa (bastante magra, todo había que decirlo) se acumuló en un rincón mientras el plumoso metía espada tras espada, cuchillo tras cuchillo, arcos rotos y flechas podridas dentro. El montón de armas fue reduciéndose de forma bastante triste y, por qué no decirlo, anticlimática.
Al final tuvieron que conformarse con una espada como la de los romanos, dos cuchillos, un arco y como cinco flechas. Tristemente todos los carcaj estaban podridos por completo. También había un buen puñado de palos más o menos aceptables para hacerle un moratón a alguien.
Si hacía una recopilación ahora mismo José no sabía muy bien qué pensar. Esto no era, desde luego, ninguna clase de aventura emocionante. Por otra parte era obvio que hasta que se adaptaran y comprendieran aquel lugar las cosas iban a ser complicadas.
—Bueno, esta parte está hecha —Étrame parecía satisfecho consigo mismo. El adolescente quiso creer que eso era una señal de que las cosas podrían haber sido mucho peor—. Por favor, decidme que hay una cocina y una bonita despensa por aquí.
—La parte buena es que sí, hay cocina y despensa, funcionales y no se caen a trozos —era Kyo el que habló. El joven se había dedicado a explorar a fondo el lugar—. La parte mala es que la poquísima comida que queda está podrida por completo. Y no sé vosotros, pero me estoy muriendo de hambre.
El chico pájaro giró su rostro al escuchar esto. José empatizaba bastante con ellos, la verdad, el estómago llevaba un rato quejándose.
—Bueno, vamos a tener que cazar algo. Justo en eso no soy muy bueno, la verdad…
—Estás loco si crees que vamos a comer un bicho que el reflejo sabe qué es, para que nos enfermemos —Aryanne miraba a Étrame con desafío, José estaba maravillado, nunca había visto a nadie mostrando tanta seguridad en sí misma—. No, lo que vamos a hacer es buscar al resto de cosechados y pedir ayuda, digan tus neuras lo que digan.
El chico pájaro la miró entonces con una sonrisa extraña. El adolescente humano empezaba a sentirse bastante más incómodo que en cualquier momento antes. ¿Aprender por las malas a sobrevivir en un lugar mortal? Vale. Los juegos que estaban creando sus compañeros, sin embargo…
—Neuras, ya… Y dime, princesa, si vamos a esos encantadores cosechados y les decimos “ey, tenemos hambre, ¿os podéis quedar vosotros con un poco de ella para que podamos dormir esta noche?”, ¿qué crees que dirán? Te lo digo yo: iros a la mierda. Baja de tu palacio y desciende al mundo real: nadie va a aumentar su propio sufrimiento para aumentar tu comodidad.
—Tiene razón —todos se giraron hacia el chico de piel gris, Enael. Habían estado tan ocupados en aquella charla que ni lo habían notado—. Esto no es una aventura donde alcanzaremos la meta uniéndonos en paz y armonía. Esto es una prueba donde debemos mostrar, con nuestras propias capacidades, que somos dignos de pertenecer a Rocavarancolia. Si no conseguimos comida entonces debemos buscarla en otros lugares, no suplicar el auxilio del resto de cosechados.
—Habla por ti —esta vez fue Kyo el que habló, con un marcado desdén—. Yo no tengo ninguna intención de pertenecer a Rocavarancolia.
Era, claramente, la cosa equivocada de decir. Los dos chicos de piel gris le miraron escandalizados: Enael como si fuera una cucaracha, Bria como si hubiera dicho algo escandaloso. El mayor, de hecho, parecía listo para saltar sobre Kyo cuando Étrame se interpuso.
—Nada de peleas. Nos guste o no somos un grupo, y sobreviviremos siendo un grupo —la mirada censora fue suficiente para amedrentar a Enael, aunque todavía seguía echando miradas torvas a Kyo—. Además, ¿a qué te refieres con lo de pertenecer a Rocavarancolia? ¿Es lo de esa Luna Roja?
—Claro, por supuesto —su mirada poseía un brillo enfermizo al tratar el tema. José pensó por un momento en un fanático anunciando que se acercaba el fin del mundo, y que él sería salvado—. Para eso nos cosechan, para eso es la criba. Para demostrar que somos dignos de bañarnos a la luz de la Luna Roja, de ser tocada por su maravillosa metamorfosis, de convertirnos en dioses como los que nos han traído aquí. Para eso hemos venido: para unirnos a ellos.
Por… bueno, había perdido la cuenta de la cantidad de veces que su mundo se había vuelto patas arriba desde la noche anterior, peor José sumó mentalmente un uno a esa cuenta imaginaria.
¿Ser un rocavarancolés? ¿Para eso le habían traído? ¿Y qué era un “rocavarancolés”, de todas formas? ¿Un mago, un guerrero? ¿Y cómo lo sabía este chico?
—¿Cómo sabes eso? —Étrame parecía bastante cauteloso ante esa información. José miró a los demás, todos con variadas expresiones de horror o rechazo.
—En Nubla lo sabe todo el mundo —la niña fue la que contestó, con no poco entusiasmo—. Desde hace siglos aportamos orgullosamente a la cosecha de Samhein, ¡siempre rezamos para ser lo suficientemente dignos de convertirnos en dioses!
Bueno, José no rechazaba esto último. ¿Ganar poderes guays, magia, todo eso? Adelante, lo recibía con los brazos abiertos. La parte de ser un rocavarancolés, sin embargo, la parte de renunciar para siempre a su familia y sus amigos (su ciudad y su mundo podían irse a hacer gárgaras), sin embargo… No. A eso no iba a renunciar sin pelear.
Por otra parte… quizás pudiera traerlos. Sí, lo que le haría más feliz sería poder traer a su familia y sus amigos y convertirlos en también en “dioses”. Sin la parte de que pasaran la criba, eso sí.
Había casi veinte colchones en aquella mansión cochambrosa. Étrame sugirió ponerlos todos en la misma habitación y que alguien hiciera guardia mientras otros dormían. El primer turno, por supuesto, fue suyo.
A un lado de José había quedado Nakria, y a su lado estaba Kyo, que llevaba con expresión enfadada todo el día. El humano empezaba a pensar, de hecho, que Kyo había nacido ya con esa cara. Realmente tenía peor humor que Étrame, dijera Aryanne lo que dijera.
—Pst, Kyo, tengo una duda —el humano se volvió hacia la muchacha. Espiar conversaciones ajenas era mucho más divertido que intentar dormir a pesar del hambre—. ¿Qué es lo que rechazas tanto de lo de convertirte en un dios?
—Los dioses no existen —hubo una extraña tensión en la figura de Nakria al escuchar las apretadas palabras de Kyo, aunque desapareció tan rápido que el humano creyó que se lo había imaginado—. ¿Y qué no rechazar? ¿La parte de que te secuestren con mentiras para obligarte a pertenecer a otra sociedad o la superstición mítica forjada para justificar todo eso?
—Vamos, que no crees lo de tener poderes.
—Oh, por favor. ¿Qué poderes te va a dar una luna?
—Magia, por ejemplo —José no había podido aguantar más y había decidido meterse en la conversación. A su alrededor vio que el resto del grupo también estaba bastante interesado en esta—. ¿No te gustaría tener magia?
—¡Ya tenía magia en mi casa, y esa puta fuente me ha quitado todos los hechizos!
Kyo parecía al borde de las lágrimas al decir eso. En otras circunstancias José se habría amedrentado y, quizás, disculpado, pero en ese momento estaba distraído por otra cosa.
—¿Ya tenías magia en tu mundo? ¿Me estás diciendo que en tu planeta hay hechizos?
—¡Por supuesto que sí! Por… espera, ¿en tu mundo no conocéis la hechicería? —Kyo se apoyó sobre su codo y miró a todos sus compañeros. Desde la puerta Étrame parecía seguir intentando escuchar los ruidos de la noche, pero el brillo de sus ojos revelaba que estaba muy atento a la conversación—. ¿Y en los vuestros? ¿Conocéis la magia?
—En el mío sí —afirmó Nakria.
—En el mío las sociedades costeras y norteñas tienen tradiciones mágicas, pero en mi sociedad todavía se está estudiando en los laboratorios.
—En Nubla jamás usamos la magia —Bria hablaba con una reverencia suprema de este poder, algo que José entendía bien. Magia… la sola idea de manejar el mundo como se le antojase despertaba escalofríos en la columna dorsal del adolescente—. Es un don, un regalo que pertenece a los dioses de Rocavarancolia…
Kyo parecía a punto de saltar ante estas palabras. Quizás por eso Étrame eligió ese momento para interrumpir.
—En el mío también existe la magia. Se usa bastante —el silencio cayó entonces sobre el grupo. José no estaba muy entusiasmado: no escuchar hablar a nadie hacía que pensara en el hambre que tenía. Quizás Étrame pensara lo mismo, porque pronto volvió a hablar—. ¿Cómo son vuestros mundos?
—La Tierra es muy aburrida y horrible —él fue el primero en hablar, más que nada porque nadie más parecía saber muy bien qué decir—. Hace varias décadas los países ricos gobernaban a las zonas más pobres y les quitaban todo lo que podían, aunque ahora eso ya no es así. De todas formas las empresas de los ricos siguen explotando a la gente de lugares pobres, y hemos contaminado tanto que el clima se está yendo al carajo. Y lo mejor a lo que podemos aspirar los que estamos en medio es pasar ocho aburridas horas diarias haciendo papeleo estúpido en una oficina.
—Qué horror —Kyo parecía realmente sobrecogido ante semejante descripción—. Pues Carabás es un mundo realmente fantástico. Nosotros creemos y defendemos la importancia del mérito y la responsabilidad individual, así que básicamente cuanto mejor lo hagas más tienes. Y cuanto peor lo hagas, menos tienes. Por supuesto da igual cómo de bajo estés en la sociedad, el Estado siempre garantiza un techo sobre tu cabeza y un plato sobre la mesa.
—Una auténtica utopía —había cierta burla en la voz de Étrame, aunque no parecía dañina—. En el mío… bueno, lo llamamos la Cercanía, aunque viendo el origen del nombre me pregunto si los sacerdotes no considerarían también que esto es parte de la Cercanía —estaba riendo un poco cuando dijo esto, y José no pudo sino preguntarse a qué se refería—. Y consiste básicamente en dos países que están en guerra desde ni se sabe. Yo soy de los pocos que no forma parte de ninguno de ellos. De los pocos realmente libres.
Había un poso de añoranza en la voz del ¿cercano? (José imaginaba que era un gentilicio lo suficientemente bueno). Por un momento el humano se preguntó cómo era eso. Ser libre, no estar atado a una vida tediosa, repetitiva y automática.
—El mío es hermoso —era ahora el turno de Aryanne. Era una pena, porque Étrame había dejado la descripción de su planeta en un lugar profundamente apetecible—. Idris tiene el cielo violáceo, un sol blanco y dos grandes lunas. Nuestras ciudades también son más limpias y bonitas que esta. Pero —su voz se alzó sobre lo que casi seguro era el comienzo de una réplica por parte del nublino, que por suerte fue callado por la mirada del cercano—, realmente, lo que echo de menos, incluso tan pronto… es nuestro idioma. No solo se basa en los sonidos, sino también en los gestos —había una fuerte añoranza en su voz, incluso más que la que antes había expresado Étrame—. Honestamente, no puedo describir cuánto me disgusta limitarme a las palabras para hablar.
Hubo entonces un silencio raro que, al parecer, nadie quería romper. Todavía quedaban dos mundos que conocer, y de uno de ellos ya sabían lo que era necesario. Así pues todos los ojos se volvieron hacia Nakria, que pronto su expresión en blanco.
—Bueno, mi mundo se llama Ochroria. Está en guerra, igual que la Cercanía. Aunque en mi caso sí pertenezco a una facción, q-. ¿Qué es eso?
José (y todos) se volvió hacia donde señalaba la joven, con el corazón en un puño. Tras el cristal se adivinaba un resplandor extraño. Ninguno se movió ante el gesto de prohibición de su “líder”. Étrame volvió a ponerse sus gafas de sol y, tras acercarse a la ventana, habló con una voz repleta de maravilla.
—Corred, acercaos.
No necesitaron que se lo repitieran dos veces. Todos se levantaron y, una vez miraron por las ventanas, todos comprendieron por qué Étrame les había llamado.
—¿Son murciélagos?
—¿Están ardiendo…?
—Solo sus alas.
—No, no, mirad bien. Sus alas son de fuego.
José no dijo nada, limitándose a observar aquel espectáculo, a beberlo, a grabarlo en sus retinas. Bueno… El comienzo de la aventura podría no haber sido para nada lo esperado, pero… José renunciaría a todo, a la comodidad, a la comida, a su familia, soportaría pérdidas, si así podía contemplar prodigios mágicos de este calibre y una belleza tan singular.
La primera, este es un relato de la criba de mi personaje metido transfo, Galiard Syl: en el perfil hay los enlaces correspondientes y descripciones y tal, quien quiera puede pedirme roleo, perteneció a la 7ª criba del rol (en el relato se explica por qué no se encontró con macieleros, sendarios, fareros, letarguinos...), etc etc.
La segunda que, bueno, ejem. El relato iba a ser de 3.000-4.000 palabras. Al final más o menos salió eso, solo que con un pequeño margen de error de +20.000 palabras. En fin, detalles, ya sabéis cómo soy. Bueno, como semejante tocho no cabe en un post ni queriendo voy a dividirlo en siete postos distintos, como si fueran capítulos. No son capítulos y por tanto no tienen rótulo ni título, pero bueno, va bien.
Para quien prefiera el pdf, aquí lo tiene.
Ah, y la última: sí, hay un cosechado con unas gafas de sol. Se las ha robado a uno de los cosechados dormidos.
José se despertó con una gran, gran migraña, una confusión galopante y el dolor de espalda más grande de su maldita vida. Observó a su alrededor sin reconocer la extraña mazmorra, y entonces recordó la noche anterior. Diego le había dado unas pastillas con las que supuestamente vería cosas incluso mejores a las de un orgasmo… Luego… en el baño vio al tipo ese aquel y creyó que lo que le había costado la droga había valido la pena y… Oh, maldita sea, odiaba el bajón de la mañana siguiente.
Por un momento creyó que quizás todavía estaba un poco fumado: Halloween lo había celebrado a lo grande. Por otra parte normalmente no sentía esos malditos pinchazos por todo el cuerpo cuando todavía estaba en las nubes, así que probablemente el efecto se había pasado. Y por algún motivo estaba encerrado en una celda. Quizás la poli lo había pillado con más opiáceos que sangre en las venas y lo habían encerrado un rato. Genial. Su padre lo iba a matar.
¿El tipo aquel entonces había sido un madero? Pero había sido raro, le había prometido una… una…
La escena entera irrumpió en su cerebro con la fuerza de un caballo galopando. Las ofertas de aventuras, magia y emoción atravesaron su mente recién despierta y electrizaron todo su cuerpo. El nombre de la ciudad llenó al completo sus pensamientos. «Te ofrezco ir a Rocavarancolia, la tierra a la que realmente perteneces. La tierra cuya ausencia intentas llenar con adrenalina y peligros, sin conseguirlo jamás. Te conozco, José García, sé qué agujero negro de hastío sientes siempre. Solo en mi ciudad podrás rellenarlo para siempre».
¡Rocavarancolia! El joven humano se levantó como un niño que recordaba que aquel era el día de reyes. Oh, estaba deseando coger una espada y lanzarse contra sus enemigos y aprender magia y todo lo demás.
Aunque antes tendría que salir de allí.
¿Por qué lo habrían encerrado en aquel lugar? Se acercó a la puerta y vio que, de hecho, no estaba encerrado. Eso le convenció de ignorar cualquier duda que le surgiera. Suponía que los habitantes de Rocavarancolia simplemente pensaban que había que establecer la dureza del entrenamiento desde el principio. Muy buena idea, ahora que lo pensaba: ¡las aventurás no eran para la gente que se quejaba de no tener un colchón de última tecnología!
No tardó mucho en salir de aquel lugar. El humano miraba a su alrededor con fascinación. Era increíble. Era como haber entrado en una película ambientada en el siglo XII. Como tener la oportunidad de conocer en vivo y en directo aquella época en la que la sociedad era menos aburrida y pusilánime.
Poco después salió a la calle. Esta vez, sí, necesitó parar y contemplar, ahogado por semejante destrucción. Aquella escena de ruinas casi recordaba a las fotos que había visto de muchas ciudades europeas después de la Segunda Guerra Mundial. Ahora comprendía a qué se refería Doce cuando le dijo que Rocavarancolia le necesitaba tanto como él la necesitaba a ella.
«Muy bien. De acuerdo» aceptó, firmando en su imaginación (una vez más) aquel contrato. Había venido a recibir magia y aventuras. A cambio, se juró a sí mismo, haría cualquier cosa para sanar a esta tierra tan herida.
Para cuando se acercó a la fuente la cabeza le palpitaba y el cuerpo le exigía hidratarse. José no estaba muy seguro de que aquel agua fuera segura, pero… tampoco había más lugar para beber, y tenía sed. Mucha sed.
Justo cuando empezó a tragar empezó a escuchar voces en un idioma extraño. Y entonces, mientras el agua entraba en su cuerpo, sus pensamientos se volvieron del revés y aquellas voces se volvieron inteligibles. El adolescente estaba tan maravillado con ello que tardó un par de segundos en mirar hacia aquellas personas.
Y cuando lo hizo su maravilla no hizo sino aumentar.
Ante él había chavales, pero no como él. Uno tenía los ojos rojos y la piel tan blanca que parecía enfermo, otro tenía la piel negra (hasta ahí normal) con plumas en lugar de pelo y el pico de un águila en lugar de nariz, además de líneas marrones por toda su piel (¡menudos tatuajes!). Y gafas del sol, por algún motivo que se le escapaba. Otros dos, los más pequeños, tenían la piel gris. Una tenía bigotes como de gato y proporciones bastante raras. Y la última tenía aletas como oreja. ¡Aletas! ¡Y su piel era plateada!
—Cierra esa boca, chaval, que tú eres tan raro para nosotros como nosotros para ti —José enrojeció profundamente ante las palabras del de las plumas (eran hermosas, ojalá pudiera tocarlas). Vale, había sido un poco maleducado mirarles así, como si fueran… bueno… Aliens, que es lo que eran—. ¿Formas parte del grupo de antes?
La cara de extrañeza del humano fue respuesta suficiente. ¿Grupo de antes? ¿Qué grupo? ¿Y qué “antes”?
—Déjalo, Étrame, si está claro que acaba de llegar —el que habló era el de los ojos rojos—. Antes había aquí un grupo de chavales como nosotros al que le contaron un discurso encantador. Nosotros estábamos, bueno…
—Intentando rescatar de un sótano cercano a este par de inútiles, que se había caído —la chica pez había interrumpido, señalando a los dos de piel gris ante sus protestas. Posteriormente le sonrió a José de una forma encantadora—. Por cierto, yo me llamo Aryanne. Los de piel gris son Bria y Enael, el de ojos inquietantes es Kyo, la de los bigotes es Nakria y de Étrame ya sabes su nombre y mala leche.
—Basta de cháchara —como haciendo gala de aquel mal humor Étrame decidió interrumpir, mirando a algún punto del oeste—. Mejor nos ponemos en movimiento. Con el tiempo que hemos perdido dudo que alcancemos al otro grupo, que tampoco es algo que me entusiasme, as-
—¿Por qué no? Cuanto más mejor, ¿no? —José supo que había cometido un error tan pronto vio las miradas dudosas entre aquellos desconocidos y la sonrisa afilada del aparente líder. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que estaba a punto de descubrir por qué nada de lo que había visto desde que despertó era como le habían prometido.
—Porque nos mintieron, chaval, por eso. No estamos aquí para aprender nada, estamos aquí para sobrevivir en una prueba a muerte. Y con cuanta más gente tengamos que compartir nuestra comida, bueno… peor para cada uno de nosotros. Así que nos vamos a mantener alejados del resto y vamos a rezar para que nunca tengamos que competir directamente con ellos, ¿de acuerdo?
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La verdad es que no era el fantástico inicio de una aventura que esperaba, pero José se esforzó por ver el lado positivo de todo esto. La muerte no le daba tanto miedo como el terror abismal que había sentido en su casa cada vez que se imaginaba su futuro de ocho aburridas e interminables horas haciendo burocracia absurda para mantener una vida tediosa en un mundo que, de todas formas, se iba al carajo poco a poco. Aquí las oportunidades eran infinitamente mayores, el único “pero” real era aquel comienzo tan caótico. ¡Qué les hubiera costado a los rocavarancoleses empezar aquella prueba directamente en los refugios con un suministro de armas y magia!
Por otra parte ver cómo la comida que supuestamente debían tener acababa en el fondo de aquella fosa gigante de huesos tampoco había sido mejor el comienzo. Aunque al menos habían podido ver lo de esos gusanos gigantes antes de que alguien quisiera bajar a por armas.
Al final encontraron un refugio más o menos prometedor. Era una casucha (bueno, casi palacio) de dos plantas y media (a la tercera parecía que le hubiera dado un bocado alguna clase de monstruo gigante), bastante abandonada, de una sola puerta y ventanas bastante sólidas, según Étrame. Aunque lo mejor estaba en una habitación bastante escondida.
—¡Armas!
El adolescente no podía evitar mirarlas fascinado. Es verdad que algunas… bueno, muchas… Viéndolas bien… Joder, ¿había una que no estuviera de óxido hasta los topes?
Al parecer el chico-pájaro pensaba igual, porque se acercó con cuidado.
—Anda, que quien sepa como manejar estas mierdas me ayude un poco. Quien no sepa que se aparte, no vaya a cortarse y pillar algo —estuvo un par de segundos trasteando en aquella marabunda de restos casi arqueológicos antes de levantar la mirada, comprobando que nadie se movía—. No… en serio, ¿nadie sabe cómo emplear ninguna de estas?
Todos se contemplaron entre sí, sin saber muy bien cómo responder. Bueno, esta escena daba algo de información, eso era seguro: Étrame debía de venir de un mundo medieval o algo así.
—Bueno, al menos haced algo y traed un armario que sobre o cualquier cosa donde podamos meter un montón de metal corroído y afilado —el suspiro del joven era de evidente hastío. José, por su parte, no podía preguntarse se aquello no era del todo casual. ¿Quizás los rocavarancoleses en realidad despertaban a los cosechados por turnos para que todos tuvieran al menos uno capaz de enseñarles a manejar armas?—. Ah, y mañana, al amanecer, empezamos con la instrucción de lucha. Todos. Sin discusiones.
Ninguno de ellos quiso discutir esa orden, aunque Kyo agrió su expresión al oír el todo de Étrame. José, por su parte, estaba bastante contento de tener un líder claro en aquel momento. En especial uno que, claramente, sabía lo que hacía.
Al final encontraron una especie de armario alargado bastante sólido. La ropa (bastante magra, todo había que decirlo) se acumuló en un rincón mientras el plumoso metía espada tras espada, cuchillo tras cuchillo, arcos rotos y flechas podridas dentro. El montón de armas fue reduciéndose de forma bastante triste y, por qué no decirlo, anticlimática.
Al final tuvieron que conformarse con una espada como la de los romanos, dos cuchillos, un arco y como cinco flechas. Tristemente todos los carcaj estaban podridos por completo. También había un buen puñado de palos más o menos aceptables para hacerle un moratón a alguien.
Si hacía una recopilación ahora mismo José no sabía muy bien qué pensar. Esto no era, desde luego, ninguna clase de aventura emocionante. Por otra parte era obvio que hasta que se adaptaran y comprendieran aquel lugar las cosas iban a ser complicadas.
—Bueno, esta parte está hecha —Étrame parecía satisfecho consigo mismo. El adolescente quiso creer que eso era una señal de que las cosas podrían haber sido mucho peor—. Por favor, decidme que hay una cocina y una bonita despensa por aquí.
—La parte buena es que sí, hay cocina y despensa, funcionales y no se caen a trozos —era Kyo el que habló. El joven se había dedicado a explorar a fondo el lugar—. La parte mala es que la poquísima comida que queda está podrida por completo. Y no sé vosotros, pero me estoy muriendo de hambre.
El chico pájaro giró su rostro al escuchar esto. José empatizaba bastante con ellos, la verdad, el estómago llevaba un rato quejándose.
—Bueno, vamos a tener que cazar algo. Justo en eso no soy muy bueno, la verdad…
—Estás loco si crees que vamos a comer un bicho que el reflejo sabe qué es, para que nos enfermemos —Aryanne miraba a Étrame con desafío, José estaba maravillado, nunca había visto a nadie mostrando tanta seguridad en sí misma—. No, lo que vamos a hacer es buscar al resto de cosechados y pedir ayuda, digan tus neuras lo que digan.
El chico pájaro la miró entonces con una sonrisa extraña. El adolescente humano empezaba a sentirse bastante más incómodo que en cualquier momento antes. ¿Aprender por las malas a sobrevivir en un lugar mortal? Vale. Los juegos que estaban creando sus compañeros, sin embargo…
—Neuras, ya… Y dime, princesa, si vamos a esos encantadores cosechados y les decimos “ey, tenemos hambre, ¿os podéis quedar vosotros con un poco de ella para que podamos dormir esta noche?”, ¿qué crees que dirán? Te lo digo yo: iros a la mierda. Baja de tu palacio y desciende al mundo real: nadie va a aumentar su propio sufrimiento para aumentar tu comodidad.
—Tiene razón —todos se giraron hacia el chico de piel gris, Enael. Habían estado tan ocupados en aquella charla que ni lo habían notado—. Esto no es una aventura donde alcanzaremos la meta uniéndonos en paz y armonía. Esto es una prueba donde debemos mostrar, con nuestras propias capacidades, que somos dignos de pertenecer a Rocavarancolia. Si no conseguimos comida entonces debemos buscarla en otros lugares, no suplicar el auxilio del resto de cosechados.
—Habla por ti —esta vez fue Kyo el que habló, con un marcado desdén—. Yo no tengo ninguna intención de pertenecer a Rocavarancolia.
Era, claramente, la cosa equivocada de decir. Los dos chicos de piel gris le miraron escandalizados: Enael como si fuera una cucaracha, Bria como si hubiera dicho algo escandaloso. El mayor, de hecho, parecía listo para saltar sobre Kyo cuando Étrame se interpuso.
—Nada de peleas. Nos guste o no somos un grupo, y sobreviviremos siendo un grupo —la mirada censora fue suficiente para amedrentar a Enael, aunque todavía seguía echando miradas torvas a Kyo—. Además, ¿a qué te refieres con lo de pertenecer a Rocavarancolia? ¿Es lo de esa Luna Roja?
—Claro, por supuesto —su mirada poseía un brillo enfermizo al tratar el tema. José pensó por un momento en un fanático anunciando que se acercaba el fin del mundo, y que él sería salvado—. Para eso nos cosechan, para eso es la criba. Para demostrar que somos dignos de bañarnos a la luz de la Luna Roja, de ser tocada por su maravillosa metamorfosis, de convertirnos en dioses como los que nos han traído aquí. Para eso hemos venido: para unirnos a ellos.
Por… bueno, había perdido la cuenta de la cantidad de veces que su mundo se había vuelto patas arriba desde la noche anterior, peor José sumó mentalmente un uno a esa cuenta imaginaria.
¿Ser un rocavarancolés? ¿Para eso le habían traído? ¿Y qué era un “rocavarancolés”, de todas formas? ¿Un mago, un guerrero? ¿Y cómo lo sabía este chico?
—¿Cómo sabes eso? —Étrame parecía bastante cauteloso ante esa información. José miró a los demás, todos con variadas expresiones de horror o rechazo.
—En Nubla lo sabe todo el mundo —la niña fue la que contestó, con no poco entusiasmo—. Desde hace siglos aportamos orgullosamente a la cosecha de Samhein, ¡siempre rezamos para ser lo suficientemente dignos de convertirnos en dioses!
Bueno, José no rechazaba esto último. ¿Ganar poderes guays, magia, todo eso? Adelante, lo recibía con los brazos abiertos. La parte de ser un rocavarancolés, sin embargo, la parte de renunciar para siempre a su familia y sus amigos (su ciudad y su mundo podían irse a hacer gárgaras), sin embargo… No. A eso no iba a renunciar sin pelear.
Por otra parte… quizás pudiera traerlos. Sí, lo que le haría más feliz sería poder traer a su familia y sus amigos y convertirlos en también en “dioses”. Sin la parte de que pasaran la criba, eso sí.
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Había casi veinte colchones en aquella mansión cochambrosa. Étrame sugirió ponerlos todos en la misma habitación y que alguien hiciera guardia mientras otros dormían. El primer turno, por supuesto, fue suyo.
A un lado de José había quedado Nakria, y a su lado estaba Kyo, que llevaba con expresión enfadada todo el día. El humano empezaba a pensar, de hecho, que Kyo había nacido ya con esa cara. Realmente tenía peor humor que Étrame, dijera Aryanne lo que dijera.
—Pst, Kyo, tengo una duda —el humano se volvió hacia la muchacha. Espiar conversaciones ajenas era mucho más divertido que intentar dormir a pesar del hambre—. ¿Qué es lo que rechazas tanto de lo de convertirte en un dios?
—Los dioses no existen —hubo una extraña tensión en la figura de Nakria al escuchar las apretadas palabras de Kyo, aunque desapareció tan rápido que el humano creyó que se lo había imaginado—. ¿Y qué no rechazar? ¿La parte de que te secuestren con mentiras para obligarte a pertenecer a otra sociedad o la superstición mítica forjada para justificar todo eso?
—Vamos, que no crees lo de tener poderes.
—Oh, por favor. ¿Qué poderes te va a dar una luna?
—Magia, por ejemplo —José no había podido aguantar más y había decidido meterse en la conversación. A su alrededor vio que el resto del grupo también estaba bastante interesado en esta—. ¿No te gustaría tener magia?
—¡Ya tenía magia en mi casa, y esa puta fuente me ha quitado todos los hechizos!
Kyo parecía al borde de las lágrimas al decir eso. En otras circunstancias José se habría amedrentado y, quizás, disculpado, pero en ese momento estaba distraído por otra cosa.
—¿Ya tenías magia en tu mundo? ¿Me estás diciendo que en tu planeta hay hechizos?
—¡Por supuesto que sí! Por… espera, ¿en tu mundo no conocéis la hechicería? —Kyo se apoyó sobre su codo y miró a todos sus compañeros. Desde la puerta Étrame parecía seguir intentando escuchar los ruidos de la noche, pero el brillo de sus ojos revelaba que estaba muy atento a la conversación—. ¿Y en los vuestros? ¿Conocéis la magia?
—En el mío sí —afirmó Nakria.
—En el mío las sociedades costeras y norteñas tienen tradiciones mágicas, pero en mi sociedad todavía se está estudiando en los laboratorios.
—En Nubla jamás usamos la magia —Bria hablaba con una reverencia suprema de este poder, algo que José entendía bien. Magia… la sola idea de manejar el mundo como se le antojase despertaba escalofríos en la columna dorsal del adolescente—. Es un don, un regalo que pertenece a los dioses de Rocavarancolia…
Kyo parecía a punto de saltar ante estas palabras. Quizás por eso Étrame eligió ese momento para interrumpir.
—En el mío también existe la magia. Se usa bastante —el silencio cayó entonces sobre el grupo. José no estaba muy entusiasmado: no escuchar hablar a nadie hacía que pensara en el hambre que tenía. Quizás Étrame pensara lo mismo, porque pronto volvió a hablar—. ¿Cómo son vuestros mundos?
—La Tierra es muy aburrida y horrible —él fue el primero en hablar, más que nada porque nadie más parecía saber muy bien qué decir—. Hace varias décadas los países ricos gobernaban a las zonas más pobres y les quitaban todo lo que podían, aunque ahora eso ya no es así. De todas formas las empresas de los ricos siguen explotando a la gente de lugares pobres, y hemos contaminado tanto que el clima se está yendo al carajo. Y lo mejor a lo que podemos aspirar los que estamos en medio es pasar ocho aburridas horas diarias haciendo papeleo estúpido en una oficina.
—Qué horror —Kyo parecía realmente sobrecogido ante semejante descripción—. Pues Carabás es un mundo realmente fantástico. Nosotros creemos y defendemos la importancia del mérito y la responsabilidad individual, así que básicamente cuanto mejor lo hagas más tienes. Y cuanto peor lo hagas, menos tienes. Por supuesto da igual cómo de bajo estés en la sociedad, el Estado siempre garantiza un techo sobre tu cabeza y un plato sobre la mesa.
—Una auténtica utopía —había cierta burla en la voz de Étrame, aunque no parecía dañina—. En el mío… bueno, lo llamamos la Cercanía, aunque viendo el origen del nombre me pregunto si los sacerdotes no considerarían también que esto es parte de la Cercanía —estaba riendo un poco cuando dijo esto, y José no pudo sino preguntarse a qué se refería—. Y consiste básicamente en dos países que están en guerra desde ni se sabe. Yo soy de los pocos que no forma parte de ninguno de ellos. De los pocos realmente libres.
Había un poso de añoranza en la voz del ¿cercano? (José imaginaba que era un gentilicio lo suficientemente bueno). Por un momento el humano se preguntó cómo era eso. Ser libre, no estar atado a una vida tediosa, repetitiva y automática.
—El mío es hermoso —era ahora el turno de Aryanne. Era una pena, porque Étrame había dejado la descripción de su planeta en un lugar profundamente apetecible—. Idris tiene el cielo violáceo, un sol blanco y dos grandes lunas. Nuestras ciudades también son más limpias y bonitas que esta. Pero —su voz se alzó sobre lo que casi seguro era el comienzo de una réplica por parte del nublino, que por suerte fue callado por la mirada del cercano—, realmente, lo que echo de menos, incluso tan pronto… es nuestro idioma. No solo se basa en los sonidos, sino también en los gestos —había una fuerte añoranza en su voz, incluso más que la que antes había expresado Étrame—. Honestamente, no puedo describir cuánto me disgusta limitarme a las palabras para hablar.
Hubo entonces un silencio raro que, al parecer, nadie quería romper. Todavía quedaban dos mundos que conocer, y de uno de ellos ya sabían lo que era necesario. Así pues todos los ojos se volvieron hacia Nakria, que pronto su expresión en blanco.
—Bueno, mi mundo se llama Ochroria. Está en guerra, igual que la Cercanía. Aunque en mi caso sí pertenezco a una facción, q-. ¿Qué es eso?
José (y todos) se volvió hacia donde señalaba la joven, con el corazón en un puño. Tras el cristal se adivinaba un resplandor extraño. Ninguno se movió ante el gesto de prohibición de su “líder”. Étrame volvió a ponerse sus gafas de sol y, tras acercarse a la ventana, habló con una voz repleta de maravilla.
—Corred, acercaos.
No necesitaron que se lo repitieran dos veces. Todos se levantaron y, una vez miraron por las ventanas, todos comprendieron por qué Étrame les había llamado.
—¿Son murciélagos?
—¿Están ardiendo…?
—Solo sus alas.
—No, no, mirad bien. Sus alas son de fuego.
José no dijo nada, limitándose a observar aquel espectáculo, a beberlo, a grabarlo en sus retinas. Bueno… El comienzo de la aventura podría no haber sido para nada lo esperado, pero… José renunciaría a todo, a la comodidad, a la comida, a su familia, soportaría pérdidas, si así podía contemplar prodigios mágicos de este calibre y una belleza tan singular.
- Zarket
Ficha de cosechado
Nombre: Rádar
Especie: Carabés
Habilidades: Resistencia, velocidad natatoria, nociones de luchaPersonajes :
- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran/Branniel): Trasgo de Ewa sexto sacerdote de la Secta, sádico, aficionado a matanzas y luchador en los bajos fondos. No tocarle los cojoncios, que muerde.
●Lanor Gris: demiurgo procedente de Carabás. Tímido, llorica y buena gente.
●Rádar (o Rad): astrario carabés tsundere hacia la magia, mandón, brusco y estricto. Fashion victim. Reloj andante.
●Galiard syl: mago rabiosamente rocavarancolés, despiadado antihéroe brutalmente pragmático y compasivo antivillano bienintencionado.
Armas :- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran): magia, garras, dientes y una espada de longitud media a larga. O lo que haga falta.
●Lanor Gris: magia y sus criaturas.
●Rádar (o Rad): espada de longitud media. Sus habilidades de desviación de hechizos.
●Galiard Syl: magia y, si hace falta, una espada de longitud corta a media.
Status : Jinete del apocalipsis (¡ahora con extra de torpeza social!)
Humor : En muerte cerebral.
Re: La criba del mago
31/08/20, 03:42 pm
Los siguientes días no fueron mucho mejores.
Étrame se tomó absolutamente en serio el entrenamiento que obligaba a hacer a todos ellos. Usaban palos, por supuesto: la única espada que tenían estaba reservada para el cercano. José era moderadamente bueno (mejor que Enael, quizás mejor que Nakria, infinitamente mejor que Bria), pero en pocos días quedó claro que Kyo y Aryanne tenían un dominio absolutamente natural de… todo, en realidad.
Así que ellos dos, y Étrame, eran los que salían a por la comida y la búsqueda de armas y otros suministros. A veces vinieron con cestas, a veces con animales que había que cocinar bien antes de comer. José intentaba con bastante fuerza intentar no pensar en qué era exactamente lo que comía, aunque el hambre ayudaba a no tener muchos remilgos.
Los exploradores a veces incluso traían algún arma vieja pero (gracias al cielo) no oxidada, o un carcaj, o alguna flecha... Esas eran las mejores ocasiones.
Mientras tanto José se aburría en el palacio, conminado a “mantener el fuerte” junto a Nakria y los nublinos. Pues menuda aventura.
A veces algún bicho se acercaba de más a aquella casa. En todas esas ocasiones, sin excepción, Aryanne lo atravesaba con un certero tiro del arco.
El sexto día llegaron tres nuevos integrantes: una humana (una muchacha pija de París, José tardó tres segundos en perder interés), una especie de pájaro sin alas que afirmaba llamarse “Determinación” (qué costumbres tan curiosas había en algunos planetas extraterrestres) y un tipo llamado Gruza que parecía un lagarto. Unos días después llegó alguien de un mundo llamado “Ormivas”, que describía como el satélite de un planeta gigante, y cuya cuya imagen hizo las delicias del joven humano. Se llamaba Phadea y pronto más de uno y de dos empezó a hablar con él para escuchar todas las peculiaridades de su mundo.
Cuando dijo que había dragones, dragones reales, y que él mismo había visto uno José casi se desmayó de la impresión.
Honestamente, cuando olvidaba que ser rocavarancolés equivalía a no ver más a sus hermanos ni sus padres estaba deseando convertirse en uno de ellos. Lo primero que pensaba hacer cuando saliera la famosa Luna Roja era ir al Castillo y suplicar que le dejaran ir a los mundos vinculados.
Casi una semana después de eso Étrame le dio una buena noticia: él y Nakria habían mejorado lo suficiente (y ellos mismos habían conseguido suficientes armas) como para que considerara seguro que les acompañaran de vez en cuando. Entonces Kyo les dio otra noticia: llevaban veinticinco días en Rocavarancolia.
Al día siguiente decidieron explorar la zona noreste de la ciudad. José se pasó todo el camino con el corazón palpitándole en las orejas, observando su entorno (de forma bastante deficiente, aunque hacía lo que podía) y temiendo tanto como se emocionaba de cualquier posible novedad. También maldecía con fuerza la irregularidad del terreno rocavarancolés.
Esa irregularidad, sin embargo, se transformó en una visión cuando pudieron ver que a varios centenares de metros por debajo, en la misma calle en la que se encontraban, había una marabunda de gente (algunos serían menos agradables y los calificarían como “monstruos”) yendo de puesto en puesto de lo que era, claramente, un mercado.
—Vamos a otra zona. Ahora —por supuesto fue Étrame el que dijo eso. El cercano iba con sus sempiternas gafas de sol, pero incluso a través de esta se podía sentir el recelo de su mirada.
—No seas tonto —Aryanne estaba claramente emocionada ante esta demostración de civilización—. ¿De verdad vas a renunciar a la oportunidad de respuestas? Tú y yo sabemos que lo de convertirse en dioses no es más que la fantasía nublina, no la realidad.
—Voy a renunciar a la oportunidad de que gente que tiene magia, alas y garras se enfade con nosotros. Si eres lo suficientemente inteligente tú también lo harás.
José apenas les escuchaba. Estaba prestando atención a la marabunda de gente que se veía en aquella lejanía, preguntándose si aquellas alas eran dadas por la luna o no. Con lo de las garras no estaba tan seguro. Es cierto que parecía que algunos las tenían, pero… la distancia era demasiada para asegurarlo por completo.
—Deberías mirarte la paranoia, en serio. Aquel ser dijo que no van a intervenir en la prueba. Así que no nos ayudarán, pero tampoco nos dañarán.
—Yo estoy con Étrame —José empezaba a notar dos cosas sobre Kyo: primera, que apoyaba la paranoia del cercano. Segunda, que amaba oponerse a las ideas de la idrina—. Estos son los monstruos que nos han secuestrado sin ningún remordimiento y que, según los nublinos, nos obligarán a pertenecer a esta ciudad. Nada de locuras.
—Ah, qué entretenidos sois.
Todos dieron un salto y se pusieron en guardia ante semejante interrupción. Provenía de una persona que… bueno, si José tenía que admitirlo, encarnaba la propia imagen de un dios. Plumas rojas en la cabeza, líneas doradas recorriéndole la piel, uñas peligrosamente afiladas (casi parecían cuchillas) y, por encima de todo, una presencia tremenda. El humano necesitó de todo su esfuerzo para que no le temblaran las rodillas. Aquel era su primer encuentro con un rocavarancolés, y no había duda de que ejercían la atracción de una divinidad.
(El encuentro con Doce Punto no contaba. En ese momento había estado drogado).
—Soy Leip. A vuestro servicio, cosechados —el hombre se quitó entonces un sombrero imaginado. Claramente no los consideraba gran cosa, y se preciaba en hacérselo saber.
Todos se miraron entre sí, alarmados. ¿Cuánto había escuchado aquel hombre?
—Nuestras disculpas, mi señor. No os toméis las palabras del idiota de Kyo como un insulto —José supo al momento que la ochroria había acertado, más o menos. Al menos al juzgar por la risa de Leip.
—Por favor, ¿acaso se ofendería el lobo ante los pensamientos de un cachorro? ¿O el gigantesco sauce de lo que diga una semilla? No hay ofensa en vuestras palabras, no cuando todavía no sabéis absolutamente nada.
—Es verdad, entonces —el murmullo de Nakria sonaba absolutamente conmocionado—. Nos habéis traído para… convertirnos en dioses. Como vosotros.
—En este caso dioses es una palabra… demasiado limitante, creo yo —la sonrisa del rocavarancolés se había vuelto afilada, la de un depredador a punto de abalanzarse sobre su presa—. La Luna Roja os dará los dones más imprevisibles. El dominio del granizo y el gobierno de las corrientes del aire. La capacidad del vuelo y la de respirar agua. El poder de derribar montañas, vencer ejércitos y conquistar mundos. La habilidad de crear vida, vida real, autónoma; o de nutriros de ella sin fin —las escenas se desarrollaron ante los ojos de José, cada una más gloriosa que la anterior. A su alrededor sus compañeros recibían la noticia: algunos con más ansia, otros con más espanto—. Os dará armas —y entonces, ante sus ojos, las uñas de aquel ser se alargaron hasta convertirse en diez peligrosas dagas—, y también defensas. Por encima de todo liberará el poder que tenéis desde que fuisteis concebidos… un poder liberable solo en Rocavarancolia. Y por eso existe la criba. Para ver quién tiene la mente lo suficientemente fuerte y el cuerpo lo bastante resistente para resistir la liberación de todo su potencial.
El pequeño grupo de adolescentes lo miró, más allá de toda consternación. Entonces eso era todo. Los habían llevado hasta allí porque tenían la capacidad de convertirse en gente como la de aquella ciudad.
—El único consejo que os puedo dar es que tengáis cuidado. A Rocavarancolia no le gusta malgastar recursos… y por eso os probará sin fin, hasta que tenga la seguridad de que sois realmente dignos de contemplar la Luna Roja.
Aquel hombre no tardó mucho en desaparecer. Los adolescentes se miraron unos a otros, y decidieron que en aquel estado no podían seguir explorando.
—¡¿Habéis visto a un dios?! ¡¡Más os vale haberle tratado con el máximo respeto!!
Enael estaba muriéndose de envidia, y no menos que la nublina. José, por su parte, apenas era capaz de pensar en nada. Un dios… Un engendro de cola, alas y garras. Capaz de volar. Podría derribar montañas. Nunca vería a su familia si se volvía así. Visitaría centenares de mundos y sería, literalmente, un héroe de libro. Como un superhéroe o un Xmen. Nunca volvería a escuchar a sus hermanos.
Se miró las manos, con ganas de llorar. ¿Por qué? ¿Por qué si quería una vida plena, al filo de la existencia, debía ser a cambio de todo lo que amaba?
Apenas sintió a Nakria cuando se sentó a su lado.
—Todavía no me lo creo…
—¿Estás contenta? —quizás otras opiniones le ayudarían a aclararse las suyas.
—No sé… ¿Qué he hecho yo para merecer tal cantidad de poder? —de lejos sonaban los gritos de Kyo y el nublino, junto a los intentos de Étrame por poner paz—. Por otra parte… admito que no puedo rechazarlo. Es… es increíble. En cierto sentido es lo que siempre quise, aunque no de la forma en la que lo quería.
—¿Y no echarás de menos tu vida?
La ochroria se encogió los hombros, haciendo un ademán con la cabeza.
—Mi vida no es tan diferente a la de antes: simplemente la que tenía en Ochroria era mucho más ordenada. Eso sí que estaba mejor, aunque de hecho creo que hacía años que no pasaba tanto tiempo sin que uno de mis conocidos fuera ejecutado —la risita de la joven no podía desentonar más con la cara que puso el joven—. Por lo demás… ¿quién te dice que realmente no vamos a volver? Este lugar parece de capa caída. Quizás nosotros sí consigamos romper sus normas y retornar a nuestra casa.
—¿Hablando un idioma que nadie comprende? ¿Convertido en seres un alas y garras?
—Bueno, por lo que dijiste tu mundo es una mierda. Y el mío también es mejorable. Así que si pudiéramos volver… ¿Por qué no?
—¿Te convertirías en la dictadora de tu mundo, entonces? —no pudo evitar sonreír ante su propia pregunta. Hablar en esa clave de fantasía y planes imposibles era una forma cómoda de lidiar con todo ello.
—¿Por qué no?
—Bueno, ¿serías realmente lo mismo que lo de antes, no? —no estaba muy seguro de cómo expresar aquellas dudas. Lo que le estaba diciendo Nakria… ¿Estaba mal, no? Estaba bastante seguro de que sus padres se horrorizarían si la escucharan—. O sea, en el fondo realmente no cambiaría nada, ¿no?
—Vamos, chico, parecías menos pusilánime que Kyo —no estaba seguro si la sonrisa de su interlocutora era condescendiente o más bien despectiva, pero no terminaba de gustarle—. En el mundo algunos tienen poder y otros no lo tienen. Negarte a usar el tuyo en favor de los segundos por mantener una especie de atalaya moral no es más que condenar a millares a ser desollados y sacrificados.
—Mi padre diría que lo que tienes que hacer es ceder tu poder a los débiles, no gobernarles porque decidas que es mejor —luego probablemente intentara castigarla a su cuarto.
Un segundo después se dio cuenta de que, si conseguía regresar a la Tierra, su padre no podría castigarlo. Él no estaría ya por debajo, de hecho, en cierto sentido, estaría por encima. Y era algo que no podía cambiar, porque a él le afectaría la Luna Roja y a su padre no.
La noción le dio vértigo.
—Tu padre me parece un poco idiota —ambos rieron. Sí, un poco sí. O, al menos, estaba limitado en cuanto a su conocimiento. Para empezar no tenía ni idea de que la magia existía—. En el mundo hay dos tipos de personas: lobos y ovejas. Puede gustarte más o menos, pero es así. Y si eres un lobo puedes usar tu fuerza para evitar que otros lobos aterroricen, torturen y aniquilen a las ovejas, o que estas cometan la estupidez de meterse voluntariamente al horno. O puedes quedarte a un lado y permitir que continúe la masacre —la chica, tras esta perorata, se encogió de hombros—, pero si haces lo último, pues hombre… no eres un dechado de virtudes, por mucho que te lo creas.
—Así que con un gran poder viene una gran responsabilidad, ¿no? —era una idea fascinante, convertirse en una especie de superhéroe heroico interplanetario.
—Por supuesto. Y una generosa recompensa, claro —le guiñó entonces un ojo. José rio. Por supuesto, salvar el mundo tenía que ser agotador, ¡qué menos que divertirse un poco mientras!
Su risa murió cuando se fijó en la humana (¿se llamaba Jade?) al otro lado del cuarto. La chica estaba casi catatónica, aparentemente no habiéndose tomando muy bien la noticia. Nakria debió darse cuenta de su distracción, porque le sonrió.
—Habla con ella. Lo menos que podemos hacer con esta noticia es intentar que el resto no se suma en la desesperación.
Con eso tenía razón. Si la Luna Roja los iba a transformar fuera como fuera… no quedaba otra que aceptarlo e intentar ver las partes positivas. ¿Y quién sabe? Quizás realmente no sería tan malo.
Así pues, con paso decidido, se acercó a su compañera de mundo.
—¿Cómo estás?
—¿Tú qué crees? —ahora que se fijaba estaba claro que había estado llorando. Uf, esto iba a ser difícil—. Vamos a convertirnos en monstruos, José… En los seres de cuento que se han usado siempre para aterrorizar a los niños pequeños.
Vaya. En eso no había pensado, pero… tenía sentido que esos seres fueran humanos que habían vuelto a la Tierra después de que la Luna Roja los cambiara.
Mierda.
—Bueno… ¿quién puede decir que realmente vayamos a ser malos? Una cosa es que consigas poderes y otra muy distinta es que los uses para matar gente —la duda se derramaba en su voz, aunque no era tanto acerca de aquel hecho (que le parecía odio) como si lo estaba expresando bien—. O sea, mira a los nazis y las cosas que decían de judíos, negros y gays, y era todo mentira. Simplemente los odiaban así que se inventaban que eran horribles para justificar su odio, quizás con los “monstruos” de la tierra sea igual.
—¿Te parece comparable tener una religión concreta con tener… cuernos y… alas? —bueno, había pasado del espanto a la ira. Eso era bueno, ¿no?—. Y qué coño chaval, me da igual. No podría volver a ver a mi familia siendo una cosa así, fuera o no malvada.
—Si tu familia te rechaza por tu apariencia entonces es una mierda y estás mejor sin ellos —aquella lógica le parecía aplastante. Sí, tener alas y eso era raro, pero vamos, ¿qué importaba? De hecho poder volar le parecía un punto a favor más que uno en contra—. Vamos, no me mientas. No me digas que nunca has soñado con ser catwoman, o Tormenta, o Bruja Escarlata.
—¡¿Qué dices?! ¡Pues claro que no! Yo lo único que he querido siempre es tener una vida normal y un trabajo normal y quedar por las tardes a tomar té con mis amigos —la chica estaba otra vez al borde de las lágrimas, pero a José le parecía más bien que le hubiera salido una segunda cabeza.
—¿Qué clase de quinceañera eres tú?
El ojo negro con el que le obsequió Jade le impidió salir los dos días siguientes. El primero fue toda una revelación: los cosechados encontraron dos textos de lo que parecían ser hechizos, acompañados por ilustraciones de sus efectos. Según Kyo uno parecía crear una especie de campo antilevitación, y el otro cortaba la carne. Este último, especialmente, los tenía entusiasmados. ¡Un arma contra las alimañas de la ciudad!
Ninguno funcionó.
Todos lo intentaron repetidas veces, pero daba igual el cuidado que pusieran, nadie hizo ni el más mínimo avance, ninguno sintió nada. El carabés estaba especialmente consternado: siempre había tenido magia, y que ahora pareciera incapaz de hacerla casi hizo que se arrancara el pelo de pura frustración. Para José, por otro lado, fue una auténtica pena no poder conseguirlo.
El siguiente día fue cuando sufrieron su primera pérdida.
José ya casi se había acostumbrado a la vida en Rocavarancolia (aunque las escasas raciones de comida no era algo a lo que se terminara de aclimatar). El peligro que entrañaba la ciudad, por otra parte, era algo que a aquellas alturas se había vuelto casi abstracto. Aquel día era (según las cuentas de Kyo, que había aceptado hacerlas en cada uno de los calendarios de sus mundos) 28 de noviembre, llevaban ya cuatro semanas allí y nadie había muerto.
Cuando vio al grupo regresar con un poco de sangre, la cara blanca, ojos llorosos y algún rasguño su estómago se anudó sobre sí mismo.
—¿Q-qué ha pasado? —los miró, empezando a temblar él también. Uno, dos, tres… No. No, no, no, no—. ¿D-dónde es-est-tá Étrame?
—¿Por qué no preguntas a ese estúpido pez? —el escupitajo de Kyo venía acompañado de veneno y odio, uno que no agradaba al humano, en cuyo interior empezaba a formarse un agujero negro.
—¡H-h-ha-a si-ido sin que-erer, idiota! —la idrina estaba completamente desconsolada. José miró rápidamente a Jade y a Nakria: la primera estaba en shock. La segunda se había escondido tras una máscara de tranquila furia.
A su alrededor empezaron a venir más: los nublinos, Determinación, el de Asrena, el de Ormivas…
—Veo que nuestro líder no ha pasado la prueba —el tono de Enael era genuinamente pesaroso, pero eso no hizo nada para disminuir el dolor de semejantes palabras. Al instante casi dos decenas de ojos se giraron hacia él, con la ira y el odio refulgiendo en ellos. Quizás él mismo se dio cuenta de que se había pasado, porque al instante intentó remediarlo—. No es un insulto, era bueno, valiente y noble, solo digo q-.
—¡¡Ya sabemos lo que has dicho!! ¡¡Ahora cierra la boca antes de hablar más de tus dioses!!
—¡Suficiente! —Nakria los miraba con fuego en sus ojos, y José no podía sino estar de acuerdo con ella. Aquel no era el momento de pelear. No cuando Étrame, su líder, su instructor, estaba… estaba… No podía ni pensarlo—. Nos hemos encontrado con tres cosechados de Nubla. No recién despierto, al parecer era otro otro grupo. Estaban… Eran perseguidos por una especie de lagarto, y Aryanne se lanzó a ayudarlos —era tan obvio su censura de aquella decisión como el intentó de no culpar más a la llorosa idrina—. Étrame entonces intentó organizarnos a todos, pero esas tres ratas huyeron como cobardes. En esa distracción el lagarto lo… prácticamente lo rompió en dos.
—Casi nos mata a todos —la admisión del carabés era dolorosa, como un cuchillo retorciéndose en las entrañas—. Pero al final pudimos con él.
—¿Qué… qu…. Habéis hecho con… con el cuerpo? —José quería llorar. Quería acurrucarse bajo las mantas. Étrame. Étrame. No podía.
Un silencio ominoso se extendió sobre el grupo. El humano los miró, temiendo lo peor. No podían haberlo dejado como un despojo, ¿verdad? ¡Él no merecía eso!
Al final fue Jade la que habló…
—Gusanos…
Apenas entendió lo que dijo, y cuando lo hizo sintió que el mundo le caía en lo alto.
—¿Lo habéis tirado a la fosa de los huesos?
—Era lo único que podíamos hacer —la voz de la ochroria estaba llena de determinación, carente de vergüenza—. Mejor que el cuerpo desapareciera rápido a que fuera pasto lento de los carroñeros.
Era de una lógica aplastante, pero eso no lo hacía más fácil de tragar.
Étrame se tomó absolutamente en serio el entrenamiento que obligaba a hacer a todos ellos. Usaban palos, por supuesto: la única espada que tenían estaba reservada para el cercano. José era moderadamente bueno (mejor que Enael, quizás mejor que Nakria, infinitamente mejor que Bria), pero en pocos días quedó claro que Kyo y Aryanne tenían un dominio absolutamente natural de… todo, en realidad.
Así que ellos dos, y Étrame, eran los que salían a por la comida y la búsqueda de armas y otros suministros. A veces vinieron con cestas, a veces con animales que había que cocinar bien antes de comer. José intentaba con bastante fuerza intentar no pensar en qué era exactamente lo que comía, aunque el hambre ayudaba a no tener muchos remilgos.
Los exploradores a veces incluso traían algún arma vieja pero (gracias al cielo) no oxidada, o un carcaj, o alguna flecha... Esas eran las mejores ocasiones.
Mientras tanto José se aburría en el palacio, conminado a “mantener el fuerte” junto a Nakria y los nublinos. Pues menuda aventura.
A veces algún bicho se acercaba de más a aquella casa. En todas esas ocasiones, sin excepción, Aryanne lo atravesaba con un certero tiro del arco.
El sexto día llegaron tres nuevos integrantes: una humana (una muchacha pija de París, José tardó tres segundos en perder interés), una especie de pájaro sin alas que afirmaba llamarse “Determinación” (qué costumbres tan curiosas había en algunos planetas extraterrestres) y un tipo llamado Gruza que parecía un lagarto. Unos días después llegó alguien de un mundo llamado “Ormivas”, que describía como el satélite de un planeta gigante, y cuya cuya imagen hizo las delicias del joven humano. Se llamaba Phadea y pronto más de uno y de dos empezó a hablar con él para escuchar todas las peculiaridades de su mundo.
Cuando dijo que había dragones, dragones reales, y que él mismo había visto uno José casi se desmayó de la impresión.
Honestamente, cuando olvidaba que ser rocavarancolés equivalía a no ver más a sus hermanos ni sus padres estaba deseando convertirse en uno de ellos. Lo primero que pensaba hacer cuando saliera la famosa Luna Roja era ir al Castillo y suplicar que le dejaran ir a los mundos vinculados.
Casi una semana después de eso Étrame le dio una buena noticia: él y Nakria habían mejorado lo suficiente (y ellos mismos habían conseguido suficientes armas) como para que considerara seguro que les acompañaran de vez en cuando. Entonces Kyo les dio otra noticia: llevaban veinticinco días en Rocavarancolia.
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Al día siguiente decidieron explorar la zona noreste de la ciudad. José se pasó todo el camino con el corazón palpitándole en las orejas, observando su entorno (de forma bastante deficiente, aunque hacía lo que podía) y temiendo tanto como se emocionaba de cualquier posible novedad. También maldecía con fuerza la irregularidad del terreno rocavarancolés.
Esa irregularidad, sin embargo, se transformó en una visión cuando pudieron ver que a varios centenares de metros por debajo, en la misma calle en la que se encontraban, había una marabunda de gente (algunos serían menos agradables y los calificarían como “monstruos”) yendo de puesto en puesto de lo que era, claramente, un mercado.
—Vamos a otra zona. Ahora —por supuesto fue Étrame el que dijo eso. El cercano iba con sus sempiternas gafas de sol, pero incluso a través de esta se podía sentir el recelo de su mirada.
—No seas tonto —Aryanne estaba claramente emocionada ante esta demostración de civilización—. ¿De verdad vas a renunciar a la oportunidad de respuestas? Tú y yo sabemos que lo de convertirse en dioses no es más que la fantasía nublina, no la realidad.
—Voy a renunciar a la oportunidad de que gente que tiene magia, alas y garras se enfade con nosotros. Si eres lo suficientemente inteligente tú también lo harás.
José apenas les escuchaba. Estaba prestando atención a la marabunda de gente que se veía en aquella lejanía, preguntándose si aquellas alas eran dadas por la luna o no. Con lo de las garras no estaba tan seguro. Es cierto que parecía que algunos las tenían, pero… la distancia era demasiada para asegurarlo por completo.
—Deberías mirarte la paranoia, en serio. Aquel ser dijo que no van a intervenir en la prueba. Así que no nos ayudarán, pero tampoco nos dañarán.
—Yo estoy con Étrame —José empezaba a notar dos cosas sobre Kyo: primera, que apoyaba la paranoia del cercano. Segunda, que amaba oponerse a las ideas de la idrina—. Estos son los monstruos que nos han secuestrado sin ningún remordimiento y que, según los nublinos, nos obligarán a pertenecer a esta ciudad. Nada de locuras.
—Ah, qué entretenidos sois.
Todos dieron un salto y se pusieron en guardia ante semejante interrupción. Provenía de una persona que… bueno, si José tenía que admitirlo, encarnaba la propia imagen de un dios. Plumas rojas en la cabeza, líneas doradas recorriéndole la piel, uñas peligrosamente afiladas (casi parecían cuchillas) y, por encima de todo, una presencia tremenda. El humano necesitó de todo su esfuerzo para que no le temblaran las rodillas. Aquel era su primer encuentro con un rocavarancolés, y no había duda de que ejercían la atracción de una divinidad.
(El encuentro con Doce Punto no contaba. En ese momento había estado drogado).
—Soy Leip. A vuestro servicio, cosechados —el hombre se quitó entonces un sombrero imaginado. Claramente no los consideraba gran cosa, y se preciaba en hacérselo saber.
Todos se miraron entre sí, alarmados. ¿Cuánto había escuchado aquel hombre?
—Nuestras disculpas, mi señor. No os toméis las palabras del idiota de Kyo como un insulto —José supo al momento que la ochroria había acertado, más o menos. Al menos al juzgar por la risa de Leip.
—Por favor, ¿acaso se ofendería el lobo ante los pensamientos de un cachorro? ¿O el gigantesco sauce de lo que diga una semilla? No hay ofensa en vuestras palabras, no cuando todavía no sabéis absolutamente nada.
—Es verdad, entonces —el murmullo de Nakria sonaba absolutamente conmocionado—. Nos habéis traído para… convertirnos en dioses. Como vosotros.
—En este caso dioses es una palabra… demasiado limitante, creo yo —la sonrisa del rocavarancolés se había vuelto afilada, la de un depredador a punto de abalanzarse sobre su presa—. La Luna Roja os dará los dones más imprevisibles. El dominio del granizo y el gobierno de las corrientes del aire. La capacidad del vuelo y la de respirar agua. El poder de derribar montañas, vencer ejércitos y conquistar mundos. La habilidad de crear vida, vida real, autónoma; o de nutriros de ella sin fin —las escenas se desarrollaron ante los ojos de José, cada una más gloriosa que la anterior. A su alrededor sus compañeros recibían la noticia: algunos con más ansia, otros con más espanto—. Os dará armas —y entonces, ante sus ojos, las uñas de aquel ser se alargaron hasta convertirse en diez peligrosas dagas—, y también defensas. Por encima de todo liberará el poder que tenéis desde que fuisteis concebidos… un poder liberable solo en Rocavarancolia. Y por eso existe la criba. Para ver quién tiene la mente lo suficientemente fuerte y el cuerpo lo bastante resistente para resistir la liberación de todo su potencial.
El pequeño grupo de adolescentes lo miró, más allá de toda consternación. Entonces eso era todo. Los habían llevado hasta allí porque tenían la capacidad de convertirse en gente como la de aquella ciudad.
—El único consejo que os puedo dar es que tengáis cuidado. A Rocavarancolia no le gusta malgastar recursos… y por eso os probará sin fin, hasta que tenga la seguridad de que sois realmente dignos de contemplar la Luna Roja.
Aquel hombre no tardó mucho en desaparecer. Los adolescentes se miraron unos a otros, y decidieron que en aquel estado no podían seguir explorando.
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—¡¿Habéis visto a un dios?! ¡¡Más os vale haberle tratado con el máximo respeto!!
Enael estaba muriéndose de envidia, y no menos que la nublina. José, por su parte, apenas era capaz de pensar en nada. Un dios… Un engendro de cola, alas y garras. Capaz de volar. Podría derribar montañas. Nunca vería a su familia si se volvía así. Visitaría centenares de mundos y sería, literalmente, un héroe de libro. Como un superhéroe o un Xmen. Nunca volvería a escuchar a sus hermanos.
Se miró las manos, con ganas de llorar. ¿Por qué? ¿Por qué si quería una vida plena, al filo de la existencia, debía ser a cambio de todo lo que amaba?
Apenas sintió a Nakria cuando se sentó a su lado.
—Todavía no me lo creo…
—¿Estás contenta? —quizás otras opiniones le ayudarían a aclararse las suyas.
—No sé… ¿Qué he hecho yo para merecer tal cantidad de poder? —de lejos sonaban los gritos de Kyo y el nublino, junto a los intentos de Étrame por poner paz—. Por otra parte… admito que no puedo rechazarlo. Es… es increíble. En cierto sentido es lo que siempre quise, aunque no de la forma en la que lo quería.
—¿Y no echarás de menos tu vida?
La ochroria se encogió los hombros, haciendo un ademán con la cabeza.
—Mi vida no es tan diferente a la de antes: simplemente la que tenía en Ochroria era mucho más ordenada. Eso sí que estaba mejor, aunque de hecho creo que hacía años que no pasaba tanto tiempo sin que uno de mis conocidos fuera ejecutado —la risita de la joven no podía desentonar más con la cara que puso el joven—. Por lo demás… ¿quién te dice que realmente no vamos a volver? Este lugar parece de capa caída. Quizás nosotros sí consigamos romper sus normas y retornar a nuestra casa.
—¿Hablando un idioma que nadie comprende? ¿Convertido en seres un alas y garras?
—Bueno, por lo que dijiste tu mundo es una mierda. Y el mío también es mejorable. Así que si pudiéramos volver… ¿Por qué no?
—¿Te convertirías en la dictadora de tu mundo, entonces? —no pudo evitar sonreír ante su propia pregunta. Hablar en esa clave de fantasía y planes imposibles era una forma cómoda de lidiar con todo ello.
—¿Por qué no?
—Bueno, ¿serías realmente lo mismo que lo de antes, no? —no estaba muy seguro de cómo expresar aquellas dudas. Lo que le estaba diciendo Nakria… ¿Estaba mal, no? Estaba bastante seguro de que sus padres se horrorizarían si la escucharan—. O sea, en el fondo realmente no cambiaría nada, ¿no?
—Vamos, chico, parecías menos pusilánime que Kyo —no estaba seguro si la sonrisa de su interlocutora era condescendiente o más bien despectiva, pero no terminaba de gustarle—. En el mundo algunos tienen poder y otros no lo tienen. Negarte a usar el tuyo en favor de los segundos por mantener una especie de atalaya moral no es más que condenar a millares a ser desollados y sacrificados.
—Mi padre diría que lo que tienes que hacer es ceder tu poder a los débiles, no gobernarles porque decidas que es mejor —luego probablemente intentara castigarla a su cuarto.
Un segundo después se dio cuenta de que, si conseguía regresar a la Tierra, su padre no podría castigarlo. Él no estaría ya por debajo, de hecho, en cierto sentido, estaría por encima. Y era algo que no podía cambiar, porque a él le afectaría la Luna Roja y a su padre no.
La noción le dio vértigo.
—Tu padre me parece un poco idiota —ambos rieron. Sí, un poco sí. O, al menos, estaba limitado en cuanto a su conocimiento. Para empezar no tenía ni idea de que la magia existía—. En el mundo hay dos tipos de personas: lobos y ovejas. Puede gustarte más o menos, pero es así. Y si eres un lobo puedes usar tu fuerza para evitar que otros lobos aterroricen, torturen y aniquilen a las ovejas, o que estas cometan la estupidez de meterse voluntariamente al horno. O puedes quedarte a un lado y permitir que continúe la masacre —la chica, tras esta perorata, se encogió de hombros—, pero si haces lo último, pues hombre… no eres un dechado de virtudes, por mucho que te lo creas.
—Así que con un gran poder viene una gran responsabilidad, ¿no? —era una idea fascinante, convertirse en una especie de superhéroe heroico interplanetario.
—Por supuesto. Y una generosa recompensa, claro —le guiñó entonces un ojo. José rio. Por supuesto, salvar el mundo tenía que ser agotador, ¡qué menos que divertirse un poco mientras!
Su risa murió cuando se fijó en la humana (¿se llamaba Jade?) al otro lado del cuarto. La chica estaba casi catatónica, aparentemente no habiéndose tomando muy bien la noticia. Nakria debió darse cuenta de su distracción, porque le sonrió.
—Habla con ella. Lo menos que podemos hacer con esta noticia es intentar que el resto no se suma en la desesperación.
Con eso tenía razón. Si la Luna Roja los iba a transformar fuera como fuera… no quedaba otra que aceptarlo e intentar ver las partes positivas. ¿Y quién sabe? Quizás realmente no sería tan malo.
Así pues, con paso decidido, se acercó a su compañera de mundo.
—¿Cómo estás?
—¿Tú qué crees? —ahora que se fijaba estaba claro que había estado llorando. Uf, esto iba a ser difícil—. Vamos a convertirnos en monstruos, José… En los seres de cuento que se han usado siempre para aterrorizar a los niños pequeños.
Vaya. En eso no había pensado, pero… tenía sentido que esos seres fueran humanos que habían vuelto a la Tierra después de que la Luna Roja los cambiara.
Mierda.
—Bueno… ¿quién puede decir que realmente vayamos a ser malos? Una cosa es que consigas poderes y otra muy distinta es que los uses para matar gente —la duda se derramaba en su voz, aunque no era tanto acerca de aquel hecho (que le parecía odio) como si lo estaba expresando bien—. O sea, mira a los nazis y las cosas que decían de judíos, negros y gays, y era todo mentira. Simplemente los odiaban así que se inventaban que eran horribles para justificar su odio, quizás con los “monstruos” de la tierra sea igual.
—¿Te parece comparable tener una religión concreta con tener… cuernos y… alas? —bueno, había pasado del espanto a la ira. Eso era bueno, ¿no?—. Y qué coño chaval, me da igual. No podría volver a ver a mi familia siendo una cosa así, fuera o no malvada.
—Si tu familia te rechaza por tu apariencia entonces es una mierda y estás mejor sin ellos —aquella lógica le parecía aplastante. Sí, tener alas y eso era raro, pero vamos, ¿qué importaba? De hecho poder volar le parecía un punto a favor más que uno en contra—. Vamos, no me mientas. No me digas que nunca has soñado con ser catwoman, o Tormenta, o Bruja Escarlata.
—¡¿Qué dices?! ¡Pues claro que no! Yo lo único que he querido siempre es tener una vida normal y un trabajo normal y quedar por las tardes a tomar té con mis amigos —la chica estaba otra vez al borde de las lágrimas, pero a José le parecía más bien que le hubiera salido una segunda cabeza.
—¿Qué clase de quinceañera eres tú?
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El ojo negro con el que le obsequió Jade le impidió salir los dos días siguientes. El primero fue toda una revelación: los cosechados encontraron dos textos de lo que parecían ser hechizos, acompañados por ilustraciones de sus efectos. Según Kyo uno parecía crear una especie de campo antilevitación, y el otro cortaba la carne. Este último, especialmente, los tenía entusiasmados. ¡Un arma contra las alimañas de la ciudad!
Ninguno funcionó.
Todos lo intentaron repetidas veces, pero daba igual el cuidado que pusieran, nadie hizo ni el más mínimo avance, ninguno sintió nada. El carabés estaba especialmente consternado: siempre había tenido magia, y que ahora pareciera incapaz de hacerla casi hizo que se arrancara el pelo de pura frustración. Para José, por otro lado, fue una auténtica pena no poder conseguirlo.
El siguiente día fue cuando sufrieron su primera pérdida.
José ya casi se había acostumbrado a la vida en Rocavarancolia (aunque las escasas raciones de comida no era algo a lo que se terminara de aclimatar). El peligro que entrañaba la ciudad, por otra parte, era algo que a aquellas alturas se había vuelto casi abstracto. Aquel día era (según las cuentas de Kyo, que había aceptado hacerlas en cada uno de los calendarios de sus mundos) 28 de noviembre, llevaban ya cuatro semanas allí y nadie había muerto.
Cuando vio al grupo regresar con un poco de sangre, la cara blanca, ojos llorosos y algún rasguño su estómago se anudó sobre sí mismo.
—¿Q-qué ha pasado? —los miró, empezando a temblar él también. Uno, dos, tres… No. No, no, no, no—. ¿D-dónde es-est-tá Étrame?
—¿Por qué no preguntas a ese estúpido pez? —el escupitajo de Kyo venía acompañado de veneno y odio, uno que no agradaba al humano, en cuyo interior empezaba a formarse un agujero negro.
—¡H-h-ha-a si-ido sin que-erer, idiota! —la idrina estaba completamente desconsolada. José miró rápidamente a Jade y a Nakria: la primera estaba en shock. La segunda se había escondido tras una máscara de tranquila furia.
A su alrededor empezaron a venir más: los nublinos, Determinación, el de Asrena, el de Ormivas…
—Veo que nuestro líder no ha pasado la prueba —el tono de Enael era genuinamente pesaroso, pero eso no hizo nada para disminuir el dolor de semejantes palabras. Al instante casi dos decenas de ojos se giraron hacia él, con la ira y el odio refulgiendo en ellos. Quizás él mismo se dio cuenta de que se había pasado, porque al instante intentó remediarlo—. No es un insulto, era bueno, valiente y noble, solo digo q-.
—¡¡Ya sabemos lo que has dicho!! ¡¡Ahora cierra la boca antes de hablar más de tus dioses!!
—¡Suficiente! —Nakria los miraba con fuego en sus ojos, y José no podía sino estar de acuerdo con ella. Aquel no era el momento de pelear. No cuando Étrame, su líder, su instructor, estaba… estaba… No podía ni pensarlo—. Nos hemos encontrado con tres cosechados de Nubla. No recién despierto, al parecer era otro otro grupo. Estaban… Eran perseguidos por una especie de lagarto, y Aryanne se lanzó a ayudarlos —era tan obvio su censura de aquella decisión como el intentó de no culpar más a la llorosa idrina—. Étrame entonces intentó organizarnos a todos, pero esas tres ratas huyeron como cobardes. En esa distracción el lagarto lo… prácticamente lo rompió en dos.
—Casi nos mata a todos —la admisión del carabés era dolorosa, como un cuchillo retorciéndose en las entrañas—. Pero al final pudimos con él.
—¿Qué… qu…. Habéis hecho con… con el cuerpo? —José quería llorar. Quería acurrucarse bajo las mantas. Étrame. Étrame. No podía.
Un silencio ominoso se extendió sobre el grupo. El humano los miró, temiendo lo peor. No podían haberlo dejado como un despojo, ¿verdad? ¡Él no merecía eso!
Al final fue Jade la que habló…
—Gusanos…
Apenas entendió lo que dijo, y cuando lo hizo sintió que el mundo le caía en lo alto.
—¿Lo habéis tirado a la fosa de los huesos?
—Era lo único que podíamos hacer —la voz de la ochroria estaba llena de determinación, carente de vergüenza—. Mejor que el cuerpo desapareciera rápido a que fuera pasto lento de los carroñeros.
Era de una lógica aplastante, pero eso no lo hacía más fácil de tragar.
- Zarket
Ficha de cosechado
Nombre: Rádar
Especie: Carabés
Habilidades: Resistencia, velocidad natatoria, nociones de luchaPersonajes :
- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran/Branniel): Trasgo de Ewa sexto sacerdote de la Secta, sádico, aficionado a matanzas y luchador en los bajos fondos. No tocarle los cojoncios, que muerde.
●Lanor Gris: demiurgo procedente de Carabás. Tímido, llorica y buena gente.
●Rádar (o Rad): astrario carabés tsundere hacia la magia, mandón, brusco y estricto. Fashion victim. Reloj andante.
●Galiard syl: mago rabiosamente rocavarancolés, despiadado antihéroe brutalmente pragmático y compasivo antivillano bienintencionado.
Armas :- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran): magia, garras, dientes y una espada de longitud media a larga. O lo que haga falta.
●Lanor Gris: magia y sus criaturas.
●Rádar (o Rad): espada de longitud media. Sus habilidades de desviación de hechizos.
●Galiard Syl: magia y, si hace falta, una espada de longitud corta a media.
Status : Jinete del apocalipsis (¡ahora con extra de torpeza social!)
Humor : En muerte cerebral.
Re: La criba del mago
31/08/20, 03:44 pm
El gobierno del grupo viró poco a poco a una especie de consejo entre los que eran mayores. La ausencia del cercano se notaba como un agujero horrible en cada momento del día, un terrorífico punto y a parte dentro de sus vidas. Era doloroso tomar las decisiones en conjunto cuando aquello era por un motivo tan dramático. Los entrenamientos de la mañana también se hicieron muy difíciles, recordando quién debía estar con ellos, enseñándoles. Y eso se notaba especialmente en que los que habían estado desde el inicio podían ayudar a los que no, pero no tan bien como Étrame. Y sus propias mejoras en el arte de la lucha variaban de “imposible” a “imposible de saber si soy mejor”.
Con todo ello era difícil recordar que se iban a convertir en monstruos: la supervivencia era lo inmediato. Cuando recordaba para qué estaba allí, sin embargo, José se convencía una y otra vez de que lo lograría. Alcanzaría el poder al que estaba destinado aunque le costara cada maldito aliento. Llegar a la meta era lo menos que podía hacer por Étrame.
Luego, pocos días después, Jade y Determinación volvieron de su salida con cuatro cosechados nuevos, casi todos bastante pequeños. Dos (Kiyut y Medorya) parecían ser de Ormivas (uno incluso tenía el resto de una minicola), otro (Drunu) de Asrena y una joven nublina llamada Deste, que no parecía tener más de trece años.
—¿Qué demonios crees que haces?
Kyo estaba furioso, mucho. Después de lo que había ocurrido todos habían concordado en que Étrame, después de todo, había tenido razón con lo de desconfiar de los otros cosechados. Mejor que el grupo fuera a lo suyo, al menos mientras durara la criba.
—Ser buena persona y no dejar en la estacada a un puñado de niños —era increíble lo poco que se amedrentaba a la humana ante alguien que le sacaba más de una cabeza, eso había que admitirlo—. No estoy de acuerdo con vuestras neuras. Cuanto más nos ayudemos mejor.
-—¿Eres idiota? ¡¿Acaso no recuerdas lo que nos pasó?!
—¡Claro que lo recuerdo! ¡¿Crees que puedo olvidarlo?! —la humana lo miraba al borde de las lágrimas—. Pero lo que pasó apoya mi visión, no la vuestra. Nosotros ayudamos y ellos huyeron. Si hubieran ayudado, si hubiéramos cooperado, no habríamos perdido a nadie. Ellos se equivocaron, no nosotros.
—Te equivocas —Aryanne estaba teñida, toda ella, de dolor y culpabilidad—. Ellos sobrevivieron. Nosotros… nosotros perdimos a uno. Ellos fueron los que acertaron.
—Tiene razón —al humano le dolía pronunciar esas palabras, pero eso no significaba que fuera a cerrar los ojos. La vida era dura, y fingir que no solo te condenaba a ti y a los tuyos—. Esto es la vida real Jade, no un cuento. Apenas tenemos comida para nosotros… Al traerlos no has aumentado sus posibilidades de vivir, sino nuestras posibilidades de morir.
—¡Pues pidamos ayuda a otros cosechados, maldita sea!
—¿Eres estúpida o es que todavía no lo entiendes, niña? —Nakria parecía haber llegado al límite de su paciencia. O quizás simplemente había querido interrumpir a Kyo, que miraba a la humana con los ojos desorbitados—. Escúchanos de una maldita vez: si vamos a los otros cosechados lo mejor que pueden hacer es cerrarnos la puerta en nuestras narices. En el peor de los casos nos usarán como señuelo cuando les persiga algún monstruo. Nadie, ningún animal, ninguna persona, se mata voluntariamente de hambre para que un completo desconocido pueda comer. Salvo tú, al parecer.
El desdén en su voz era evidente.
Al final aceptaron a los cuatro.
Ayudó que solo una semana después perdieran a dos. Casi a tres.
Estaban ya bastante cerca de su “casa” cuando pasó. Un ser que parecía un cruce de caballo, león y lagarto se echó sobre Determinación a una velocidad pasmosa. Y le arrancó la cabeza.
José lo sintió todo a cámara lenta. Todos vieron al ser saltar sobre el pájaro y agarrarlo desde atrás. Entonces su compañero miró directamente al humano, con terror, con horror, justo antes de que la cabeza desapareciera. La sangre se derramó sobre el suelo y los gritos empezaron poco a poco. Una flecha de Aryanne se clavó (no mucho) sobre su lomo y la criatura, furiosa, se lanzó a por ella. Gruza la empujó a un lado y el zarpazo le costó casi todas sus tripas.
La lucha terminó pronto, y ni Kyo ni el humano pudieron hacer casi nada. Pronto el lagarto estuvo muerto, con tres flechas clavadas en su ojo. Y a un lado...
—¡¡Nakria!!
Carabés y humano llegaron casi a la vez a ella. El primero rápidamente le hizo un torniquete en torno a la pierna, donde había una brutal herida. Mientras tanto José se apresuró sobre su cabeza, rogándole resistencia.
—¡Encontraremos una cura! ¡Peinaremos hasta el último lugar-!
—José, no…
—¡No me interrumpas, maldita mula! —el humano estaba casi llorando. Si Étrame había sido casi un padre para todos ellos entonces la ochroria, para él, había sido casi una hermana mayor con la que compartir confidencias. Su garganta se cerró, negándose, no, no iba a perderla, no podía perderla—. Encontraremos la… la manera. Un hechizo, encontraremos un hechizo de curación, y…
—Curación… ¡POR SUPUESTO! ¡¿Cómo no me di cuenta antes?!
No pudo hacer nada ante la repentina ansia del carabés, que pronto corrió en dirección a la casa. A su lado, entre tanto, Aryanne miraba espantada, negando con la cabeza una y otra vez.
En pocos minutos el carabés volvió corriendo, resollando y con papeles agarrados en sus manos.
—¡E-es-tá al re-e-vés! ¡N-no co-o-r-ta! ¡Cu-ra!
Apenas lo entendió, pero de pronto el cerebro de José hizo clic. Las tres caras que esperaban a Kyo se iluminaron con la fuerza de mil estrellas.
Pronto la ilusión dio paso a la impaciencia. La carrera había agotado tanto al carabés que no podía decir dos sílabas juntas. Los segundos se alargaron agónicamente. El torniquete les daría tiempo, pero el humano no podía evitar pensar que ese tiempo lo estaban desperdiciando absurdamente.
Al final tuvo que arrebatarle los papeles al carabés e intentarlo yo mismo.
La primera vez no ocurrió nada. La segunda tampoco. A la tercera… a la tercera una luz empezó a extenderse por la pierna de Nakria, una luz que cerraba, poco a poco, aquella espantosa herida. Por las venas del humano, entre tanto, empezó a correr magma líquido.
Era una sensación increíble, memorable, imposible. José había tenido orgasmos, había fumado cosas de nombres impronunciables, había flotando en las más maravillosas sensaciones gracias a estas u otras pastillas, había sentido el maravilloso mordisco estomacal de los segundos previos a abrir un paracaídas. Y ninguna de estas sensaciones, ni por asomo, se acercaba al placer sin fin de la magia corriendo por sus venas.
Todo el sufrimiento valía la pena. Todas las penas, la muerte y el hambre era algo que podía pagar sin problemas a cambio de sentir esto. Destrozaría mundos y universos si a cambio podía seguir haciendo magia.
Luego todo terminó. El hechizo se completó, el poder que corría por sus venas desapareció, dejando solo un interminable agotamiento y una satisfacción infinita.
Y la oscuridad del descanso descendió sobre el joven humano.
Cuando despertó fue como si una descarga eléctrica recorriera todo su cuerpo, desde la punta de los dedos de los pies hasta el último pelo de la cabeza. José se levantó en su cama sin solución de continuidad y abrió la boca.
—¡Quiero volver a hacerlo!
Parpadeó un poco antes de ubicarse. Vale, bien, entonces lo habían llevado a la casa. Qué habrían hecho con…
Oh.
El cadáver de Determinación. Y Gruza. Y el ser lagarto-caballo-león.
La culpabilidad descendió como una losa. Y lo peor es que no podía dejar de estar emocionado. Simplemente no podía obligar a su cerebro a sentir los dos nuevos agujeros en su grupo cuando este estaba rebotando ante la lluvia magnífica de sensaciones que provocaba la magia.
—Me alegro de que hayas despertado —era Deste quien hablaba. José la miró con una pequeña sonrisa. Se fijó entonces que tenía en sus manos un plano con un filete (bastante) cocinado, que no tardó en darle—. Toma, Kyo dijo que lo necesitarías, que probablemente te habías agotado porque no tenías por costumbre hacer magia.
Le dio un bocado. Probablemente estaba asqueroso, pero a esas alturas cualquier cosa que probaba sabía a gloria. Tampoco estaba muy caliente, pero ese remilgo, como todos los demás, había desaparecido hacía semanas.
—¿Teníamos carne antes del… ? Oh
—Sí, es del animal aquel —las lágrimas habían aparecido en los ojos de la nublina, y solo entonces el chico recordó que estaba siempre siguiendo la sombra de Determinación. La carne se convirtió de repente en cenizas en su boca cuando el silencio se extendió. El joven notó que Deste movía con nerviosismo sus dedos, como si no supiera qué hacer o decir. No le sorprendió comprobar que esperaba hasta que él terminara de comer (algo difícil con la nueva atmósfera en aquella habitación) para hablar—. ¿Le… le dolió?
—No. Creo que ni se dio cuenta —sí, sí se dio cuenta. José le había visto el terror abrumador en el segundo final, pero Deste no necesitaba saber eso.
—Bien. Algo bueno, al menos —a pesar de sus llorosos ojos había una sonrisa de alivio en la chiquilla. Estaba claro que había necesitado oír eso—. Los… los otros están escuchando explicaciones mágicas de Kyo. Medorya ya ha logrado levitar fruta, y Nakria ha conseguido hacer lo mismo con un botón. Nadie más ha logrado nada, ni siquiera Kyo —soltó una pequeña e incómoda risita. No hacía falta tener mucha imaginación para saber que el carabés estaría tirándose de los pelos de la cabeza.
El humano le dio una pequeña sonrisa.
Aquellos fueron los días más horribles de sus vidas. No habían pasado ni dos semanas desde la muerte de Étrame cuando habían perdido al roquense y el asreniano. Era como un escupitajo directo sobre las paupérrimas habilidades del grupo para tomar decisiones.
Enael no dudaba en hacérselo saber. En su opinión la pérdida tan reciente era producto de la debilidad del grupo. Proponía atacar a los cosechados del norte, matarlos o esclavizarlos y robar sus cestas. Demostrar, según él, que eran dignos y merecedores de pertenecer a Rocavarancolia.
Por supuesto todos dijeron que no. De ninguna manera, no a menos que tuviesen que elegir entre eso y morir.
Y luego estaba el vacío del grupo. Jade había despertado a la vez que el roquense y el asreniano, y sus lloros eran horribles. En especial porque ahondaban en el agujero negro que todos sentían. El chico lagarto había sido encantador y gracioso, y la idea de no volver a escuchar sus bromas anudaba el estómago de todos. José, en particular, no soportaba recordar la cara de agonía y sufrimiento que había formado sus últimos segundos de vida.
La única parte buena era la magia. Pronto se demostró que el humano era el más ducho en ella, con mucha diferencia. Medorya casi le pisaba los talones, pero la única otra usuaria de magia del grupo (Nakria) se agotaba tan solo tras dos o tres hechizos. El propio humano, por supuesto, se cansaba bastante rápido: tras dos semanas podía lanzar el hechizo de levitación seis veces (si lo usaba solo con objetos pequeños) o tres (si lo usaba con objetos menores a una persona) antes de empezar a agotarse. Toda una mejora con su primera prueba, por supuesto, en la que se cansó casi al momento de hechizar un pequeño baúl.
Todos se habían hecho pequeños cortes en los dedos al poco de empezar a practicar hechizos. Solo él había podido curarlos.
Ya hacía casi un mes desde la doble pérdida que habían sufrido y el descubrimiento de la magia. Los últimos días los habían pasado explorando una zona de casuchas hacia el suroeste de la ciudad. En alguna ocasión habían encontrado pergaminos, pero todos, sin excepción, estaban escritos en alguna clase de dialecto antiguo. Era como intentar leer español del siglo XI: casi imposible sin diccionarios o algo así.
—¡Creo que he encontrado algo! —fue Kyo el que les avisó. Estaba mirando una serie de pergaminos con ojos triunfantes—. Creo que es un mismo texto, pero en dos idiomas diferentes: el nuestro y-.
—El de los pergaminos del otro día —Aryanne se apoyaba dolientemente sobre su lanza, mirando por encima del hombro del carabés—. Genial. ¿Alguien ducho en idiomas puede traducirlos?
—Yo —uno de los dos mivenses presentes, el capaz de hacer magia, parecía entusiasmado—. En la zona donde vivía se hablaba un batiburrillo de lenguas, así que siempre se me han dado bien.
Bueno, al menos de esta salida había salido algo bueno.
Solo para los que habían salido.
Cuando volvieron a su particular refugio descubrieron que algunas alimañas se habían colado dentro. Todas estaban muertas, pero había tenido un coste: Drunu había muerto.
Mientras Kyo y Aryanne se llevaban el cuerpo a la fosa de huesos José y Nakria se esforzaron en trocear los cuerpos de aquellos seres y convertirlos en filetes. Como siempre que conseguían algo de caza tendrían que comérselo rápido, pero en aquel momento el humano sentía una perversa satisfacción de convertir aquellos animales en nada más que comida.
—¿La frecuencia de las muertes ahora es más parecida a la de tu anterior vida? —no podía quitarse de su cabeza cuando vio, otra maldita vez, aquel cuerpo vacío y aquellos ojos que miraban a la nada. La sangre ya había estado limpia, pero nada podía quitarle de la cabeza aquel cadáver.
—Sí.
—¿Cómo… cómo lo soportabas?
La ochroria le miró de reojo. Ella seguía haciendo el trabajo, pero él no podía encontrar más la fuerza para levantar el cuchillo. No había satisfacción real en aquello. No iba a traer de vuelta a los muertos, y eso era lo único que él quería.
—¿Y qué otra cosa hacer? ¿Enterrarme en mantas y llorar hasta morir? ¿Acaso nunca has perdido a nadie?
—Solo a viejos. En mi mundo no mueren niños —incluso antes de que la ochroria le diera una mirada escéptica él supo que aquello era una sucia y vil mentira. En Siria, y por lo del ébola, habían muerto niños. Y demonios, incluso en España. La mejor amiga de su madre había perdido a su bebé de menos de un año por neumonía—. No, es mentira. En mi mundo también mueren niños, ¡pero menos! Bueno —la corrección, esta vez, fue casi automática, dada con un suspiro de derrota—. Menos donde yo vivo, y solo ahora. Antes caían como chinches. En otros lugares de la Tierra siguen cayendo como chinches.
—Exactamente, José. Todo lo que está vivo muere. Y no todos de viejo: quizás esa muerte sea la más deseable, pero no es la única y nunca lo será. Nos pongamos como nos pongamos —la ochroria suspiró. Poco a poco el humano volvió a sus tareas, escuchándola con atención—. Mira, puedes enterrarte en el dolor, la rabia y la tristeza. O puedes sentir. Disfrutar de la alegría y el placer, de la felicidad y el éxtasis, de la emoción y las risas. Hagas lo que hagas los muertos no volverán, así que… creo que una de las opciones es mejor. Y la otra, si acaso, es un insulto a los que se han ido —pareció dudar solo un segundo antes de volver a hablar. El humano se preguntó qué dudas le habían corroído en aquel momento—. ¿Y quién sabe? Quizás alguna vez vuelvas a verles. Y si lo haces y has perdido el tiempo en lamentaciones no estarán contentos.
Apenas un mes después perdieron a Kiyut. El aguijón del dolor volvió a aparecer, pero esta vez era menor, y no solo para José. La muerte era parte de la vida. Había que lidiar con ello, y dedicar el escaso tiempo que tenías no solo a sobrevivir, sino a disfrutar de las cartas que te habían sido asignadas.
A eso el humano se dedicó con toda su fuerza. Seguía entrenando la espada, más que nada como entretenimiento y para tener un comodín en caso de problemas, pero sobre todo se dedicaba a la magia. Pronto fue capaz de levitarse sin problemas, y la traducción de los textos que tenían reveló dos hechizos: uno térmico y otro de presión. Como siempre José fue el que más destacó en aquel campo en particular.
No solo él aprendía. Kyo y Aryanne seguían insistiendo en que estaban siglos por detrás de las habilidades de lucha de Étrame, pero sin duda ellos dos estaban siglos por delante del resto del grupo. Solo Enael y Nakria se acercaban un mínimo a ellos, y no mucho.
Y todos aprendieron algo del texto original, el que se usó para las traducciones.
Todos se quedaron en silencio cuando escucharon la lectura de la idrina. Su propia expresión era pensativa, evaluadora.
—También dice que es común entre las mujeres añadir un “dama” a su nombre. Dama Irhina, por ejemplo, la primera reina vampira. Aunque otras se limitaban a añadir el “dama” a su nombre de cosechada.
—Dama Nakria… Me gusta —no era la única que parecía tomar en consideración el texto. El propio José no estaba muy seguro de cómo tomárselo.
—¿De verdad pensáis en cambiaros el nombre? —Jade parecía rechazar la idea por completo.
—¿Por qué no? —Kyo parecía considerarlo de verdad. José se hizo la misma pregunta. ¿De verdad quería vivir atado a una vida que, le gustara o no, ya no era la suya?
—¿Por qué sí, por qué renunciar a tu mundo, a tu gente?
—Porque ya no son los míos. No voy a volver, desde luego yo no. Rocavarancolia haría cualquier cosa para impedírmelo —el carabés había cubierto su cara con una sonrisa cínica, incluso de desprecio. Recordando lo que les había contado de los conocimientos mágicos de su mundo José no podía sino estar de acuerdo—. Así que… bien puedo aceptarlo.
—Ninguno va a volver. Nos puede gustar o no, pero esta criba solo tiene dos finales: la muerte… O ser parte de Rocavarancolia —era un poco sorprendente ver estas palabras surgiendo de Aryanne, que les miraba con una seriedad mortal. Y tenía razón, en realidad. Tenía toda la razón—. Ya va siendo hora de que lo aceptemos.
—Y si tenemos que ser parte de este lugar horrible… ¿De verdad queréis renunciar a lo único que tenéis de vuestra tierra? ¿De vuestro pasado?
No fue esta vez la humana quien habló. Esta parecía sumida en sus propios pensamientos. No, las palabras surgieron de Phadea. José se apresuró a contestar, más por interrumpir a Enael que por otro motivo.
—Yo sí. Echo de menos a mi familia, a mis amigos, claro… Pero no volveré a verlos —y, se daba cuenta ahora, no quería regresar a la Tierra. No quería regresar a una vida aburrida, tediosa y falsa. No había querido antes esa vida, no iba a quererla ahora que sabía del sufrimiento que ocurría tanto en otros mundos como en el suyo propio—. Y por mucho que me entristezca… Me niego a malgastar las décadas por delante en añorarlos una y otra vez. Quiero mirar solo hacia el futuro, no lamentarme por el pasado.
—¿Alguno ha pensado en su nuevo nombre?
Estaban explorando las callejas de algún punto del sur, cerca del increíble jardín lleno de estatuas. Esperaban encontrar más textos de costumbres rocavarancolesas, en especial de qué demonios tenían que hacer una vez saliera la famosa Luna Roja. Vale, ganaban poderes y quizás nuevos apéndices o incluso (si los vampiros de Rocavarancolia eran como los de otros mundos) nuevas dietas (cosa que José esperaba que no le pasara a él). ¿Pero qué ocurría luego?
Si la respuesta era “te pones a estudiar e intentas entrar en una empresa con buen nombre, o sacarte unas oposiciones. ¡O puedes emprender tú mismo!” juraba que se tiraría a la fosa de huesos.
—No sé —de delante le llegó la voz de Kyo—. Estaría bien saber en qué bicho nos vamos a convertir, desde luego. Y tener un libro de historia. Así podríamos coger el de alguien que fuera como nosotros. Una especie de homenaje.
—Yo no sé si dejarme dama Nakria o buscarme otro. Aunque concuerdo con el guerrero del grupo, estaría bien saber qué vamos a ser antes de tomar la decisión.
—Ah, no, yo eso sí que no —Aryanne casi sonaba de buen humor. José no tenía ni idea de en qué andaba pensando, pero desde que descubrieron los nombres parecía decidida a mirarlo todo con el mejor prisma—. Me niego a simplemente sumar el «dama». No, si voy a hacer el cambio lo haré hasta el final —se quedó callada un momento, pensativa—. Hmm, ¿pensáis que seré una vampira? El nombre de dama Irhina me pega bastante.
—Querrás decir que tener el nombre de una reina le viene genial a tu ego.
Todos rieron ante el chiste del carabés.
—Bueno, pues decidme, ¿qué os gustaría ser?
—Algo con lo que pueda recuperar mi magia, gracias —la amargura de Kyo por aquel tema casi se había esfumado, pero no del todo—. Viendo cómo te abalanzas sobre cualquier cosa que pueda ser un hechizo imagino que tú estarás contento siempre que seas tipo A.
—Oh, deja ya atrás los términos de tu mundo. La palabra es Alto Hechicero. Y sí, justo eso lo que quiero ser —el humano fingió evaluar a su compañero durante unos segundos, con la mirada más analítica que pudiera poner—. Hmm, a ti te pega ser bárbaro de las llanuras.
—¡Oye! —esta vez Aryanne fue la que más se rio de la cara insultada de Kyo.
—¡He encontrado algo!
Todos se giraron hacia la voz de Medorya, siguiéndola deprisa. Cuando contemplaron con asombro lo que el mivense había visto no pudieron sino mirar con maravilla. Una estantería con al menos diez libros. Estaban forrados con pieles viejas y los títulos casi no se veían, pero el mivense ya había abierto uno. Las páginas estaban intactas y el idioma era el de la fuente.
—¿Son… son sobre magia? —la boca se le hacía agua al pensar en tanto saber mágico a su disposición, pero su compañero no tardó en desengañarlo.
—No lo parecen… Al menos uno es sobre historia, creo, Los reyes y regentes de Rocavarancolia. Los otros son sobre… sobre… bueno, creo que los títulos lo dicen claro —confundidos por el tono de miedo en su voz, se acercaron con cautela. Al instante las palabras de los lomos saltaron a sus ojos. Los mil hijos de la Luna Roja. Guerreros. Los mil hijos de la Luna Roja. Criaturas. Los mil hijos de la Luna Roja. Monstruos. Los mil hijos de la Luna Roja. Brujos. Los mil hijos de la Luna Roja. Hechiceros. Cada título con uno o dos volúmenes. Hasta tres, en el caso de los brujos.
No lo podían creer. Habían encontrado toda la información necesaria para saber en qué se iban a convertir.
Tan solo dos días después de eso perdieron a Medorya.
José se tiró en un desvencijado sillón para ver a través de las ventanas el atardecer. El aguijón de la muerte era menor con cada una que pasaba. Era como si cada pérdida les hiciera más fácil enfrentarse a la obviedad de que todo lo que empieza debe tener un final, de que todo lo que está vivo, antes o después, morirá. Al fin y al cabo, ¿cuánto podía esperar alguien la inmortalidad cuando hasta las estrellas estaban destinadas a llegar a su fin?
Aun así el dolor estaba allí. Menor, más fácil de ignorar, incluso de justificar, o al menos comprender. Pero seguía estando allí.
Quizás lo peor fuera que podría haberlo salvado si hubiera tenido más magia. El humano entendía la lógica brutal que había tras la criba, y no le parecía realmente peor que el enfermizo desdén que había en la Tierra hacia los pobres y los habitantes de las antiguas colonias. En cierta forma era, si acaso, más pura: más cruel, pero más justificable. Simple selección natural.
Salvo por la parte de la dejadez. ¿Por qué no entregarles las herramientas a todos, asegurarse de que comprendían lo que estaba pasando y por qué, y entonces dejar que lidiaran con ello? De acuerdo con que Rocavarancolia quisiera ver quiénes eran capaces de sobrevivir, pero sí eso era así, ¿por qué no darles las herramientas para ello? El humano no pedía que le enseñaran magia, o lucha, o cualquier otra cosa. ¡Pero sí, al menos, que esos mínimos no tuvieran que buscarlos en frágiles ruinas!
Fue cuando salieron los murciélagos flamígeros cuando se dio cuenta de que había un punto de luz estático en los cielos de Rocavarancolia. Un punto de luz que no había estado allí la noche antes.
—Chicos… ¡Chicos! Venid a ver esto.
No podía creerlo. En aquel cielo negro e impoluto había surgido, porque sí, una estrella. Era increíble cómo a veces parecía que, después de cada pérdida, Rocavarancolia les enseñaba o les daba algo nuevo y magnífico. Como si después del dolor quisiera recordarles que en el mundo no solo había oscuridad y sufrimiento.
El grupo casi entero se agolpó a su alrededor. Los cuchicheos rompieron el silencio, pero sin duda los más emocionados eran los de Enael.
—La Emisaria… por fin ha salido la Emisaria —el chico parecía al borde de las lágrimas, y no era el único emocionado. Bria había dado un chillido de emoción al verla, y Deste había sonreído como si aquello fuera la obra de arte más hermosa que había visto nunca.
—¿La Emisaria?
—¡Sí! ¡Es la primera señal de la cercanía de la Luna Roja! ¡Aparece como… pues…! ¿Setenta u ochenta días antes…?
—Ochenta y tres —Enael hablaba como si les diera la noticia más maravillosa de su vida. En cierta forma lo era. También era la más terrorífica que habían escuchado jamás—. Quedan ochenta y tres días para que salga la Luna Roja.
—¿Cuánto tiempo llevamos en Rocavarancolia, Kyo?
—Pues… ¿Unos ciento treinta días? Algo más de cuatro meses, vaya.
Cuatro meses… Entonces su cumpleaños había pasado hacía ya tiempo. Ya tenía diecisiete años. No es que importara realmente. En aquel tiempo había visto tanto, para bien y para mal, había cambiado tanto, que probablemente a estas alturas el anciano más longevo de la Tierra le parecería un ignorante.
Siguió leyendo el libro. Los mil hijos de la Luna Roja era un compendio tremendo: no solo describía de forma tanto poética como exacta cada transformación, sino que además describía las señales más reveladoras que los cosechados destinados a ser eso solían mostrar. E incluso tenía un apartado de famosos rocavarancoleses que habían tenido esa transformación.
Bueno, no podía decir que la mayoría de los peligros de aquella ciudad fueran estéticamente desagradables, eso era cierto. Incluso la fosa de huesos tenía una suerte de extraña e inquietante belleza.
José daba gracias de tener la absoluta convicción de que no sería esa su transformación. Los cambios físicos le parecían, para ser sincero, hermosos, pero no podía agradecer más que no necesitara matar para hacer magia.
—Honestamente, con la suerte que tengo acabaré siendo un argos.
El humano miró de reojo a Kyo, enfrascado en la lectura del volumen referido a los guerreros. Tras una rápida inspección de aquellos libros a todos les había quedado claro que él y Aryanne eran, casi seguro, guerreros o monstruos. Como era natural ambos preferían con mucha diferencia el primer nivel sobre el segundo, y por ello se habían repartido los dos volúmenes de las transformaciones de la guerra.
—¿Qué les pasa? Creía que esas eran las menos raras.
A José, por su parte, no podía interesarle menos aquellos volúmenes. Cada vez tenía más claro que él iba a ser alguna clase de brujo o hechicero.
—Pierde sus ojos. A cambio casi cada centímetro de su cuerpo se ve cubierto de otros ojos, hasta el punto de que no tiene puntos ciegos.
—Oh —giró su cara con desagrado. Sí, ese era un cambio a evitar—. ¿Tienen alguna habilidad además de esa?
—Bueno, ven… Aquí pone campos de luz —la cara de carabés era de profunda concentración, incluso tenía el ceño un poco fruncido—. Vale, creo que lo entiendo. La mayoría ve variaciones en los campos magnéticos, pero algunos ven ultravioleta, infrarrojos… Vaya, que sea como sean son capaces de percibir algún tipo de luz del espectro electromagnético, además de la luz visible.
Interesante… José empezaba a preguntarse si todas las transformaciones eran así: alguna parte buena con alguna parte mala. Estética contra ética en los monstruos, habilidades contra estética en otras.
De alguna forma extraña tenía sentido que fuera así.
Con todo ello era difícil recordar que se iban a convertir en monstruos: la supervivencia era lo inmediato. Cuando recordaba para qué estaba allí, sin embargo, José se convencía una y otra vez de que lo lograría. Alcanzaría el poder al que estaba destinado aunque le costara cada maldito aliento. Llegar a la meta era lo menos que podía hacer por Étrame.
Luego, pocos días después, Jade y Determinación volvieron de su salida con cuatro cosechados nuevos, casi todos bastante pequeños. Dos (Kiyut y Medorya) parecían ser de Ormivas (uno incluso tenía el resto de una minicola), otro (Drunu) de Asrena y una joven nublina llamada Deste, que no parecía tener más de trece años.
—¿Qué demonios crees que haces?
Kyo estaba furioso, mucho. Después de lo que había ocurrido todos habían concordado en que Étrame, después de todo, había tenido razón con lo de desconfiar de los otros cosechados. Mejor que el grupo fuera a lo suyo, al menos mientras durara la criba.
—Ser buena persona y no dejar en la estacada a un puñado de niños —era increíble lo poco que se amedrentaba a la humana ante alguien que le sacaba más de una cabeza, eso había que admitirlo—. No estoy de acuerdo con vuestras neuras. Cuanto más nos ayudemos mejor.
-—¿Eres idiota? ¡¿Acaso no recuerdas lo que nos pasó?!
—¡Claro que lo recuerdo! ¡¿Crees que puedo olvidarlo?! —la humana lo miraba al borde de las lágrimas—. Pero lo que pasó apoya mi visión, no la vuestra. Nosotros ayudamos y ellos huyeron. Si hubieran ayudado, si hubiéramos cooperado, no habríamos perdido a nadie. Ellos se equivocaron, no nosotros.
—Te equivocas —Aryanne estaba teñida, toda ella, de dolor y culpabilidad—. Ellos sobrevivieron. Nosotros… nosotros perdimos a uno. Ellos fueron los que acertaron.
—Tiene razón —al humano le dolía pronunciar esas palabras, pero eso no significaba que fuera a cerrar los ojos. La vida era dura, y fingir que no solo te condenaba a ti y a los tuyos—. Esto es la vida real Jade, no un cuento. Apenas tenemos comida para nosotros… Al traerlos no has aumentado sus posibilidades de vivir, sino nuestras posibilidades de morir.
—¡Pues pidamos ayuda a otros cosechados, maldita sea!
—¿Eres estúpida o es que todavía no lo entiendes, niña? —Nakria parecía haber llegado al límite de su paciencia. O quizás simplemente había querido interrumpir a Kyo, que miraba a la humana con los ojos desorbitados—. Escúchanos de una maldita vez: si vamos a los otros cosechados lo mejor que pueden hacer es cerrarnos la puerta en nuestras narices. En el peor de los casos nos usarán como señuelo cuando les persiga algún monstruo. Nadie, ningún animal, ninguna persona, se mata voluntariamente de hambre para que un completo desconocido pueda comer. Salvo tú, al parecer.
El desdén en su voz era evidente.
---
Al final aceptaron a los cuatro.
Ayudó que solo una semana después perdieran a dos. Casi a tres.
Estaban ya bastante cerca de su “casa” cuando pasó. Un ser que parecía un cruce de caballo, león y lagarto se echó sobre Determinación a una velocidad pasmosa. Y le arrancó la cabeza.
José lo sintió todo a cámara lenta. Todos vieron al ser saltar sobre el pájaro y agarrarlo desde atrás. Entonces su compañero miró directamente al humano, con terror, con horror, justo antes de que la cabeza desapareciera. La sangre se derramó sobre el suelo y los gritos empezaron poco a poco. Una flecha de Aryanne se clavó (no mucho) sobre su lomo y la criatura, furiosa, se lanzó a por ella. Gruza la empujó a un lado y el zarpazo le costó casi todas sus tripas.
La lucha terminó pronto, y ni Kyo ni el humano pudieron hacer casi nada. Pronto el lagarto estuvo muerto, con tres flechas clavadas en su ojo. Y a un lado...
—¡¡Nakria!!
Carabés y humano llegaron casi a la vez a ella. El primero rápidamente le hizo un torniquete en torno a la pierna, donde había una brutal herida. Mientras tanto José se apresuró sobre su cabeza, rogándole resistencia.
—¡Encontraremos una cura! ¡Peinaremos hasta el último lugar-!
—José, no…
—¡No me interrumpas, maldita mula! —el humano estaba casi llorando. Si Étrame había sido casi un padre para todos ellos entonces la ochroria, para él, había sido casi una hermana mayor con la que compartir confidencias. Su garganta se cerró, negándose, no, no iba a perderla, no podía perderla—. Encontraremos la… la manera. Un hechizo, encontraremos un hechizo de curación, y…
—Curación… ¡POR SUPUESTO! ¡¿Cómo no me di cuenta antes?!
No pudo hacer nada ante la repentina ansia del carabés, que pronto corrió en dirección a la casa. A su lado, entre tanto, Aryanne miraba espantada, negando con la cabeza una y otra vez.
En pocos minutos el carabés volvió corriendo, resollando y con papeles agarrados en sus manos.
—¡E-es-tá al re-e-vés! ¡N-no co-o-r-ta! ¡Cu-ra!
Apenas lo entendió, pero de pronto el cerebro de José hizo clic. Las tres caras que esperaban a Kyo se iluminaron con la fuerza de mil estrellas.
Pronto la ilusión dio paso a la impaciencia. La carrera había agotado tanto al carabés que no podía decir dos sílabas juntas. Los segundos se alargaron agónicamente. El torniquete les daría tiempo, pero el humano no podía evitar pensar que ese tiempo lo estaban desperdiciando absurdamente.
Al final tuvo que arrebatarle los papeles al carabés e intentarlo yo mismo.
La primera vez no ocurrió nada. La segunda tampoco. A la tercera… a la tercera una luz empezó a extenderse por la pierna de Nakria, una luz que cerraba, poco a poco, aquella espantosa herida. Por las venas del humano, entre tanto, empezó a correr magma líquido.
Era una sensación increíble, memorable, imposible. José había tenido orgasmos, había fumado cosas de nombres impronunciables, había flotando en las más maravillosas sensaciones gracias a estas u otras pastillas, había sentido el maravilloso mordisco estomacal de los segundos previos a abrir un paracaídas. Y ninguna de estas sensaciones, ni por asomo, se acercaba al placer sin fin de la magia corriendo por sus venas.
Todo el sufrimiento valía la pena. Todas las penas, la muerte y el hambre era algo que podía pagar sin problemas a cambio de sentir esto. Destrozaría mundos y universos si a cambio podía seguir haciendo magia.
Luego todo terminó. El hechizo se completó, el poder que corría por sus venas desapareció, dejando solo un interminable agotamiento y una satisfacción infinita.
Y la oscuridad del descanso descendió sobre el joven humano.
---
Cuando despertó fue como si una descarga eléctrica recorriera todo su cuerpo, desde la punta de los dedos de los pies hasta el último pelo de la cabeza. José se levantó en su cama sin solución de continuidad y abrió la boca.
—¡Quiero volver a hacerlo!
Parpadeó un poco antes de ubicarse. Vale, bien, entonces lo habían llevado a la casa. Qué habrían hecho con…
Oh.
El cadáver de Determinación. Y Gruza. Y el ser lagarto-caballo-león.
La culpabilidad descendió como una losa. Y lo peor es que no podía dejar de estar emocionado. Simplemente no podía obligar a su cerebro a sentir los dos nuevos agujeros en su grupo cuando este estaba rebotando ante la lluvia magnífica de sensaciones que provocaba la magia.
—Me alegro de que hayas despertado —era Deste quien hablaba. José la miró con una pequeña sonrisa. Se fijó entonces que tenía en sus manos un plano con un filete (bastante) cocinado, que no tardó en darle—. Toma, Kyo dijo que lo necesitarías, que probablemente te habías agotado porque no tenías por costumbre hacer magia.
Le dio un bocado. Probablemente estaba asqueroso, pero a esas alturas cualquier cosa que probaba sabía a gloria. Tampoco estaba muy caliente, pero ese remilgo, como todos los demás, había desaparecido hacía semanas.
—¿Teníamos carne antes del… ? Oh
—Sí, es del animal aquel —las lágrimas habían aparecido en los ojos de la nublina, y solo entonces el chico recordó que estaba siempre siguiendo la sombra de Determinación. La carne se convirtió de repente en cenizas en su boca cuando el silencio se extendió. El joven notó que Deste movía con nerviosismo sus dedos, como si no supiera qué hacer o decir. No le sorprendió comprobar que esperaba hasta que él terminara de comer (algo difícil con la nueva atmósfera en aquella habitación) para hablar—. ¿Le… le dolió?
—No. Creo que ni se dio cuenta —sí, sí se dio cuenta. José le había visto el terror abrumador en el segundo final, pero Deste no necesitaba saber eso.
—Bien. Algo bueno, al menos —a pesar de sus llorosos ojos había una sonrisa de alivio en la chiquilla. Estaba claro que había necesitado oír eso—. Los… los otros están escuchando explicaciones mágicas de Kyo. Medorya ya ha logrado levitar fruta, y Nakria ha conseguido hacer lo mismo con un botón. Nadie más ha logrado nada, ni siquiera Kyo —soltó una pequeña e incómoda risita. No hacía falta tener mucha imaginación para saber que el carabés estaría tirándose de los pelos de la cabeza.
El humano le dio una pequeña sonrisa.
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Aquellos fueron los días más horribles de sus vidas. No habían pasado ni dos semanas desde la muerte de Étrame cuando habían perdido al roquense y el asreniano. Era como un escupitajo directo sobre las paupérrimas habilidades del grupo para tomar decisiones.
Enael no dudaba en hacérselo saber. En su opinión la pérdida tan reciente era producto de la debilidad del grupo. Proponía atacar a los cosechados del norte, matarlos o esclavizarlos y robar sus cestas. Demostrar, según él, que eran dignos y merecedores de pertenecer a Rocavarancolia.
Por supuesto todos dijeron que no. De ninguna manera, no a menos que tuviesen que elegir entre eso y morir.
Y luego estaba el vacío del grupo. Jade había despertado a la vez que el roquense y el asreniano, y sus lloros eran horribles. En especial porque ahondaban en el agujero negro que todos sentían. El chico lagarto había sido encantador y gracioso, y la idea de no volver a escuchar sus bromas anudaba el estómago de todos. José, en particular, no soportaba recordar la cara de agonía y sufrimiento que había formado sus últimos segundos de vida.
La única parte buena era la magia. Pronto se demostró que el humano era el más ducho en ella, con mucha diferencia. Medorya casi le pisaba los talones, pero la única otra usuaria de magia del grupo (Nakria) se agotaba tan solo tras dos o tres hechizos. El propio humano, por supuesto, se cansaba bastante rápido: tras dos semanas podía lanzar el hechizo de levitación seis veces (si lo usaba solo con objetos pequeños) o tres (si lo usaba con objetos menores a una persona) antes de empezar a agotarse. Toda una mejora con su primera prueba, por supuesto, en la que se cansó casi al momento de hechizar un pequeño baúl.
Todos se habían hecho pequeños cortes en los dedos al poco de empezar a practicar hechizos. Solo él había podido curarlos.
---
Ya hacía casi un mes desde la doble pérdida que habían sufrido y el descubrimiento de la magia. Los últimos días los habían pasado explorando una zona de casuchas hacia el suroeste de la ciudad. En alguna ocasión habían encontrado pergaminos, pero todos, sin excepción, estaban escritos en alguna clase de dialecto antiguo. Era como intentar leer español del siglo XI: casi imposible sin diccionarios o algo así.
—¡Creo que he encontrado algo! —fue Kyo el que les avisó. Estaba mirando una serie de pergaminos con ojos triunfantes—. Creo que es un mismo texto, pero en dos idiomas diferentes: el nuestro y-.
—El de los pergaminos del otro día —Aryanne se apoyaba dolientemente sobre su lanza, mirando por encima del hombro del carabés—. Genial. ¿Alguien ducho en idiomas puede traducirlos?
—Yo —uno de los dos mivenses presentes, el capaz de hacer magia, parecía entusiasmado—. En la zona donde vivía se hablaba un batiburrillo de lenguas, así que siempre se me han dado bien.
Bueno, al menos de esta salida había salido algo bueno.
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Solo para los que habían salido.
Cuando volvieron a su particular refugio descubrieron que algunas alimañas se habían colado dentro. Todas estaban muertas, pero había tenido un coste: Drunu había muerto.
Mientras Kyo y Aryanne se llevaban el cuerpo a la fosa de huesos José y Nakria se esforzaron en trocear los cuerpos de aquellos seres y convertirlos en filetes. Como siempre que conseguían algo de caza tendrían que comérselo rápido, pero en aquel momento el humano sentía una perversa satisfacción de convertir aquellos animales en nada más que comida.
—¿La frecuencia de las muertes ahora es más parecida a la de tu anterior vida? —no podía quitarse de su cabeza cuando vio, otra maldita vez, aquel cuerpo vacío y aquellos ojos que miraban a la nada. La sangre ya había estado limpia, pero nada podía quitarle de la cabeza aquel cadáver.
—Sí.
—¿Cómo… cómo lo soportabas?
La ochroria le miró de reojo. Ella seguía haciendo el trabajo, pero él no podía encontrar más la fuerza para levantar el cuchillo. No había satisfacción real en aquello. No iba a traer de vuelta a los muertos, y eso era lo único que él quería.
—¿Y qué otra cosa hacer? ¿Enterrarme en mantas y llorar hasta morir? ¿Acaso nunca has perdido a nadie?
—Solo a viejos. En mi mundo no mueren niños —incluso antes de que la ochroria le diera una mirada escéptica él supo que aquello era una sucia y vil mentira. En Siria, y por lo del ébola, habían muerto niños. Y demonios, incluso en España. La mejor amiga de su madre había perdido a su bebé de menos de un año por neumonía—. No, es mentira. En mi mundo también mueren niños, ¡pero menos! Bueno —la corrección, esta vez, fue casi automática, dada con un suspiro de derrota—. Menos donde yo vivo, y solo ahora. Antes caían como chinches. En otros lugares de la Tierra siguen cayendo como chinches.
—Exactamente, José. Todo lo que está vivo muere. Y no todos de viejo: quizás esa muerte sea la más deseable, pero no es la única y nunca lo será. Nos pongamos como nos pongamos —la ochroria suspiró. Poco a poco el humano volvió a sus tareas, escuchándola con atención—. Mira, puedes enterrarte en el dolor, la rabia y la tristeza. O puedes sentir. Disfrutar de la alegría y el placer, de la felicidad y el éxtasis, de la emoción y las risas. Hagas lo que hagas los muertos no volverán, así que… creo que una de las opciones es mejor. Y la otra, si acaso, es un insulto a los que se han ido —pareció dudar solo un segundo antes de volver a hablar. El humano se preguntó qué dudas le habían corroído en aquel momento—. ¿Y quién sabe? Quizás alguna vez vuelvas a verles. Y si lo haces y has perdido el tiempo en lamentaciones no estarán contentos.
---
Apenas un mes después perdieron a Kiyut. El aguijón del dolor volvió a aparecer, pero esta vez era menor, y no solo para José. La muerte era parte de la vida. Había que lidiar con ello, y dedicar el escaso tiempo que tenías no solo a sobrevivir, sino a disfrutar de las cartas que te habían sido asignadas.
A eso el humano se dedicó con toda su fuerza. Seguía entrenando la espada, más que nada como entretenimiento y para tener un comodín en caso de problemas, pero sobre todo se dedicaba a la magia. Pronto fue capaz de levitarse sin problemas, y la traducción de los textos que tenían reveló dos hechizos: uno térmico y otro de presión. Como siempre José fue el que más destacó en aquel campo en particular.
No solo él aprendía. Kyo y Aryanne seguían insistiendo en que estaban siglos por detrás de las habilidades de lucha de Étrame, pero sin duda ellos dos estaban siglos por delante del resto del grupo. Solo Enael y Nakria se acercaban un mínimo a ellos, y no mucho.
Y todos aprendieron algo del texto original, el que se usó para las traducciones.
La vida de aquellos que somos hijos de la Luna Roja se puede dividir, sin problemas, en dos grandes partes. Por una parte aquel momento en el que nuestro auténtico ser estuvo encadenado, dormido: cuando éramos niños y adolescentes, esclavos del mundo y no dueños de nuestro ego. Por otra parte, aquella vida de libertad, placer y desenfreno, cuando nuestra bendita madre nos da, por fin, las herramientas para ser lo que deseamos.
¿Y qué nos dio esa primera mitad? Nada. Blandura y debilidad, a lo sumo. Por su culpa crecimos ansiando algo que no conocíamos, porque lo buscábamos fuera y no dentro de nosotros, donde realmente se hallaba las respuestas a nuestras dudas. Por culpa de ese inicio atrofiado de nuestro ser sufrimos en la criba, perdimos gente y soportamos penurias. Ese inicio nos encadenó y nos quiso obligar a tener una forma y un fondo que no son los nuestros. Igual que un león no puede tener el cuerpo y la mente de una cebra, o resulta ridículo pensar en una araña teniendo la forma y actuando como una mosca. Así de inadecuada era nuestra existencia antes de la Luna Roja.
Por eso tantos ansiamos la hora de dejar atrás de una vez y para siempre el lastre asfixiante de nuestra infancia. Reunirse ante Rocavaragálago en completa desnudez y renegar de tu nombre y de tu pasado, tirar a la lava todas tus pertenencias de antes, adoptar un nombre propio de esta ciudad, no es solo un rito de paso más. En muchos sentidos es, también, el momento en el que realmente nos convertimos en parte de Rocavarancolia. En muchos sentidos es, también, el momento en el que dejamos atrás la pesada losa que nos constreñía.
En muchos sentido es, también, una liberación.
Todos se quedaron en silencio cuando escucharon la lectura de la idrina. Su propia expresión era pensativa, evaluadora.
—También dice que es común entre las mujeres añadir un “dama” a su nombre. Dama Irhina, por ejemplo, la primera reina vampira. Aunque otras se limitaban a añadir el “dama” a su nombre de cosechada.
—Dama Nakria… Me gusta —no era la única que parecía tomar en consideración el texto. El propio José no estaba muy seguro de cómo tomárselo.
—¿De verdad pensáis en cambiaros el nombre? —Jade parecía rechazar la idea por completo.
—¿Por qué no? —Kyo parecía considerarlo de verdad. José se hizo la misma pregunta. ¿De verdad quería vivir atado a una vida que, le gustara o no, ya no era la suya?
—¿Por qué sí, por qué renunciar a tu mundo, a tu gente?
—Porque ya no son los míos. No voy a volver, desde luego yo no. Rocavarancolia haría cualquier cosa para impedírmelo —el carabés había cubierto su cara con una sonrisa cínica, incluso de desprecio. Recordando lo que les había contado de los conocimientos mágicos de su mundo José no podía sino estar de acuerdo—. Así que… bien puedo aceptarlo.
—Ninguno va a volver. Nos puede gustar o no, pero esta criba solo tiene dos finales: la muerte… O ser parte de Rocavarancolia —era un poco sorprendente ver estas palabras surgiendo de Aryanne, que les miraba con una seriedad mortal. Y tenía razón, en realidad. Tenía toda la razón—. Ya va siendo hora de que lo aceptemos.
—Y si tenemos que ser parte de este lugar horrible… ¿De verdad queréis renunciar a lo único que tenéis de vuestra tierra? ¿De vuestro pasado?
No fue esta vez la humana quien habló. Esta parecía sumida en sus propios pensamientos. No, las palabras surgieron de Phadea. José se apresuró a contestar, más por interrumpir a Enael que por otro motivo.
—Yo sí. Echo de menos a mi familia, a mis amigos, claro… Pero no volveré a verlos —y, se daba cuenta ahora, no quería regresar a la Tierra. No quería regresar a una vida aburrida, tediosa y falsa. No había querido antes esa vida, no iba a quererla ahora que sabía del sufrimiento que ocurría tanto en otros mundos como en el suyo propio—. Y por mucho que me entristezca… Me niego a malgastar las décadas por delante en añorarlos una y otra vez. Quiero mirar solo hacia el futuro, no lamentarme por el pasado.
---
—¿Alguno ha pensado en su nuevo nombre?
Estaban explorando las callejas de algún punto del sur, cerca del increíble jardín lleno de estatuas. Esperaban encontrar más textos de costumbres rocavarancolesas, en especial de qué demonios tenían que hacer una vez saliera la famosa Luna Roja. Vale, ganaban poderes y quizás nuevos apéndices o incluso (si los vampiros de Rocavarancolia eran como los de otros mundos) nuevas dietas (cosa que José esperaba que no le pasara a él). ¿Pero qué ocurría luego?
Si la respuesta era “te pones a estudiar e intentas entrar en una empresa con buen nombre, o sacarte unas oposiciones. ¡O puedes emprender tú mismo!” juraba que se tiraría a la fosa de huesos.
—No sé —de delante le llegó la voz de Kyo—. Estaría bien saber en qué bicho nos vamos a convertir, desde luego. Y tener un libro de historia. Así podríamos coger el de alguien que fuera como nosotros. Una especie de homenaje.
—Yo no sé si dejarme dama Nakria o buscarme otro. Aunque concuerdo con el guerrero del grupo, estaría bien saber qué vamos a ser antes de tomar la decisión.
—Ah, no, yo eso sí que no —Aryanne casi sonaba de buen humor. José no tenía ni idea de en qué andaba pensando, pero desde que descubrieron los nombres parecía decidida a mirarlo todo con el mejor prisma—. Me niego a simplemente sumar el «dama». No, si voy a hacer el cambio lo haré hasta el final —se quedó callada un momento, pensativa—. Hmm, ¿pensáis que seré una vampira? El nombre de dama Irhina me pega bastante.
—Querrás decir que tener el nombre de una reina le viene genial a tu ego.
Todos rieron ante el chiste del carabés.
—Bueno, pues decidme, ¿qué os gustaría ser?
—Algo con lo que pueda recuperar mi magia, gracias —la amargura de Kyo por aquel tema casi se había esfumado, pero no del todo—. Viendo cómo te abalanzas sobre cualquier cosa que pueda ser un hechizo imagino que tú estarás contento siempre que seas tipo A.
—Oh, deja ya atrás los términos de tu mundo. La palabra es Alto Hechicero. Y sí, justo eso lo que quiero ser —el humano fingió evaluar a su compañero durante unos segundos, con la mirada más analítica que pudiera poner—. Hmm, a ti te pega ser bárbaro de las llanuras.
—¡Oye! —esta vez Aryanne fue la que más se rio de la cara insultada de Kyo.
—¡He encontrado algo!
Todos se giraron hacia la voz de Medorya, siguiéndola deprisa. Cuando contemplaron con asombro lo que el mivense había visto no pudieron sino mirar con maravilla. Una estantería con al menos diez libros. Estaban forrados con pieles viejas y los títulos casi no se veían, pero el mivense ya había abierto uno. Las páginas estaban intactas y el idioma era el de la fuente.
—¿Son… son sobre magia? —la boca se le hacía agua al pensar en tanto saber mágico a su disposición, pero su compañero no tardó en desengañarlo.
—No lo parecen… Al menos uno es sobre historia, creo, Los reyes y regentes de Rocavarancolia. Los otros son sobre… sobre… bueno, creo que los títulos lo dicen claro —confundidos por el tono de miedo en su voz, se acercaron con cautela. Al instante las palabras de los lomos saltaron a sus ojos. Los mil hijos de la Luna Roja. Guerreros. Los mil hijos de la Luna Roja. Criaturas. Los mil hijos de la Luna Roja. Monstruos. Los mil hijos de la Luna Roja. Brujos. Los mil hijos de la Luna Roja. Hechiceros. Cada título con uno o dos volúmenes. Hasta tres, en el caso de los brujos.
No lo podían creer. Habían encontrado toda la información necesaria para saber en qué se iban a convertir.
---
Tan solo dos días después de eso perdieron a Medorya.
José se tiró en un desvencijado sillón para ver a través de las ventanas el atardecer. El aguijón de la muerte era menor con cada una que pasaba. Era como si cada pérdida les hiciera más fácil enfrentarse a la obviedad de que todo lo que empieza debe tener un final, de que todo lo que está vivo, antes o después, morirá. Al fin y al cabo, ¿cuánto podía esperar alguien la inmortalidad cuando hasta las estrellas estaban destinadas a llegar a su fin?
Aun así el dolor estaba allí. Menor, más fácil de ignorar, incluso de justificar, o al menos comprender. Pero seguía estando allí.
Quizás lo peor fuera que podría haberlo salvado si hubiera tenido más magia. El humano entendía la lógica brutal que había tras la criba, y no le parecía realmente peor que el enfermizo desdén que había en la Tierra hacia los pobres y los habitantes de las antiguas colonias. En cierta forma era, si acaso, más pura: más cruel, pero más justificable. Simple selección natural.
Salvo por la parte de la dejadez. ¿Por qué no entregarles las herramientas a todos, asegurarse de que comprendían lo que estaba pasando y por qué, y entonces dejar que lidiaran con ello? De acuerdo con que Rocavarancolia quisiera ver quiénes eran capaces de sobrevivir, pero sí eso era así, ¿por qué no darles las herramientas para ello? El humano no pedía que le enseñaran magia, o lucha, o cualquier otra cosa. ¡Pero sí, al menos, que esos mínimos no tuvieran que buscarlos en frágiles ruinas!
Fue cuando salieron los murciélagos flamígeros cuando se dio cuenta de que había un punto de luz estático en los cielos de Rocavarancolia. Un punto de luz que no había estado allí la noche antes.
—Chicos… ¡Chicos! Venid a ver esto.
No podía creerlo. En aquel cielo negro e impoluto había surgido, porque sí, una estrella. Era increíble cómo a veces parecía que, después de cada pérdida, Rocavarancolia les enseñaba o les daba algo nuevo y magnífico. Como si después del dolor quisiera recordarles que en el mundo no solo había oscuridad y sufrimiento.
El grupo casi entero se agolpó a su alrededor. Los cuchicheos rompieron el silencio, pero sin duda los más emocionados eran los de Enael.
—La Emisaria… por fin ha salido la Emisaria —el chico parecía al borde de las lágrimas, y no era el único emocionado. Bria había dado un chillido de emoción al verla, y Deste había sonreído como si aquello fuera la obra de arte más hermosa que había visto nunca.
—¿La Emisaria?
—¡Sí! ¡Es la primera señal de la cercanía de la Luna Roja! ¡Aparece como… pues…! ¿Setenta u ochenta días antes…?
—Ochenta y tres —Enael hablaba como si les diera la noticia más maravillosa de su vida. En cierta forma lo era. También era la más terrorífica que habían escuchado jamás—. Quedan ochenta y tres días para que salga la Luna Roja.
---
—¿Cuánto tiempo llevamos en Rocavarancolia, Kyo?
—Pues… ¿Unos ciento treinta días? Algo más de cuatro meses, vaya.
Cuatro meses… Entonces su cumpleaños había pasado hacía ya tiempo. Ya tenía diecisiete años. No es que importara realmente. En aquel tiempo había visto tanto, para bien y para mal, había cambiado tanto, que probablemente a estas alturas el anciano más longevo de la Tierra le parecería un ignorante.
Siguió leyendo el libro. Los mil hijos de la Luna Roja era un compendio tremendo: no solo describía de forma tanto poética como exacta cada transformación, sino que además describía las señales más reveladoras que los cosechados destinados a ser eso solían mostrar. E incluso tenía un apartado de famosos rocavarancoleses que habían tenido esa transformación.
Los ángeles negros son uno de los monstruos más prodigiosos que nacen a la luz de la Sagrada Luna Roja. Su piel es del color del vacío más absoluto, sus alas coriáceas del de la sangre. Los cristales que tienen por todo su cuerpo son tan pálidos como oscura es el alma de estos seres. Poseen la hermosura que solo aquello capaz de matarte puede mostrar.
Bueno, no podía decir que la mayoría de los peligros de aquella ciudad fueran estéticamente desagradables, eso era cierto. Incluso la fosa de huesos tenía una suerte de extraña e inquietante belleza.
Sus habilidades son igualmente fascinantes. Visión nocturna, vuelo, por supuesto. También pueden afilar sus magníficas alas para que sean tan afiladas como el cuchillo más sutil. A todo ello se une su extraordinaria regeneración, capaz de hacerles crecer miembros amputados y de sobrevivir a casi todos los venenos más mortíferos que se conocen.
Son, en definitiva, una máquina de matar perfecta, con la agilidad de una pantera y la implacabilidad de un lobo. Y tiene sentido que sean así, pues su gran defecto está en su magia: su esencia, por sí misma, no es capaz de generarla. Solo al arrebatar vidas puede convertir el lecho seco que es su caudal de poder natural en un río salvaje y rugiente.
José daba gracias de tener la absoluta convicción de que no sería esa su transformación. Los cambios físicos le parecían, para ser sincero, hermosos, pero no podía agradecer más que no necesitara matar para hacer magia.
—Honestamente, con la suerte que tengo acabaré siendo un argos.
El humano miró de reojo a Kyo, enfrascado en la lectura del volumen referido a los guerreros. Tras una rápida inspección de aquellos libros a todos les había quedado claro que él y Aryanne eran, casi seguro, guerreros o monstruos. Como era natural ambos preferían con mucha diferencia el primer nivel sobre el segundo, y por ello se habían repartido los dos volúmenes de las transformaciones de la guerra.
—¿Qué les pasa? Creía que esas eran las menos raras.
A José, por su parte, no podía interesarle menos aquellos volúmenes. Cada vez tenía más claro que él iba a ser alguna clase de brujo o hechicero.
—Pierde sus ojos. A cambio casi cada centímetro de su cuerpo se ve cubierto de otros ojos, hasta el punto de que no tiene puntos ciegos.
—Oh —giró su cara con desagrado. Sí, ese era un cambio a evitar—. ¿Tienen alguna habilidad además de esa?
—Bueno, ven… Aquí pone campos de luz —la cara de carabés era de profunda concentración, incluso tenía el ceño un poco fruncido—. Vale, creo que lo entiendo. La mayoría ve variaciones en los campos magnéticos, pero algunos ven ultravioleta, infrarrojos… Vaya, que sea como sean son capaces de percibir algún tipo de luz del espectro electromagnético, además de la luz visible.
Interesante… José empezaba a preguntarse si todas las transformaciones eran así: alguna parte buena con alguna parte mala. Estética contra ética en los monstruos, habilidades contra estética en otras.
De alguna forma extraña tenía sentido que fuera así.
- Zarket
Ficha de cosechado
Nombre: Rádar
Especie: Carabés
Habilidades: Resistencia, velocidad natatoria, nociones de luchaPersonajes :
- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran/Branniel): Trasgo de Ewa sexto sacerdote de la Secta, sádico, aficionado a matanzas y luchador en los bajos fondos. No tocarle los cojoncios, que muerde.
●Lanor Gris: demiurgo procedente de Carabás. Tímido, llorica y buena gente.
●Rádar (o Rad): astrario carabés tsundere hacia la magia, mandón, brusco y estricto. Fashion victim. Reloj andante.
●Galiard syl: mago rabiosamente rocavarancolés, despiadado antihéroe brutalmente pragmático y compasivo antivillano bienintencionado.
Armas :- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran): magia, garras, dientes y una espada de longitud media a larga. O lo que haga falta.
●Lanor Gris: magia y sus criaturas.
●Rádar (o Rad): espada de longitud media. Sus habilidades de desviación de hechizos.
●Galiard Syl: magia y, si hace falta, una espada de longitud corta a media.
Status : Jinete del apocalipsis (¡ahora con extra de torpeza social!)
Humor : En muerte cerebral.
Re: La criba del mago
31/08/20, 03:47 pm
Nota de autor: en este punto hay que hacer una aclaración: "Los mil hijos de la Luna Roja" no tiene mil transformaciones ni de lejísimos y desde luego ni de infinitamente lejos contiene todas las que hay en la ciudad (o tan siquiera en el rol). Es solo un título chulísimo para una recopilación decentilla. El catálogo completo, como sabéis, ocupa muchas estanterías tanto de Serpentaria como de la biblioteca.
La progresiva cercanía de la Luna Roja se empezaba a hacer notar. Además del número cada vez mayor de estrellas estaba el hecho de que la monotonía climática se había ido, y se iba cada día más. Pronto comenzaron a ver hermosas auroras de colores de vez en cuando. La comparación con los textos históricos que tenían pronto reveló su naturaleza: eran vórtices. Vórtices muertos y cerrados. Esas luces, un día, habían conducido a un mundo completamente diferente.
Aquella noción era abrumadora.
Se encontraban mirando la tercera que habían encontrado, embelesados por su colores.
—Es increíble que algo tan hermoso pueda existir en un lugar tan horrible —musitó Phadea.
—Vamos, este lugar no es tan malo —José sospechaba que Nakria hablaba tanto de convicción como para evitar las airadas palabras que Enael, a buen seguro, iba a soltar—. Ya hemos hablado de eso, la muerte es parte de la vida, por desgracia.
—No sé cómo podéis creer eso —Phadea hablaba con cansancio. Habían visto tantas muertes que cada uno había aceptado aquella parte de Rocavarancolia como había podido. Los que se negaban a hacerlo estaban, claramente, cada vez más cansados de llorar.
—Porque no somos débiles ni pusilánimes —no podía haber más desprecio en la voz del nublino. Las señales de la Luna Roja no habían hecho nada para atemperar su amor por aquella ciudad delirante, todo lo contrario.
—Lo que tú llamas fuerza yo lo veo como lo que es: crueldad.
El odio en la voz del mivense pareció romper por completo el escaso autodominio de Enael. Sus fosas nasales se dilataron y un escupitajo impactó contra la cara de Phadea. José empezó a trenzar rápidamente un hechizo de levitación, la primera opción que se le ocurrió, cuando Aryanne habló.
—¡Suficiente! Mataos si queréis cuando salga la Luna Roja, pero hasta entonces estamos juntos.
—¡No, basta de suficientes y de debilidad! ¡Rocavarancolia exige fuerza, no estupidez, y este quejica solo demuestra que no merece recibir los dones que tanto odia!
La escena fue tan rápida que no pudieron pararlo. El nublino, desbocado, movió su espada ante el shock de todo el grupo. El corte fue limpio, seccionó la cabeza de una vez. La sangre azul corrió, espantando a todos.
—¡¿Qué haces?! —con ojos llorosos, la idrina se arrodilló ante el cadáver, contemplándolo como si no lo entendiera. Abrió y cerró la boca varias veces. Nadie se movió, ni siquiera el aire corrió.
¿Qué tenían que hacer ahora?
—Cómo has podido —Aryanne miró hacia arriba. Observó la cara de puro gozo del nublino. La incredulidad impregnaba cada centímetro de su cara—. Cómo… Por qué…
—Rocavarancolia tenía razón… No hay nada tan magnífico como destruir la debilidad —Enael entonces sonrió.
Aquello fue suficiente.
La idrina se lanzó sobre él con rabia en la cara. El carabés fue detrás, sin siquiera desenfundar su arma. José repasó rápido los escasos hechizos que tenía con rapidez: iba a levitar al asesino cuando observó la espada de Enael atravesando de parte a parte a Aryanne.
El humano se quedó congelado. Apenas tardó un instante en arrodillarse ante el cuerpo ensangrentado, pero supo que era demasiado tarde, que no le daría tiempo a realizar el hechizo. La luz ya se estaba escapando de sus ojos incluso antes de que pudiera sacar la espada de su cuerpo.
Escuchaba voces y gritos, pero apenas entendía lo que decían. ¿Por qué? Después de todo esto, ¿por qué así? ¿Por qué ahora?
Esto dolía más que Medorya, que Kiyut y que Drunu. El dolor era peor que cuando cayeron Gruza y Determinación. Dioses, ni siquiera cuando murió Étrame se sintió así.
Aceptar la brutalidad de Rocavarancolia era una cosa. Pero esto… Esta traición… Esto no tenía nombre.
—¡¡Basta, Kyo, joder!! ¡¡Vas a matarlo!!
—¡SE LO MERECE! ¡ES UN ASESINO, UN PUTO ASESINO! ¡A VER QUÉ LE PARECE QUE LE DEMOS DE SU PROPIA MEDICINA!
—¡Maldita-! ¡Para-! ¡JODER, BASTA! ¡Se lo merece, coño, pero no así! ¡No así! ¡No somos asesinos! ¡Esto hay que hacerlo bien!
No sabía a qué se refería Nakria. Desde su punto de vista nada estaría bien hasta que Enael estuviera muerto.
El nublino tenía la cara hecha un cristo, y se había quedado inconsciente de la paliza. Bien, eso lo hacía más fácil. Tuvieron que atarlo con cuerdas y llevárselo entre el humano y la ochroria. Kyo insistió en quedarse con los cadáveres hasta que regresaran con refuerzos para llevárselos. Ninguno de los dos estaban contento con ello, pero el carabés había insistido, así que solo pudieron rezar para que siguiera vivo cuando volvieran.
Lo estaba, por suerte.
Los echaron a la cicatriz. Como en las anteriores ocasiones no usaron ceremonia alguna, pero eso no quitó que esta vez, de alguna forma, parecía incorrecto. José quería decir algunas palabras, pero no encontró la fuerza para ello. Y Kyo no podía dejar de llorar.
Cuando volvieron a la casa ataron a Enael a una silla. El chico no dejaba de retorcerse y gritar, pero un puñetazo más (esta vez cortesía de la ochroria) cortó todas las tonterías. Delante de él, en un semicírculo, se pusieron todos de pie. Los seis. Jade y José, Nakria y Kyo, Bria y Deste.
—Por qué lo has hecho —la voz del carabés era una melodía de odio y desprecio—. A qué coño te referías con lo de que Rocavarancolia tenía razón.
—A que soy su elegido, idiotas. Yo, no vosotros —no sonreía, pero a juzgar por el tono no era por falta de ganas, sino por el dolor de sus heridas—. Me visita en sueños. Es una hermosa torre negra… Lo prometía todo, a cambio de destruir la debilidad que la asola.
—¿Ph-Phadea? —Jade parecía horrorizada. José también. No creía su cháchara: no le parecía inverosímil que Rocavarancolia fuera una entidad real y visitara los sueños de la gente tanto como que, si Rocavarancolia quisiera muerto a alguien, no usaría sicarios. No, lo horrible de todo esto era que el nublino creía de verdad en sus palabras.
—No solo ella, niña estúpida —Enael enseñó sus dientes, lo más parecido que podía dar a una sonrisa. La amenaza resultaba tangible—. Eres tan débil… No entiendes el poder de esta ciudad.
—Basta. La mayoría aquí sí entendemos ese poder. Es muy distinto de la monstruosidad que has hecho —Nakria les miró a todos, con ojos de acero. José supo lo que iba a decir antes de que pronunciara las palabras—. Ya habéis visto lo que ha hecho, lo que quiere hacer y cómo se defiende. Debemos ejecutarlo, por justicia y por nuestro propio bien.
—¿Qué? ¡No! ¡Eso nos pone a su nivel! —Jade parecía horrorizada. Bria lloraba, y Deste no podía dejar de mirar sus pies. José no podía encontrar en sí la compasión. En el mundo había gente horrible, cuanto antes lo aprendieran mejor.
—¡¿A su nivel?! ¡Quiere matarte, niñata! ¡¿O es que no lo has oído?!
—¡Pues echémoslo a la ciudad, que se las avíe por sí mismo! ¡Pero no nos llenemos las manos de sangre, como él!
—Hagámoslo y se colará por la noche cuando menos lo esperemos —la ochroria parecía decidida a mantener este juicio en términos civilizados, por algún motivo que José no lograba comprender.
Ojalá hubiera dejado que Kyo lo matara a golpes.
—Tenemos que votar. De uno en uno.
—Muy bien. Los que están en contra —Jade levantó la mano, y lo mismo hizo Deste. Bria, sorprendentemente, no lo hizo: solo parecía capaz de mirar a Enael como si le hubiese roto el corazón.
—Los que están a favor…
Nakria levantó la mano, igual que Kyo. Y José.
Todos miraron dudosos a la nublina que llevaba tanto tiempo con ellos. Esta vez José sí lamentó la tristeza de la joven: no tanto que tuviera que renunciar a su inocencia, que ahora no consideraba como nada más que un lastre, en Rocavarancolia y en cualquier otro mundo. Más bien le entristecía que esa renuncia tuviera que darse de una forma tan brutal.
—Bria, cariño… —Jade no parecía más cómoda con esta acción que el resto, y José no pudo evitar mirarla con odio por un momento. ¿Cómo se atrevía? ¿Tan desesperada estaba por hacer cumplir sus propios estándares que arrancaría una opinión a la chica aunque tuviera que hurgar en sus propias entrañas?
—N-n-o… y-yo no… E-ele-egid vo-vosotros…
La nublina se vio doblada por otro sollozo: un grito salió de su cuerpo, un grito brutal teniendo en cuenta el escaso tamaño de quien lo había lanzado. José cerró los ojos.
Maldito fuera Enael.
—Creo que podéis iros —Kyo no sonreía, pero sí se le veía cierta compasión cuando miró a las dos nublinas—. Esto no tenéis que verlo.
Jade parecía dispuesta a seguirlas, peor una mirada censora de la ochroria la hizo quedarse. José, mientras, observó al carabés. Era obvio lo que pretendía.
—Déjame hacerlo a mí.
Era lo justo. Que quien había sido demasiado lento resarciera el daño.
—No. Quiero hacerlo yo.
La obstinación era clara en los semblantes de los dos chicos, entre los que Nakria paseaba su mirada.
—¿Por qué quieres hacerlo, José?
—C-cuando escupió a Phadea estuve a punto de levitarlo —la admisión dolía. Si hubiera dudado menos… Si el nublino no hubiera estado tan loco… Joder, joder.
—No es tu culpa —la garganta de Kyo parecía cerrada a cal y canto, su voz tenía la fuerza de las escasas gotas que se negaban a abandonar un riachuelo seco—. Es suya, solo suya.
—Claro que no es mi culpa —sus labios se curvaron un poco hacia arriba, teñidos de tristeza—, pero sí es mi responsabilidad. Deja que yo lo haga.
No hizo falta esforzarse mucho más en convencerles. Nakria, Kyo y Jade se colocaron en semicírculo, y él quedó dentro, contemplando esa odiosa expresión de petulancia. Dentro de sí no había un incendio rabioso, ni siquiera unas brasas. Se negaba a malgastar energía en aquel desperdicio.
Aquello era algo que había que hacer, sin más.
—No podéis… he sido elegido, y vosotros no sois nada… ya veréis. En escasos minutos todos habréis muerto.
«Ya veremos»
Hizo los movimientos del sortilegio de constricción, terminando con el último: en aquel caso, un movimiento de agarre, de asfixia. El humano no sentía nada al ver cómo la cara de aquel traidor se iba poniendo más y más púrpura, solo un pesado sentimiento de inevitabilidad.
Enael pronto dio su último estertor.
—Bueno. Ahí está el gran elegido —todavía había odio en la voz de Kyo. José se preguntaba de dónde sacaba su fuerza—. No lo vamos a echar en la cicatriz, ¿verdad?
—No —el murmullo de Nakria era indescifrable, y más todavía la mirada que echaba al humano—. No se merece un final tan rápido. Dejémoslo en la casa donde… cometió su crimen.
Aquella noche la pasó casi entera mirando a la nada. El fulminante fin de Phadea, los dolorosos últimos segundos de Aryanne, la ejecución de Enael… Se repetían en su mente, una y otra vez.
Era fácil imaginar la cara de su padre al saber que su hijo había matado (no, no matado, ejecutado) a alguien. José lamentaba tener que haberlo hecho, pero no se arrepentía. Jamás podría arrepentirse. Y sabía lo que diría su familia de saberlo, pero eso no podía serle más indiferente.
¿Qué sabían ellos del sufrimiento que podía existir? No era más que unos acomodados incapaces de mirar más allá de su ombligo. De lo que era tener que construir las cosas por ti mismo, sin ayuda de nadie. Sus padres siempre se habían preciado de salir adelante con su “esfuerzo” personal y sin que “nadie les regalara nada”. Ja.
No tenían ni puta idea de lo que significaban esas palabras.
Si se esforzaba demasiado volvía a ver la clara amenaza de Enael a Jade. Ni por un segundo había creído que pararía allí.
Esa noche soñó que lo perdonaban. Como agradecimiento el nublino los destripaba a todos. José era el último.
Los días sucesivos fueron complicados. Kyo se había retraído bastante tras aquella traición, y José no tenía la madera de un líder. Nakria, entonces, se vio con el papel de guiar a aquel grupo maltrecho en la supervivencia de los días que quedaban para que saliera la Luna Roja.
No mejoraba gran cosa que las nublinas parecían haberse aislado entre ellas, casi como si fueran un grupo aparte. Jade prácticamente había hecho lo mismo. Lo peor era que miraba a José como si fuera un vulgar asesino.
Zorra desagradecida.
El propio José pasó la mayor parte del tiempo leyendo el libro sobre los reyes de Rocavarancolia. De alguna manera el tema de Enael había hecho que muchos de aquellos monstruos le cayeran mejor. Podían haber sido unos tiranos, pero ahora entendía el precio de la vacilación y la bondad de la firmeza.
Si simplemente hubiera lanzado aquel hechizo de levitación…
La progresiva cercanía de la Luna Roja se empezaba a hacer notar. Además del número cada vez mayor de estrellas estaba el hecho de que la monotonía climática se había ido, y se iba cada día más. Pronto comenzaron a ver hermosas auroras de colores de vez en cuando. La comparación con los textos históricos que tenían pronto reveló su naturaleza: eran vórtices. Vórtices muertos y cerrados. Esas luces, un día, habían conducido a un mundo completamente diferente.
Aquella noción era abrumadora.
Se encontraban mirando la tercera que habían encontrado, embelesados por su colores.
—Es increíble que algo tan hermoso pueda existir en un lugar tan horrible —musitó Phadea.
—Vamos, este lugar no es tan malo —José sospechaba que Nakria hablaba tanto de convicción como para evitar las airadas palabras que Enael, a buen seguro, iba a soltar—. Ya hemos hablado de eso, la muerte es parte de la vida, por desgracia.
—No sé cómo podéis creer eso —Phadea hablaba con cansancio. Habían visto tantas muertes que cada uno había aceptado aquella parte de Rocavarancolia como había podido. Los que se negaban a hacerlo estaban, claramente, cada vez más cansados de llorar.
—Porque no somos débiles ni pusilánimes —no podía haber más desprecio en la voz del nublino. Las señales de la Luna Roja no habían hecho nada para atemperar su amor por aquella ciudad delirante, todo lo contrario.
—Lo que tú llamas fuerza yo lo veo como lo que es: crueldad.
El odio en la voz del mivense pareció romper por completo el escaso autodominio de Enael. Sus fosas nasales se dilataron y un escupitajo impactó contra la cara de Phadea. José empezó a trenzar rápidamente un hechizo de levitación, la primera opción que se le ocurrió, cuando Aryanne habló.
—¡Suficiente! Mataos si queréis cuando salga la Luna Roja, pero hasta entonces estamos juntos.
—¡No, basta de suficientes y de debilidad! ¡Rocavarancolia exige fuerza, no estupidez, y este quejica solo demuestra que no merece recibir los dones que tanto odia!
La escena fue tan rápida que no pudieron pararlo. El nublino, desbocado, movió su espada ante el shock de todo el grupo. El corte fue limpio, seccionó la cabeza de una vez. La sangre azul corrió, espantando a todos.
—¡¿Qué haces?! —con ojos llorosos, la idrina se arrodilló ante el cadáver, contemplándolo como si no lo entendiera. Abrió y cerró la boca varias veces. Nadie se movió, ni siquiera el aire corrió.
¿Qué tenían que hacer ahora?
—Cómo has podido —Aryanne miró hacia arriba. Observó la cara de puro gozo del nublino. La incredulidad impregnaba cada centímetro de su cara—. Cómo… Por qué…
—Rocavarancolia tenía razón… No hay nada tan magnífico como destruir la debilidad —Enael entonces sonrió.
Aquello fue suficiente.
La idrina se lanzó sobre él con rabia en la cara. El carabés fue detrás, sin siquiera desenfundar su arma. José repasó rápido los escasos hechizos que tenía con rapidez: iba a levitar al asesino cuando observó la espada de Enael atravesando de parte a parte a Aryanne.
El humano se quedó congelado. Apenas tardó un instante en arrodillarse ante el cuerpo ensangrentado, pero supo que era demasiado tarde, que no le daría tiempo a realizar el hechizo. La luz ya se estaba escapando de sus ojos incluso antes de que pudiera sacar la espada de su cuerpo.
Escuchaba voces y gritos, pero apenas entendía lo que decían. ¿Por qué? Después de todo esto, ¿por qué así? ¿Por qué ahora?
Esto dolía más que Medorya, que Kiyut y que Drunu. El dolor era peor que cuando cayeron Gruza y Determinación. Dioses, ni siquiera cuando murió Étrame se sintió así.
Aceptar la brutalidad de Rocavarancolia era una cosa. Pero esto… Esta traición… Esto no tenía nombre.
—¡¡Basta, Kyo, joder!! ¡¡Vas a matarlo!!
—¡SE LO MERECE! ¡ES UN ASESINO, UN PUTO ASESINO! ¡A VER QUÉ LE PARECE QUE LE DEMOS DE SU PROPIA MEDICINA!
—¡Maldita-! ¡Para-! ¡JODER, BASTA! ¡Se lo merece, coño, pero no así! ¡No así! ¡No somos asesinos! ¡Esto hay que hacerlo bien!
No sabía a qué se refería Nakria. Desde su punto de vista nada estaría bien hasta que Enael estuviera muerto.
---
El nublino tenía la cara hecha un cristo, y se había quedado inconsciente de la paliza. Bien, eso lo hacía más fácil. Tuvieron que atarlo con cuerdas y llevárselo entre el humano y la ochroria. Kyo insistió en quedarse con los cadáveres hasta que regresaran con refuerzos para llevárselos. Ninguno de los dos estaban contento con ello, pero el carabés había insistido, así que solo pudieron rezar para que siguiera vivo cuando volvieran.
Lo estaba, por suerte.
Los echaron a la cicatriz. Como en las anteriores ocasiones no usaron ceremonia alguna, pero eso no quitó que esta vez, de alguna forma, parecía incorrecto. José quería decir algunas palabras, pero no encontró la fuerza para ello. Y Kyo no podía dejar de llorar.
Cuando volvieron a la casa ataron a Enael a una silla. El chico no dejaba de retorcerse y gritar, pero un puñetazo más (esta vez cortesía de la ochroria) cortó todas las tonterías. Delante de él, en un semicírculo, se pusieron todos de pie. Los seis. Jade y José, Nakria y Kyo, Bria y Deste.
—Por qué lo has hecho —la voz del carabés era una melodía de odio y desprecio—. A qué coño te referías con lo de que Rocavarancolia tenía razón.
—A que soy su elegido, idiotas. Yo, no vosotros —no sonreía, pero a juzgar por el tono no era por falta de ganas, sino por el dolor de sus heridas—. Me visita en sueños. Es una hermosa torre negra… Lo prometía todo, a cambio de destruir la debilidad que la asola.
—¿Ph-Phadea? —Jade parecía horrorizada. José también. No creía su cháchara: no le parecía inverosímil que Rocavarancolia fuera una entidad real y visitara los sueños de la gente tanto como que, si Rocavarancolia quisiera muerto a alguien, no usaría sicarios. No, lo horrible de todo esto era que el nublino creía de verdad en sus palabras.
—No solo ella, niña estúpida —Enael enseñó sus dientes, lo más parecido que podía dar a una sonrisa. La amenaza resultaba tangible—. Eres tan débil… No entiendes el poder de esta ciudad.
—Basta. La mayoría aquí sí entendemos ese poder. Es muy distinto de la monstruosidad que has hecho —Nakria les miró a todos, con ojos de acero. José supo lo que iba a decir antes de que pronunciara las palabras—. Ya habéis visto lo que ha hecho, lo que quiere hacer y cómo se defiende. Debemos ejecutarlo, por justicia y por nuestro propio bien.
—¿Qué? ¡No! ¡Eso nos pone a su nivel! —Jade parecía horrorizada. Bria lloraba, y Deste no podía dejar de mirar sus pies. José no podía encontrar en sí la compasión. En el mundo había gente horrible, cuanto antes lo aprendieran mejor.
—¡¿A su nivel?! ¡Quiere matarte, niñata! ¡¿O es que no lo has oído?!
—¡Pues echémoslo a la ciudad, que se las avíe por sí mismo! ¡Pero no nos llenemos las manos de sangre, como él!
—Hagámoslo y se colará por la noche cuando menos lo esperemos —la ochroria parecía decidida a mantener este juicio en términos civilizados, por algún motivo que José no lograba comprender.
Ojalá hubiera dejado que Kyo lo matara a golpes.
—Tenemos que votar. De uno en uno.
—Muy bien. Los que están en contra —Jade levantó la mano, y lo mismo hizo Deste. Bria, sorprendentemente, no lo hizo: solo parecía capaz de mirar a Enael como si le hubiese roto el corazón.
—Los que están a favor…
Nakria levantó la mano, igual que Kyo. Y José.
Todos miraron dudosos a la nublina que llevaba tanto tiempo con ellos. Esta vez José sí lamentó la tristeza de la joven: no tanto que tuviera que renunciar a su inocencia, que ahora no consideraba como nada más que un lastre, en Rocavarancolia y en cualquier otro mundo. Más bien le entristecía que esa renuncia tuviera que darse de una forma tan brutal.
—Bria, cariño… —Jade no parecía más cómoda con esta acción que el resto, y José no pudo evitar mirarla con odio por un momento. ¿Cómo se atrevía? ¿Tan desesperada estaba por hacer cumplir sus propios estándares que arrancaría una opinión a la chica aunque tuviera que hurgar en sus propias entrañas?
—N-n-o… y-yo no… E-ele-egid vo-vosotros…
La nublina se vio doblada por otro sollozo: un grito salió de su cuerpo, un grito brutal teniendo en cuenta el escaso tamaño de quien lo había lanzado. José cerró los ojos.
Maldito fuera Enael.
—Creo que podéis iros —Kyo no sonreía, pero sí se le veía cierta compasión cuando miró a las dos nublinas—. Esto no tenéis que verlo.
Jade parecía dispuesta a seguirlas, peor una mirada censora de la ochroria la hizo quedarse. José, mientras, observó al carabés. Era obvio lo que pretendía.
—Déjame hacerlo a mí.
Era lo justo. Que quien había sido demasiado lento resarciera el daño.
—No. Quiero hacerlo yo.
La obstinación era clara en los semblantes de los dos chicos, entre los que Nakria paseaba su mirada.
—¿Por qué quieres hacerlo, José?
—C-cuando escupió a Phadea estuve a punto de levitarlo —la admisión dolía. Si hubiera dudado menos… Si el nublino no hubiera estado tan loco… Joder, joder.
—No es tu culpa —la garganta de Kyo parecía cerrada a cal y canto, su voz tenía la fuerza de las escasas gotas que se negaban a abandonar un riachuelo seco—. Es suya, solo suya.
—Claro que no es mi culpa —sus labios se curvaron un poco hacia arriba, teñidos de tristeza—, pero sí es mi responsabilidad. Deja que yo lo haga.
---
No hizo falta esforzarse mucho más en convencerles. Nakria, Kyo y Jade se colocaron en semicírculo, y él quedó dentro, contemplando esa odiosa expresión de petulancia. Dentro de sí no había un incendio rabioso, ni siquiera unas brasas. Se negaba a malgastar energía en aquel desperdicio.
Aquello era algo que había que hacer, sin más.
—No podéis… he sido elegido, y vosotros no sois nada… ya veréis. En escasos minutos todos habréis muerto.
«Ya veremos»
Hizo los movimientos del sortilegio de constricción, terminando con el último: en aquel caso, un movimiento de agarre, de asfixia. El humano no sentía nada al ver cómo la cara de aquel traidor se iba poniendo más y más púrpura, solo un pesado sentimiento de inevitabilidad.
Enael pronto dio su último estertor.
—Bueno. Ahí está el gran elegido —todavía había odio en la voz de Kyo. José se preguntaba de dónde sacaba su fuerza—. No lo vamos a echar en la cicatriz, ¿verdad?
—No —el murmullo de Nakria era indescifrable, y más todavía la mirada que echaba al humano—. No se merece un final tan rápido. Dejémoslo en la casa donde… cometió su crimen.
---
Aquella noche la pasó casi entera mirando a la nada. El fulminante fin de Phadea, los dolorosos últimos segundos de Aryanne, la ejecución de Enael… Se repetían en su mente, una y otra vez.
Era fácil imaginar la cara de su padre al saber que su hijo había matado (no, no matado, ejecutado) a alguien. José lamentaba tener que haberlo hecho, pero no se arrepentía. Jamás podría arrepentirse. Y sabía lo que diría su familia de saberlo, pero eso no podía serle más indiferente.
¿Qué sabían ellos del sufrimiento que podía existir? No era más que unos acomodados incapaces de mirar más allá de su ombligo. De lo que era tener que construir las cosas por ti mismo, sin ayuda de nadie. Sus padres siempre se habían preciado de salir adelante con su “esfuerzo” personal y sin que “nadie les regalara nada”. Ja.
No tenían ni puta idea de lo que significaban esas palabras.
Si se esforzaba demasiado volvía a ver la clara amenaza de Enael a Jade. Ni por un segundo había creído que pararía allí.
Esa noche soñó que lo perdonaban. Como agradecimiento el nublino los destripaba a todos. José era el último.
Los días sucesivos fueron complicados. Kyo se había retraído bastante tras aquella traición, y José no tenía la madera de un líder. Nakria, entonces, se vio con el papel de guiar a aquel grupo maltrecho en la supervivencia de los días que quedaban para que saliera la Luna Roja.
No mejoraba gran cosa que las nublinas parecían haberse aislado entre ellas, casi como si fueran un grupo aparte. Jade prácticamente había hecho lo mismo. Lo peor era que miraba a José como si fuera un vulgar asesino.
Zorra desagradecida.
El propio José pasó la mayor parte del tiempo leyendo el libro sobre los reyes de Rocavarancolia. De alguna manera el tema de Enael había hecho que muchos de aquellos monstruos le cayeran mejor. Podían haber sido unos tiranos, pero ahora entendía el precio de la vacilación y la bondad de la firmeza.
Si simplemente hubiera lanzado aquel hechizo de levitación…
- Zarket
Ficha de cosechado
Nombre: Rádar
Especie: Carabés
Habilidades: Resistencia, velocidad natatoria, nociones de luchaPersonajes :
- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran/Branniel): Trasgo de Ewa sexto sacerdote de la Secta, sádico, aficionado a matanzas y luchador en los bajos fondos. No tocarle los cojoncios, que muerde.
●Lanor Gris: demiurgo procedente de Carabás. Tímido, llorica y buena gente.
●Rádar (o Rad): astrario carabés tsundere hacia la magia, mandón, brusco y estricto. Fashion victim. Reloj andante.
●Galiard syl: mago rabiosamente rocavarancolés, despiadado antihéroe brutalmente pragmático y compasivo antivillano bienintencionado.
Armas :- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran): magia, garras, dientes y una espada de longitud media a larga. O lo que haga falta.
●Lanor Gris: magia y sus criaturas.
●Rádar (o Rad): espada de longitud media. Sus habilidades de desviación de hechizos.
●Galiard Syl: magia y, si hace falta, una espada de longitud corta a media.
Status : Jinete del apocalipsis (¡ahora con extra de torpeza social!)
Humor : En muerte cerebral.
Re: La criba del mago
31/08/20, 03:48 pm
Tanto su poder como el de Nakria empezó a aumentar. Kyo también mejoraba cada vez más con sus entrenamientos, pero los otros tres integrantes del grupo parecían consumirse a la misma velocidad a la que ellos se fortalecían.
El ritmo de salida de estrellas y auroras también aumentaba, y la temperatura seguía bajando. Un día incluso vieron una escena extraña: una manada de seres parecidos a coyotes, pero más pequeños y con garras de reptiles, matarse entre sí. Era una batalla sin cuartel en la que vacilar significaba la muerte. Finalmente solo quedaron dos: uno se lanzó contra el otro y le arrancó el cuello entero. Después lanzó un aullido lastimero, un sonido que evocaba todo el horror y el espanto que podía existir, y cayó muerto, desangrado por centenas de cortes y mordiscos.
Tuvieron la inteligencia de no acercarse durante toda la lucha, pero tan pronto aquello terminó se lanzaron a por aquella carne que tan a juego se había puesto.
Aquella fue, por supuesto, solo la primera señal.
Goteaban de forma lenta pero constante. Dos días después vieron grandes criaturas amorfas rodeando un viejo edificio, sacando de él extraños destellos de luz. Kyo dijo que probablemente estaban comiendo magia, y a José aquel concepto le maravillaba tanto como en su día le habían encandilado los murciélagos flamígeros. Esa misma noche, además, un sector del cielo impolutamente vacío se llenó de estrellas.
Tres jornadas después vieron extraños entes volando encima de una casa cercana desde el atardecer. Parecían entidades no del todo sólidas, pero tampoco exactamente gaseosas. Todos eran de algún color muy concreto, pero desvaído: azur, turquesa, rosa, magenta, dorado, terroso… Ninguno era de ninguna tonalidad ni remotamente cercana al blanco, negro o gris, y todos acabaron desvaneciéndose al amanecer para no volver a ser vistos.
Al día siguiente vieron surgir de un cuchitril una bandada entera de aves formadas por humo. Al contacto con la luz del día empezaron a expandirse y desvanecerse. Lo más extraño es que, cuando más desaparecían, más felices parecían.
Rocavarancolia resucitaba. Las nublinas incluso surgieron de su caparazón para decir que sí, las leyendas decían que cuanto más se acercaba la Luna Roja más signos y prodigios inundaban la ciudad.
Lo mismo, para bien y para mal, les ocurría a ellos mismos.
—Bria, últimamente no comes nada… ¿Estás bien?
Jade parecía genuinamente preocupada, y José no podía culparla. Era verdad que hacía casi una semana que la nublina prácticamente no probaba bocado, pero… lo raro es que estos últimos días parecía, si acaso, más saludable.
—S-sí, es… simplemente no tengo mucha hambre.
—No es verdad —la ochroria parecía suave como el terciopelo al pronunciar estas palabras, y todos se tensaron. Que fuera tan deferente era mala señal—. Estás comiendo otras cosas, ¿no?
El cambio fue instantáneo. Bria la miró con horror e incluso empezó a sollozar, encogiéndose sobre sí misma. Deste, sin embargo, miró a Nakria con ferocidad, casi con odio.
—¡Déjala en paz!
—Bria… ¿Qué estás comiendo. No nos vamos a enfadar, de verdad.
Por el rabillo del ojo vio movimiento: probablemente Kyo callando a Nakria. Él se enfocó solo en la nublina. Un cambio brusco de dieta… Era un comienzo de la transformación.
La Luna Roja también empezaba a afectarles a ellos.
—N-no… Ya lo-lo sé, es que… —la niña parecía tan deshecha que el joven empezó a prepararse para lo peor—. Es carne. Solo soporto comer carne cruda.
Nadie dijo nada.
José puso todo su esfuerzo en no sentir asco ni rechazo. Carne cruda. Vale. Ella no tenía la culpa de… De lo que era. Era como enfadarse con un gato por comer un ratón. Absurdo. Estúpido.
Era… joder. Mierda.
Iba a convertirse en trasgo. O en vampiro. O… O en cualquier otro monstruo que comiera gente.
¿Y ahora qué?
—¿Has tenido algún otro indicio de la transformación? Más fuerza, más… instinto, sueños recurrentes, no sé, algo —se notaba a la perfección el intento de Kyo por no sonar alarmado, por tratar aquello como si fuera completamente normal. La nublina, sin embargo, negó una y otra vez. Hasta el último momento.
—¿Sueños? ¡Sí! Todas las noches me sueño en Rocavarancolia —quizás notó su cara de decepción, porque se apresuró a hablar más rápido—. ¡Pero no es como de día! Los colores son mucho más intensos, más… reales, y distingo más. Los olores también son mucho más fuertes, e incluso puedo seguirlos. Y mi vista está… rara. Como agrietada, lo veo todo pero dividido en fragmentos.
Las primeras palabras confirmaron los peores temores de José, pero tan pronto como pronunció las últimas llegó la confusión. ¿Vista agrietada? No recordaba ninguna transformación así.
Kyo, al parecer, sí, porque se puso blanco como una sábana antes de desaparecer.
El grupo entero se sumió en la inquietud el par de minutos que el carabés tardó en volver con uno de los libros de las transformaciones, la cena hacía tiempo ya olvidada.
—Vale, al final del segundo volumen de Guerreros hay algunas transformaciones sin magia que no encajan del todo el el concepto de guerreros. Una de ellas es… bueno, lobo —vale, por eso no sabía nada de ellas. El humano había pasado por completo de las transformaciones sin magia—. No se sabe realmente cuánto de su racionalidad mantienen, pero… bueno, hablar no pueden. Viven todos en el castillo, como una especie de defensa última en caso de ataque. El tipo de sueños que tienes es… la segundo señal más típica, después de comer carne cruda.
El silencio descendió como una mortaja sobre el grupo entero. José observó con cuidado a la nublina, intentando no poner en absoluto cara de pena. Recibir una lluvia de lástima ajena era lo último que necesitaba.
—E-entonces… cu-ando salga la Luna Roja… ¿Seré como en mis sueños? ¿Eso es lo que dice el libro?
—Bueno… probablemente, sí.
Kyo no parecía saber dónde meterse, y lo mismo con el resto. José, alarmado, tuvo que hacerle una pregunta silenciosa al carabés, que parecía comprenderle perfectamente y negó con la cabeza.
Vale, bien, entonces no había más transformaciones animales. Un escalofrío de alivio le recorrió. Perfecto. Ya era suficientemente malo que la nublina tuviera que renunciar a su racionalidad.
—Bria, escúchame. No pasará. Encontraremos una manera de evitar que te conviertas en algo así —hacía meses que no escuchaba tal ferocidad en la voz de Jade, y José, por una vez, estuvo de acuerdo con ella. Vale la criba, vale la pérdida, vale aprender de la forma difícil. Pero esto… no. Esto no.
Una marabunda de emociones cruzó la cara de la nublina. José no reconoció ninguna de ellas, pero sí la última: era una sonrisa cansada. Del tipo que le das a alguien incapaz de comprenderte.
—Esa es la cosa, yo… no sé si quiero evitarlo. Al lado del mundo de aromas, luces y rastros que veo en mis sueños el que soporto en la vigilia me parece… Una simple caricatura.
Al final resultó que no era la única con sueños recurrentes. Jade soñaba cada día que se quemaba, desde hacía meses. Al principio José había pensado en los brujos del fuego, pero esa opción era obviamente incorrecta tan pronto como recordabas la absoluta incapacidad de la humana para hacer magia. No, el carabés y la ochroria tenían razón: probablemente era algún tipo de monstruo, criatura o incluso guerrero con relación con el fuego y el calor.
Él, por su parte, solo parecía ganar más y más magia. Empezaba a estar completamente convencido de que era algún tipo de hechicero. Quizás fuera algún tipo de brujo de algún objeto inanimado. Estaba bastante seguro de que no tendría un dominio vivo: según los libros estos transformados solían atraer mucha atención indeseable de sus criaturas en los meses previos a la Luna Roja.
Y Rocavarancolia seguía cambiando. Además de las cada vez más frecuentes señales místicas, de las estrellas y de las auroras, numerosas plantas muertas de toda la ciudad volvían a la vida. Las calles tenían cada vez más animales, y su propia casa empezaba a sufrir una plaga de hormigas. El tiempo, además, se había vuelto completamente loco: el frío y el calor llegaban cuando menos lo esperaban. Tan pronto debían quedarse casi desnudos como debían rebuscar en los viejos armarios de aquel lugar las prendas más gruesas que pudieran encontrar.
El mismo día que Kyo les reunió para decirles que, según sus cuentas, quedaba treinta y dos días para la salida de la Luna Roja les llegó otro mazazo más, con la muerte de Jade y Deste.
Bria estaba casi catatónica, perdida su última amiga. Había llorado hasta dormirse, y José se la imaginó soñando con esa visión del mundo a la que estaba destinada. Esa que, según decía, resultaba mucho más real que la que ahora tenía.
—Tenemos que avituallarnos —dijo Kyo. Ellos dos y Nakria estaban de pie en la cocina, discutiendo qué hacer—. Las calles son cada vez más peligrosa, las salidas deben reducirse al mínimo posible.
—Sí, tiene-. Joder —la ochroria se detuvo para golpear una hormiga que se le había subido en lo alto, para diversión de sus compañeros—. Tienes razón, ¿pero cómo? Los bichos son cada vez más difíciles de cazar, las cestas salen con la misma regularidad y los pocos animales que podríamos pillar tienen humo en vez de carne.
—Bueno… las cestas de la fosa de huesos ahora casi nunca son cogidas. Creo… creo que el grupo que las usaba ha muerto del todo, o han caído tantos que ahora les vale con cogerlas solo cada mucho.
—Sí… Y si han muerto tantos quizás no se atrevan a oponerse si nos ven cogiéndolas —murmuró, indiferente a lo que hubiera pasado con los otros cosechados. Lo único que le preocupaba en ese momento era que los cuatro que quedaban pudieran ver la Luna Roja—. Podría funcionar, podría funcionar. Aumentamos nuestras reservas y luego no salimos jamás, ¿no?
Los otros dos adultos asintieron con seriedad. Preferirían otra salida, pero no la había. Y no iban a lamentarse por hacer lo necesario para sobrevivir.
El hechizo de levitación lo tenían tan dominado que era insultantemente fácil agarrar esas cestas. Poco a poco, día tras día, aumentaron la cantidad de comida que tenían en la habitación reconvertida a refrigerador. Siguieron así hasta que pudieron calcular que, con el racionamiento estricto que seguían, tenían para pasar el resto del mes. Un día hasta habían dejado detrás una de las cestas que habían conseguido para que pudiera compartirla el canguro y el pequeño cosechado que le acompañaban. Ambos parecían al borde de la catatonia y José se preguntó por un momento, distraídamente, qué les había pasado y si conseguirían sobrevivir las pocas semanas que quedaban.
Lo dudaba seriamente.
Entre tanto Rocavarancolia no les dio cuartel. Al calor y el frío desenfrenado, las estrellas y las auroras, las señales y las plantas resucitadas se unían ahora nubes blancas en los cielos de la ciudad. Pero donde más se notaba el cambio era en la vida que recorría las calles.
El contraste era increíble. José recordaba los meses antes: habían visto de vez en cuando algún cosechado (aunque siempre evitaron que ellos los vieran)), vieron desde lejos aquel extraño mercado y más de una y de dos veces se habían encontrado con rocavarancoleses (con los que se habían ignorado mutuamente). También habían tenido unos cuantos encontronazos con animales extraños y francamente peligrosos, pero en última instancia aquella ciudad siempre pareció un poco alicaída.
Ahora era… lo contrario. Todo lo contrario.
Casi cada día veían alguna nueva criatura, y más frecuentemente eran manadas que tenían que evitar o de las que huir. Algunos se parecían tremendamente a animales terrestres, otros parecían mezcla de perros y lagartos, de peces y gallinas, y de muchos animales más. Y luego estaban los más extraños: los hechos no de carne sino de humo, los que mezclaban el hueso y la luz, los que parecían una pompa de cristal y se alimentaban de magia.
El humano pensaba en los deseos infantiles de aventuras y ver cosas absolutamente inimaginables que había tenido cuando llegó a aquel lugar. Y, a veces, las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Había costado, y todavía quedaba la mayor recompensa de todas, pero se alegraba que Rocavarancolia hubiera acabado cumpliendo con lo prometido. Incluso si el precio a pagar había sido la brutal forma en la que había sido obligado a dejar atrás la inocencia de la ignorancia.
Quedaban catorce días para que saliera la Luna Roja.
—¡Joder, no me dejan en paz! ¡A vosotros no se os suben tanto!
José levantó su libro de la crónica de gobernantes de Rocavarancolia. Nakria estaba luchando contra un buen puñado de hormigas que parecían decididas a anidar en su pelo. La plaga había ido a más, y la que peor lo soportaba era la ochroria.
El joven frunció el ceño, sintiendo que había algo en el límite de su memoria.
—Nakria, de verdad, no es para tanto, eres una obsesa.
—¡Es muy fácil para ti, imbécil, que ni ellas te hacen caso! ¡Pero a mí no dejan de subírseme! ¡Parece que estén decididas a… comerme o yo qué sé!
El humano abrió los ojos. Por supuesto. ¿Cómo no lo había visto antes?
Se lanzó al instante hacia la habitación donde guardaban los libros y textos recogidos a lo largo de aquellos largos meses. Rebuscó con rapidez en los dedicados a los brujos, buscando durante agónicos minutos hasta dar con lo que necesitaba. Era difícil: los dominios eran tan variados y variables que no se citaban todos, solo los más comunes junto a rasgos generales que mostraban todos los brujos conforme se acercaba la Luna Roja y una selección de brujos famosos acompañada de cómo les afectó la luna durante la criba.
Y al fin encontró lo que buscaba.
—¡Escuchad! ¡Ya sé lo que pasa! —se apresuró a donde se encontraban sus compañeros. Nakria seguía quitándose hormigas de los sitios más insospechados, con la ayuda de Bria, mientras que Kyo las observaba con diversión—. Estoy casi, no, completamente seguro de que vas a ser una bruja de las hormigas, o incluso de todos los insectos sociales.
—¿Qué? ¿Así que están intentando matarme ahora para que no les dé órdenes? Hijas de puta —escupió. Justo después se quitó una que parecía intentar entrar en su boca.
—No, no. Ningún dominio puede dañar a su brujo, da igual que no se haya transformado. Pero sí pueden hacerte creer que quieren hacerte daño, y matarte, y eso es lo que intentan —ninguno de sus oyentes parecía entender qué importaba aquello, y José suspiró—. A ver, el dominio no quiere recibir órdenes, ¿verdad? Así que el brujo debe morir. Pero ellos no pueden matarlo, solo fingir que lo intentan. Así que eso es lo que hacen, así lo enloquecen y provocan su suicidio. Ha pasado más de una vez, ¿eh?
—Las hormigas están intentando que Nakria se mate —no hacía falta ser un genio para encontrar el escepticismo de Kyo. José puso los ojos en blanco. De verdad, no era tan difícil de entender.
—Es instinto, y obviamente no hay una intención real, solo reinas mandando obreras contra Nakria porque la perciben como una “rival” y estas intentando cumplir sus órdenes a la vez que son incapaces de dañarle. Si fueran criaturas inteligentes sí habría esa intención, y serían mucho más cabronas.
Nadie dijo nada más, porque en ese momento, muy levemente, el mundo entero tembló. Por un momento José pensó que fuera había pasado un camión, y solo al recordar que en Rocavarancolia no había tales vehículos (y contemplar la cara de los otros) se dio cuenta de que no, no era así.
—Bueno, ya sabemos cuál es la siguiente señal de la Luna Roja...
—Sí, bueno. Estos bichos van listos si creen que me voy a suicidar solo porque se suban a mis piernas.
José suspiró, pasándole el libro.
—Toma. Hay un ejemplo de bruja de los himenópteros, quizás encuentres algún consejo para cuando las gobiernes del todo.
El ritmo de salida de estrellas y auroras también aumentaba, y la temperatura seguía bajando. Un día incluso vieron una escena extraña: una manada de seres parecidos a coyotes, pero más pequeños y con garras de reptiles, matarse entre sí. Era una batalla sin cuartel en la que vacilar significaba la muerte. Finalmente solo quedaron dos: uno se lanzó contra el otro y le arrancó el cuello entero. Después lanzó un aullido lastimero, un sonido que evocaba todo el horror y el espanto que podía existir, y cayó muerto, desangrado por centenas de cortes y mordiscos.
Tuvieron la inteligencia de no acercarse durante toda la lucha, pero tan pronto aquello terminó se lanzaron a por aquella carne que tan a juego se había puesto.
Aquella fue, por supuesto, solo la primera señal.
Goteaban de forma lenta pero constante. Dos días después vieron grandes criaturas amorfas rodeando un viejo edificio, sacando de él extraños destellos de luz. Kyo dijo que probablemente estaban comiendo magia, y a José aquel concepto le maravillaba tanto como en su día le habían encandilado los murciélagos flamígeros. Esa misma noche, además, un sector del cielo impolutamente vacío se llenó de estrellas.
Tres jornadas después vieron extraños entes volando encima de una casa cercana desde el atardecer. Parecían entidades no del todo sólidas, pero tampoco exactamente gaseosas. Todos eran de algún color muy concreto, pero desvaído: azur, turquesa, rosa, magenta, dorado, terroso… Ninguno era de ninguna tonalidad ni remotamente cercana al blanco, negro o gris, y todos acabaron desvaneciéndose al amanecer para no volver a ser vistos.
Al día siguiente vieron surgir de un cuchitril una bandada entera de aves formadas por humo. Al contacto con la luz del día empezaron a expandirse y desvanecerse. Lo más extraño es que, cuando más desaparecían, más felices parecían.
Rocavarancolia resucitaba. Las nublinas incluso surgieron de su caparazón para decir que sí, las leyendas decían que cuanto más se acercaba la Luna Roja más signos y prodigios inundaban la ciudad.
Lo mismo, para bien y para mal, les ocurría a ellos mismos.
—Bria, últimamente no comes nada… ¿Estás bien?
Jade parecía genuinamente preocupada, y José no podía culparla. Era verdad que hacía casi una semana que la nublina prácticamente no probaba bocado, pero… lo raro es que estos últimos días parecía, si acaso, más saludable.
—S-sí, es… simplemente no tengo mucha hambre.
—No es verdad —la ochroria parecía suave como el terciopelo al pronunciar estas palabras, y todos se tensaron. Que fuera tan deferente era mala señal—. Estás comiendo otras cosas, ¿no?
El cambio fue instantáneo. Bria la miró con horror e incluso empezó a sollozar, encogiéndose sobre sí misma. Deste, sin embargo, miró a Nakria con ferocidad, casi con odio.
—¡Déjala en paz!
—Bria… ¿Qué estás comiendo. No nos vamos a enfadar, de verdad.
Por el rabillo del ojo vio movimiento: probablemente Kyo callando a Nakria. Él se enfocó solo en la nublina. Un cambio brusco de dieta… Era un comienzo de la transformación.
La Luna Roja también empezaba a afectarles a ellos.
—N-no… Ya lo-lo sé, es que… —la niña parecía tan deshecha que el joven empezó a prepararse para lo peor—. Es carne. Solo soporto comer carne cruda.
Nadie dijo nada.
José puso todo su esfuerzo en no sentir asco ni rechazo. Carne cruda. Vale. Ella no tenía la culpa de… De lo que era. Era como enfadarse con un gato por comer un ratón. Absurdo. Estúpido.
Era… joder. Mierda.
Iba a convertirse en trasgo. O en vampiro. O… O en cualquier otro monstruo que comiera gente.
¿Y ahora qué?
—¿Has tenido algún otro indicio de la transformación? Más fuerza, más… instinto, sueños recurrentes, no sé, algo —se notaba a la perfección el intento de Kyo por no sonar alarmado, por tratar aquello como si fuera completamente normal. La nublina, sin embargo, negó una y otra vez. Hasta el último momento.
—¿Sueños? ¡Sí! Todas las noches me sueño en Rocavarancolia —quizás notó su cara de decepción, porque se apresuró a hablar más rápido—. ¡Pero no es como de día! Los colores son mucho más intensos, más… reales, y distingo más. Los olores también son mucho más fuertes, e incluso puedo seguirlos. Y mi vista está… rara. Como agrietada, lo veo todo pero dividido en fragmentos.
Las primeras palabras confirmaron los peores temores de José, pero tan pronto como pronunció las últimas llegó la confusión. ¿Vista agrietada? No recordaba ninguna transformación así.
Kyo, al parecer, sí, porque se puso blanco como una sábana antes de desaparecer.
El grupo entero se sumió en la inquietud el par de minutos que el carabés tardó en volver con uno de los libros de las transformaciones, la cena hacía tiempo ya olvidada.
—Vale, al final del segundo volumen de Guerreros hay algunas transformaciones sin magia que no encajan del todo el el concepto de guerreros. Una de ellas es… bueno, lobo —vale, por eso no sabía nada de ellas. El humano había pasado por completo de las transformaciones sin magia—. No se sabe realmente cuánto de su racionalidad mantienen, pero… bueno, hablar no pueden. Viven todos en el castillo, como una especie de defensa última en caso de ataque. El tipo de sueños que tienes es… la segundo señal más típica, después de comer carne cruda.
El silencio descendió como una mortaja sobre el grupo entero. José observó con cuidado a la nublina, intentando no poner en absoluto cara de pena. Recibir una lluvia de lástima ajena era lo último que necesitaba.
—E-entonces… cu-ando salga la Luna Roja… ¿Seré como en mis sueños? ¿Eso es lo que dice el libro?
—Bueno… probablemente, sí.
Kyo no parecía saber dónde meterse, y lo mismo con el resto. José, alarmado, tuvo que hacerle una pregunta silenciosa al carabés, que parecía comprenderle perfectamente y negó con la cabeza.
Vale, bien, entonces no había más transformaciones animales. Un escalofrío de alivio le recorrió. Perfecto. Ya era suficientemente malo que la nublina tuviera que renunciar a su racionalidad.
—Bria, escúchame. No pasará. Encontraremos una manera de evitar que te conviertas en algo así —hacía meses que no escuchaba tal ferocidad en la voz de Jade, y José, por una vez, estuvo de acuerdo con ella. Vale la criba, vale la pérdida, vale aprender de la forma difícil. Pero esto… no. Esto no.
Una marabunda de emociones cruzó la cara de la nublina. José no reconoció ninguna de ellas, pero sí la última: era una sonrisa cansada. Del tipo que le das a alguien incapaz de comprenderte.
—Esa es la cosa, yo… no sé si quiero evitarlo. Al lado del mundo de aromas, luces y rastros que veo en mis sueños el que soporto en la vigilia me parece… Una simple caricatura.
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Al final resultó que no era la única con sueños recurrentes. Jade soñaba cada día que se quemaba, desde hacía meses. Al principio José había pensado en los brujos del fuego, pero esa opción era obviamente incorrecta tan pronto como recordabas la absoluta incapacidad de la humana para hacer magia. No, el carabés y la ochroria tenían razón: probablemente era algún tipo de monstruo, criatura o incluso guerrero con relación con el fuego y el calor.
Él, por su parte, solo parecía ganar más y más magia. Empezaba a estar completamente convencido de que era algún tipo de hechicero. Quizás fuera algún tipo de brujo de algún objeto inanimado. Estaba bastante seguro de que no tendría un dominio vivo: según los libros estos transformados solían atraer mucha atención indeseable de sus criaturas en los meses previos a la Luna Roja.
Y Rocavarancolia seguía cambiando. Además de las cada vez más frecuentes señales místicas, de las estrellas y de las auroras, numerosas plantas muertas de toda la ciudad volvían a la vida. Las calles tenían cada vez más animales, y su propia casa empezaba a sufrir una plaga de hormigas. El tiempo, además, se había vuelto completamente loco: el frío y el calor llegaban cuando menos lo esperaban. Tan pronto debían quedarse casi desnudos como debían rebuscar en los viejos armarios de aquel lugar las prendas más gruesas que pudieran encontrar.
El mismo día que Kyo les reunió para decirles que, según sus cuentas, quedaba treinta y dos días para la salida de la Luna Roja les llegó otro mazazo más, con la muerte de Jade y Deste.
Bria estaba casi catatónica, perdida su última amiga. Había llorado hasta dormirse, y José se la imaginó soñando con esa visión del mundo a la que estaba destinada. Esa que, según decía, resultaba mucho más real que la que ahora tenía.
—Tenemos que avituallarnos —dijo Kyo. Ellos dos y Nakria estaban de pie en la cocina, discutiendo qué hacer—. Las calles son cada vez más peligrosa, las salidas deben reducirse al mínimo posible.
—Sí, tiene-. Joder —la ochroria se detuvo para golpear una hormiga que se le había subido en lo alto, para diversión de sus compañeros—. Tienes razón, ¿pero cómo? Los bichos son cada vez más difíciles de cazar, las cestas salen con la misma regularidad y los pocos animales que podríamos pillar tienen humo en vez de carne.
—Bueno… las cestas de la fosa de huesos ahora casi nunca son cogidas. Creo… creo que el grupo que las usaba ha muerto del todo, o han caído tantos que ahora les vale con cogerlas solo cada mucho.
—Sí… Y si han muerto tantos quizás no se atrevan a oponerse si nos ven cogiéndolas —murmuró, indiferente a lo que hubiera pasado con los otros cosechados. Lo único que le preocupaba en ese momento era que los cuatro que quedaban pudieran ver la Luna Roja—. Podría funcionar, podría funcionar. Aumentamos nuestras reservas y luego no salimos jamás, ¿no?
Los otros dos adultos asintieron con seriedad. Preferirían otra salida, pero no la había. Y no iban a lamentarse por hacer lo necesario para sobrevivir.
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El hechizo de levitación lo tenían tan dominado que era insultantemente fácil agarrar esas cestas. Poco a poco, día tras día, aumentaron la cantidad de comida que tenían en la habitación reconvertida a refrigerador. Siguieron así hasta que pudieron calcular que, con el racionamiento estricto que seguían, tenían para pasar el resto del mes. Un día hasta habían dejado detrás una de las cestas que habían conseguido para que pudiera compartirla el canguro y el pequeño cosechado que le acompañaban. Ambos parecían al borde de la catatonia y José se preguntó por un momento, distraídamente, qué les había pasado y si conseguirían sobrevivir las pocas semanas que quedaban.
Lo dudaba seriamente.
Entre tanto Rocavarancolia no les dio cuartel. Al calor y el frío desenfrenado, las estrellas y las auroras, las señales y las plantas resucitadas se unían ahora nubes blancas en los cielos de la ciudad. Pero donde más se notaba el cambio era en la vida que recorría las calles.
El contraste era increíble. José recordaba los meses antes: habían visto de vez en cuando algún cosechado (aunque siempre evitaron que ellos los vieran)), vieron desde lejos aquel extraño mercado y más de una y de dos veces se habían encontrado con rocavarancoleses (con los que se habían ignorado mutuamente). También habían tenido unos cuantos encontronazos con animales extraños y francamente peligrosos, pero en última instancia aquella ciudad siempre pareció un poco alicaída.
Ahora era… lo contrario. Todo lo contrario.
Casi cada día veían alguna nueva criatura, y más frecuentemente eran manadas que tenían que evitar o de las que huir. Algunos se parecían tremendamente a animales terrestres, otros parecían mezcla de perros y lagartos, de peces y gallinas, y de muchos animales más. Y luego estaban los más extraños: los hechos no de carne sino de humo, los que mezclaban el hueso y la luz, los que parecían una pompa de cristal y se alimentaban de magia.
El humano pensaba en los deseos infantiles de aventuras y ver cosas absolutamente inimaginables que había tenido cuando llegó a aquel lugar. Y, a veces, las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Había costado, y todavía quedaba la mayor recompensa de todas, pero se alegraba que Rocavarancolia hubiera acabado cumpliendo con lo prometido. Incluso si el precio a pagar había sido la brutal forma en la que había sido obligado a dejar atrás la inocencia de la ignorancia.
Quedaban catorce días para que saliera la Luna Roja.
—¡Joder, no me dejan en paz! ¡A vosotros no se os suben tanto!
José levantó su libro de la crónica de gobernantes de Rocavarancolia. Nakria estaba luchando contra un buen puñado de hormigas que parecían decididas a anidar en su pelo. La plaga había ido a más, y la que peor lo soportaba era la ochroria.
El joven frunció el ceño, sintiendo que había algo en el límite de su memoria.
—Nakria, de verdad, no es para tanto, eres una obsesa.
—¡Es muy fácil para ti, imbécil, que ni ellas te hacen caso! ¡Pero a mí no dejan de subírseme! ¡Parece que estén decididas a… comerme o yo qué sé!
El humano abrió los ojos. Por supuesto. ¿Cómo no lo había visto antes?
Se lanzó al instante hacia la habitación donde guardaban los libros y textos recogidos a lo largo de aquellos largos meses. Rebuscó con rapidez en los dedicados a los brujos, buscando durante agónicos minutos hasta dar con lo que necesitaba. Era difícil: los dominios eran tan variados y variables que no se citaban todos, solo los más comunes junto a rasgos generales que mostraban todos los brujos conforme se acercaba la Luna Roja y una selección de brujos famosos acompañada de cómo les afectó la luna durante la criba.
Y al fin encontró lo que buscaba.
—¡Escuchad! ¡Ya sé lo que pasa! —se apresuró a donde se encontraban sus compañeros. Nakria seguía quitándose hormigas de los sitios más insospechados, con la ayuda de Bria, mientras que Kyo las observaba con diversión—. Estoy casi, no, completamente seguro de que vas a ser una bruja de las hormigas, o incluso de todos los insectos sociales.
—¿Qué? ¿Así que están intentando matarme ahora para que no les dé órdenes? Hijas de puta —escupió. Justo después se quitó una que parecía intentar entrar en su boca.
—No, no. Ningún dominio puede dañar a su brujo, da igual que no se haya transformado. Pero sí pueden hacerte creer que quieren hacerte daño, y matarte, y eso es lo que intentan —ninguno de sus oyentes parecía entender qué importaba aquello, y José suspiró—. A ver, el dominio no quiere recibir órdenes, ¿verdad? Así que el brujo debe morir. Pero ellos no pueden matarlo, solo fingir que lo intentan. Así que eso es lo que hacen, así lo enloquecen y provocan su suicidio. Ha pasado más de una vez, ¿eh?
—Las hormigas están intentando que Nakria se mate —no hacía falta ser un genio para encontrar el escepticismo de Kyo. José puso los ojos en blanco. De verdad, no era tan difícil de entender.
—Es instinto, y obviamente no hay una intención real, solo reinas mandando obreras contra Nakria porque la perciben como una “rival” y estas intentando cumplir sus órdenes a la vez que son incapaces de dañarle. Si fueran criaturas inteligentes sí habría esa intención, y serían mucho más cabronas.
Nadie dijo nada más, porque en ese momento, muy levemente, el mundo entero tembló. Por un momento José pensó que fuera había pasado un camión, y solo al recordar que en Rocavarancolia no había tales vehículos (y contemplar la cara de los otros) se dio cuenta de que no, no era así.
—Bueno, ya sabemos cuál es la siguiente señal de la Luna Roja...
—Sí, bueno. Estos bichos van listos si creen que me voy a suicidar solo porque se suban a mis piernas.
José suspiró, pasándole el libro.
—Toma. Hay un ejemplo de bruja de los himenópteros, quizás encuentres algún consejo para cuando las gobiernes del todo.
- Zarket
Ficha de cosechado
Nombre: Rádar
Especie: Carabés
Habilidades: Resistencia, velocidad natatoria, nociones de luchaPersonajes :
- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran/Branniel): Trasgo de Ewa sexto sacerdote de la Secta, sádico, aficionado a matanzas y luchador en los bajos fondos. No tocarle los cojoncios, que muerde.
●Lanor Gris: demiurgo procedente de Carabás. Tímido, llorica y buena gente.
●Rádar (o Rad): astrario carabés tsundere hacia la magia, mandón, brusco y estricto. Fashion victim. Reloj andante.
●Galiard syl: mago rabiosamente rocavarancolés, despiadado antihéroe brutalmente pragmático y compasivo antivillano bienintencionado.
Armas :- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran): magia, garras, dientes y una espada de longitud media a larga. O lo que haga falta.
●Lanor Gris: magia y sus criaturas.
●Rádar (o Rad): espada de longitud media. Sus habilidades de desviación de hechizos.
●Galiard Syl: magia y, si hace falta, una espada de longitud corta a media.
Status : Jinete del apocalipsis (¡ahora con extra de torpeza social!)
Humor : En muerte cerebral.
Re: La criba del mago
31/08/20, 03:49 pm
Nakria, por supuesto, no era la única. Bria ahora comía sin pudor carne cruda, e intentaba dormir tanto como podía. José empezaba a sospechar que su entusiasmo con la plenitud del mundo que revelaban sus sueños era completamente real.
Kyo parecía cada vez más impaciente, y su habilidad con las armas se había transformado directamente en una afición desmedida. Todos estaban casi seguros de que iba a ser un guerrero, aunque de alguna forma extraña aquello podía ser la exteriorización de un cambio psicológico más profundo. El carabés ya había declarado que no le extrañaría ser algún tipo de monstruo especialmente violento, y el humano no podía estar en desacuerdo.
El propio José sentía cómo su nerviosismo subía y subía. No sabía si era un rasgo de su transformación o no. Solo deseaba que terminara ya. Solo deseaba tener de una vez el acceso total y absoluto a la magia de los hechiceros. Porque de eso sí estaba seguro: él pertenecía al máximo nivel de magia. Mago, demiurgo, helión, su transformación iba en esa línea.
Los temblores, por supuesto, no ayudaban con su nerviosismo. Comenzaron muy sutiles, casi imperceptibles, pero en pocos días se hicieron claramente perceptibles. Los objetos vibraban, y a veces incluso caía una cantidad mínima de polvo. Las ondas también se notaban en cualquier superficie líquida.
—Es la sexta vez que te gano —la burla de Kyo no era tan hiriente como el palo que posaba en la garganta del humano. Con un suspiro, José lo apartó de un manotazo y aceptó la ayuda del carabés para ponerse en pie—. ¿Es mi habilidad o la distracción de mi obviamente envidiable físico lo que te hace estar tan distraído?
José resopló. Ambos estaban en calzones: aquel día era exasperantemente caluroso, casi parecía que en cualquier momento el aire iba a empezar a arder espontáneamente. No tenían termómetro, pero apostaría algo que la temperatura iba a superar los cuarenta grados.
No obstante, un detalle le hizo fijarse en el torso desnudo de su compañero. La sonrisa burlona de este se acentuó, pero al humano no era la lujuria lo que le empujaba.
—Kyo —pronunció lentamente, no del todo seguro de cómo preguntar esto—, ¿tus músculos no son hoy un poco más grandes que ayer?
—Oh —su expresión se vio sustituida por una cara de suave incomodidad—, pues, esto… Bueno, sí, un poco. Sí, lo son.
José inspiró. Todos sabían que el cambio llevaba meses produciéndose, pero ver un ejemplo tangible, físico de ello era abrumador. Como si, de alguna forma, lo concretara más, lo hiciera más real.
—¿Cuántos días quedan?
—Nueve. Solo nueve días más y ya está todo hecho.
El humano se sentó en el suelo, mirando hacia el techo. Nueve días… Poco más de una semana. Nueve días y alcanzarían la meta. Era increíble.
—Ya, apenas puedes creerlo, ¿eh? —Kyo se sentó a su lado, sin duda pensando en lo mismo—. Es increíble lo que hemos cambiado en todo este tiempo… ¿Recuerdas cuando nos enteramos de para qué estábamos aquí?
José se rio. Sí, claro que se acordaba. Tanto de su ridículo intento de comparación con los Xmen como del abismal terror que sentían otros. El carabés entre ellos.
—Oye, una pregunta… ¿Qué es lo que os daba tanto miedo de la Luna Roja?
—Bueno… —Rocavarancolia volvió a temblar. Su interlocutor esperó a que el pequeño terremoto parase, sin duda usando ese tiempo para pensar en una respuesta—. A todos nos han educado en que si te esfuerzas tú serás normal y el mundo será de color de rosa. Y entonces nos echan a una prueba que iba en contra de todas esas creencias, y que culminaba en convertirnos en la antítesis misma de normalidad. Tuvimos que aprender que la felicidad te la creas tú, y que la normalidad es una ilusión. Y que, por tanto, no hay nada de malo en tener cuernos.
—«Lo que es normal para la araña es el caos para la mosca» —estaba casi seguro de entender lo que estaba escuchando. Podía explicar por qué a él no le había afectado tanto: había rechazado con violencia la normalidad y el esfuerzo desde su nacimiento para abrazar el caos, la adrenalina y el placer. Ante la expresión curiosa del carabés, se la explicó—. Es… solo una frase de una peli de mi mundo. «La normalidad es una ilusión, lo que es normal para la araña es el caos para la mosca».
—¿Ves? Pues eso creo que resume muy bien los miedos que teníamos —Kyo rio—. O sea, Rocavarancolia es la encarnación misma de esa idea, y a su vez nuestras sociedades son sus más radicales enemigas. La adaptación era difícil, sí o sí. Pero lo hemos conseguido. Tampoco es que hubiera alternativa.
—Y ahora estamos a punto de vivir este cambio...
—Sí… —suspiró—. El motivo por el que todo esto ha sucedido.
—¿Darías marcha atrás si pudieras?
—Jamás. El saber siempre es preferible sobre el desconocimiento, por difícil que sea el proceso. Solo alguien débil prefiere la felicidad que da la ignorancia.
José le dio una pequeña sonrisa. Sí, era verdad. A esas alturas ya habían aprendido que lo más doloroso no era la dureza, sino la inocencia.
Cinco días, quedaban cinco días para la Luna Roja, y el humano no podía soportar aquella espera. No era más fácil por el hecho de que llevaba casi un día con un sentimiento de fatalidad encima, como si algo chupara todos sus pensamientos positivos. Era un agujero negro pendido del aire que parecía querer recordarles en cada momento que en menos de una semana podían convertirse en caníbales, no-muertos y psicópatas.
—Jo-der. Por supuesto que el último signo que nos iba a regalar Rocavarancolia era una sensación de fatalidad. Por supuesto que sí.
Era increíble cómo aquella ciudad no cejaba. Parecía haber decidido que todos merecían la pena, que todos eran dignos (no es que el humano estuviera dispuesto a confiarse, sabiendo cómo se las gastaba aquel lugar) y que felicidades, os habéis ganado el derecho a ver la Luna Roja. A cambio, por si acaso, os voy a recordar que siempre, siempre, doy una de cal y otra de arena. Solo por si olvidáis que la vida no es felicidad eterna.
—No sé cómo no lo descubrimos antes —musitó Nakria, matando una avispa que se había posado en su brazo. La teoría del humano iba pegando fuerza.
Estaban preparando un ungüento con algunas de las hierbas más amargas que tenían. No tenían vinagre, así que esperaban que aquella mezcolanza ayudara a la ochroria a dejar de atraer bichos.
—¿Creéis que… sentiremos lo mismo cuando salga la Luna Roja?
La pregunta de Bria les puso en guardia. Todos habían sospechado, y nadie había querido confirmar, que aquel aura era el mismo que habían sentido cuando se acercaron (no mucho) a las inmediaciones de Rocavaragálago. No es que quisieran confirmar semejante idea.
—Según los libros se supone que el cambio es gozoso… ¿Quizás por eso lo sintamos así?
José pensó en ello. ¿Era posible que aquello fuera de alguna forma su naturaleza original temiendo ceder ante el ser en el que se iban a transformar? No terminaba de ver la lógica del asunto, pero si se supone que Rocavaragálago era un trozo de Luna Roja debería provocarles el gozo que, según los textos, provocaba la luna a los transformados. Vale, quizás sí tuviera cierta lógica.
—Pues por mi parte la parte de mí que chilla con esta cosa se puede ir a hacer gárgaras —masculló Nakria. José, aplastando hierbas con una violencia para nada satisfactoria, no podía estar más de acuerdo. Ya iba siendo hora de que aquel resquicio de niñez que solo le había traído confusión y malestar desapareciera de una vez por todas.
Cinco días. Solo cinco días más.
Se despertó arrebujado en una manta, aterido. El clima de Rocavarancolia seguía con sus locuras, y él solo esperaba que…
Ahora que lo pensaba, nunca habían hablado de cómo iban a hacer el tema del cambio de nombre.
—Eh… ¿estáis despiertos?
—Claro que sí, ¿quién podría dormir con semejante temperatura? —Nakria parecía inusualmente feliz en aquel clima deprimente. Por otra parte el mejunje antibichos experimental había funcionado más o menos bien.
—Es que… me estaba preguntando… Lo del cambio de nombre, ¿seguimos hasta el final o… ? O sea, como pone en el libro o con nuestra propia versión.
Era ridículo. Nunca había tenido problemas con esa clase de cosas: de hecho sospechaba que fue el primer chico de su clase en perder la virginidad. Había pasado los meses más complicados de su vida junto a aquellas personas, ¡la mitad del último mes la había pasado en gayumbos sin problema alguno! ¿Y ahora no podía decir delante de ellos la palabra “desnudez”?
Al parecer había sido tan críptico que sus compañeros tardaron un par de segundos en darse cuenta de qué estaba diciendo.
—José, joder —el carabés empezó a reír, hasta el punto de no poder ni hablar, lo cual hizo poco por la vergüenza del chico. La ochroria también parecía bastante divertida.
—Chico, si querías un trío podías pedirlo directamente.
Esta vez los tres estallaron en risas. El humano sintió que el aliento le faltaba y que el nerviosismo y la preocupación de los últimos días se desvanecían en la nada. Allí estaban, a las puertas de convertirse en seres imposibles de definir, con el poder de provocar más destrucción que cualquier bomba atómica, habiendo visto morir a gente e incluso ejecutado a una persona. Y se estaban riendo por un chiste sexual.
La vida era muy pero que muy particular.
Se fueron calmando, y al instante recordaron que había otra persona en la habitación (una chica, además, del “público infantil”). Todos giraron sus miradas a la vez para mirarla, y tan pronto como lo notó se arrodilló en su colchón y levantó sus manos.
—Ah, no, a mí no me miréis. Yo seré una loba poderosa y preciosa que vivirá con su manada y podrá olvidar todas vuestras locuras.
Una nueva oleada de risas sacudió al grupo. José no podía creerlo. Era tan liberador, aunque solo fuera por unos minutos, simplemente reír. Era tan… magnífico.
—Bueno, entonces qué. ¿Nos quedamos en pelotas ante la catedral o no?
—Bueno, lo suyo de los ritos de paso es seguirlos hasta el final, ¿no?
Por supuesto que no era una sorpresa que Nakria era la que menos problema tenía con desnudarse en medio de Rocavarancolia. José envidiaba absolutamente el nervio de aquella chica por ignorar olímpicamente las conveniencias sociales.
—Veeenga, vale. Despelotémonos —miró hacia Kyo. Tenía una obvia sonrisa traviesa—, pero luego no quiero arrepentimientos, ¿eh, José? Si de repente te da un acceso de vergüenza ante esa catedral te juro que yo mismo te tiro de cabeza a la lava.
—Muy bien. De acuerdo.
Aquellos dos últimos días pasaron con una lentitud desesperante. El chico observó el atardecer desde un sillón, firmemente tapado. Aquel era el último. No sabía a qué hora saldría la Luna Roja al día siguiente, pero aquel día en concreto era el último que terminaban siendo humano, carabés, ochroria y nublina.
La noción era asfixiante, increíble. Los nervios hormigueaban por todo su cuerpo. Era como tener una legión de insectos recorriendo las arterias y las venas, su corazón y sus pulmones.
Llegaban al final. Llegaban al final.
Ni siquiera podía leer.
—¿Has decidido tu nombre?
Kyo observaba el libro de los reyes con cierto interés. Frente a ellos, enterrada bajo una montaña entera de mantas, edredones y dios sabía qué cosas más, estaba Bria. Nakria se estaba dando un baño, sulfurada porque el potingue antibichos había dejado de hacer efecto.
—Tengo varias posibilidades —musitó. Había decidido uno por cada una de las cinco transformaciones más probables—. ¿Y tú?
—Tengo varias posibilidades.
El humano acabó por cederle el libro, pero el carabés simplemente lo dejó a un lado.
—Puedo concentrarme tan poco como tú.
—Deberíais intentar dejar la mente en blanco —la nublina les miraba con unos ojos firmes, sabios más allá de su edad—. Ya prácticamente ha terminado todo. Tenemos suficiente comida y agua para mañana —un terremoto le interrumpió. Bria puso cara de irritación y pronto continuó—. Como iba diciendo. Tenemos suficiente comida y agua para mañana. Ya está. Cambiaremos, yo me iré con la manada y vosotros cambiaréis vuestros nombres y os preocuparéis de qué hacéis ahora. Después de lo que ha costado hacerse a la idea… ¿De verdad queréis pasar las últimas horas preocupándoos otra vez?
Bueno, si había algo que admirar de Bria era su entereza a la hora de afrontar su destino. Eso era algo que había que reconocer. Y, aun así, esa espina en particular todavía se le quedaba clavada.
Apenas durmió esa noche.
Se despertó cansado. El gran día. El fin del camino. A partir de hoy serían guerreros y hechiceros, héroes y villanos, dioses y demonios. Era sofocante.
José se alegraba de haber sabido de aquello con el tiempo suficiente para hacerse a la idea. Aquel no era un día que quisiera pasar aterrorizado.
Claramente no era el único sumido en aquellos pensamientos. Kyo y Bria también estaban en su mundo. Nakria, cuyos insectos parecían haberle otorgado un descanso, los miraba con concentración.
—Tenemos comida para casi dos días. Sea lo que sea que pase hoy no vamos a necesitar más, así que… ¿Por qué no hacemos una comida de celebración?
Los tres se miraron, dudosos. Bueno, podría estar bien, ¿no?
—¿Qué celebramos? ¿El fin de nuestra anterior vida o el comienzo de la próxima?
—Ambos, por supuesto —les sonrió—. Hoy es el día de la muerte tanto como de la vida, el funeral tanto como el nacimiento. Celebramos ambas, porque todo lo vivo muere, y de todo lo muerto nace algo vivo, y ninguna podría existir sin la otra.
—Deberíamos vestirnos con nuestras ropas originales, entonces —decidió. ¿Por qué no? Despedirían su antiguo ser, cambiarían a la luz de la Luna Roja y después irían a Rocavaragálago y darían nacimiento a la persona que debían y querían ser.
Se pusieron a ello. A José la textura de sus viejos vaqueros y la camisa ya se le antojaban extraña: llevaba mucho tiempo usando en exclusiva las simples túnicas, jubones y demás que había en aquella casa. Tampoco le fue del todo normal volver a los botines después de todo ese tiempo.
La preparación de la comida fue un bálsamo de paz y silencio. No tenían lo suficiente para hacer un banquete (y no era recomendable hacerlo de todas formas, no con todo el tiempo que llevaban con raciones magras), pero fue fácil y tranquilizador, de alguna forma, intentar que la comida no solo quedara cocinada sino también bonita.
Particularmente gracioso era ver cómo Bria bromeaba en el intento de estetizar los filetes crudos que se iba a comer.
—¿Alguien sabe a qué hora sale esa dichosa luna? —preguntó Kyo cuando se sentaron a la mesa. De todos ellos era el más nervioso. O, al menos, al que más se le notaba.
José sentía que la expectación iba a provocarle un infarto en cualquier momento.
—Ni idea, pero cálmate ya, que estoy suficientemente nerviosa sin que me lo contagies más —dijo Nakria tan pronto como tragó. Kyo sonrió, y José continuó con su comida, intentando abstraerse de lo que era ese momento.
—Es… Es estúpido, pero en realidad no son nervios. Tengo muchas ganas de entrenar.
El humano casi escupió todo el té que estaba bebiendo justo en ese momento.
—¿Entrenar? ¿Ahora? Hijo mío, estás obsesionado.
—Sí, bueno —su carcajada era tan sincera como nerviosa—, bueno, yo… bueno, vale, no es entrenar lo que realmente quiero. Me encantaría liarme a hostias con la manada de lagartijas perrunas que vimos a dos calles.
—¡No! ¿En serio? Joder, Kyo —Nakria empezó a reír—. ¡Está claro que planeas pasar esto a lo grande!
—¡Sí! ¡Eso es lo que quiero! —conforme se alargaba la escena más se diluía el ambiente enrarecido. José se sintió por un segundo como el niño que llegó tantas noches atrás, que tenía tantas ganas de vivir una aventura y convertirse en un Xmen—. Salir ahí fuera y liarme a porrazos con todos esos animales y gritar “¡Estoy vivo! ¡He sobrevivido, Rocavarancolia! ¡Lo he logrado, Enael! ¡¿Quién es el indigno ahora, eh?!”
Los cuatro rieron, en el pasado ya aquel momento horrible de su criba. José apenas podía creer que solo hubieran pasado dos meses. Parecía toda una vida.
Siguieron comiendo y bromeando hasta que llegó el momento de hacer el brindis (porque si iban a tener una celebración iba a ser tan a lo grande como Rocavarancolia les permitiera). No tenían alcohol, solo el extraño té de las cestas. Y no había copas de cristal, solo unas jarras de madera que los dioses sabían cuánto tiempo tenían. Y todo eso era más que suficiente.
—Por haberlo conseguido.
—Porque somos más fuertes de lo que jamás creímos.
—Porque vamos a conseguir ver el mundo como siempre debimos haberlo visto.
—Por nosotros. Porque merecemos todo lo bueno que nos pase.
Y todos lo decían en serio.
Kyo parecía cada vez más impaciente, y su habilidad con las armas se había transformado directamente en una afición desmedida. Todos estaban casi seguros de que iba a ser un guerrero, aunque de alguna forma extraña aquello podía ser la exteriorización de un cambio psicológico más profundo. El carabés ya había declarado que no le extrañaría ser algún tipo de monstruo especialmente violento, y el humano no podía estar en desacuerdo.
El propio José sentía cómo su nerviosismo subía y subía. No sabía si era un rasgo de su transformación o no. Solo deseaba que terminara ya. Solo deseaba tener de una vez el acceso total y absoluto a la magia de los hechiceros. Porque de eso sí estaba seguro: él pertenecía al máximo nivel de magia. Mago, demiurgo, helión, su transformación iba en esa línea.
Los temblores, por supuesto, no ayudaban con su nerviosismo. Comenzaron muy sutiles, casi imperceptibles, pero en pocos días se hicieron claramente perceptibles. Los objetos vibraban, y a veces incluso caía una cantidad mínima de polvo. Las ondas también se notaban en cualquier superficie líquida.
—Es la sexta vez que te gano —la burla de Kyo no era tan hiriente como el palo que posaba en la garganta del humano. Con un suspiro, José lo apartó de un manotazo y aceptó la ayuda del carabés para ponerse en pie—. ¿Es mi habilidad o la distracción de mi obviamente envidiable físico lo que te hace estar tan distraído?
José resopló. Ambos estaban en calzones: aquel día era exasperantemente caluroso, casi parecía que en cualquier momento el aire iba a empezar a arder espontáneamente. No tenían termómetro, pero apostaría algo que la temperatura iba a superar los cuarenta grados.
No obstante, un detalle le hizo fijarse en el torso desnudo de su compañero. La sonrisa burlona de este se acentuó, pero al humano no era la lujuria lo que le empujaba.
—Kyo —pronunció lentamente, no del todo seguro de cómo preguntar esto—, ¿tus músculos no son hoy un poco más grandes que ayer?
—Oh —su expresión se vio sustituida por una cara de suave incomodidad—, pues, esto… Bueno, sí, un poco. Sí, lo son.
José inspiró. Todos sabían que el cambio llevaba meses produciéndose, pero ver un ejemplo tangible, físico de ello era abrumador. Como si, de alguna forma, lo concretara más, lo hiciera más real.
—¿Cuántos días quedan?
—Nueve. Solo nueve días más y ya está todo hecho.
El humano se sentó en el suelo, mirando hacia el techo. Nueve días… Poco más de una semana. Nueve días y alcanzarían la meta. Era increíble.
—Ya, apenas puedes creerlo, ¿eh? —Kyo se sentó a su lado, sin duda pensando en lo mismo—. Es increíble lo que hemos cambiado en todo este tiempo… ¿Recuerdas cuando nos enteramos de para qué estábamos aquí?
José se rio. Sí, claro que se acordaba. Tanto de su ridículo intento de comparación con los Xmen como del abismal terror que sentían otros. El carabés entre ellos.
—Oye, una pregunta… ¿Qué es lo que os daba tanto miedo de la Luna Roja?
—Bueno… —Rocavarancolia volvió a temblar. Su interlocutor esperó a que el pequeño terremoto parase, sin duda usando ese tiempo para pensar en una respuesta—. A todos nos han educado en que si te esfuerzas tú serás normal y el mundo será de color de rosa. Y entonces nos echan a una prueba que iba en contra de todas esas creencias, y que culminaba en convertirnos en la antítesis misma de normalidad. Tuvimos que aprender que la felicidad te la creas tú, y que la normalidad es una ilusión. Y que, por tanto, no hay nada de malo en tener cuernos.
—«Lo que es normal para la araña es el caos para la mosca» —estaba casi seguro de entender lo que estaba escuchando. Podía explicar por qué a él no le había afectado tanto: había rechazado con violencia la normalidad y el esfuerzo desde su nacimiento para abrazar el caos, la adrenalina y el placer. Ante la expresión curiosa del carabés, se la explicó—. Es… solo una frase de una peli de mi mundo. «La normalidad es una ilusión, lo que es normal para la araña es el caos para la mosca».
—¿Ves? Pues eso creo que resume muy bien los miedos que teníamos —Kyo rio—. O sea, Rocavarancolia es la encarnación misma de esa idea, y a su vez nuestras sociedades son sus más radicales enemigas. La adaptación era difícil, sí o sí. Pero lo hemos conseguido. Tampoco es que hubiera alternativa.
—Y ahora estamos a punto de vivir este cambio...
—Sí… —suspiró—. El motivo por el que todo esto ha sucedido.
—¿Darías marcha atrás si pudieras?
—Jamás. El saber siempre es preferible sobre el desconocimiento, por difícil que sea el proceso. Solo alguien débil prefiere la felicidad que da la ignorancia.
José le dio una pequeña sonrisa. Sí, era verdad. A esas alturas ya habían aprendido que lo más doloroso no era la dureza, sino la inocencia.
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Cinco días, quedaban cinco días para la Luna Roja, y el humano no podía soportar aquella espera. No era más fácil por el hecho de que llevaba casi un día con un sentimiento de fatalidad encima, como si algo chupara todos sus pensamientos positivos. Era un agujero negro pendido del aire que parecía querer recordarles en cada momento que en menos de una semana podían convertirse en caníbales, no-muertos y psicópatas.
—Jo-der. Por supuesto que el último signo que nos iba a regalar Rocavarancolia era una sensación de fatalidad. Por supuesto que sí.
Era increíble cómo aquella ciudad no cejaba. Parecía haber decidido que todos merecían la pena, que todos eran dignos (no es que el humano estuviera dispuesto a confiarse, sabiendo cómo se las gastaba aquel lugar) y que felicidades, os habéis ganado el derecho a ver la Luna Roja. A cambio, por si acaso, os voy a recordar que siempre, siempre, doy una de cal y otra de arena. Solo por si olvidáis que la vida no es felicidad eterna.
—No sé cómo no lo descubrimos antes —musitó Nakria, matando una avispa que se había posado en su brazo. La teoría del humano iba pegando fuerza.
Estaban preparando un ungüento con algunas de las hierbas más amargas que tenían. No tenían vinagre, así que esperaban que aquella mezcolanza ayudara a la ochroria a dejar de atraer bichos.
—¿Creéis que… sentiremos lo mismo cuando salga la Luna Roja?
La pregunta de Bria les puso en guardia. Todos habían sospechado, y nadie había querido confirmar, que aquel aura era el mismo que habían sentido cuando se acercaron (no mucho) a las inmediaciones de Rocavaragálago. No es que quisieran confirmar semejante idea.
—Según los libros se supone que el cambio es gozoso… ¿Quizás por eso lo sintamos así?
José pensó en ello. ¿Era posible que aquello fuera de alguna forma su naturaleza original temiendo ceder ante el ser en el que se iban a transformar? No terminaba de ver la lógica del asunto, pero si se supone que Rocavaragálago era un trozo de Luna Roja debería provocarles el gozo que, según los textos, provocaba la luna a los transformados. Vale, quizás sí tuviera cierta lógica.
—Pues por mi parte la parte de mí que chilla con esta cosa se puede ir a hacer gárgaras —masculló Nakria. José, aplastando hierbas con una violencia para nada satisfactoria, no podía estar más de acuerdo. Ya iba siendo hora de que aquel resquicio de niñez que solo le había traído confusión y malestar desapareciera de una vez por todas.
Cinco días. Solo cinco días más.
---
Se despertó arrebujado en una manta, aterido. El clima de Rocavarancolia seguía con sus locuras, y él solo esperaba que…
Ahora que lo pensaba, nunca habían hablado de cómo iban a hacer el tema del cambio de nombre.
—Eh… ¿estáis despiertos?
—Claro que sí, ¿quién podría dormir con semejante temperatura? —Nakria parecía inusualmente feliz en aquel clima deprimente. Por otra parte el mejunje antibichos experimental había funcionado más o menos bien.
—Es que… me estaba preguntando… Lo del cambio de nombre, ¿seguimos hasta el final o… ? O sea, como pone en el libro o con nuestra propia versión.
Era ridículo. Nunca había tenido problemas con esa clase de cosas: de hecho sospechaba que fue el primer chico de su clase en perder la virginidad. Había pasado los meses más complicados de su vida junto a aquellas personas, ¡la mitad del último mes la había pasado en gayumbos sin problema alguno! ¿Y ahora no podía decir delante de ellos la palabra “desnudez”?
Al parecer había sido tan críptico que sus compañeros tardaron un par de segundos en darse cuenta de qué estaba diciendo.
—José, joder —el carabés empezó a reír, hasta el punto de no poder ni hablar, lo cual hizo poco por la vergüenza del chico. La ochroria también parecía bastante divertida.
—Chico, si querías un trío podías pedirlo directamente.
Esta vez los tres estallaron en risas. El humano sintió que el aliento le faltaba y que el nerviosismo y la preocupación de los últimos días se desvanecían en la nada. Allí estaban, a las puertas de convertirse en seres imposibles de definir, con el poder de provocar más destrucción que cualquier bomba atómica, habiendo visto morir a gente e incluso ejecutado a una persona. Y se estaban riendo por un chiste sexual.
La vida era muy pero que muy particular.
Se fueron calmando, y al instante recordaron que había otra persona en la habitación (una chica, además, del “público infantil”). Todos giraron sus miradas a la vez para mirarla, y tan pronto como lo notó se arrodilló en su colchón y levantó sus manos.
—Ah, no, a mí no me miréis. Yo seré una loba poderosa y preciosa que vivirá con su manada y podrá olvidar todas vuestras locuras.
Una nueva oleada de risas sacudió al grupo. José no podía creerlo. Era tan liberador, aunque solo fuera por unos minutos, simplemente reír. Era tan… magnífico.
—Bueno, entonces qué. ¿Nos quedamos en pelotas ante la catedral o no?
—Bueno, lo suyo de los ritos de paso es seguirlos hasta el final, ¿no?
Por supuesto que no era una sorpresa que Nakria era la que menos problema tenía con desnudarse en medio de Rocavarancolia. José envidiaba absolutamente el nervio de aquella chica por ignorar olímpicamente las conveniencias sociales.
—Veeenga, vale. Despelotémonos —miró hacia Kyo. Tenía una obvia sonrisa traviesa—, pero luego no quiero arrepentimientos, ¿eh, José? Si de repente te da un acceso de vergüenza ante esa catedral te juro que yo mismo te tiro de cabeza a la lava.
—Muy bien. De acuerdo.
---
Aquellos dos últimos días pasaron con una lentitud desesperante. El chico observó el atardecer desde un sillón, firmemente tapado. Aquel era el último. No sabía a qué hora saldría la Luna Roja al día siguiente, pero aquel día en concreto era el último que terminaban siendo humano, carabés, ochroria y nublina.
La noción era asfixiante, increíble. Los nervios hormigueaban por todo su cuerpo. Era como tener una legión de insectos recorriendo las arterias y las venas, su corazón y sus pulmones.
Llegaban al final. Llegaban al final.
Ni siquiera podía leer.
—¿Has decidido tu nombre?
Kyo observaba el libro de los reyes con cierto interés. Frente a ellos, enterrada bajo una montaña entera de mantas, edredones y dios sabía qué cosas más, estaba Bria. Nakria se estaba dando un baño, sulfurada porque el potingue antibichos había dejado de hacer efecto.
—Tengo varias posibilidades —musitó. Había decidido uno por cada una de las cinco transformaciones más probables—. ¿Y tú?
—Tengo varias posibilidades.
El humano acabó por cederle el libro, pero el carabés simplemente lo dejó a un lado.
—Puedo concentrarme tan poco como tú.
—Deberíais intentar dejar la mente en blanco —la nublina les miraba con unos ojos firmes, sabios más allá de su edad—. Ya prácticamente ha terminado todo. Tenemos suficiente comida y agua para mañana —un terremoto le interrumpió. Bria puso cara de irritación y pronto continuó—. Como iba diciendo. Tenemos suficiente comida y agua para mañana. Ya está. Cambiaremos, yo me iré con la manada y vosotros cambiaréis vuestros nombres y os preocuparéis de qué hacéis ahora. Después de lo que ha costado hacerse a la idea… ¿De verdad queréis pasar las últimas horas preocupándoos otra vez?
Bueno, si había algo que admirar de Bria era su entereza a la hora de afrontar su destino. Eso era algo que había que reconocer. Y, aun así, esa espina en particular todavía se le quedaba clavada.
---
Apenas durmió esa noche.
Se despertó cansado. El gran día. El fin del camino. A partir de hoy serían guerreros y hechiceros, héroes y villanos, dioses y demonios. Era sofocante.
José se alegraba de haber sabido de aquello con el tiempo suficiente para hacerse a la idea. Aquel no era un día que quisiera pasar aterrorizado.
Claramente no era el único sumido en aquellos pensamientos. Kyo y Bria también estaban en su mundo. Nakria, cuyos insectos parecían haberle otorgado un descanso, los miraba con concentración.
—Tenemos comida para casi dos días. Sea lo que sea que pase hoy no vamos a necesitar más, así que… ¿Por qué no hacemos una comida de celebración?
Los tres se miraron, dudosos. Bueno, podría estar bien, ¿no?
—¿Qué celebramos? ¿El fin de nuestra anterior vida o el comienzo de la próxima?
—Ambos, por supuesto —les sonrió—. Hoy es el día de la muerte tanto como de la vida, el funeral tanto como el nacimiento. Celebramos ambas, porque todo lo vivo muere, y de todo lo muerto nace algo vivo, y ninguna podría existir sin la otra.
—Deberíamos vestirnos con nuestras ropas originales, entonces —decidió. ¿Por qué no? Despedirían su antiguo ser, cambiarían a la luz de la Luna Roja y después irían a Rocavaragálago y darían nacimiento a la persona que debían y querían ser.
Se pusieron a ello. A José la textura de sus viejos vaqueros y la camisa ya se le antojaban extraña: llevaba mucho tiempo usando en exclusiva las simples túnicas, jubones y demás que había en aquella casa. Tampoco le fue del todo normal volver a los botines después de todo ese tiempo.
La preparación de la comida fue un bálsamo de paz y silencio. No tenían lo suficiente para hacer un banquete (y no era recomendable hacerlo de todas formas, no con todo el tiempo que llevaban con raciones magras), pero fue fácil y tranquilizador, de alguna forma, intentar que la comida no solo quedara cocinada sino también bonita.
Particularmente gracioso era ver cómo Bria bromeaba en el intento de estetizar los filetes crudos que se iba a comer.
—¿Alguien sabe a qué hora sale esa dichosa luna? —preguntó Kyo cuando se sentaron a la mesa. De todos ellos era el más nervioso. O, al menos, al que más se le notaba.
José sentía que la expectación iba a provocarle un infarto en cualquier momento.
—Ni idea, pero cálmate ya, que estoy suficientemente nerviosa sin que me lo contagies más —dijo Nakria tan pronto como tragó. Kyo sonrió, y José continuó con su comida, intentando abstraerse de lo que era ese momento.
—Es… Es estúpido, pero en realidad no son nervios. Tengo muchas ganas de entrenar.
El humano casi escupió todo el té que estaba bebiendo justo en ese momento.
—¿Entrenar? ¿Ahora? Hijo mío, estás obsesionado.
—Sí, bueno —su carcajada era tan sincera como nerviosa—, bueno, yo… bueno, vale, no es entrenar lo que realmente quiero. Me encantaría liarme a hostias con la manada de lagartijas perrunas que vimos a dos calles.
—¡No! ¿En serio? Joder, Kyo —Nakria empezó a reír—. ¡Está claro que planeas pasar esto a lo grande!
—¡Sí! ¡Eso es lo que quiero! —conforme se alargaba la escena más se diluía el ambiente enrarecido. José se sintió por un segundo como el niño que llegó tantas noches atrás, que tenía tantas ganas de vivir una aventura y convertirse en un Xmen—. Salir ahí fuera y liarme a porrazos con todos esos animales y gritar “¡Estoy vivo! ¡He sobrevivido, Rocavarancolia! ¡Lo he logrado, Enael! ¡¿Quién es el indigno ahora, eh?!”
Los cuatro rieron, en el pasado ya aquel momento horrible de su criba. José apenas podía creer que solo hubieran pasado dos meses. Parecía toda una vida.
Siguieron comiendo y bromeando hasta que llegó el momento de hacer el brindis (porque si iban a tener una celebración iba a ser tan a lo grande como Rocavarancolia les permitiera). No tenían alcohol, solo el extraño té de las cestas. Y no había copas de cristal, solo unas jarras de madera que los dioses sabían cuánto tiempo tenían. Y todo eso era más que suficiente.
—Por haberlo conseguido.
—Porque somos más fuertes de lo que jamás creímos.
—Porque vamos a conseguir ver el mundo como siempre debimos haberlo visto.
—Por nosotros. Porque merecemos todo lo bueno que nos pase.
Y todos lo decían en serio.
- Zarket
Ficha de cosechado
Nombre: Rádar
Especie: Carabés
Habilidades: Resistencia, velocidad natatoria, nociones de luchaPersonajes :
- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran/Branniel): Trasgo de Ewa sexto sacerdote de la Secta, sádico, aficionado a matanzas y luchador en los bajos fondos. No tocarle los cojoncios, que muerde.
●Lanor Gris: demiurgo procedente de Carabás. Tímido, llorica y buena gente.
●Rádar (o Rad): astrario carabés tsundere hacia la magia, mandón, brusco y estricto. Fashion victim. Reloj andante.
●Galiard syl: mago rabiosamente rocavarancolés, despiadado antihéroe brutalmente pragmático y compasivo antivillano bienintencionado.
Armas :- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran): magia, garras, dientes y una espada de longitud media a larga. O lo que haga falta.
●Lanor Gris: magia y sus criaturas.
●Rádar (o Rad): espada de longitud media. Sus habilidades de desviación de hechizos.
●Galiard Syl: magia y, si hace falta, una espada de longitud corta a media.
Status : Jinete del apocalipsis (¡ahora con extra de torpeza social!)
Humor : En muerte cerebral.
Re: La criba del mago
31/08/20, 03:52 pm
Aquellas últimas horas se pasaron en una contradicción. El aire estaba en completa calma; y el aire, de la tensión podía cortarse con un cuchillo. En el pecho de José brillaba aquella comida como un talismán de paz, y a la vez sentía como si infinitos bichos corrieran dentro de su ser.
Rocavarancolia aguardaba.
—Veo que no soy la única en subir aquí.
El humano miró a la nublina. Había escogido pasar aquellas horas en lo alto del edificio, la poca azotea que tenía la maltrecha tercera planta. Era el único lugar desde el que podía ver todos los horizontes a la vez. No sabía por dónde saldría la Luna Roja, y no quería perderse ni un instante de ello.
Veía que no era el único en pensar así.
—¿Dónde están los otros dos?
—Kyo está entrenando —por supuesto. A estas alturas José se sorprendería si no era un guerrero—. Nakria está enfadada con sus bichos, han vuelto.
Sonrió. Al sol no le quedaba mucho para ponerse. En el cielo las nubes empezaban a aumentar y oscurecerse.
El mundo, durante un segundo, tembló. Rocavarancolia entera contenía el aliento.
—¿Estás nervioso?
—Mucho. ¿Y tú?
—Mucho.
El silencio se extendió entre ellos. No era incómodo, sino todo lo contrario. Era la quietud presente entre quienes no necesitan hablar para comunicarse, porque saben a la perfección todo lo que está pensando la otra persona en ese preciso instante.
Ambos contuvieron el aliento cuando un resplandor rojizo empezó a vislumbrarse en la lejanía. El sol se ponía, pero su luz no era sustituida por la oscuridad, sino por otra luz muy diferente. Una luz roja. Una luz del color de la sangre.
El color de la muerte. El color de la vida.
La Luna Roja surgió con rapidez, con fuerza. Era como si quisiera imponerse, como si rugiera con ganas de recordar al mundo que existía, y que estaba allí.
Y por todos los dioses, José nunca había visto nada tan hermoso.
No era una belleza etérea, ni delicada. No. Aquella luna era tan espléndida como un huracán, tan radiante como un volcán en erupción. Resplandecía con la fuerza de un terremoto. No había palabras para definir su poder, su color, sus montañas o sus cañones. Todo aquello era una conjunción majestuosa, una oda a la magia y al vigor, al deseo y a la pasión. Su belleza no era la de un canon civilizado, sino la del tornado y el granizo, la del trueno y el relámpago. La absoluta y sobrecogedora majestuosidad que solo las más altas cotas de destrucción pueden provocar.
Ahora entendía por qué aquella ciudad exigía demostrar tus capacidades de una forma tan brutal. No cualquier persona merecía presenciar un espectáculo tan recio y soberbio. Quizás la criba no fuera del todo justa, quizás algunos de sus amigos caídos (Étrame desde luego, Aryanne también, quizás Medorya y Gruza) sí habían merecido llegar a este momento, contemplar semejante visión. Pero no todos ellos. Podía lamentar sus muertes, pero comprendía que no merecieran estar en este lugar, en este momento.
El primer terremoto y el primer relámpago estallaron a la vez. José se tuvo que agarrar al suelo (¡menos mal que ya estaba sentado!) del imposible temblor que recorrió Rocavarancolia. Su vista no tuvo más que remedio que bajar, a pesar de que no quería, no deseaba. Quería contemplar aquel imposible astro hasta que el mismo Tiempo llegara a su fin.
Sus ojos se posaron en Rocavaragálago. Parecía encendido, exhalando un aguacero de luz. El humano contempló en directo cómo una lluvia de puntos luminosos se extendía por toda la ciudad.
El agua le empapaba, los relámpagos se sucedían sin solución de continuidad, el mundo no dejaba de temblar. A José todo le daba igual. Lo único que quería era gritar y aullar, reír y correr, volar y, por encima de todo, hacer magia.
Un gritó le interrumpió justo cuando iba a comenzar a chillar de puro gozo. Alarmado, el humano miró a un lado. Bria estaba encorvada, gimiendo. En sus brazos, poco a poco, empezaba a surgir pelo.
—¡¿Bria?! ¡¿Bria?!
La nublina le miró, con los ojos llorosos. Allí vio una sombra de… algo. Había tanta consternación como delirio en esa cara.
—¡José! Puedes… ¿Puedes ayudarme a bajar?
Al humano le costó toda su fuerza no negarse a hacerlo. No quería bajar. No quería que nada cubriera la Luna Roja a su vista. De hecho lo único que quería era levitar hasta el cielo, superar la tormenta, llegar a aquel astro tan fastuoso.
Pero… No podía negarse a ayudar a Bria.
Fueron con cuidado. La nublina andaba un poco encorvada, y los frecuentes y fuertes terremotos más de una vez estuvieron a punto de tirarles por las escaleras. En algún punto incluso empezaron a oír a Nakria: al principio José creyó que estaba gritando, pero no. Aquel sonido era una risa, una risa maniática y desbocada. Y el humano no podía culparla: lo único que quería hacer era unirse a ella.
—Joder…
Los rictus de dolor de la nublina eran cada vez más frecuentes. Su cuerpo parecía deforme y contrahecho: no podía andar a dos patas, pero tampoco a cuatro. En ese momento era, claramente, algo a medias. Una transición entre lo que había sido y lo que estaba destinada a ser.
Pero al joven le rompía verla tan dolorida.
—Bria, por dios, paremos hasta que pase un poco…
—No, no. Tengo que irme ya o será demasiado tarde.
El joven se alarmó. ¿Cómo que irse? ¿Así? ¡En semejante estado era incapaz de cuidar de sí misma!
La niña debió ver su negativa en su cara, porque le agarró de la camisa y le gruñó. Aquel sonido envió escalofríos por su columna vertebral. Aquello no era algo que pudiera salir de una garganta humana.
—Escúchame, tengo que irme ya. Si me quedo mucho rato os mataré. Lo sé. No sé cómo, pero lo sé. Ayúdame, por favor —la nublina/loba parecía al borde de las lágrimas. Su estómago se encogió al comprobar que un entramado de venas estaba cubriendo sus ojos.
Asintió con brusquedad.
Los últimos escalones fueron lo más difíciles. Bria al instante se puso a cuatro patas: una postura que todavía no le encajaba, pero que le iba mejor que el bipedismo.
—Bria… si quieres… solo tienes que decírmelo.
Si quieres deshacer esto. Si quieres que remueva cielo y tierra hasta lograr encadenar lo que realmente eres.
—Ni se te ocurra —le miró con aquellos ojos tan inhumanos. La joven, ya más loba que nublina, inspiró y habló con una voz ronca exhalada por una garganta que no mantendría mucho más la capacidad del habla—. No puedes imaginar la intensidad… los olores, los colores, incluso el tacto… Es como si lo de antes fuera falso, José. Pagaré cualquier precio por sentir sintiendo así —entonces volvió a mirarle. Sonrió, y por un momento pareció la antigua Bria—. ¿Sabes ya qué eres?
—Sí —por supuesto que lo sabía. Hacía semanas que sospechaba qué era, y esta noche lo había confirmado. Solo una transformación sentía una comunión con la magia como la que él percibía en ese momento—. Soy un mago.
—Un mago. Te pega. Bueno.
—Bueno…
—Me tengo que ir. Me están llamado.
Se fijó entonces en aquello. Sí. Los aullidos de los lobos no dejaban de rebotar por toda Rocavarancolia, llamando a su integrante más nueva.
El mago la contempló irse bajo aquel aguacero, ajeno al rastillar de la lluvia contra su piel y su ropa. Su corazón estaba acelerado, en sus oídos sonaba un tambor frenético. La miríada de hormigas imaginarias que había sentido bajo su piel los últimos días se había convertido en un torrente brutal de la fuerza del Amazonas. Un río incesante que su corazón palpitaba, recorría todo su cuerpo y anegaba cada fibra de su ser. Solo que no eran bichos, y tampoco sangre.
Era poder.
Lanzó su cabeza hacia atrás y soltó un aullido, un grito brutal que resonó en la tormenta. Su cuerpo se aceleraba cada vez más. La Luna Roja desenterraba la inmensa cantidad de magia que lo más hondo de su ser había producido a lo largo de toda su vida, de forma tan oculta que solo ahora era capaz de acceder a esa colosal reserva de energía. Un terremoto lo derribó, y él se volvió a levantar. Puso un pie delante de él, luego otro, y empezó a internarse en la tormenta. Sus sonrisa era tan extensa que temía que su cara se partiera en dos.
—¿José?
El humano se volvió hacia la voz. Parecía que Kyo, al final, había salido a buscar pelea. Su hacha estaba ensangrentada, delante de él se encontraba el cadáver de un animal idéntico al que mató a Étrame. El carabés, por su parte, tenía una expresión de júbilo y gozo idéntica a la del humano.
—¿No es la cosa más hermosa que has visto nunca?
Miraba hacia la Luna Roja, embelesado por el astro. Sí, sí que lo era. Nada ni nadie podía negar eso.
—Sin dud-¡CUIDADO!
Kyo se movió a una velocidad endiablada. Levantó su arma y el ser en parte zorro y en parte águila que había intentado agarrarlo derramó todas sus tripas en el pavimento. Pero lo más asombroso, quizás, fue que a la vez que eso sucedía el carabés soltaba una carcajada jubilosa.
—Creo que me he vuelto loco del todo, José. ¡Y me encanta! ¡No me he sentido tan bien en toda mi puta vida!
Ambos soltaron entonces una risa, en parte felicidad y en parte delirio. Cómo lo entendía. Cómo lo entendía.
—¡Me pasa lo mismo!
Un nuevo temblor casi los hizo caer. En ese momento se escuchó el derrumbe de un edificio: demasiado lejos para que fuera su casa, por lo que no les importó.
—¿Dónde está Nakria?
Había que hablar alto para hacerse oír: el ruido de la lluvia, los relámpagos y el viento era tan fuerte que ahogaba cualquier sonido que no fuera prácticamente un grito.
—¡Ni idea! Lo último que supe de ella es que la escuché riendo como una loca en alguna habitación.
Ambos se rieron, ebrios de poder: de magia el uno, de fuerza el otro. De energía ambos.
—Bueno, pues-¡Joder!
El mago se dio la vuelta y miró hacia la misma dirección que Kyo. Y no pudo sino abrir la boca de la sorpresa.
Había una ballena volando encima de la ciudad, flotando, ascendiendo y descendiendo en movimientos acompasados. Y lo más extraño era que no desentonaba en absoluto. Su gigantesco peso y su hercúleo cuerpo era soportado por el aire sin ningún problema. Se movía con tal gracia que parecía que aquel, y no el fondo del océano, fuera su hábitat natural.
—¡Me encanta este sitio! ¡De verdad, lo amo!
José sonrió y asintió, llevado por la irrealidad del momento. Lo curioso es que aquella noche imposible parecía ser más creíble, más tangible, que todo lo que había vivido hasta entonces. A diferencia de Bria él no había recibido cambios en el olfato, o en la vista, pero de alguna manera el mundo tenía ahora una vibración nueva, perceptible, que le había sido vedada antes. Como si siempre hubiera observado su vida a través de un cristal empañado que ahora desapareciera.
José recordaba vagamente el mito de la caverna, y no se le ocurría mejor metáfora para describir este momento. Hasta este instante había visto simplemente las siluetas del fuego. Ahora había salido de lleno al mundo real.
Se echó un hechizo de levitación y empezó a ascender.
—¡Eh! ¡A dónde vas! ¿No íbamos a ir a Rocavaragálago?
El mundo volvió a temblar, esta vez con tal brutalidad que el guerrero cayó al suelo.
—¡Kyo, con tanto terremoto caeríamos nosotros mismos al foso de lava! —¿cuánto durarían? Tenía ganas de renunciar a ese nombre insulso tan inadecuado para definir a un maldito mago—. ¡No te preocupes, volveré antes del amanecer, disfruta la noche! ¡Ah, y procura que no te maten!
Con una última sonrisa deslumbrante el mago volvió a ascender en la noche.
Era increíble. El suministro de magia parecía no tener fin. En los meses anteriores el consumo de una levitación personal había sido muy variable: todas sus reservas al principio, alrededor de un tercio a un cuarto después, solo la quinta parte estas últimas semanas. ¿Ahora, sin embargo? Lo que gastaba en levitar parecía solo una gota minúscula en un océano que cubriera el mundo entero.
Volvió a reír. Era imposible no hacerlo, no con las majestuosas sensaciones que recorrían su cuerpo cada segundo. Era diez veces más intenso que el mejor de los orgasmos, y lo mejor es que no duraba unos segundos: no, aquel placer indescriptible, aquel brutal torrente de energía electrizante, no acababa. Al contrario, solo iba a más, y a más, y a más.
A lo lejos aquella ballena flotante viró hacia el mar. Por un momento tuvo la tentación de seguirla, pero había visto rocavarancoleses subida a su lomo y no tenía ganas de compartir este momento con nadie. Un rayo golpeó a unos doscientos metros de dónde estaba, y el mago apenas se inmutó.
Cerró los ojos y alzó la cabeza, disfrutando de la corriente de agua que le empapaba. El mundo era increíble, el mundo era un espectáculo de una calidad que nadie de la Tierra jamás podría siquiera soñar con alcanzar. Aquella noche era como asistir en vivo y en directo al big bang, a la formación de las estrellas, a la aparición de la vida.
José volvió a aullar.
Una especie de lagarto alado lo vio y empezó a ir hacia él. Con una sonrisa gigante trenzó el hechizo de constricción y apretó el cuello, echando un feroz caudal de magia en ello. La criatura dio un estertor en el aire a escasos metros de su presunta fuerza y la vida le abandonó. Murió mucho más rápido que Enael.
Con una risa volvió a ascender, moviéndose como si aquello fuera un gigantesco baile con la tormenta. Abajo la ciudad volvió a temblar, un poco menos que en las veces anteriores. La escena era formidable y colosal. La Luna Roja seguía clavada en las alturas, exigiendo la pleitesía que se le debía de forma indudable. Y Rocavarancolia se la daba, como no podía ser de otro modo.
José miró hacia las montañas. Tenía la sensación de poder arrancarlas de cuajo, de poder presionarlas hasta que no fueran más que un puñado de arenisca. Era absurdo: por gigantesco que fuera su caudal de magia aquello no podía ser posible. Y, sin embargo, aquella absoluta convicción no era menos real.
Miró hacia abajo y la posibilidad del momento le habló al oído con seductores susurros. No dudó ni un instante. Canceló la levitación.
La gravedad le arrastró, colocándole un gancho de gozo y éxtasis en medio del estómago. Ahora entendía por qué toda su vida había buscado esta clase de sensaciones. Era él, su verdadero él, ansiando acercarse a aquella noche, a aquella metamorfosis para la cual había nacido.
El nuevo conjuro de levitación funcionó a escasas decenas de metros sobre el suelo. Su cuerpo se congeló de un súbito tirón, y hasta la última de sus terminaciones nerviosas profirió un alarido de dolor y deleite.
Con un resoplido, el mago descendió poco a poco hacia el techo de uno de los edificios cercanos. No reconocía en qué parte de Rocavarancolia estaba, y poco le importaba. Toda la cara le dolía de reír, y aun así la necesidad de seguir haciéndolo era abrumadora. No era solo que se sintiera con la energía de un dios. Simplemente la alegría de aquel hecho no tenía fin, porque no podía tenerlo. Había sobrevivido, y la recompensa superaba las más salvajes fantasías que hubiera podido imaginar.
A un lado del edificio había una calleja anegada, convertida en un río furioso por obra y gracia de aquella tormenta. Al otro lado, sin embargo, había una calle ancha, casi una avenida, de la que no paraban de venir gritos y gemidos de éxtasis. Con cuidado José se acercó a aquella parte y contempló una escena tan extraña como esperable.
Había casi dos docenas de rocavarancoleses gozando unos de otros. Cuernos, alas, garras y colas se mezclaban en una desenfrenada orgía en la que se experimentaba una pasión desbocada, en la que el tormento y el éxtasis se mezclaban con sublime perfección. Rugían y chillaban, todos en una competición de a ver quién gozaba más, disfrutaba más, sentía más.
El adolescente tuvo que taparse la boca con las manos para reprimir una carcajada, no queriendo averiguar qué le harían si le descubrían cuchicheando.
Luego se alejó y se tumbó en aquel techo desconocido, contemplando la hermosura brutal de la Luna Roja. Era… era indefinible. Aquel astro y lo que provocaba. Era imposible. Y era real, infinitamente más real que todo lo que había tenido que aguantar en su vida humana y en la criba.
Los ojos se le anegaron de lágrimas. No podía creer que hubiera tanta perfección en el mundo como la que había experimentado y visto aquella noche. Así era como debería ser la vida, sin complicaciones ni tribulaciones. Solo disfrute y energía. Disfrute y energía sin fin.
La tormenta no amainó, pero sí lo hicieron los terremotos. Fiel a su palabra se acercó a la casa donde habían vivido hacia el amanecer, a la vez que un pregón resonaba por toda la ciudad para que lo escucharan los cosechados. No había esperado esto, pero tenía sentido. La criba había terminado, la prueba había concluido, y era la hora de que quienes la hubieran pasado recibieran la recompensa.
Kyo y Nakria estaban allí, ambos, como él, con las ropas con las que habían llegado a la ciudad completamente empapadas. Aunque lo más impresionante eran los dos enjambres de insectos (uno de avispas, otro de abejas) que había tras la bruja. El guerrero (transformación obvia a estas alturas), además, cargaba con un saco lleno, al parecer, de ropa.
Todos se sonrieron entre sí, pletóricos, perfectos, completos.
—¿Qué es ese saco?
—Ropa —hizo un ademán de abrirlo, pero al final pareció pensarlo mejor mejor—, y calzado. Lo que más hemos usado cada uno de nosotros estas últimas semanas.
El mago asintió y entró en el edificio, indicando que esperaran un momento. No tardó mucho en rebuscar y encontrar lo que quería: su cartera, sus llaves y su móvil, estropeado desde que llegó a aquella ciudad. No sintió nostalgia alguna al guardar aquellas cosas en sus bolsillos. En su vida en la Tierra solo había existido el hastío, la pálida imitación de poder que podían dar las sensaciones extremas y el cariño de unas personas maravillosas pero a las que ya no podía unirle nada.
Cuando se giró y contempló aquella habitación, sin embargo, sí sintió un acceso de melancolía. Recordó aquellos meses pasados en aquel lugar, todo lo que había aprendido y vivido allí, lo lejos que había llegado… Todavía no podía creer que fuera un mago, un hechicero. Alguien con la capacidad de burlar todas las leyes de la física, de destruir ciudades y crear imposibilidades simplemente pronunciando unas palabras y haciendo unos gestos.
No, sí que lo podía creer. Lo que no podía creer era que hubiera aguantando casi diecisiete años y medio sin poder hacer ninguna de esas cosas, sin poseer las capacidades a las que estaba destinado.
Ninguno de los tres habló en el camino a Rocavaragálago. No era necesario.
El sol que se alzaba en el cielo era pálido y sin fuerzas, una hormiga al lado del dragón que era la Luna Roja.
—Bueno…
El susurro de Nakria cuando llegaron era reverente, pues no podía ser de otra manera. Rocavaragálago ya no era un agujero negro de toda felicidad, ya no era una visión ominosa, sino todo lo contrario. Aquella arquitectura de líneas rígidas, ganchos y picos era un trozo de la Luna Roja, un fragmento de aquel astro con esencia de divinidad. Y eso, quizás, era lo que acentuaba su imponencia, su grandiosidad. Y sí, su terror, porque todo lo que vive el tiempo suficiente lo hace porque posee una cara despiadada y decidida.
—Aquí estamos… ¿A la de tres?
Todos asintieron, enmudecidos por lo especial de aquel lugar.
—Uno…
—Dos…
—Tres.
—Renuncio a mi nombre. Reniego del pasado que nunca debí tener —se desabrocharon camisas y se quitaron escapularios—. Abjuro de la debilidad que no estaba destinado a sufrir —la vergüenza pasó pronto, sustituida por una corriente de liberación, como si en una habitación cerrada de repente empezara a correr el aire—. Repudio la forma con la que jamás debí nacer. Ante la sagrada hechicería de Rocavaragálago, bajo la Luna Roja a cuya luz debo el desencadenamiento de mi auténtico ser, prometo pertenecer, en cuerpo y alma, a Rocavarancolia.
Ahora entendía por qué los antiguos rocavarancoleses habían codificado aquella tradición hasta el punto de que muchos de los posibles juramentos de cambio de nombre quedaran codificados para que los cosechados pudieran elegir cuál usar y tuvieran una guía. Aquel momento era la misma encarnación del concepto de ritual de paso y, a la vez, algo infinitamente mayor. Era cortar los grilletes de las expectativas que uno había puesto sobre sí mismo, merced a la constreñida sociedad en la que había nacido. Era negarse a que las dudas y la indecisión marcaran su camino. Era aceptar, por completo y sin reservas, aquello para lo que realmente nacido, el ser que la Luna Roja había revelado.
—Que muera-
—Kyo
—Nakria
—José
—que nunca debió pisar este mundo ni ningún otro. Que nazca-
—Estigro
—Dama Reina
—Galiard Syl
—quien siempre estuvo destinado a la grandeza que solo esta ciudad puede otorgar.
Las ropas y posesiones cayeron. La lava consumió su camisa y sus vaqueros, sus botines y su móvil, la cartera y las llaves de una casa a la que no volvería, porque ni podía ni quería. Lo último que él tiró fue aquel DNI inscrito con un lenguaje que hacía meses que no comprendía. El documento de identidad de la persona que jamás quiso ser, que se había ido y que no volvería.
Se sonrieron, sin vergüenza y sin pudor, sintiéndose grandes y únicos. Perfectos. Completos. Libres.
Por fin había terminado todo. Y ninguno lamentaba lo que había dejado atrás.
Galiard observó la torre de hechicería, Serpentaria. Allí era donde podría iniciar su nueva vida. Allí era donde empezaría el camino para ser lo que siempre debió ser.
Estigro había ido a la sede de los taumaturgos, por supuesto. Dama Reina había dicho que quería explorar más de Rocavarancolia, que se buscaría la vida como fuera necesario. Y que no se preocuparan, ya había escuchado de algún lugar donde podía comenzar con ello.
Con una inspiración profunda, el mago dio un paso hacia delante. Luego otro. Y siguió encaminándose hacia esa vida que, esperaba, le diera lo que siempre había deseado. No se negó a mirar atrás, porque no necesitaba mirar atrás. Todo lo que deseaba e importaba era el futuro radiante que le esperaba en Rocavarancolia.
Nota de autor: yyyyyy fin. Lamento genuinamente semejante tocho, si has llegado hasta aquí me ofrezco a corregirte lo que quieras porque claramente te mereces un resarcimiento xD (juro en serio que yo solo quería hacer un relatillo sobre esto. No sé cómo se me alargó hasta este nivel).
Rocavarancolia aguardaba.
—Veo que no soy la única en subir aquí.
El humano miró a la nublina. Había escogido pasar aquellas horas en lo alto del edificio, la poca azotea que tenía la maltrecha tercera planta. Era el único lugar desde el que podía ver todos los horizontes a la vez. No sabía por dónde saldría la Luna Roja, y no quería perderse ni un instante de ello.
Veía que no era el único en pensar así.
—¿Dónde están los otros dos?
—Kyo está entrenando —por supuesto. A estas alturas José se sorprendería si no era un guerrero—. Nakria está enfadada con sus bichos, han vuelto.
Sonrió. Al sol no le quedaba mucho para ponerse. En el cielo las nubes empezaban a aumentar y oscurecerse.
El mundo, durante un segundo, tembló. Rocavarancolia entera contenía el aliento.
—¿Estás nervioso?
—Mucho. ¿Y tú?
—Mucho.
El silencio se extendió entre ellos. No era incómodo, sino todo lo contrario. Era la quietud presente entre quienes no necesitan hablar para comunicarse, porque saben a la perfección todo lo que está pensando la otra persona en ese preciso instante.
Ambos contuvieron el aliento cuando un resplandor rojizo empezó a vislumbrarse en la lejanía. El sol se ponía, pero su luz no era sustituida por la oscuridad, sino por otra luz muy diferente. Una luz roja. Una luz del color de la sangre.
El color de la muerte. El color de la vida.
La Luna Roja surgió con rapidez, con fuerza. Era como si quisiera imponerse, como si rugiera con ganas de recordar al mundo que existía, y que estaba allí.
Y por todos los dioses, José nunca había visto nada tan hermoso.
No era una belleza etérea, ni delicada. No. Aquella luna era tan espléndida como un huracán, tan radiante como un volcán en erupción. Resplandecía con la fuerza de un terremoto. No había palabras para definir su poder, su color, sus montañas o sus cañones. Todo aquello era una conjunción majestuosa, una oda a la magia y al vigor, al deseo y a la pasión. Su belleza no era la de un canon civilizado, sino la del tornado y el granizo, la del trueno y el relámpago. La absoluta y sobrecogedora majestuosidad que solo las más altas cotas de destrucción pueden provocar.
Ahora entendía por qué aquella ciudad exigía demostrar tus capacidades de una forma tan brutal. No cualquier persona merecía presenciar un espectáculo tan recio y soberbio. Quizás la criba no fuera del todo justa, quizás algunos de sus amigos caídos (Étrame desde luego, Aryanne también, quizás Medorya y Gruza) sí habían merecido llegar a este momento, contemplar semejante visión. Pero no todos ellos. Podía lamentar sus muertes, pero comprendía que no merecieran estar en este lugar, en este momento.
El primer terremoto y el primer relámpago estallaron a la vez. José se tuvo que agarrar al suelo (¡menos mal que ya estaba sentado!) del imposible temblor que recorrió Rocavarancolia. Su vista no tuvo más que remedio que bajar, a pesar de que no quería, no deseaba. Quería contemplar aquel imposible astro hasta que el mismo Tiempo llegara a su fin.
Sus ojos se posaron en Rocavaragálago. Parecía encendido, exhalando un aguacero de luz. El humano contempló en directo cómo una lluvia de puntos luminosos se extendía por toda la ciudad.
El agua le empapaba, los relámpagos se sucedían sin solución de continuidad, el mundo no dejaba de temblar. A José todo le daba igual. Lo único que quería era gritar y aullar, reír y correr, volar y, por encima de todo, hacer magia.
Un gritó le interrumpió justo cuando iba a comenzar a chillar de puro gozo. Alarmado, el humano miró a un lado. Bria estaba encorvada, gimiendo. En sus brazos, poco a poco, empezaba a surgir pelo.
—¡¿Bria?! ¡¿Bria?!
La nublina le miró, con los ojos llorosos. Allí vio una sombra de… algo. Había tanta consternación como delirio en esa cara.
—¡José! Puedes… ¿Puedes ayudarme a bajar?
Al humano le costó toda su fuerza no negarse a hacerlo. No quería bajar. No quería que nada cubriera la Luna Roja a su vista. De hecho lo único que quería era levitar hasta el cielo, superar la tormenta, llegar a aquel astro tan fastuoso.
Pero… No podía negarse a ayudar a Bria.
Fueron con cuidado. La nublina andaba un poco encorvada, y los frecuentes y fuertes terremotos más de una vez estuvieron a punto de tirarles por las escaleras. En algún punto incluso empezaron a oír a Nakria: al principio José creyó que estaba gritando, pero no. Aquel sonido era una risa, una risa maniática y desbocada. Y el humano no podía culparla: lo único que quería hacer era unirse a ella.
—Joder…
Los rictus de dolor de la nublina eran cada vez más frecuentes. Su cuerpo parecía deforme y contrahecho: no podía andar a dos patas, pero tampoco a cuatro. En ese momento era, claramente, algo a medias. Una transición entre lo que había sido y lo que estaba destinada a ser.
Pero al joven le rompía verla tan dolorida.
—Bria, por dios, paremos hasta que pase un poco…
—No, no. Tengo que irme ya o será demasiado tarde.
El joven se alarmó. ¿Cómo que irse? ¿Así? ¡En semejante estado era incapaz de cuidar de sí misma!
La niña debió ver su negativa en su cara, porque le agarró de la camisa y le gruñó. Aquel sonido envió escalofríos por su columna vertebral. Aquello no era algo que pudiera salir de una garganta humana.
—Escúchame, tengo que irme ya. Si me quedo mucho rato os mataré. Lo sé. No sé cómo, pero lo sé. Ayúdame, por favor —la nublina/loba parecía al borde de las lágrimas. Su estómago se encogió al comprobar que un entramado de venas estaba cubriendo sus ojos.
Asintió con brusquedad.
Los últimos escalones fueron lo más difíciles. Bria al instante se puso a cuatro patas: una postura que todavía no le encajaba, pero que le iba mejor que el bipedismo.
—Bria… si quieres… solo tienes que decírmelo.
Si quieres deshacer esto. Si quieres que remueva cielo y tierra hasta lograr encadenar lo que realmente eres.
—Ni se te ocurra —le miró con aquellos ojos tan inhumanos. La joven, ya más loba que nublina, inspiró y habló con una voz ronca exhalada por una garganta que no mantendría mucho más la capacidad del habla—. No puedes imaginar la intensidad… los olores, los colores, incluso el tacto… Es como si lo de antes fuera falso, José. Pagaré cualquier precio por sentir sintiendo así —entonces volvió a mirarle. Sonrió, y por un momento pareció la antigua Bria—. ¿Sabes ya qué eres?
—Sí —por supuesto que lo sabía. Hacía semanas que sospechaba qué era, y esta noche lo había confirmado. Solo una transformación sentía una comunión con la magia como la que él percibía en ese momento—. Soy un mago.
—Un mago. Te pega. Bueno.
—Bueno…
—Me tengo que ir. Me están llamado.
Se fijó entonces en aquello. Sí. Los aullidos de los lobos no dejaban de rebotar por toda Rocavarancolia, llamando a su integrante más nueva.
El mago la contempló irse bajo aquel aguacero, ajeno al rastillar de la lluvia contra su piel y su ropa. Su corazón estaba acelerado, en sus oídos sonaba un tambor frenético. La miríada de hormigas imaginarias que había sentido bajo su piel los últimos días se había convertido en un torrente brutal de la fuerza del Amazonas. Un río incesante que su corazón palpitaba, recorría todo su cuerpo y anegaba cada fibra de su ser. Solo que no eran bichos, y tampoco sangre.
Era poder.
Lanzó su cabeza hacia atrás y soltó un aullido, un grito brutal que resonó en la tormenta. Su cuerpo se aceleraba cada vez más. La Luna Roja desenterraba la inmensa cantidad de magia que lo más hondo de su ser había producido a lo largo de toda su vida, de forma tan oculta que solo ahora era capaz de acceder a esa colosal reserva de energía. Un terremoto lo derribó, y él se volvió a levantar. Puso un pie delante de él, luego otro, y empezó a internarse en la tormenta. Sus sonrisa era tan extensa que temía que su cara se partiera en dos.
—¿José?
El humano se volvió hacia la voz. Parecía que Kyo, al final, había salido a buscar pelea. Su hacha estaba ensangrentada, delante de él se encontraba el cadáver de un animal idéntico al que mató a Étrame. El carabés, por su parte, tenía una expresión de júbilo y gozo idéntica a la del humano.
—¿No es la cosa más hermosa que has visto nunca?
Miraba hacia la Luna Roja, embelesado por el astro. Sí, sí que lo era. Nada ni nadie podía negar eso.
—Sin dud-¡CUIDADO!
Kyo se movió a una velocidad endiablada. Levantó su arma y el ser en parte zorro y en parte águila que había intentado agarrarlo derramó todas sus tripas en el pavimento. Pero lo más asombroso, quizás, fue que a la vez que eso sucedía el carabés soltaba una carcajada jubilosa.
—Creo que me he vuelto loco del todo, José. ¡Y me encanta! ¡No me he sentido tan bien en toda mi puta vida!
Ambos soltaron entonces una risa, en parte felicidad y en parte delirio. Cómo lo entendía. Cómo lo entendía.
—¡Me pasa lo mismo!
Un nuevo temblor casi los hizo caer. En ese momento se escuchó el derrumbe de un edificio: demasiado lejos para que fuera su casa, por lo que no les importó.
—¿Dónde está Nakria?
Había que hablar alto para hacerse oír: el ruido de la lluvia, los relámpagos y el viento era tan fuerte que ahogaba cualquier sonido que no fuera prácticamente un grito.
—¡Ni idea! Lo último que supe de ella es que la escuché riendo como una loca en alguna habitación.
Ambos se rieron, ebrios de poder: de magia el uno, de fuerza el otro. De energía ambos.
—Bueno, pues-¡Joder!
El mago se dio la vuelta y miró hacia la misma dirección que Kyo. Y no pudo sino abrir la boca de la sorpresa.
Había una ballena volando encima de la ciudad, flotando, ascendiendo y descendiendo en movimientos acompasados. Y lo más extraño era que no desentonaba en absoluto. Su gigantesco peso y su hercúleo cuerpo era soportado por el aire sin ningún problema. Se movía con tal gracia que parecía que aquel, y no el fondo del océano, fuera su hábitat natural.
—¡Me encanta este sitio! ¡De verdad, lo amo!
José sonrió y asintió, llevado por la irrealidad del momento. Lo curioso es que aquella noche imposible parecía ser más creíble, más tangible, que todo lo que había vivido hasta entonces. A diferencia de Bria él no había recibido cambios en el olfato, o en la vista, pero de alguna manera el mundo tenía ahora una vibración nueva, perceptible, que le había sido vedada antes. Como si siempre hubiera observado su vida a través de un cristal empañado que ahora desapareciera.
José recordaba vagamente el mito de la caverna, y no se le ocurría mejor metáfora para describir este momento. Hasta este instante había visto simplemente las siluetas del fuego. Ahora había salido de lleno al mundo real.
Se echó un hechizo de levitación y empezó a ascender.
—¡Eh! ¡A dónde vas! ¿No íbamos a ir a Rocavaragálago?
El mundo volvió a temblar, esta vez con tal brutalidad que el guerrero cayó al suelo.
—¡Kyo, con tanto terremoto caeríamos nosotros mismos al foso de lava! —¿cuánto durarían? Tenía ganas de renunciar a ese nombre insulso tan inadecuado para definir a un maldito mago—. ¡No te preocupes, volveré antes del amanecer, disfruta la noche! ¡Ah, y procura que no te maten!
Con una última sonrisa deslumbrante el mago volvió a ascender en la noche.
Era increíble. El suministro de magia parecía no tener fin. En los meses anteriores el consumo de una levitación personal había sido muy variable: todas sus reservas al principio, alrededor de un tercio a un cuarto después, solo la quinta parte estas últimas semanas. ¿Ahora, sin embargo? Lo que gastaba en levitar parecía solo una gota minúscula en un océano que cubriera el mundo entero.
Volvió a reír. Era imposible no hacerlo, no con las majestuosas sensaciones que recorrían su cuerpo cada segundo. Era diez veces más intenso que el mejor de los orgasmos, y lo mejor es que no duraba unos segundos: no, aquel placer indescriptible, aquel brutal torrente de energía electrizante, no acababa. Al contrario, solo iba a más, y a más, y a más.
A lo lejos aquella ballena flotante viró hacia el mar. Por un momento tuvo la tentación de seguirla, pero había visto rocavarancoleses subida a su lomo y no tenía ganas de compartir este momento con nadie. Un rayo golpeó a unos doscientos metros de dónde estaba, y el mago apenas se inmutó.
Cerró los ojos y alzó la cabeza, disfrutando de la corriente de agua que le empapaba. El mundo era increíble, el mundo era un espectáculo de una calidad que nadie de la Tierra jamás podría siquiera soñar con alcanzar. Aquella noche era como asistir en vivo y en directo al big bang, a la formación de las estrellas, a la aparición de la vida.
José volvió a aullar.
Una especie de lagarto alado lo vio y empezó a ir hacia él. Con una sonrisa gigante trenzó el hechizo de constricción y apretó el cuello, echando un feroz caudal de magia en ello. La criatura dio un estertor en el aire a escasos metros de su presunta fuerza y la vida le abandonó. Murió mucho más rápido que Enael.
Con una risa volvió a ascender, moviéndose como si aquello fuera un gigantesco baile con la tormenta. Abajo la ciudad volvió a temblar, un poco menos que en las veces anteriores. La escena era formidable y colosal. La Luna Roja seguía clavada en las alturas, exigiendo la pleitesía que se le debía de forma indudable. Y Rocavarancolia se la daba, como no podía ser de otro modo.
José miró hacia las montañas. Tenía la sensación de poder arrancarlas de cuajo, de poder presionarlas hasta que no fueran más que un puñado de arenisca. Era absurdo: por gigantesco que fuera su caudal de magia aquello no podía ser posible. Y, sin embargo, aquella absoluta convicción no era menos real.
Miró hacia abajo y la posibilidad del momento le habló al oído con seductores susurros. No dudó ni un instante. Canceló la levitación.
La gravedad le arrastró, colocándole un gancho de gozo y éxtasis en medio del estómago. Ahora entendía por qué toda su vida había buscado esta clase de sensaciones. Era él, su verdadero él, ansiando acercarse a aquella noche, a aquella metamorfosis para la cual había nacido.
El nuevo conjuro de levitación funcionó a escasas decenas de metros sobre el suelo. Su cuerpo se congeló de un súbito tirón, y hasta la última de sus terminaciones nerviosas profirió un alarido de dolor y deleite.
Con un resoplido, el mago descendió poco a poco hacia el techo de uno de los edificios cercanos. No reconocía en qué parte de Rocavarancolia estaba, y poco le importaba. Toda la cara le dolía de reír, y aun así la necesidad de seguir haciéndolo era abrumadora. No era solo que se sintiera con la energía de un dios. Simplemente la alegría de aquel hecho no tenía fin, porque no podía tenerlo. Había sobrevivido, y la recompensa superaba las más salvajes fantasías que hubiera podido imaginar.
A un lado del edificio había una calleja anegada, convertida en un río furioso por obra y gracia de aquella tormenta. Al otro lado, sin embargo, había una calle ancha, casi una avenida, de la que no paraban de venir gritos y gemidos de éxtasis. Con cuidado José se acercó a aquella parte y contempló una escena tan extraña como esperable.
Había casi dos docenas de rocavarancoleses gozando unos de otros. Cuernos, alas, garras y colas se mezclaban en una desenfrenada orgía en la que se experimentaba una pasión desbocada, en la que el tormento y el éxtasis se mezclaban con sublime perfección. Rugían y chillaban, todos en una competición de a ver quién gozaba más, disfrutaba más, sentía más.
El adolescente tuvo que taparse la boca con las manos para reprimir una carcajada, no queriendo averiguar qué le harían si le descubrían cuchicheando.
Luego se alejó y se tumbó en aquel techo desconocido, contemplando la hermosura brutal de la Luna Roja. Era… era indefinible. Aquel astro y lo que provocaba. Era imposible. Y era real, infinitamente más real que todo lo que había tenido que aguantar en su vida humana y en la criba.
Los ojos se le anegaron de lágrimas. No podía creer que hubiera tanta perfección en el mundo como la que había experimentado y visto aquella noche. Así era como debería ser la vida, sin complicaciones ni tribulaciones. Solo disfrute y energía. Disfrute y energía sin fin.
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La tormenta no amainó, pero sí lo hicieron los terremotos. Fiel a su palabra se acercó a la casa donde habían vivido hacia el amanecer, a la vez que un pregón resonaba por toda la ciudad para que lo escucharan los cosechados. No había esperado esto, pero tenía sentido. La criba había terminado, la prueba había concluido, y era la hora de que quienes la hubieran pasado recibieran la recompensa.
Kyo y Nakria estaban allí, ambos, como él, con las ropas con las que habían llegado a la ciudad completamente empapadas. Aunque lo más impresionante eran los dos enjambres de insectos (uno de avispas, otro de abejas) que había tras la bruja. El guerrero (transformación obvia a estas alturas), además, cargaba con un saco lleno, al parecer, de ropa.
Todos se sonrieron entre sí, pletóricos, perfectos, completos.
—¿Qué es ese saco?
—Ropa —hizo un ademán de abrirlo, pero al final pareció pensarlo mejor mejor—, y calzado. Lo que más hemos usado cada uno de nosotros estas últimas semanas.
El mago asintió y entró en el edificio, indicando que esperaran un momento. No tardó mucho en rebuscar y encontrar lo que quería: su cartera, sus llaves y su móvil, estropeado desde que llegó a aquella ciudad. No sintió nostalgia alguna al guardar aquellas cosas en sus bolsillos. En su vida en la Tierra solo había existido el hastío, la pálida imitación de poder que podían dar las sensaciones extremas y el cariño de unas personas maravillosas pero a las que ya no podía unirle nada.
Cuando se giró y contempló aquella habitación, sin embargo, sí sintió un acceso de melancolía. Recordó aquellos meses pasados en aquel lugar, todo lo que había aprendido y vivido allí, lo lejos que había llegado… Todavía no podía creer que fuera un mago, un hechicero. Alguien con la capacidad de burlar todas las leyes de la física, de destruir ciudades y crear imposibilidades simplemente pronunciando unas palabras y haciendo unos gestos.
No, sí que lo podía creer. Lo que no podía creer era que hubiera aguantando casi diecisiete años y medio sin poder hacer ninguna de esas cosas, sin poseer las capacidades a las que estaba destinado.
Ninguno de los tres habló en el camino a Rocavaragálago. No era necesario.
El sol que se alzaba en el cielo era pálido y sin fuerzas, una hormiga al lado del dragón que era la Luna Roja.
—Bueno…
El susurro de Nakria cuando llegaron era reverente, pues no podía ser de otra manera. Rocavaragálago ya no era un agujero negro de toda felicidad, ya no era una visión ominosa, sino todo lo contrario. Aquella arquitectura de líneas rígidas, ganchos y picos era un trozo de la Luna Roja, un fragmento de aquel astro con esencia de divinidad. Y eso, quizás, era lo que acentuaba su imponencia, su grandiosidad. Y sí, su terror, porque todo lo que vive el tiempo suficiente lo hace porque posee una cara despiadada y decidida.
—Aquí estamos… ¿A la de tres?
Todos asintieron, enmudecidos por lo especial de aquel lugar.
—Uno…
—Dos…
—Tres.
—Renuncio a mi nombre. Reniego del pasado que nunca debí tener —se desabrocharon camisas y se quitaron escapularios—. Abjuro de la debilidad que no estaba destinado a sufrir —la vergüenza pasó pronto, sustituida por una corriente de liberación, como si en una habitación cerrada de repente empezara a correr el aire—. Repudio la forma con la que jamás debí nacer. Ante la sagrada hechicería de Rocavaragálago, bajo la Luna Roja a cuya luz debo el desencadenamiento de mi auténtico ser, prometo pertenecer, en cuerpo y alma, a Rocavarancolia.
Ahora entendía por qué los antiguos rocavarancoleses habían codificado aquella tradición hasta el punto de que muchos de los posibles juramentos de cambio de nombre quedaran codificados para que los cosechados pudieran elegir cuál usar y tuvieran una guía. Aquel momento era la misma encarnación del concepto de ritual de paso y, a la vez, algo infinitamente mayor. Era cortar los grilletes de las expectativas que uno había puesto sobre sí mismo, merced a la constreñida sociedad en la que había nacido. Era negarse a que las dudas y la indecisión marcaran su camino. Era aceptar, por completo y sin reservas, aquello para lo que realmente nacido, el ser que la Luna Roja había revelado.
—Que muera-
—Kyo
—Nakria
—José
—que nunca debió pisar este mundo ni ningún otro. Que nazca-
—Estigro
—Dama Reina
—Galiard Syl
—quien siempre estuvo destinado a la grandeza que solo esta ciudad puede otorgar.
Las ropas y posesiones cayeron. La lava consumió su camisa y sus vaqueros, sus botines y su móvil, la cartera y las llaves de una casa a la que no volvería, porque ni podía ni quería. Lo último que él tiró fue aquel DNI inscrito con un lenguaje que hacía meses que no comprendía. El documento de identidad de la persona que jamás quiso ser, que se había ido y que no volvería.
Se sonrieron, sin vergüenza y sin pudor, sintiéndose grandes y únicos. Perfectos. Completos. Libres.
Por fin había terminado todo. Y ninguno lamentaba lo que había dejado atrás.
---
Galiard observó la torre de hechicería, Serpentaria. Allí era donde podría iniciar su nueva vida. Allí era donde empezaría el camino para ser lo que siempre debió ser.
Estigro había ido a la sede de los taumaturgos, por supuesto. Dama Reina había dicho que quería explorar más de Rocavarancolia, que se buscaría la vida como fuera necesario. Y que no se preocuparan, ya había escuchado de algún lugar donde podía comenzar con ello.
Con una inspiración profunda, el mago dio un paso hacia delante. Luego otro. Y siguió encaminándose hacia esa vida que, esperaba, le diera lo que siempre había deseado. No se negó a mirar atrás, porque no necesitaba mirar atrás. Todo lo que deseaba e importaba era el futuro radiante que le esperaba en Rocavarancolia.
Nota de autor: yyyyyy fin. Lamento genuinamente semejante tocho, si has llegado hasta aquí me ofrezco a corregirte lo que quieras porque claramente te mereces un resarcimiento xD (juro en serio que yo solo quería hacer un relatillo sobre esto. No sé cómo se me alargó hasta este nivel).
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