- Rocavarancolia Rol
Sanai
21/11/22, 12:58 pm
Sanai
El portal se encuentra en un valle recóndito de la cordillera de Ajaan, en lo alto de uno de los muchos picos rocosos que se elevan sobre este, formados por la erosión del agua del río Jaaste, lejos del alcance de la mayoría de fauna local.
El portal se encuentra en un valle recóndito de la cordillera de Ajaan, en lo alto de uno de los muchos picos rocosos que se elevan sobre este, formados por la erosión del agua del río Jaaste, lejos del alcance de la mayoría de fauna local.
- TakGM
Ficha de cosechado
Nombre: Airi
Especie: Sanaí
Habilidades: Habilidad manual, memoria, imaginación.
Personajes :
● Gael/Koval: fuego fatuo terrícola.
● Kin: demonio raigaurum irrense.
● Ayne: anima sinhadre.
● Eara: sinhadre sin esencia.
● Nime: demonio mineral libense.
● Iemai: cercana, fallecida.
● Airi: sanaí.
Unidades mágicas : 8/8
Síntomas : Tendencia a alargar sus baños. Tiene episodios de disociación esporádicos cuando sale al patio.
Armas :
● Gael/Koval: espadas rectas, maza y quimeras.
● Kin: alfanje y guan dao.
● Ayne: sable.
● Eara: ballesta de repetición.
● Nime: dagas.
● Airi: vara y arco.
Status : (ノ☉ヮ⚆)ノ ⌒*:・゚✧
Re: Sanai
03/03/23, 11:58 pm
Fue el chillido emocionado de un belote lo que obligó a Airi a despertarse. A aquellas alturas reconocía perfectamente el canto de la montura de Lihkos, y siempre que lo ensillaban para salir a cazar emitía siseos de alegría. Airi se incorporó lentamente para no molestar a los otros niños dormidos con los que compartía choza, y pasó entre ellos con cuidado de no hacer crujir la madera del suelo. No quería perderse la partida de los cazadores, pero nadie le había avisado probablemente para no despertar también los más pequeños.
Airi se calzó las zapatillas y saltó de la choza al suelo directamente desde la plataforma de madera sobre la que estaba construida. A varias chozas de allí podía ver a un buen grupo de adultos reunidos y los largos cuellos de los belotes que asomaban entre el gentío moviéndose con nerviosismo.
—¡Lihkos! —llamó al cazador en cuanto pudo divisarlo, gracias a la altura de este y su espalda ancha. Estaba ocupado colocando víveres en las alforjas de su montura, pero cuando oyó la voz de Airi se giró con una gran sonrisa.
—¡Pulguilla! ¿No deberías estar durmiendo todavía?
—Si tuviera diez años menos, a lo mejor —le replicó poniendo los ojos en blanco. Era cierto que el cazador le sobreprotegía por considerar que aún no se había hecho mayor, pero a menudo solo bromeaba acerca de ello para ver sus reacciones.
—¡Lástima! —Cuando Lihkos terminó de cargar su equipaje en el belote se sacudió las manos y se acercó a Airi—. Deberías haber aprovechado la oportunidad para descansar un poco más.
—No me hace falta. Quería despedirme, y desearos suerte.
—Entonces basta con que reces a los espíritus para que la caza sea abundante. Esperamos estar de vuelta en dos o tres días. —El enorme hombre se inclinó para revolverle el pelo, todavía sin domar—. Y ponte el pañuelo antes de que empiece a hacer calor de verdad.
Airi emitió un quejido, que hizo volver a sonreír a Lihkos. Simplemente no había querido retrasarse buscando su ropa o peinándose. Solo llevaba una túnica de lino, las zapatillas, y su pelo parecía un matorral rodador.
Aunque Airi rechazara la sobreprotección de este, no podía odiar a Lihkos. Había estado muchas veces ahí cuando enfermaba, mucho más que su madre, y ahora que hasta su hermana se había ido era la persona más cercana que le quedaba en la aldea, aparte de sus primos pequeños. Era un hombre divertido y, si ocurría algo malo, siempre se ponía de su lado. Cuando Lihkos estaba a punto de subirse a su belote, Airi le dio un abrazo y después se fue a despedir al resto de cazadores, deseándoles suerte a todos.
La aldea se convertía en un lugar sumamente silencioso cuando hasta los cazadores se marchaban. Sin embargo, al despertar los niños más pequeños, regresó buena parte del bullicio habitual. Airi se vistió con su conjunto azul, domó el pelo como pudo y, tras recogerlo, se tapó la cabeza con su pañuelo. Ayudó a las madres a darles el desayuno a los pequeños y, cuando empezaron las clases, se excusó diciendo que iría a barrer las chozas. En realidad había poco que barrer porque aquella mañana el viento estaba extrañamente calmado, así que Airi se escabulló entre las chozas y atravesó el huerto de plantas suculentas para llegar a la vivienda que estaba más alejada del resto.
La casa del maestro cristalero era mucho más grande y fuerte, y se asentaba directamente sobre el suelo. Si estuviera construida sobre plataformas sería más difícil cargar los materiales para hacer artefactos. Hasta donde Airi sabía, la anterior maestra ya había heredado aquella casa de su predecesor, y el actual la había recibido de ella. Se llamaba Rased, y nadie sabía demasiado de él. Era un hombre seco y retraído que se limitaba a hacer su trabajo. No tenía interés en hablar de sí mismo, y gozaba de mala fama por culpa del tatuaje que llevaba bajo el ojo izquierdo. A Airi también le había impuesto bastante desde que tenía uso de razón, pero ahora las cosas eran diferentes.
El día que decidió pedirle formalmente que le tomara como aprendiz tuvo que tragarse su miedo. Más o menos se esperaba una respuesta desagradable por su parte, y gracias a eso le fue más fácil digerir las palabras hirientes del maestro. “¿Por qué debería aceptar aprendices enfermizos? ¿Crees que es una profesión fácil?” le había dicho, sin tratar de suavizar su negativa. Ahora se daba cuenta de que el hombre solo había querido alejarle del taller de forma rápida y contundente. Lo que no esperaba era que Airi volviese un día tras otro, tratando de no mostrar el daño que le hacían sus palabras.
Como pedirlo no había funcionado, optó por demostrar su valía con acciones, y era lo que continuaba haciendo hasta el día de hoy. Era cierto que Rased se había acostumbrado a su compañía e incluso le pedía ayuda o le ofrecía explicaciones de vez en cuando, pero si le preguntaba directamente su respuesta seguía siendo negativa. En su cabeza, Airi interpretaba que, al menos, tenía posibilidades de conseguirlo algún día, ya que era la única persona en toda la aldea que había mostrado interés o, mejor dicho, la que menos reparos mostraba para pasar tiempo con el maestro cristalero. Por otro lado, Rased aún era joven y seguramente creía que tenía mucho tiempo para escoger él mismo a alguien que considerara completamente apto.
Airi empujó la puerta del taller, que ya estaba entreabierta. Desde el interior provenía el calor de la forja, y el olor a humo al que su nariz estaba más que acostumbrada.
—Airi —dijo Rased cuando oyó el chirrido de las bisagras—. Ya he terminado de filtrar la arena y está en el horno, no hay nada que puedas hacer ahora por aquí.
Ignorando sus palabras, se acercó al hombre y miró por encima de su hombro. Estaba sentado en la mesa de su taller, examinando el circuito de un artefacto a medio hacer. Era pequeño, y, aun abierto, se veía que al encajar las partes tendría forma cúbica.
—¿Qué clase de artefacto es ese? —preguntó, ignorando al maestro. Si no lo hacía, seguiría insistiendo en que se marchase, así que era la peor opción de las dos.
—Un explosivo.
Aquello sí dejó a Airi con la boca abierta. Creía que a la matriarca no le gustaban nada aquella clase de artefactos.
—¿Para qué es?
Rased tardó varios segundos en responder, tal vez sopesando si debía hacerlo o no.
—Los cazadores creen que podía serles útil, así que me consultaron al respecto. Solo los quieren para asustar a los animales y obligarlos a correr en direcciones convenientes para ellos.
Airi se quedó pensativa. La gente del Sur usaba aquellos artefactos constantemente, pero eran demasiado destructivos. Solo por cómo herían el suelo donde se detonaban, las personas mayores ya decían que eran sacrílegos. Por otro lado, Rased provenía de aquellas tierras, claramente él no tendría ningún reparo en usarlos.
Airi siempre había deseado preguntarle muchas cosas. ¿Qué clase de problemas había causado para que lo desterraran? ¿Ya había estudiado los cristales antes de llegar a su aldea? ¿Cómo había convencido a la anterior maestra cristalera para que le aceptara como aprendiz? Sin embargo nunca se había atrevido a indagar más en el pasado de Rased por miedo a que le prohibiera volver a pisar su taller. Una parte de Airi seguía teniéndole un poco de miedo, aunque lo negase para sus adentros.
—No te gustan estas cosas, ¿no? —preguntó Rased al cabo de un momento, con una media sonrisa que parecía juzgar el silencio pensativo de Airi.
—No, no es eso —se apresuró a responder—. No tengo nada en contra. Si es útil, me parece bien que se usen.
El hombre pareció un poco sorprendido de que los aceptase con tanta facilidad, pero meditó su respuesta durante varios segundos.
—A mí no me gustan estos artefactos. Es peligroso incluso fabricarlos, pero entiendo que quienes solo habéis oído hablar de ellos los veáis con otros ojos.
Aquello no era del todo cierto, pero Airi solo había querido demostrar que no le daba miedo nada que tuviera relación con la profesión.
—Ibas a llevarme la contraria respondiese lo que respondiese, ¿verdad? —observó, recordando que sus palabras lo habían cogido desprevenido.
—Probablemente —respondió Rased, que casi esbozó una sonrisa.
Tras pasar un tiempo barriendo la arena derramada por el taller tuvo que marcharse. Rased continuó insistiendo en que no debía estar allí, tal vez porque no se sentía cómodo dejando que Airi averiguase más sobre los explosivos, para los que además dudaba que hubiese obtenido el visto bueno de la matriarca. Como todavía no tenía que volver para ayudar a las madres decidió dar un paseo en torno a la aldea. Vivían prácticamente en una llanura sin nada interesante, pero hacia el Este había muchos matorrales y árboles bajos, que casi formaban un bosque abierto de colores apagados. No había mucho que hacer allí, salvo observar a los pequeños animalillos salvajes. Muchos reptiles se posaban en aquel lugar buscando comida.
Lo que Airi no esperaba era encontrarse a un anciano desconocido durante su paseo. El hombre estaba sentado sobre una roca que los niños usaban a menudo para ayudarse a subir al árbol que crecía a su lado. Cuando este le vio levantó la mirada y pudo ver que sus ojos sonreían, ya que su boca estaba cubierta por una barba espesa. En su aldea a nadie le crecía una barba como aquella.
—Hola, joven, ¿tendrías un momento para este anciano?
Airi se quedó donde estaba, por cautela. El desconocido parecía inofensivo, pero había llegado solo hasta allí y eso quería decir que no estaba débil. La ausencia de espinas visibles en su cara le hicieron pensar que tal vez era sureño, pero otros rasgos suyos le recordaban a los de la gente del Norte. Tal vez era mestizo.
—Claro. ¿Necesita ayuda? ¿Viene de lejos?
—Oh, sí, de un lugar muy, muy lejos. Pero no necesito ayuda, solo quiero hablar.
—Entiendo. ¿Querría que le presente a la matriarca? Es muy hospitalaria, le podemos dar cobijo y comida —aseguró. Creía que era lo que buscaría el anciano después de un largo viaje.
—No necesito hablar con la matriarca, solamente contigo. —El hombre sacó una pipa del bolsillo y la encendió prácticamente con un chasquido de dedos, un gesto rápido que generó una llama durante un par de segundos.
—¿Cómo ha hecho eso? —preguntó Airi con gravedad. No había ningún artefacto escondido en la mano del anciano. Solo sus dedos se habían movido. ¿Tal vez el artefacto era la propia pipa?
—¿Esto? —El anciano repitió el gesto sin sacar la pipa de entre sus labios y la boca de Airi se abrió cuando una llama, ahora mucho más grande, volvió a brillar sobre su mano—. Es sencillo. Es magia. —Tras dar una calada a la pipa y emitir humo verdoso en su dirección, continuó—. Magia que no sale de ningún cristal ni de ningún artefacto, sino de mí mismo. Es un don raro, pero es uno que tú también podrías poseer, joven. ¿Cuál es tu nombre?
—Airi —contestó quedamente y sin pensar, aunque acto seguido se preguntó si debería confiar en el anciano—. Creo que no entiendo muy bien lo que quiere decir.
—Te lo explicaré. Mi nombre es Advay Yamir, y provengo de un lugar llamado Rocavarancolia. Allí la magia toma formas que nunca has imaginado que fueran posibles. Por ejemplo, yo podría invocar el poder de mil artefactos diferentes usando solo mi propia voluntad. —El hombre dio otra calada y sonrió, parecía disfrutar de la cara de incredulidad de Airi.
—¿Cómo puede ser posible? Nunca nadie nos ha contado nada como eso… ¿A qué clan pertenece usted?
—A ninguno. Como he dicho, no procedo de Sanai. Si vienes conmigo a Rocavarancolia te espera un destino mucho más grandioso que quedarte en esta aldea. Podrás estudiar los cristales cuanto quieras, descubrir nuevas formas de magia o conseguir poderes que ignorabas que poseías… Nadie te va a poner trabas nunca más. Serás libre de hacer lo que quieras.
Al fijarse, pudo ver que los párpados del anciano no se cerraban de forma natural. En realidad, desde el principio había algo extraño acerca de él, pero de repente Airi no se veía capaz de darle importancia a ese hecho. Por alguna razón, sus palabras pesaban mucho más que las dudas que pudiera tener. Tomar las riendas de su vida sonaba demasiado bien.
—¿Qué tengo que hacer para conseguir eso? —preguntó con los ojos obnubilados.
—Aceptar mi invitación, nada más.
—Hecho —dijo Airi, y acto seguido perdió el conocimiento.
Una vez obtenida su confirmación, Advay se había limitado a dormirle y apagó la pipa con parsimonia. No tenía compasión para nadie que no mereciese ver la Luna, pero siempre que cosechaba a alguien le deseaba buena suerte para sus adentros antes de que estos se perdieran al otro lado del vórtice.
Airi se calzó las zapatillas y saltó de la choza al suelo directamente desde la plataforma de madera sobre la que estaba construida. A varias chozas de allí podía ver a un buen grupo de adultos reunidos y los largos cuellos de los belotes que asomaban entre el gentío moviéndose con nerviosismo.
—¡Lihkos! —llamó al cazador en cuanto pudo divisarlo, gracias a la altura de este y su espalda ancha. Estaba ocupado colocando víveres en las alforjas de su montura, pero cuando oyó la voz de Airi se giró con una gran sonrisa.
—¡Pulguilla! ¿No deberías estar durmiendo todavía?
—Si tuviera diez años menos, a lo mejor —le replicó poniendo los ojos en blanco. Era cierto que el cazador le sobreprotegía por considerar que aún no se había hecho mayor, pero a menudo solo bromeaba acerca de ello para ver sus reacciones.
—¡Lástima! —Cuando Lihkos terminó de cargar su equipaje en el belote se sacudió las manos y se acercó a Airi—. Deberías haber aprovechado la oportunidad para descansar un poco más.
—No me hace falta. Quería despedirme, y desearos suerte.
—Entonces basta con que reces a los espíritus para que la caza sea abundante. Esperamos estar de vuelta en dos o tres días. —El enorme hombre se inclinó para revolverle el pelo, todavía sin domar—. Y ponte el pañuelo antes de que empiece a hacer calor de verdad.
Airi emitió un quejido, que hizo volver a sonreír a Lihkos. Simplemente no había querido retrasarse buscando su ropa o peinándose. Solo llevaba una túnica de lino, las zapatillas, y su pelo parecía un matorral rodador.
Aunque Airi rechazara la sobreprotección de este, no podía odiar a Lihkos. Había estado muchas veces ahí cuando enfermaba, mucho más que su madre, y ahora que hasta su hermana se había ido era la persona más cercana que le quedaba en la aldea, aparte de sus primos pequeños. Era un hombre divertido y, si ocurría algo malo, siempre se ponía de su lado. Cuando Lihkos estaba a punto de subirse a su belote, Airi le dio un abrazo y después se fue a despedir al resto de cazadores, deseándoles suerte a todos.
La aldea se convertía en un lugar sumamente silencioso cuando hasta los cazadores se marchaban. Sin embargo, al despertar los niños más pequeños, regresó buena parte del bullicio habitual. Airi se vistió con su conjunto azul, domó el pelo como pudo y, tras recogerlo, se tapó la cabeza con su pañuelo. Ayudó a las madres a darles el desayuno a los pequeños y, cuando empezaron las clases, se excusó diciendo que iría a barrer las chozas. En realidad había poco que barrer porque aquella mañana el viento estaba extrañamente calmado, así que Airi se escabulló entre las chozas y atravesó el huerto de plantas suculentas para llegar a la vivienda que estaba más alejada del resto.
La casa del maestro cristalero era mucho más grande y fuerte, y se asentaba directamente sobre el suelo. Si estuviera construida sobre plataformas sería más difícil cargar los materiales para hacer artefactos. Hasta donde Airi sabía, la anterior maestra ya había heredado aquella casa de su predecesor, y el actual la había recibido de ella. Se llamaba Rased, y nadie sabía demasiado de él. Era un hombre seco y retraído que se limitaba a hacer su trabajo. No tenía interés en hablar de sí mismo, y gozaba de mala fama por culpa del tatuaje que llevaba bajo el ojo izquierdo. A Airi también le había impuesto bastante desde que tenía uso de razón, pero ahora las cosas eran diferentes.
El día que decidió pedirle formalmente que le tomara como aprendiz tuvo que tragarse su miedo. Más o menos se esperaba una respuesta desagradable por su parte, y gracias a eso le fue más fácil digerir las palabras hirientes del maestro. “¿Por qué debería aceptar aprendices enfermizos? ¿Crees que es una profesión fácil?” le había dicho, sin tratar de suavizar su negativa. Ahora se daba cuenta de que el hombre solo había querido alejarle del taller de forma rápida y contundente. Lo que no esperaba era que Airi volviese un día tras otro, tratando de no mostrar el daño que le hacían sus palabras.
Como pedirlo no había funcionado, optó por demostrar su valía con acciones, y era lo que continuaba haciendo hasta el día de hoy. Era cierto que Rased se había acostumbrado a su compañía e incluso le pedía ayuda o le ofrecía explicaciones de vez en cuando, pero si le preguntaba directamente su respuesta seguía siendo negativa. En su cabeza, Airi interpretaba que, al menos, tenía posibilidades de conseguirlo algún día, ya que era la única persona en toda la aldea que había mostrado interés o, mejor dicho, la que menos reparos mostraba para pasar tiempo con el maestro cristalero. Por otro lado, Rased aún era joven y seguramente creía que tenía mucho tiempo para escoger él mismo a alguien que considerara completamente apto.
Airi empujó la puerta del taller, que ya estaba entreabierta. Desde el interior provenía el calor de la forja, y el olor a humo al que su nariz estaba más que acostumbrada.
—Airi —dijo Rased cuando oyó el chirrido de las bisagras—. Ya he terminado de filtrar la arena y está en el horno, no hay nada que puedas hacer ahora por aquí.
Ignorando sus palabras, se acercó al hombre y miró por encima de su hombro. Estaba sentado en la mesa de su taller, examinando el circuito de un artefacto a medio hacer. Era pequeño, y, aun abierto, se veía que al encajar las partes tendría forma cúbica.
—¿Qué clase de artefacto es ese? —preguntó, ignorando al maestro. Si no lo hacía, seguiría insistiendo en que se marchase, así que era la peor opción de las dos.
—Un explosivo.
Aquello sí dejó a Airi con la boca abierta. Creía que a la matriarca no le gustaban nada aquella clase de artefactos.
—¿Para qué es?
Rased tardó varios segundos en responder, tal vez sopesando si debía hacerlo o no.
—Los cazadores creen que podía serles útil, así que me consultaron al respecto. Solo los quieren para asustar a los animales y obligarlos a correr en direcciones convenientes para ellos.
Airi se quedó pensativa. La gente del Sur usaba aquellos artefactos constantemente, pero eran demasiado destructivos. Solo por cómo herían el suelo donde se detonaban, las personas mayores ya decían que eran sacrílegos. Por otro lado, Rased provenía de aquellas tierras, claramente él no tendría ningún reparo en usarlos.
Airi siempre había deseado preguntarle muchas cosas. ¿Qué clase de problemas había causado para que lo desterraran? ¿Ya había estudiado los cristales antes de llegar a su aldea? ¿Cómo había convencido a la anterior maestra cristalera para que le aceptara como aprendiz? Sin embargo nunca se había atrevido a indagar más en el pasado de Rased por miedo a que le prohibiera volver a pisar su taller. Una parte de Airi seguía teniéndole un poco de miedo, aunque lo negase para sus adentros.
—No te gustan estas cosas, ¿no? —preguntó Rased al cabo de un momento, con una media sonrisa que parecía juzgar el silencio pensativo de Airi.
—No, no es eso —se apresuró a responder—. No tengo nada en contra. Si es útil, me parece bien que se usen.
El hombre pareció un poco sorprendido de que los aceptase con tanta facilidad, pero meditó su respuesta durante varios segundos.
—A mí no me gustan estos artefactos. Es peligroso incluso fabricarlos, pero entiendo que quienes solo habéis oído hablar de ellos los veáis con otros ojos.
Aquello no era del todo cierto, pero Airi solo había querido demostrar que no le daba miedo nada que tuviera relación con la profesión.
—Ibas a llevarme la contraria respondiese lo que respondiese, ¿verdad? —observó, recordando que sus palabras lo habían cogido desprevenido.
—Probablemente —respondió Rased, que casi esbozó una sonrisa.
Tras pasar un tiempo barriendo la arena derramada por el taller tuvo que marcharse. Rased continuó insistiendo en que no debía estar allí, tal vez porque no se sentía cómodo dejando que Airi averiguase más sobre los explosivos, para los que además dudaba que hubiese obtenido el visto bueno de la matriarca. Como todavía no tenía que volver para ayudar a las madres decidió dar un paseo en torno a la aldea. Vivían prácticamente en una llanura sin nada interesante, pero hacia el Este había muchos matorrales y árboles bajos, que casi formaban un bosque abierto de colores apagados. No había mucho que hacer allí, salvo observar a los pequeños animalillos salvajes. Muchos reptiles se posaban en aquel lugar buscando comida.
Lo que Airi no esperaba era encontrarse a un anciano desconocido durante su paseo. El hombre estaba sentado sobre una roca que los niños usaban a menudo para ayudarse a subir al árbol que crecía a su lado. Cuando este le vio levantó la mirada y pudo ver que sus ojos sonreían, ya que su boca estaba cubierta por una barba espesa. En su aldea a nadie le crecía una barba como aquella.
—Hola, joven, ¿tendrías un momento para este anciano?
Airi se quedó donde estaba, por cautela. El desconocido parecía inofensivo, pero había llegado solo hasta allí y eso quería decir que no estaba débil. La ausencia de espinas visibles en su cara le hicieron pensar que tal vez era sureño, pero otros rasgos suyos le recordaban a los de la gente del Norte. Tal vez era mestizo.
—Claro. ¿Necesita ayuda? ¿Viene de lejos?
—Oh, sí, de un lugar muy, muy lejos. Pero no necesito ayuda, solo quiero hablar.
—Entiendo. ¿Querría que le presente a la matriarca? Es muy hospitalaria, le podemos dar cobijo y comida —aseguró. Creía que era lo que buscaría el anciano después de un largo viaje.
—No necesito hablar con la matriarca, solamente contigo. —El hombre sacó una pipa del bolsillo y la encendió prácticamente con un chasquido de dedos, un gesto rápido que generó una llama durante un par de segundos.
—¿Cómo ha hecho eso? —preguntó Airi con gravedad. No había ningún artefacto escondido en la mano del anciano. Solo sus dedos se habían movido. ¿Tal vez el artefacto era la propia pipa?
—¿Esto? —El anciano repitió el gesto sin sacar la pipa de entre sus labios y la boca de Airi se abrió cuando una llama, ahora mucho más grande, volvió a brillar sobre su mano—. Es sencillo. Es magia. —Tras dar una calada a la pipa y emitir humo verdoso en su dirección, continuó—. Magia que no sale de ningún cristal ni de ningún artefacto, sino de mí mismo. Es un don raro, pero es uno que tú también podrías poseer, joven. ¿Cuál es tu nombre?
—Airi —contestó quedamente y sin pensar, aunque acto seguido se preguntó si debería confiar en el anciano—. Creo que no entiendo muy bien lo que quiere decir.
—Te lo explicaré. Mi nombre es Advay Yamir, y provengo de un lugar llamado Rocavarancolia. Allí la magia toma formas que nunca has imaginado que fueran posibles. Por ejemplo, yo podría invocar el poder de mil artefactos diferentes usando solo mi propia voluntad. —El hombre dio otra calada y sonrió, parecía disfrutar de la cara de incredulidad de Airi.
—¿Cómo puede ser posible? Nunca nadie nos ha contado nada como eso… ¿A qué clan pertenece usted?
—A ninguno. Como he dicho, no procedo de Sanai. Si vienes conmigo a Rocavarancolia te espera un destino mucho más grandioso que quedarte en esta aldea. Podrás estudiar los cristales cuanto quieras, descubrir nuevas formas de magia o conseguir poderes que ignorabas que poseías… Nadie te va a poner trabas nunca más. Serás libre de hacer lo que quieras.
Al fijarse, pudo ver que los párpados del anciano no se cerraban de forma natural. En realidad, desde el principio había algo extraño acerca de él, pero de repente Airi no se veía capaz de darle importancia a ese hecho. Por alguna razón, sus palabras pesaban mucho más que las dudas que pudiera tener. Tomar las riendas de su vida sonaba demasiado bien.
—¿Qué tengo que hacer para conseguir eso? —preguntó con los ojos obnubilados.
—Aceptar mi invitación, nada más.
—Hecho —dijo Airi, y acto seguido perdió el conocimiento.
Una vez obtenida su confirmación, Advay se había limitado a dormirle y apagó la pipa con parsimonia. No tenía compasión para nadie que no mereciese ver la Luna, pero siempre que cosechaba a alguien le deseaba buena suerte para sus adentros antes de que estos se perdieran al otro lado del vórtice.
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