- Zarket
Ficha de cosechado
Nombre: Rádar
Especie: Carabés
Habilidades: Resistencia, velocidad natatoria, nociones de luchaPersonajes :
- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran/Branniel): Trasgo de Ewa sexto sacerdote de la Secta, sádico, aficionado a matanzas y luchador en los bajos fondos. No tocarle los cojoncios, que muerde.
●Lanor Gris: demiurgo procedente de Carabás. Tímido, llorica y buena gente.
●Rádar (o Rad): astrario carabés tsundere hacia la magia, mandón, brusco y estricto. Fashion victim. Reloj andante.
●Galiard syl: mago rabiosamente rocavarancolés, despiadado antihéroe brutalmente pragmático y compasivo antivillano bienintencionado.
Armas :- Spoiler:
- ●Bastel (antes Bran): magia, garras, dientes y una espada de longitud media a larga. O lo que haga falta.
●Lanor Gris: magia y sus criaturas.
●Rádar (o Rad): espada de longitud media. Sus habilidades de desviación de hechizos.
●Galiard Syl: magia y, si hace falta, una espada de longitud corta a media.
Status : Jinete del apocalipsis (¡ahora con extra de torpeza social!)
Humor : En muerte cerebral.
La guerrera durmiente
30/04/20, 11:01 pm
Muchas historias han ocurrido en Rocavarancolia, todo el mundo sabe eso. Tantas que resulta imposibles contarlas todas: algunas resultan francamente horrendas (como la leyenda de su fundación), otras son simplemente trágicas (como el romance entre Su Majestad Maryalé y dama Serena). Las hay mejores, por supuesto, más hermosas, más terribles. Más dramáticas, más alegres. Más benignas, más perversas.
Contemos una historia.
Todo empieza con una bruja. La Luna Roja le había otorgado el poder de las disoluciones: amplio era su dominio, pero escaso su control sobre él. No obstante, a pesar del poco uso que podía darle, su transformación le sirvió para aumentar su facilidad natural para la alquimia hasta niveles nunca vistos. Dama Infusión siempre llevaba encima varios (muchos) frasquitos con emulsiones, generalmente poco importantes: las suficientes como para tener un caudal de magia más que respetable. Y, en su casa, siempre preparaba pócimas y bebedizos de todo tipo. Pocos de ellos eran benignos.
Si había algo que le gustaba a aquella bruja era el dramatismo excesivo, por supuesto. Eso hay que entenderlo para saber por qué estaba creando esta pócima.
—Veamos, una pizca de somnus —y echó la hierba en la cantidad justa y necesaria—. Ahora las raíces de adcimi —las cortó con mucho cuidado, asegurándose de que tuvieran las proporciones correctas. Posteriormente esperó a que la pócima se calentara hasta el punto previsto, las echó dentro y removió, con mucho cuidado, las veces que hacía falta—. ¡Perfecto! Ahora... ¡Dónde tengo los malditos apes!
Se dirigió a varios escarabajos mágicos que había separado antes y, con su mortero, empezó a machacarlos. Aquel paso era bastante importante: la pasta carnosa debía seguir caliente, aquella escasa materia debía estar viva, incluso si los animales ya no lo estaban. Si no lo hacía así su producto se malograría.
Tras echar el resultado casi pulverizado buscó el ingrediente final. El más importante. El más poderoso.
—Y, al fin —alzó el ojo, arrancado por ella misma—. El ojo de un íncubo de las pesadillas.
Sonrió cuando lo echó sobre el caldero. Ya solo quedaba que aquel brebaje madurara.
Dama Bracamante nunca supo del odio que le profesaba dama Infusión. Nadie más conocía ese sentimiento, de hecho. La bruja se había cuidado mucho de mostrarlo desde el mismo momento en que tal odio nació. Sabía que algún día se serviría su venganza, que ella misma la contemplaría caer. No deseaba que, cuando llegara el momento, sospecharan de ella.
La bruja le dio su sonrisa más luminosa a la guerrera tan pronto como la vio. De sus manos colgaba una cesta con manzanas: clásico, sí, pero dama Infusión era una humana que amaba los cuentos de toda la vida. En especial porque la mujer a la que odiaba era de otro mundo. No tenía alguna de sospechar algo de una imagen tan cliché.
—Pareces muy alegre —le dijo la guerrera.
—Oh, lo estoy, lo estoy —afirmó la bruja—. Por fin he conseguido desarrollar mi fórmula potenciadora. Cualquiera que muerda estas manzanas sentirá cómo sus capacidades naturales se doblan durante aproximadamente un día entero —sacó una y le dio un mordisco. Al momento su cuerpo vibró y una expresión de éxtasis sacudió su rostro—. ¡Sardaurlar estará encantado!
—Completamente —admitió, impresionada, la guerrera—. Es una lástima que no haya llegado a tiempo para la campaña de Almaviva, pero... nos será muy útil en nuestras próximas conquistas.
—¿Quieres probarla? —le respondió, con una sonrisa sugerente. La bruja sacó de las cestas una manzana aparentemente al azar. No lo era, por supuesto. Sacó la única que estaba envenanada.
Dama Bracamante, como no podía ser de otra manera, aceptó. Le dio un mordisco, masticó, tragó. Un sentimiento extraño la invadió. No sentía la aparente euforia de su interlocutora. ¿Por qué era eso?
Abrió la boca para decirle que la fruta que le había dado no llevaba nada cuando una repentina somnolencia la invadió. Dama Bracamante cayó al suelo, invadida por un pesado sopor.
Lo último que vio antes de sumergirse en su pesadilla fue la sonrisa triunfal de dama Infusión.
—Parece muerta...
—Sería mejor si lo estuviera, créeme.
El guerrero miró con ojos vidriosos a su mejor amigo. Tenía boca de escorpión, sus manos eran sospechosamente parecidas a semejante animal, además de la cola que tenía. Sus pestañas no eran naturales: cada una era una minúscula cola de escorpión, su pelo era un (aparente) nido de avispas... El aspecto de Typhloc Octus, brujo de los escorpiones, era pavoroso, nauseabundo, pero no le amedrentaba. Lo amaba casi tanto como a la mujer dormida que yacía ante él en aquella habitación. Los tres habían pasado muchísimo a las órdenes de Sardaurlar, sus lazos se habían estrechado a lo largo de los años, las guerras y las batallas. Dama Bracamante y él siempre habían estado más unidos, por supuesto, se habían usado el uno al otro para no caer en la obsesión que caracterizaba a tantos guerreros. Eso, no obstante, no había hecho que alejaran de ellos a su gran amigo.
—Esto —señaló el brujo, sosteniendo una manzana— lleva un potente narcótico. Filtro de las pesadillas es uno de sus nombres. Usa magia de criptobiosis, potentes sedantes y magia onírica, a través de varios órganos de un íncubo de las pesadillas —había disgusto en su voz, pero también distinguió, por debajo, una honda tristeza... y una pizca de respeto, incluso admiración—. Pone al cuerpo en suspenso durante cien años. Mientras tanto, la víctima se ve forzada a vivir una y otra vez su peor pesadilla —ya no había admiración. Preparar aquel elixir era una proeza mágica increíble, pero no sentía lo mismo acerca de sus efectos. En especial cuando se aplicaba a una buena amiga—. Si se hace a la perfección ni siquiera la destrucción del cuerpo físico le libera, tal es el nivel en el que la mente dormida se entrelaza con el plano onírico...
—Pero tiene que haber un antídoto —su voz era la voz de la desesperación, del vacío, de quien lo había perdido todo. Vivir sin ella era desgarrador, tan doloroso como partirse el pecho en dos. ¿Saber encima que aquella mujer tan pura, tan maravillosa, estaba condenada a sufrir cien años una pesadilla? Insoportable. No podía vivir con semejante conocimiento—. ¡Tiene que haberlo! ¡Ni siquiera la magia de Hurza y Harex era invencible!
—No me pidas que haga eso —la voz de Typhloc era ronca, dolorosa de escuchar—. No prepararé el antídoto. De ninguna de las maneras.
—¡¿Por qué?! ¡¿Cómo eres capaz de dejar que esté así?!
—Porque el ingrediente final del antídoto es el corazón vivo, cálido y latiente de la persona a la que más ama la víctima —susurró el brujo—. Y por mucho que la ame, nunca, jamás, podré matarte.
Se fue sin escuchar las súplicas del guerrero. Se fue negándose a mirar atrás.
Dama Infusión bailaba, triunfal. Oh, qué bien le había salido la jugada. Aquella maldita guerrera sufriría un siglo de pesadillas, e incluso si al final le hacían el antídoto... Oh, bueno, pues tendría que aprender a vivir sin ese guerrero estúpido e insulso. Y, conociéndola como la conocía, tampoco sería capaz de mirar al brujo si accedía a matar a su noviecito.
Recordó el día en que empezó su animadversión. Habían sido relativamente buenas amigas, siendo capaz cada una de ver las virtudes de la otra.
Y entonces llegó la segunda conquista de Sardaurlar. Ambas habían sido vitales en una misión de su escuadrón de espantos. Gracias al trabajo de las dos los principales líderes de una de las ciudades más importantes de aquel planeta se habían rendido a Rocavarancolia. Las cosas habían ido de tal forma que solo el trabajo de dama Bracamante había sido visible. Y la muy zorra, en lugar de admitir que había sido cosa de ambas, aceptó que Sardaurlar le diera todo el mérito y la ascendiera meteóricamente. Aceptó que el esfuerzo de dama Infusión quedará invisible, sin recompensa.
Recórdó la hipocresía de aquella bocachancla. «Espero que no te haya molestado. Me bloqueé un poco cuando me llamó en plena plaza y... no podía dejar pasar esta oportunidad» había tenido la osadía de decirle. Dama Infusión necesitó de cada onza de autocontrol para no lanzarle un hechizo de desastre en aquel mismo momento.
Sonrió. Los músculos le dolían de tanto realizar ese gesto, pero le daba igual. Seguiría haciéndolo hasta el mismo fin de sus días. Se sentía pletórica, completa y radiante en la culminación de su venganza tan esperada. No había mayor majestad, mayor felicidad, que haber encerrado a aquella guerrera advenediza en sus peores pesadillas. O, alternativamente, haberla hecho vivir con el conocimiento de que su estúpido novio se había sacrificado por ella.
Justo en ese momento una luz plateada comenzó a abrirse paso en las alturas. La bruja la miró con confusión. La Luna Roja quedaba lejos, muy lejos, todavía no debía haber extrañas señales en los cielos.
Un segundo después aquella luz se convirtió en un vórtice plateado. Los ejércitos de Astria, de Voraz, de Arfes, de Suelia, Tomar, Tadar, Angara... y tantos otros mundos se abalanzaron sobre Rocavarancolia, dispuestos a sacudirse el yugo de aquel reino pavoroso, terrible y parásito.
Y dama Infusión, en su momento de gloria, de triunfo, en su victoria, se convirtió en la primera víctima de la Alianza de Mundos.
Contemos una historia.
Todo empieza con una bruja. La Luna Roja le había otorgado el poder de las disoluciones: amplio era su dominio, pero escaso su control sobre él. No obstante, a pesar del poco uso que podía darle, su transformación le sirvió para aumentar su facilidad natural para la alquimia hasta niveles nunca vistos. Dama Infusión siempre llevaba encima varios (muchos) frasquitos con emulsiones, generalmente poco importantes: las suficientes como para tener un caudal de magia más que respetable. Y, en su casa, siempre preparaba pócimas y bebedizos de todo tipo. Pocos de ellos eran benignos.
Si había algo que le gustaba a aquella bruja era el dramatismo excesivo, por supuesto. Eso hay que entenderlo para saber por qué estaba creando esta pócima.
—Veamos, una pizca de somnus —y echó la hierba en la cantidad justa y necesaria—. Ahora las raíces de adcimi —las cortó con mucho cuidado, asegurándose de que tuvieran las proporciones correctas. Posteriormente esperó a que la pócima se calentara hasta el punto previsto, las echó dentro y removió, con mucho cuidado, las veces que hacía falta—. ¡Perfecto! Ahora... ¡Dónde tengo los malditos apes!
Se dirigió a varios escarabajos mágicos que había separado antes y, con su mortero, empezó a machacarlos. Aquel paso era bastante importante: la pasta carnosa debía seguir caliente, aquella escasa materia debía estar viva, incluso si los animales ya no lo estaban. Si no lo hacía así su producto se malograría.
Tras echar el resultado casi pulverizado buscó el ingrediente final. El más importante. El más poderoso.
—Y, al fin —alzó el ojo, arrancado por ella misma—. El ojo de un íncubo de las pesadillas.
Sonrió cuando lo echó sobre el caldero. Ya solo quedaba que aquel brebaje madurara.
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Dama Bracamante nunca supo del odio que le profesaba dama Infusión. Nadie más conocía ese sentimiento, de hecho. La bruja se había cuidado mucho de mostrarlo desde el mismo momento en que tal odio nació. Sabía que algún día se serviría su venganza, que ella misma la contemplaría caer. No deseaba que, cuando llegara el momento, sospecharan de ella.
La bruja le dio su sonrisa más luminosa a la guerrera tan pronto como la vio. De sus manos colgaba una cesta con manzanas: clásico, sí, pero dama Infusión era una humana que amaba los cuentos de toda la vida. En especial porque la mujer a la que odiaba era de otro mundo. No tenía alguna de sospechar algo de una imagen tan cliché.
—Pareces muy alegre —le dijo la guerrera.
—Oh, lo estoy, lo estoy —afirmó la bruja—. Por fin he conseguido desarrollar mi fórmula potenciadora. Cualquiera que muerda estas manzanas sentirá cómo sus capacidades naturales se doblan durante aproximadamente un día entero —sacó una y le dio un mordisco. Al momento su cuerpo vibró y una expresión de éxtasis sacudió su rostro—. ¡Sardaurlar estará encantado!
—Completamente —admitió, impresionada, la guerrera—. Es una lástima que no haya llegado a tiempo para la campaña de Almaviva, pero... nos será muy útil en nuestras próximas conquistas.
—¿Quieres probarla? —le respondió, con una sonrisa sugerente. La bruja sacó de las cestas una manzana aparentemente al azar. No lo era, por supuesto. Sacó la única que estaba envenanada.
Dama Bracamante, como no podía ser de otra manera, aceptó. Le dio un mordisco, masticó, tragó. Un sentimiento extraño la invadió. No sentía la aparente euforia de su interlocutora. ¿Por qué era eso?
Abrió la boca para decirle que la fruta que le había dado no llevaba nada cuando una repentina somnolencia la invadió. Dama Bracamante cayó al suelo, invadida por un pesado sopor.
Lo último que vio antes de sumergirse en su pesadilla fue la sonrisa triunfal de dama Infusión.
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—Parece muerta...
—Sería mejor si lo estuviera, créeme.
El guerrero miró con ojos vidriosos a su mejor amigo. Tenía boca de escorpión, sus manos eran sospechosamente parecidas a semejante animal, además de la cola que tenía. Sus pestañas no eran naturales: cada una era una minúscula cola de escorpión, su pelo era un (aparente) nido de avispas... El aspecto de Typhloc Octus, brujo de los escorpiones, era pavoroso, nauseabundo, pero no le amedrentaba. Lo amaba casi tanto como a la mujer dormida que yacía ante él en aquella habitación. Los tres habían pasado muchísimo a las órdenes de Sardaurlar, sus lazos se habían estrechado a lo largo de los años, las guerras y las batallas. Dama Bracamante y él siempre habían estado más unidos, por supuesto, se habían usado el uno al otro para no caer en la obsesión que caracterizaba a tantos guerreros. Eso, no obstante, no había hecho que alejaran de ellos a su gran amigo.
—Esto —señaló el brujo, sosteniendo una manzana— lleva un potente narcótico. Filtro de las pesadillas es uno de sus nombres. Usa magia de criptobiosis, potentes sedantes y magia onírica, a través de varios órganos de un íncubo de las pesadillas —había disgusto en su voz, pero también distinguió, por debajo, una honda tristeza... y una pizca de respeto, incluso admiración—. Pone al cuerpo en suspenso durante cien años. Mientras tanto, la víctima se ve forzada a vivir una y otra vez su peor pesadilla —ya no había admiración. Preparar aquel elixir era una proeza mágica increíble, pero no sentía lo mismo acerca de sus efectos. En especial cuando se aplicaba a una buena amiga—. Si se hace a la perfección ni siquiera la destrucción del cuerpo físico le libera, tal es el nivel en el que la mente dormida se entrelaza con el plano onírico...
—Pero tiene que haber un antídoto —su voz era la voz de la desesperación, del vacío, de quien lo había perdido todo. Vivir sin ella era desgarrador, tan doloroso como partirse el pecho en dos. ¿Saber encima que aquella mujer tan pura, tan maravillosa, estaba condenada a sufrir cien años una pesadilla? Insoportable. No podía vivir con semejante conocimiento—. ¡Tiene que haberlo! ¡Ni siquiera la magia de Hurza y Harex era invencible!
—No me pidas que haga eso —la voz de Typhloc era ronca, dolorosa de escuchar—. No prepararé el antídoto. De ninguna de las maneras.
—¡¿Por qué?! ¡¿Cómo eres capaz de dejar que esté así?!
—Porque el ingrediente final del antídoto es el corazón vivo, cálido y latiente de la persona a la que más ama la víctima —susurró el brujo—. Y por mucho que la ame, nunca, jamás, podré matarte.
Se fue sin escuchar las súplicas del guerrero. Se fue negándose a mirar atrás.
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Dama Infusión bailaba, triunfal. Oh, qué bien le había salido la jugada. Aquella maldita guerrera sufriría un siglo de pesadillas, e incluso si al final le hacían el antídoto... Oh, bueno, pues tendría que aprender a vivir sin ese guerrero estúpido e insulso. Y, conociéndola como la conocía, tampoco sería capaz de mirar al brujo si accedía a matar a su noviecito.
Recordó el día en que empezó su animadversión. Habían sido relativamente buenas amigas, siendo capaz cada una de ver las virtudes de la otra.
Y entonces llegó la segunda conquista de Sardaurlar. Ambas habían sido vitales en una misión de su escuadrón de espantos. Gracias al trabajo de las dos los principales líderes de una de las ciudades más importantes de aquel planeta se habían rendido a Rocavarancolia. Las cosas habían ido de tal forma que solo el trabajo de dama Bracamante había sido visible. Y la muy zorra, en lugar de admitir que había sido cosa de ambas, aceptó que Sardaurlar le diera todo el mérito y la ascendiera meteóricamente. Aceptó que el esfuerzo de dama Infusión quedará invisible, sin recompensa.
Recórdó la hipocresía de aquella bocachancla. «Espero que no te haya molestado. Me bloqueé un poco cuando me llamó en plena plaza y... no podía dejar pasar esta oportunidad» había tenido la osadía de decirle. Dama Infusión necesitó de cada onza de autocontrol para no lanzarle un hechizo de desastre en aquel mismo momento.
Sonrió. Los músculos le dolían de tanto realizar ese gesto, pero le daba igual. Seguiría haciéndolo hasta el mismo fin de sus días. Se sentía pletórica, completa y radiante en la culminación de su venganza tan esperada. No había mayor majestad, mayor felicidad, que haber encerrado a aquella guerrera advenediza en sus peores pesadillas. O, alternativamente, haberla hecho vivir con el conocimiento de que su estúpido novio se había sacrificado por ella.
Justo en ese momento una luz plateada comenzó a abrirse paso en las alturas. La bruja la miró con confusión. La Luna Roja quedaba lejos, muy lejos, todavía no debía haber extrañas señales en los cielos.
Un segundo después aquella luz se convirtió en un vórtice plateado. Los ejércitos de Astria, de Voraz, de Arfes, de Suelia, Tomar, Tadar, Angara... y tantos otros mundos se abalanzaron sobre Rocavarancolia, dispuestos a sacudirse el yugo de aquel reino pavoroso, terrible y parásito.
Y dama Infusión, en su momento de gloria, de triunfo, en su victoria, se convirtió en la primera víctima de la Alianza de Mundos.
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