- Harek
Ficha de cosechado
Nombre: Rick
Especie: Humano
Habilidades: Puntería, habilidad mental y carismaPersonajes :- Chromsa/Padre Foresta: campesino ochrorio Brujo de las hojas marchitas/Fauno cabra
- Rick: humano, neoyorquino
- Erknest: humano, italiano/inglés Kamaitachi
Síntomas : A veces tendrá ataques de claustrofobia. Sus irises dejan de ser círculos perfectos, y en ocasiones sus ojos serán brevemente fosforescentes en la oscuridad.
Armas :- Rick: Sable y arco
- Erknest: "Espada legendaria" y cuchillas de aire
Status : The journey never ends
Humor : Cualquier cosa me vale.
- Chromsa/Padre Foresta: campesino ochrorio Brujo de las hojas marchitas/Fauno cabra
Los héroes no existen
04/05/23, 02:12 pm
Italia, una casa de campo de San Gimignano, en la Toscana.
Era el hogar de August Burke, militar inglés ya retirado del servicio, y Amodea Fiore, florista. Los dos se conocieron en Sicilia, cuando ella se encontraba de viaje y él iba de camino a unas maniobras al otro lado del Mediterráneo. Fue amor a primera vista, a pesar del fondo algo tosco de August, al que ya habían comenzado a apodar como “Agro” por allí. Tras un par de años de noviazgo decidieron casarse, viviendo una temporada en Catania, ciudad que los unió, para pasar un tiempo después en Florencia y finalmente asentarse en el pueblo natal de Amodea. La mujer abrió una floristería propia, cultivando la mayoría en la finca en la que vivían. El hombre echaba una mano con algunos de los encargos de su esposa, aunque principalmente ejercía de mecánico y cultivando el huerto de la casa.
Agro y Amodea tuvieron un hijo, Ernest, o Ernesto, como le llamaba su madre cariñosamente. El niño desde muy pequeño mostraba una imaginación desbordante y una alegría constante. Se maravillaba con los cuentos e historias que le contaba su madre, lleno de princesas, dragones y héroes. No había día que no jugara a ser un caballero en casa. Era una familia feliz. Lo único que no era perfecto era la vergüenza y miedo del chiquillo a salir de los límites de la finca, algo alejada del pueblo. Sus padres hacían el esfuerzo para que pudiera ir a San Gimignano sin aquella timidez y consiguieron que fuera a la escuela sin muchos problemas. Le costaba relacionarse con el resto, pero después de un rato no le costó hacer amigos.
Sin embargo, a medida que crecía, Ernest se volvió más taciturno de puertas afuera. Empezaba a faltar días a clase, pasaba tiempo sin acercarse por el pueblo para ayudar en la floristería o simplemente pasear… A partir de los 10 años empezó a no salir de casa. Sus padres estaban muy preocupados con la situación de su hijo. A duras penas consiguieron llevarlo a varios psicólogos, sin hacer muchos avances en curar aquello. Bullying por parte de otros niños que había dejado secuelas, ansiedad social, miedo desmedido… Eran muchas las teorías del estado del chiquillo, pero nada de lo que probaran terminaba de funcionar. Sus padres se vieron obligados a dejar que su hijo siguiera las clases a distancia por el ordenador mientras trabajaban para que todo volviera a la normalidad. Su madre lloraba de frustración, su padre de rabia, él… por la soledad.
Pasaron los años y todo seguía igual. Ernest ya casi ni salía de su habitación, obsesionado con sus historias de fantasía en las que él era el héroe. Seguía queriendo ser un caballero, pensaba que así podría plantarle cara a todo el miedo y la inseguridad. -Si tan solo fuera Erknest…- se lamentaba. Erknest, el Caballero Ciervo, era su personaje desde que era un crío. Él vestido con una armadura dorada, una espada y un escudo legendarios, luchando por la justicia, siendo fuerte, sin miedo… Su madre seguía intentando buscar la forma de que su hijo superara aquello, siendo muy comprensible y tal vez más permisiva de lo que debería. Agro ya empezaba a darle de lado, comenzando discusiones acaloradas casi cada vez que conseguía salir de su habitación. Por supuesto, cuando había pelea el chico no llegaba a quedarse mucho rato antes de volver a encerrarse en la habitación por más tiempo aún. Los tres estaban hartos.
Una noche, cuando tenía 17 años, un ruido despertó a Ernest. Se había quedado durmiendo después de llorar por la última discusión, abrazando el casco con cuernos de ciervo que sus padres le habían regalado años atrás. Un hombre con sombrero de copa estaba en su habitación, observando sus cientos de dibujos de sus “hazañas” junto a unos extraños seres hechos de todos los materiales posibles. El chico se asustó, aunque la picadura de Morfeo fue lo suficientemente rápida para que escuchara la propuesta de Doce Punto, custodio de Altabajatorre. Le prometió aventuras sin fin en otro mundo, Rocavarancolia. Le prometió todo lo que deseaba poder llegar a ser, podría ser un héroe de verdad. -Acepto, iré contigo- no dudó al firmar el contrato y caer dormido de nuevo antes de cruzar el portal.
Ernest despertó en la fría “cama” de una de las celdas de la mazmorra. Se arrepintió al instante de haber hecho caso al demiurgo, llorando en un rincón de la celda durante un buen rato. Cuando consiguió calmarse, aunque seguía temblando hecho un ovillo, utilizó todas sus fuerzas para levantarse y salir de allí. -Tengo… tengo que ser fuerte- se repetía en voz baja mientras avanzaba por los lúgubres pasillos hasta salir de la prisión. Al llegar al exterior, se asustó y maravilló a partes iguales por el paisaje de la ciudad. No podía negar que era como en las historias y juegos, pero era la ciudad de los villanos, no la del bien. Se apresuró a beber de la fuente que había allí, asustándose al ver como perdía el inglés y el italiano para pasar a un idioma monstruoso que se hacía cada vez más familiar. Se habría echado a llorar de nuevo allí si no fuera porque escuchó pasos. Al instante, muerto de miedo, corrió a esconderse en una de las calles cercanas, vigilando lo que fuera a aparecer en la plaza. Había personas, pero también monstruos y alienígenas. Y luego llegó un barco volador para dar un discurso. -Sobrevivir, ¿aquí? ¿Qué pesadilla es esta?- dijo para sí intentando evitar un ataque de ansiedad. En cuanto el discurso terminó y la gente empezó a moverse, Ernest decía salir corriendo. No tenía rumbo, pero esperaba encontrar un lugar seguro.
Corrió por la ciudad, cayendo un par de veces por el camino por los adoquines de las calles. Cualquier ruido lo ponía en tensión, haciendo que aumentara su velocidad y las lágrimas que caían. No tuvo claro cuánto tiempo fue, pero acabó llegando a una casa en ruinas algo escondida en lo que era el Barrio de los Mil Dioses, aunque por supuesto él ignoraba eso. Simplemente parecía el único sitio más o menos resguardado que había encontrado hasta el momento y Ernest estaba demasiado cansado como para seguir buscando. Entró, buscó una parte más o menos resguardada y se quedó allí sentado, lamentándose con miedo de lo que estaba pasando. Con suerte esperaba que no fuera mucho tiempo, pero tenía la intuición de que tendría que sobrevivir allí por meses sino años. En una ciudad llena de bestias, monstruos y a saber qué más peligros. Solo.
Los meses de la criba fueron extremadamente duros para Ernest. Se atrincheró como pudo en aquella casa, teniendo suerte de no tener casi ningún incidente. Allí dentro solo lloraba y se encontraba aterrado por la posibilidad de que algo apareciera un día por la puerta y lo matara. Nadie iba a preocuparse por él. Siempre había sido así. Estaba solo y siempre lo estaría. Cuando conseguía las fuerzas suficientes salía por los alrededores en busca de comida y de cualquier cosa que pudiera ayudarle escondida entre las ruinas. Fue acondicionando algo más su nuevo hogar y sobrevivía de forma precaria. Ignoraba todo lo que estaba ocurriendo en la ciudad y a los otros cosechados, aunque igualmente se vio envuelto en los sucesos de aquel año. Lo único que le trajo fue mucho más temor.
Llegó el día en que la Luna apareció en el cielo, tan majestuosa como abominable. La fuerte lluvia amenazaba con tirar la casa abajo, pero Ernest gritaba de terror por otra cosa. Algo le pasaba, todo el cuerpo le dolía muchísimo. Notaba como se abrían heridas en algunos lugares, viendo claramente como sus nudillos se abrían con una cicatriz preocupante. Pensaba que era su fin, que moriría allí olvidado entre las ruinas de una ciudad extraña en otro mundo. -No existen los héroes, al final solo ganan los malos- se venció dándose por muerto. Pero el destino tenía otras cosas reservadas para él.
El dolor cesó y el nuevo kamaitachi se levantó sorbiendo los mocos y lágrimas que le quedaban. Seguía vivo, ¿pero ahora qué? Había sobrevivido, ¿pero qué tenía que hacer ahora? Mientras pensaba, su vista se quedó fija en el casco que había traído consigo a Rocavarancolia. Él no era fuerte, pero Erknest… Era un héroe.
Ese día nació Erknest, el Caballero Ciervo. El autoproclamado héroe cambió de nombre para siempre y empezó a procurarse una armadura acorde a su estatus de entre la basura de los escombros. Era consciente de que era un conjunto lamentable, pero quería ignorar esa verdad. Cuando estuvo preparado del todo, y después de largos días pensando si tendría el valor suficiente, empezó a presentarse por la ciudad. Pensaba y actuaba como lo haría el ilustre caballero y no el niño muerto de miedo que seguía siendo en el fondo. Cada vez que vociferaba en el mercado y otros lugares sus servicios y aventuras fantásticas sabía que hacía el ridículo, pero se esforzaba en seguir adelante. Aunque solo fuera por no terminar de derrumbarse. Fue aprendiendo sobre la ciudad, sobre sus habitantes, sobre los mundos. Incluso consiguió que sus esfuerzos por ayudar dieran sus frutos y pudo hacer trabajos para ir ganando algo de dinero e ir haciéndose un nombre. Igualmente, el “héroe” seguía solo y le dolía el alma que fuera así.
Hasta que un día aparecieron. Estaba en el mercado, víctima de un hechizo mientras daba uno de sus discursos. No le culpaba al trasgo que hiciera aquello, era lamentable. Se habría marchado a casa en cuanto se pasara la inmovilización, pero entonces un humano y un ochrorio se acercaron a ayudarle. Se presentaron como Adam y Chromsa, nuevos transformados que todavía no sabían cómo iba todo por allí. Eran majos, pero hacía falta más para sobrevivir allí. Pero sabían magia, tal vez podrían tener un trato como tantos otros había hecho hasta ahora. Él les ayudaba para adaptarse a su nueva vida y ellos le enseñarían a hacer magia. Al menos esa era su idea, pero no esperaba que los dos chicos fueron más amables que el resto de personas que conocía. En ningún momento le habían tenido en cuenta los patético que era en realidad y habían aceptado volver a verse. ¿Era acaso…? No, ¿verdad? Tuvo miedo cuando los volvió a llamar para que fueran sus escuderos, pero aceptaron de buen grado. El caballero no terminaba de creérselo, ni en el momento ni los días siguientes. ¿De verdad habían aceptado ser su amigo? -Escuderos. No creo que me vean así- se corrigió quitándose la ilusión.
Aún así, cada rato que pasaba con ellos era extremadamente feliz. A pesar de sus tonterías seguían apoyándole, yendo los tres de humildes aventuras que distaban mucho de las que aspiraba a vivir. Pero le daba igual, porque con ellos sentía que todo era posible, que daba igual la adversidad, seguirían adelante. Por eso cuando escuchó aquella palabra de la boca de ambos le dio un vuelco al corazón. -(Amigos)- eso habían dicho, eso pesaban Chromsa y Adam que eran. Y él también quería pensarlo, pero una parte de él, la que siempre lo había lastrado, le recordaba que les estaba mintiendo. No era nada de lo que decía ser. ¿Si lo descubrían seguirían siendo su amigo? Lo dudaba. Ese día cuando se marcharon se quedó mirando uno de sus dibujos de él mismo. Un caballero idealista producto de la imaginación de un niño. Una fantasía inalcanzable que se forzaba a vivir para no caer de nuevo en lo mismo que había sufrido en el pasado. Lloró durante un tiempo, por las dudas, los miedos y la incertidumbre.
Cuando Masacre lo mandó volando contra la pared de un solo golpe, rompiéndole el brazo con el impacto y quitándole todo el aliento, mientras se reía de él y comenzaba a despedazar a un Sagaz que intentaba defenderse como podía, entendió que daba igual cuánto tiempo llevara adelante con esa farsa. Él no era nada, hiciera lo que hiciera. Siempre sería el niño asustado que no quería salir de su habitación, porque tenía miedo de todo. Nunca sería un caballero, nunca sería un héroe.
Porque los héroes no existen. ¿O tal vez sí?
Era el hogar de August Burke, militar inglés ya retirado del servicio, y Amodea Fiore, florista. Los dos se conocieron en Sicilia, cuando ella se encontraba de viaje y él iba de camino a unas maniobras al otro lado del Mediterráneo. Fue amor a primera vista, a pesar del fondo algo tosco de August, al que ya habían comenzado a apodar como “Agro” por allí. Tras un par de años de noviazgo decidieron casarse, viviendo una temporada en Catania, ciudad que los unió, para pasar un tiempo después en Florencia y finalmente asentarse en el pueblo natal de Amodea. La mujer abrió una floristería propia, cultivando la mayoría en la finca en la que vivían. El hombre echaba una mano con algunos de los encargos de su esposa, aunque principalmente ejercía de mecánico y cultivando el huerto de la casa.
Agro y Amodea tuvieron un hijo, Ernest, o Ernesto, como le llamaba su madre cariñosamente. El niño desde muy pequeño mostraba una imaginación desbordante y una alegría constante. Se maravillaba con los cuentos e historias que le contaba su madre, lleno de princesas, dragones y héroes. No había día que no jugara a ser un caballero en casa. Era una familia feliz. Lo único que no era perfecto era la vergüenza y miedo del chiquillo a salir de los límites de la finca, algo alejada del pueblo. Sus padres hacían el esfuerzo para que pudiera ir a San Gimignano sin aquella timidez y consiguieron que fuera a la escuela sin muchos problemas. Le costaba relacionarse con el resto, pero después de un rato no le costó hacer amigos.
Sin embargo, a medida que crecía, Ernest se volvió más taciturno de puertas afuera. Empezaba a faltar días a clase, pasaba tiempo sin acercarse por el pueblo para ayudar en la floristería o simplemente pasear… A partir de los 10 años empezó a no salir de casa. Sus padres estaban muy preocupados con la situación de su hijo. A duras penas consiguieron llevarlo a varios psicólogos, sin hacer muchos avances en curar aquello. Bullying por parte de otros niños que había dejado secuelas, ansiedad social, miedo desmedido… Eran muchas las teorías del estado del chiquillo, pero nada de lo que probaran terminaba de funcionar. Sus padres se vieron obligados a dejar que su hijo siguiera las clases a distancia por el ordenador mientras trabajaban para que todo volviera a la normalidad. Su madre lloraba de frustración, su padre de rabia, él… por la soledad.
Pasaron los años y todo seguía igual. Ernest ya casi ni salía de su habitación, obsesionado con sus historias de fantasía en las que él era el héroe. Seguía queriendo ser un caballero, pensaba que así podría plantarle cara a todo el miedo y la inseguridad. -Si tan solo fuera Erknest…- se lamentaba. Erknest, el Caballero Ciervo, era su personaje desde que era un crío. Él vestido con una armadura dorada, una espada y un escudo legendarios, luchando por la justicia, siendo fuerte, sin miedo… Su madre seguía intentando buscar la forma de que su hijo superara aquello, siendo muy comprensible y tal vez más permisiva de lo que debería. Agro ya empezaba a darle de lado, comenzando discusiones acaloradas casi cada vez que conseguía salir de su habitación. Por supuesto, cuando había pelea el chico no llegaba a quedarse mucho rato antes de volver a encerrarse en la habitación por más tiempo aún. Los tres estaban hartos.
Una noche, cuando tenía 17 años, un ruido despertó a Ernest. Se había quedado durmiendo después de llorar por la última discusión, abrazando el casco con cuernos de ciervo que sus padres le habían regalado años atrás. Un hombre con sombrero de copa estaba en su habitación, observando sus cientos de dibujos de sus “hazañas” junto a unos extraños seres hechos de todos los materiales posibles. El chico se asustó, aunque la picadura de Morfeo fue lo suficientemente rápida para que escuchara la propuesta de Doce Punto, custodio de Altabajatorre. Le prometió aventuras sin fin en otro mundo, Rocavarancolia. Le prometió todo lo que deseaba poder llegar a ser, podría ser un héroe de verdad. -Acepto, iré contigo- no dudó al firmar el contrato y caer dormido de nuevo antes de cruzar el portal.
Ernest despertó en la fría “cama” de una de las celdas de la mazmorra. Se arrepintió al instante de haber hecho caso al demiurgo, llorando en un rincón de la celda durante un buen rato. Cuando consiguió calmarse, aunque seguía temblando hecho un ovillo, utilizó todas sus fuerzas para levantarse y salir de allí. -Tengo… tengo que ser fuerte- se repetía en voz baja mientras avanzaba por los lúgubres pasillos hasta salir de la prisión. Al llegar al exterior, se asustó y maravilló a partes iguales por el paisaje de la ciudad. No podía negar que era como en las historias y juegos, pero era la ciudad de los villanos, no la del bien. Se apresuró a beber de la fuente que había allí, asustándose al ver como perdía el inglés y el italiano para pasar a un idioma monstruoso que se hacía cada vez más familiar. Se habría echado a llorar de nuevo allí si no fuera porque escuchó pasos. Al instante, muerto de miedo, corrió a esconderse en una de las calles cercanas, vigilando lo que fuera a aparecer en la plaza. Había personas, pero también monstruos y alienígenas. Y luego llegó un barco volador para dar un discurso. -Sobrevivir, ¿aquí? ¿Qué pesadilla es esta?- dijo para sí intentando evitar un ataque de ansiedad. En cuanto el discurso terminó y la gente empezó a moverse, Ernest decía salir corriendo. No tenía rumbo, pero esperaba encontrar un lugar seguro.
Corrió por la ciudad, cayendo un par de veces por el camino por los adoquines de las calles. Cualquier ruido lo ponía en tensión, haciendo que aumentara su velocidad y las lágrimas que caían. No tuvo claro cuánto tiempo fue, pero acabó llegando a una casa en ruinas algo escondida en lo que era el Barrio de los Mil Dioses, aunque por supuesto él ignoraba eso. Simplemente parecía el único sitio más o menos resguardado que había encontrado hasta el momento y Ernest estaba demasiado cansado como para seguir buscando. Entró, buscó una parte más o menos resguardada y se quedó allí sentado, lamentándose con miedo de lo que estaba pasando. Con suerte esperaba que no fuera mucho tiempo, pero tenía la intuición de que tendría que sobrevivir allí por meses sino años. En una ciudad llena de bestias, monstruos y a saber qué más peligros. Solo.
Los meses de la criba fueron extremadamente duros para Ernest. Se atrincheró como pudo en aquella casa, teniendo suerte de no tener casi ningún incidente. Allí dentro solo lloraba y se encontraba aterrado por la posibilidad de que algo apareciera un día por la puerta y lo matara. Nadie iba a preocuparse por él. Siempre había sido así. Estaba solo y siempre lo estaría. Cuando conseguía las fuerzas suficientes salía por los alrededores en busca de comida y de cualquier cosa que pudiera ayudarle escondida entre las ruinas. Fue acondicionando algo más su nuevo hogar y sobrevivía de forma precaria. Ignoraba todo lo que estaba ocurriendo en la ciudad y a los otros cosechados, aunque igualmente se vio envuelto en los sucesos de aquel año. Lo único que le trajo fue mucho más temor.
Llegó el día en que la Luna apareció en el cielo, tan majestuosa como abominable. La fuerte lluvia amenazaba con tirar la casa abajo, pero Ernest gritaba de terror por otra cosa. Algo le pasaba, todo el cuerpo le dolía muchísimo. Notaba como se abrían heridas en algunos lugares, viendo claramente como sus nudillos se abrían con una cicatriz preocupante. Pensaba que era su fin, que moriría allí olvidado entre las ruinas de una ciudad extraña en otro mundo. -No existen los héroes, al final solo ganan los malos- se venció dándose por muerto. Pero el destino tenía otras cosas reservadas para él.
El dolor cesó y el nuevo kamaitachi se levantó sorbiendo los mocos y lágrimas que le quedaban. Seguía vivo, ¿pero ahora qué? Había sobrevivido, ¿pero qué tenía que hacer ahora? Mientras pensaba, su vista se quedó fija en el casco que había traído consigo a Rocavarancolia. Él no era fuerte, pero Erknest… Era un héroe.
Ese día nació Erknest, el Caballero Ciervo. El autoproclamado héroe cambió de nombre para siempre y empezó a procurarse una armadura acorde a su estatus de entre la basura de los escombros. Era consciente de que era un conjunto lamentable, pero quería ignorar esa verdad. Cuando estuvo preparado del todo, y después de largos días pensando si tendría el valor suficiente, empezó a presentarse por la ciudad. Pensaba y actuaba como lo haría el ilustre caballero y no el niño muerto de miedo que seguía siendo en el fondo. Cada vez que vociferaba en el mercado y otros lugares sus servicios y aventuras fantásticas sabía que hacía el ridículo, pero se esforzaba en seguir adelante. Aunque solo fuera por no terminar de derrumbarse. Fue aprendiendo sobre la ciudad, sobre sus habitantes, sobre los mundos. Incluso consiguió que sus esfuerzos por ayudar dieran sus frutos y pudo hacer trabajos para ir ganando algo de dinero e ir haciéndose un nombre. Igualmente, el “héroe” seguía solo y le dolía el alma que fuera así.
Hasta que un día aparecieron. Estaba en el mercado, víctima de un hechizo mientras daba uno de sus discursos. No le culpaba al trasgo que hiciera aquello, era lamentable. Se habría marchado a casa en cuanto se pasara la inmovilización, pero entonces un humano y un ochrorio se acercaron a ayudarle. Se presentaron como Adam y Chromsa, nuevos transformados que todavía no sabían cómo iba todo por allí. Eran majos, pero hacía falta más para sobrevivir allí. Pero sabían magia, tal vez podrían tener un trato como tantos otros había hecho hasta ahora. Él les ayudaba para adaptarse a su nueva vida y ellos le enseñarían a hacer magia. Al menos esa era su idea, pero no esperaba que los dos chicos fueron más amables que el resto de personas que conocía. En ningún momento le habían tenido en cuenta los patético que era en realidad y habían aceptado volver a verse. ¿Era acaso…? No, ¿verdad? Tuvo miedo cuando los volvió a llamar para que fueran sus escuderos, pero aceptaron de buen grado. El caballero no terminaba de creérselo, ni en el momento ni los días siguientes. ¿De verdad habían aceptado ser su amigo? -Escuderos. No creo que me vean así- se corrigió quitándose la ilusión.
Aún así, cada rato que pasaba con ellos era extremadamente feliz. A pesar de sus tonterías seguían apoyándole, yendo los tres de humildes aventuras que distaban mucho de las que aspiraba a vivir. Pero le daba igual, porque con ellos sentía que todo era posible, que daba igual la adversidad, seguirían adelante. Por eso cuando escuchó aquella palabra de la boca de ambos le dio un vuelco al corazón. -(Amigos)- eso habían dicho, eso pesaban Chromsa y Adam que eran. Y él también quería pensarlo, pero una parte de él, la que siempre lo había lastrado, le recordaba que les estaba mintiendo. No era nada de lo que decía ser. ¿Si lo descubrían seguirían siendo su amigo? Lo dudaba. Ese día cuando se marcharon se quedó mirando uno de sus dibujos de él mismo. Un caballero idealista producto de la imaginación de un niño. Una fantasía inalcanzable que se forzaba a vivir para no caer de nuevo en lo mismo que había sufrido en el pasado. Lloró durante un tiempo, por las dudas, los miedos y la incertidumbre.
Cuando Masacre lo mandó volando contra la pared de un solo golpe, rompiéndole el brazo con el impacto y quitándole todo el aliento, mientras se reía de él y comenzaba a despedazar a un Sagaz que intentaba defenderse como podía, entendió que daba igual cuánto tiempo llevara adelante con esa farsa. Él no era nada, hiciera lo que hiciera. Siempre sería el niño asustado que no quería salir de su habitación, porque tenía miedo de todo. Nunca sería un caballero, nunca sería un héroe.
Porque los héroes no existen. ¿O tal vez sí?
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