Primer sueño de Sox

Nadie se movía, pero nadie parecía perdido tampoco. Sox esperó un poco más, devolviéndole las miradas ceñudas a Rad a la espera de captar algo, pero según pasaba el tiempo se daba cuenta de que era el único que no había captado las reglas. La última vez que había sentido aquella clase de sudor frío, de puro nervio y ansiedad de examen condensados, había sido cuando era un criajo. Y aún así no era la misma sensación: ya estudiaba como un condenado de crío, obsesionado por impresionar. Se sabía las respuestas, aunque en aquellos minutos previos creyese que no.
Aquel pulso acelerado, la mente en blanco y el pánico a sentirse estúpido eran sensaciones nuevas y horribles. El carabés intentó mantenerlas a raya de su expresión lo mejor que pudo.

Intentó pensar, con menos resultado conforme crecía el malestar. Era como hacer chocar repetidamente bloques sin lograr encajarlos. Las instrucciones. Expuestas durante la prueba. Las instrucciones de la prueba estaban expuestas claramente durante la misma. En alguna parte. Claramente. ¿Dónde? ¿Por dónde había pasado? ¿Qué había leído? Su expediente. Las señalizaciones. Tal vez debería regresar sobre sus pasos. Podría haberse perdido una nota, un anuncio, una pantalla en el techo o en el centro del edificio del que había salido.

Finalmente la gente empezó a moverse, lo que le hizo sentir todavía peor en su indecisión. Tay se perdió por una calle aleatoria; Sox iba de camino a imitar su ejemplo y separarse del grupo en busca de más pistas cuando una chica le paró. El tono y sus palabras le hicieron olvidar momentáneamente su tesitura, sustituidos por molestia. El carabés frunció el entrecejo de la forma automática de a quien la duda ofende.
—Pues claro —la encaró—. ¿Qué quieres?
Sus brazos cruzados guardaban menos resolución que de costumbre, conforme regresó a su memoria la apremiante noción de que era el único que no sabía qué hacer, que estaba retrasado, que estaba siendo el más estúpido del grupo.

El tono de las palabras la chica le inflamó el temperamento, y la forma en que Rad hablaba de él con tanta disciplencia terminó de avivar la llama. No iba a quedarse allí a que le menospreciaran y le dieran órdenes.
-Ni hablar -terció con hosquedad-. Ahí os quedáis.

Había caras familiares desperdigadas por la plaza, y Sox procuró suprimir la vaga aprensión que le producía el saber que el grupo que conocía estaba a punto de separarse en direcciones distintas. La respuesta correcta se le escapaba de nuevo entre los dedos, a contrarreloj.

Eriel estaba solo, y aquello fue lo que inclinó la balanza a su favor. Los nublinos habían tenido una idea correcta, aunque distorsionada, de cómo funcionaban las cosas allí. En aquella ocasión podía estar sucediendo lo mismo.
-Eriel -le llamó al acercarse, olvidando que su compañero no tenía por qué acordarse de él ni de que sabía su nombre-. ¿Tienes alguna idea? ¿Dónde está tu hermano?

Sox fue a responder enseguida pero se detuvo a tiempo. Se frotó un momento el entrecejo; notaba el cuerpo entero tenso como la cuerda de un arco.
—Sé quien es tu hermano, pero no creo que me conozca —fue lo que terminó por decir. Todo aquello era confuso e irritante. Lo último en lo que debería estar distrayéndose era en cuidar si desvelaba información antes de tiempo, pero así estaban las cosas—. ¿Adónde pensáis ir cuando estéis juntos?

Sox creyó que la cabeza le iba a explotar. Increíblemente, a más hablaba Eriel menos entendía.
—¿La primera prueba es presumiblemente no morir en el intento? —preguntó con acidez. Había que tener paciencia en los exámenes, lo sabía por activa y por pasiva, pero le estaba resultando imposible.

Trató de pensar. Había sentido una sed abrasadora, y ello le había conducido a la fuente. ¿Dónde estaría la siguiente pista, si ahora no estaba sintiendo nada? ¿Serían los números? ¿Serían ésos las instrucciones ya dadas?
—Voy a ver qué hay por ahí antes de que se haga de noche, entonces —terminó por decir. Era lo único que había logrado extraer con seguridad y sonaba razonable—. Buena suerte —le dijo al nublino, que había declarado sus intenciones de quedarse esperando. Barael no dejaría que le pasase nada malo a su hermano, así que estaba en buenas manos.

"Nos vigilan." Con aquellas palabras frescas en la mente, Sox se encontró escaneando los cielos mientras caminaba. La amenaza de Tuétano trascendía las fronteras del sueño.

La noche cayó mucho más rápido de lo que esperaba, pero el carabés no lograba reunir el valor para adentrarse en un edificio cualquiera sin más. Todos le parecían inadecuados de alguna manera, o inexpugnables, o albergadores de alguna amenaza nefasta en su interior. Se dio cuenta de lo diferente que era recorrer Rocavarancolia sin el apoyo de un grupo. Así pues seguía caminando y caminando sin llegar a detenerse nunca.

Se paró bruscamente al oír gritos, el pulso acelerándosele más a cada segundo que transcurría sin lograr decidir qué hacer. Se quedó parado un momento, indeciso sobre si seguir la dirección de la que venían o no. ¿Podría ayudar? ¿Debería? ¿Formaba parte del examen?
Aquel instante de vacilación decidió por él, porque enseguida tuvo problemas propios de los que preocuparse. Sox dejó escapar un grito cuando notó algo trepándole por las piernas, y sus intentos de sacudirse a las ratas de encima a puntapiés debieron ser infructuosos porque enseguida notó una presencia reptándole por la frente y un dolor estridente, insoportable en el ojo. Aquella vez fue él el que profirió un alarido de dolor.

Se tapó la cara con las manos después de arrancarse a la maldita estúpida jodida alimaña de encima. Le iba a estallar, era como si tuviera todavía clavado un puñal en plena cuenca. Pisoteó a ciegas para intentar abrirse paso y buscó el edificio más cercano pensando refugiarse lo antes posible tras una puerta, con el ojo sano lagrimeándole a mares por el dolor. No se atrevía a imaginar cómo estaría el otro.

Aquella vez Sox se quedó un rato de más echado en el catre, con el antebrazo por encima de los ojos para que las luces no le deslumbraran. Abrumado, rabioso y frustrado por no entender nada, pero sobre todo interiorizando en silencio la presión consoladora de su brazo sobre el ojo que segundos antes le había faltado.

Intentó reprimir el resentimiento al ver las palabras sobre la pizarra. No eran insultos sin más cuando venían de examinadores. Eran críticas y tenía que tragarlas. Corregirse, mejorar.
Vale, no podía entrar en las casas. Era donde estaban los examinadores o lo que sea. Lo mismo estaba anunciado en alguna parte y tampoco había sido capaz de leerlo. Como todas las demás instrucciones que estaban volando por encima de su cabeza, porque por lo visto en algún momento desde que había llegado a Rocavarancolia el puto inútil de su cerebro había involucionado y se había vuelto analfabeto, ciego e idiota.

Sólo tenía que llegar al final. Los puntos eran oportunidades, no notas. Tal vez eran ambas cosas, pero se le había acabado la paciencia para preocuparse por eso en algún momento entre ser apuñalado y perder el ojo.
Aquella vez no perdió tiempo al llegar a la plaza: necesitaba llegar a un lugar seguro antes de que cayera aquella noche endemoniadamente rápida. Bebió, no se paró a hablar con nadie y torció por una calle opuesta a la que había albergado las ratas.

Rocavaragálago pareció perseguirle allá adonde fuese, asfixiante como solía serlo el planeo de Tuétano sobre sus cabezas. Sox no estaba acostumbrado a recorrer Rocavarancolia solo.

La ciudad era sorprendentemente eficiente de atravesar con su nueva disposición cuadriculada. El carabés inicialmente sólo había planeado desviarse lo máximo posible de los lugares que ya sabía que daban malos resultados, pero se alejó tanto que terminó por toparse con un muro inmenso, que se curvaba de forma perfecta sobre su cabeza para continuarse con la cúpula del cielo. Sintiendo un nuevo peso asentándose en su estómago, de forma demencial Sox se encontró recordando la antigua Rocavarancolia de forma favorable; era una ciudad vieja y mortal, pero no era una jaula.

La primera vez que vio abrirse una puerta por el rabillo del ojo se había girado bruscamente, pensando que se había equivocado y que por fin había encontrado el lugar oficial que tenía que buscar, pero Rocavarancolia se encargó enseguida de desmentirlo. Sox retrocedió por instinto en cuanto reconoció qué eran las formas que rodaban a sus pies, atenazado por el horror y el asco, y sólo recordó respirar cuando las puertas volvieron a cerrarse con limpieza sin dejar paso a ningún monstruo detrás.

La conmoción le tuvo allí parado durante casi medio minuto y luego volvió a echar a andar despacio. Las siguientes veces ya no le tomaron por sorpresa, pero la ansiedad renovada ante la posibilidad de que de una de esas puertas brotase algo nuevo hicieron cada nuevo par de metros por aquella calle un auténtico infierno.

Había planeado no meterse en ninguna parte, pero la inminente llegada de la noche le recordó todas las razones por las que en el torreón nunca salían pasada la puesta de sol. Ansiaba con todas sus fuerzas encontrar refugio pero la experiencia en la calle de las cabezas había reforzado su intuición de que los edificios no eran seguros. Miraba a todas partes esperando que una solución apareciese frente a él, como las instrucciones que se suponía que ya habían sido dadas con claridad. En cierto punto pensó en buscar Maciel, pero las calles ahora eran de trazado limpio y ya no conocía el camino a casa.

Reconoció vagamente, reluciente y adaptado a la nueva estética agobiante y futurista de la ciudad, el palacete al que habían entrado sin saberlo a robar. Vaciló, recordando que tenía dueño. Recordó las normas sobre intervención, la advertencia tardía de Tersa. No quería hacer aquello, no quería morir otra vez. Todo el cuerpo se lo gritaba. Cada vez era un universo distinto de dolor. Tenía el estómago revuelto para cuando finalmente traspasó el umbral.

El vacío del interior del edificio volvió a golpearle con su falta de familiaridad. Sox pasó la mano abstraído por la pared desnuda del palacete recordando la intrincada decoración del lugar que recordaba.

Caminó al principio con cautela, muy pendiente de cada ruido sospechoso o de movimiento en habitaciones por delante de él. Sin embargo con el tiempo pudo comprobar que el lugar parecía deshabitado y se encontró vagando sin rumbo por él, asomándose a una habitación vacía tras otra. La noche cayó fuera y consiguió mantenerse a salvo.

Los gritos irrumpiendo en aquel silencio inerte le hicieron dar un bote en el sitio. Con el corazón en la garganta el carabés buscó alguna ventana, sin éxito. Para cuando se hizo a la idea de que no había ventanales ni azoteas los gritos ya habían dado paso a un escalofriante silencio.

No se creyó capaz de conciliar el sueño, pero lo intentó de todos modos.


Dentro de las paredes del palacete era imposible contar el tiempo. Sox despertó con las pestañas pegadas y la boca pastosa, pero vivo. La luz del sol, pálida como era, le deslumbró cuando por fin puso pie en el exterior.

Tenía hambre y sed arañándole el estómago desde dentro. Recordar el contenido de las cestas hizo que le rugieran las tripas, y el carabés intentó reconstruir lo mejor que pudo el recorrido desde el palacete a Maciel, y de ahí en dirección al lugar donde solían recoger sus provisiones.

Sox había acelerado inconscientemente el paso al ver aquel puesto claramente fuera de lugar; más todavía al distinguir las siluetas de las provisiones sobre él. Se moría de hambre y de sed y tuvo que obligarse a llenar la cesta sistemáticamente primero. En Maciel solían esperar a llegar a casa para comer en lugar de entretenerse, pero es que en Maciel no solían haber pasado la tarde y la noche anterior en ayunas.

No pudo evitar que sus ojos siguieran a Siete. Vista tan cerca, como lo había sido la de Eriel, su mirada era profundamente desconcertante en su indiferencia. Sí que era verdad que ninguno le reconocía.
—Sí —contestó al otro idrino conforme llenaba su propia cesta de plástico—. ¿Por qué?
Había muchas otras preguntas que quería hacer, pero ya había dado por hecho que aquella Rocavarancolia nueva quería de él lo mismo que la vieja: que sobreviviera hasta la Luna Roja de cualquier manera posible.