Primer sueño de Remilo

La mirada de odio y desconsuelo de Eitne atraviesa el corazón de Milo como una lanza, pero a pesar de todo su risa entrecortada no se detiene. El irrense observa con horror como el daeliciano muere poco a poco, pero cuando empieza a toser dientes de león sus carcajadas se redoblan.
—Vuela, vuela libre. —acierta a decir con los ojos llenos de lágrimas, despidiéndose de la nube de flores que fue el letarguino con un gesto de la mano y una sonrisa.

El norteño se pone en pie con dificultad, dolorido aún por los mordiscos, y observa como un nuevo arco se abre en el rosal que tiene enfrente. La voz de su guía le llega con claridad, pero su cerebro tarda unos segundos en procesar lo que dice.
—Una prueba más y podremos vernos, si... —asiente sonriente al final, limpiándose la cara en el dorso de la mano. Ya no detecta diversión en su interlocutor y eso le complace.

Milo retoma el camino hacia su destino con cierta torpeza, tambaleándose ligeramente, pero en cuanto se acostumbra al dolor sus pasos vuelven a ganar firmeza.

—Me lo dicen a menudo, si. —responde a la voz con una sonrisa torcida.

Milo no tarda mucho en perder el sentido del tiempo y avanza por los pasillos con la mente en blanco, caminando bajo aquel mediodía eterno sin detenerse en ningún momento. No piensa en lo que ha hecho ni en lo que quiere hacer para no derrumbarse, pero su determinación no flaquea. Cuando por fin llega a una nueva plaza tarda unos segundos en darse cuenta de que ya no puede seguir adelante.

Su mirada recorre el nutrido grupo que le cierra el paso con genuina curiosidad, reconociendo en su grotesca anatomía a sus compañeros de torreón. Son menos de los que recuerda, pero no es consciente de quien falta.
—Hola, chicos. —saluda cordial, atento a sus movimientos.

Su guía vuelve a manifestarse con indiferencia, pero el chico detecta interes.
—De uno en uno sería demasiado justo, ¿verdad? —le responde con una sonrisa sardónica.

A pesar de que esta perdiendo la cabeza el norteño nunca ha sido estúpido, por lo que intenta ganar una posición más ventajosa de inmediato. Se desliza hacia una de las esquinas de la plaza y apoya la espalda contra los rosales ignorando los pinchazos de las espinas. Ahora esta encajonado, pero nada puede sorprenderlo por la retaguardia. Alza su espada frente a si sujetándola con firmeza.
—¿Vosotros también escaparéis volando? —les pregunta divertido a los monstruosos letarguinos, riendo por lo bajo como si acabara de contar un chiste la mar de gracioso.

El comentario descaradamente inocente de su inerlocutor le provoca carcajadas, pero no hay humor en ellas y se asemejan más a un estertor seco. La primera en atacar es Adru, que se ha transformado en una especie de pájaro blanco, pero el norteño no esperaba una embestida aérea y alza la espada con demasiada lentitud. Está seguro de que va a recibir un golpe doloroso, pero antes de que llegue un estruendo interrumpe su tren de pensamientos.

Una sección de rosales a su derecha cae y se escucha un imperiosa negativa que no procede de su misterioso guía. Desde el hueco en el muro surge un brazo metálico gigante que atrapa a la sinhadre en pleno descenso, aplastándola entre los dedos y convirtiéndola en una nube de briznas de hierba. Al final de aquella enorme extremidad se encuentra Rena, que también a crecido, y la irrense parece estar retorciéndose de dolor. Secciones enteras de su piel se han transmutado en metal y el proceso sigue en marcha. Avanza encorvada e interpone su prótesis entre los letarguinos y su compatriota.

Milo no entiende que está ocurriendo y su férrea determinación flaquea. La visión de un aliado le devuelve parte de su cordura, pero emerger del pozo oscuro en el que se encontraba es difícil. La nueva negativa de su compañera termina de centrarlo.
—¿Rena? —inquiere dubitativo. Sigue sujetando la espada con fuerza a pesar de todo—. ¿Qué te está ocurriendo? ¿Qué es lo que está pasando? —pregunta con tono desesperado, aferrándose a la posibilidad de recibir al fin una explicación detallada.

El siguiente que intenta saltarle encima a Milo es Neil. El aurva también a mutado: sus piernas han sido sustituidas por una enorme cola de serpiente y sus colmillos le llegan hasta la barbilla. Rena intenta detenerlo, pero en esta ocasión no lo consigue y el chico se enrosca entrono a su brazo mordiéndolo con saña. Su compatriota grita y maldice, pero no responde a sus preguntas.
—No entiendo... —murmura el norteño, observando confuso el proceso de transformación de su compañera.

La irrense se esta convirtiendo en una suerte de robot gigante y el resulta doloroso, pero a diferencia de los demás parece que sigue siendo ella misma. Se interpone entre los letarguinos y Milo, protegiéndole de sus envites, y trata de convencerlos de que no le hagan daño. Aparentemente creen que lo que les pasa es culpa suya, lo cual no tiene sentido.
—¡Basta ya, por favor! —brama el hacker lleno de angustia, presenciando horrorizado como una garra atraviesa a la peliverde. En lugar de sangre o vísceras de la herida brotan tornillos, cables y aceite.

Rena vuelve a gritar, acelerando su mutación, y golpea de nuevo a sus compañeros con el brazo gigante. Los letarguinos salen despedidos en todas direcciones y su compatriota le insta a marcharse.
—Pero no puedo dejarte aquí... —replica el chico, acercándose a la sección del muro que sigue destrozada sin soltar la espada—. Ven conmigo, por favor... —suplica impotente. Ya tiene un pie fuera de la plaza, pero no quiere perder a su única aliada a merced de sus compañeros enajenados.

Pensar en los letarguinos, sin embargo, le deja clavado en el sitio. Acaba de recordar a Guille y el terrible destino que ha sufrido.
—No, no puedo irme —murmura. Vuelve a sonreír con expresión desquiciada y entra de nuevo en la plaza con la espada alzada—. Deben volar o arderán vivos. —farfulla, preparándose para ayudar a su compatriota.

Las palabras de Rena lo golpean como un muro y el norteño se queda inmóvil con expresión perdida, sin ver lo que ocurre frente a él. La necesidad de huir se debate con la de ayudar a su compatriota e incapaz de decidirse se queda bloqueado. La voz vuelve a hablarle con tono de burla y el norteño reacciona.
—¡CALLATE! —exclama furioso, saliendo del trance momentáneo. La sonrisa desquiciada que ha lucido hasta el momento se deshace en una mueca rabiosa mientras busca de nuevo al propietario de aquella insidiosa voz, pero sigue sin dar con él.

Durante aquel momento de duda algo que una vez fue Rox se escapa del cerco de Rena y se le echa encima. El apretón de sus dedos entorno a su cuello es tremendamente fuerte, pero el irrense esta demasiado enfadado como para sentir miedo.
—S-sueltame, Rox... —masculla con voz ahogada, taladrando a la que cree su amiga con la mirada mientras trata de liberarse. Hunde los dedos de su mano metálica en las muñecas de la coreana, pero la presión no disminuye un ápice y se decanta por una solución mas contundente: lanza un tajo ascendente con la espada que aún mantiene sujeta.

La sombra de demencia que el irrense ha empleado para protegerse de lo que esta viviendo a sido sustituida por una ira inflamada, una ira que principalmente dirige hacia si mismo por ser tan débil.

Milo pierde el equilibrio al liberarse de la presa de Rox y cae hacia atrás dándose un golpe sordo contra el suelo. El grito del coreano es ensordecedor, pero antes de que el irrense pueda reaccionar un brazo gigante lo corta de raíz y convierte al rubio en fumarolas blancas que se elevan lentamente hacia el cielo. El silencio desciende sobre el laberinto mientras el norteño busca a Rena con la mirada, pero cuando da con ella ya no queda nada que la reconozca como una irrense. Se ha transformado en una cúpula mecanizada de la que surge la extremidad que acabado con el medio australiano.
—No... —murmura, pero las palabras mueren en sus labios cuando la expeliverde empieza a encogerse y termina convirtiéndose en una iridiscente luz plateada que acaba desapareciendo.

Nada ni nadie queda en el claro, solo Milo y la espada que aún sujeta. El silencio se vuelve opresivo y la soledad le aplasta, amenazando con derrumbarle. El norteño envidia a sus compañeros, pues ellos se han elevado y abandonado aquella prisión de rosales, algo de lo qué él es incapaz. A pesar de los numerosos golpes que ha recibido su carne sigue intacta, anclándole al laberinto, y lo único que puede hacer es seguir avanzando.

Cuando la voz resuena de nuevo en su cabeza el hacker vuelve a moverse, dejándose llevar por el tirón que siente en el estómago a través de la nuevo abertura que se forma entre los setos. Ignora el tono burlón de su guía, indiferente, y aprieta el paso presintiendo la cercanía del final del trayecto.

Ha prometido acabar con el dueño de aquella voz, pero quizás sea él el que acabe elevándose por fin.

Cuando por fin llega al centro del laberinto la intensa luz del sol inmóvil le ciega durante unos instantes, impidiéndole distinguir con claridad el lugar que tanto tiempo lleva buscando. Solo acierta a distinguir cuatro arcos idénticos en las paredes de rosales que forman aquel recinto, pero por mucho que busca no encuentra a su guía. Su voz, sin embargo, resuena por todas partes, anunciando su llegada.
—¿Donde estás? —pregunta rabioso, pero el desconocido no hace amago de escucharle y prosigue su perorata.

Casi puede ver la sonrisa que esboza justo antes decir sus últimas palabras, las cuales caen sobre el irrense como un jarro de agua fría. El tono insidioso de las mismas lo atraviesa como si fuera un cuchillo y la realidad, hasta ahora amortiguada por lo irreal de los sueños, lo golpea con fuerza.
—N-no... —balbucea, mirando a su alrededor con ojos desorbitados—. No es verdad, yo no... —continúa, soltando la espada que durante tanto tiempo ha estado sujetando y llevándose las manos a la cabeza—. Estaban... ¿sufriendo? —añade, un híbrido entre argumento y pregunta.

El norteño, abrumado, se deja caer de rodillas con lágrimas en el rostro, negando una y otra vez. Es su momento más lúcido dentro de la pesadilla, aunque él no lo sabe, y las consecuencias de sus acciones lo ahogan en la desesperación.

Su respiración entrecortada, no obstante, empieza a ganar fuerza poco a poco y termina convirtiéndose en un resuello rabioso.
—¡TODO ES CULPA TUYA! —brama por fin, refugiándose de nuevo en la ira y dejando que su mente se hunda en la irracionalidad de la pesadilla—. ¡¿DONDE ESTÁS?! —pregunta de nuevo a gritos, apretando los puños desnudos con fuerza mientras trata de ponerse en pie.