Primer sueño de Remilo

Milo ve venir el golpe, pero a pesar de que su instinto le dice que se aparte o replique el irrense no es capaz de moverse. Se le corta la respiración al recibir el impacto y sale despedido, pero mientras resbala por uno de los muros hasta el suelo ya sabe que no esta herido. Ha dolido, pero nada más, y el grito rabioso de Guille previo al ataque también estaba cargado de pena. Se levanta entre jadeos, forzando a sus pulmones a coger aire.
—G-Guille, s-soy yo... —balbucea, intentando dialogar con el monstruo.

El humano no le escucha y la voz incorpórea insiste, sarcástica.
—¡No voy a matarlo! —exclama enfadado. Trata de ocultar su miedo—. Deja de decir estupideces... tiene que haber alguna forma de salvarlo. —lo último es prácticamente un ruego.

El norteño sigue sujetando la espada con firmeza, pero no hace amago de enfrentarla a su amigo.

Milo casi se siente aliviado cuando oye de nuevo la voz, pues cree que va a aceptar su petición, pero cuando logra procesar correctamente su tono ya es tarde. El chasquido de dedos resuena en sus oídos como un trueno y corta su réplica con brusquedad, paralizando su cuerpo completamente.
— ... —intenta gritar, pero no es capaz de emitir sonido alguno y la rabia destella en sus ojos. Trata de sacudirse, pero sus miembros no responden.

El irrense no comprende que está pasando, pero cuando Guille se eleva en el aire sus esfuerzos mentales se detienen y la ira que brilla en su mirada es sustituida progresivamente por el horror más absoluto.
«No, no, no, no, no... » repite una y otra vez en su cabeza, redoblando sus intentos inútiles de liberarse. En el cuerpo del niño humano se van abriendo, una a una, grietas negras y llagas rojizas que emiten un brillo ígneo. Volutas de humo emergen de su piel y se elevan impasibles hacia el cielo despejado. El pequeño esta ardiendo por dentro y el norteño no puede hacer nada.

Los gritos del desgraciado son ensordecedores, pero Milo oye perfectamente el comentario de su misterioso guía.
«Basta ya... » ruega sin resultado mientras las lágrimas resbalan por su rostro. La impotencia le consume y el tiempo deja de tener sentido. En algún momento deja de resistirse y su mirada empieza a opacarse mientras aquel espectáculo grotesco se graba a fuego en su mente.

Todo acaba con un destello cegador y Guille se convierte en una estatua de ceniza, una estatua con su verdadero aspecto que el viento disuelve en un instante borrando cualquier rastro de lo que acaba de ocurrir. El hacker cae desmadejado al suelo cuando la parálisis desaparece.

No reacciona durante unos instantes, pero al final se pone en pie con movimientos torpes y sujeta su espada con fuerza. Su rostro sigue empapado, pero una mascara inexpresiva oculta sus emociones. En sus ojos ya no hay brillo alguno.
—La tuya va a ser una obra de arte. —responde con voz rota a las palabras de su interlocutor.

Milo echa a andar sin esperar respuesta, siguiendo el instinto que le conduce hacia el centro del laberinto con férrea determinación.

Milo ignora las palabras de la voz, haciendo oídos sordos a su tono amenazante. No importa lo que diga ni como se justifique, le hará pagar por lo que ha hecho aunque se deje la piel en ello. El comentario en el que insinúa que un tercero ha creado la prueba, en cambio, si que queda registrado en su mente, y se promete encargarse también del auténtico responsable.

El norteño regresa al laberinto y avanza de nuevo por los pasillos interminables, pero esta vez su mente no se nubla. No sabe cuanto tiempo pasa, pero su determinación no flaquea y su paso gana en firmeza. Ya no quiere saber que está ocurriendo ni salir de aquel lugar, lo único que desea es ensartar a su guía con el arma que le ha proporcionado.

Había olvidado los monstruos prometidos, sin embargo, y al llegar a la nueva plaza su máscara se agrieta. Ahora es Nime la que se interpone en su camino, o eso cree, pues el cambio que ha sufrido es aún mas grotesco que el de Guille. De su cabeza surgen los cuerpos de dos perros diferentes, tanto en tamaño como en pelaje, y lo único que comparte con su amigo humano es la misma mirada enloquecida.
—Nime... —susurra, pero lo único que recibe como respuesta es un gruñido.

La voz vuelve a hablar y la confianza de Milo se tambalea, pero la amenaza velada de lo que puede ocurrir si no actúa es tangible. El hacker busca una salida, una alternativa a lo que parece inevitable, pero solo encuentra muros y los ojos se le humedecen.
—Cierra el pico. —responde con mordacidad, mordiéndose la mejilla para contener el llanto.

El irrense alza su espada y se prepara, listo para acabar con la niña en cuanto ésta se le eche encima. No quiere que ella también arda por dentro.

Los ladridos de Nime al atacar ensordecen a Milo, pero su mano es firme y un certero golpe de espada le pone fin a la vida de la niña. El irrense observa la escena en silencio, casi ajeno a sus propios miembros, y la sangre que brota lentamente desde el cuerpo de la libense inunda por completo su campo de visión. No es capaz de reaccionar ante lo que ha hecho y el estallido de plumas le pilla desprevenido, pero cuando el remolino le rodea se revuelve confundido.
—¿Qué... ? —murmura con voz floja, sin comprender que está ocurriendo.

El cuerpo de su amiga se ha transformado en una nube de plumaje blanco que asciende hacia el cielo, perdiéndose en la distancia como un jirón de nube. El irrense no entiende nada, pero las consecuencias de sus acciones no parecen tan horribles y el peso en su corazón se alivia un tanto.
—Todo va a estar bien, ya verás. —se miente a si mismo con voz queda, esbozando una tímida sonrisa que no termina de reflejarse en sus ojos. Está empezando a perder la cabeza y es terriblemente consciente de ello.

La voz vuelve a hablar y su hilaridad contenida le desagrada, pero no puede hacer nada si no encuentra a su dueño primero. Milo retoma el camino sin responder a su interlocutor, avanzando por el nuevo pasillo a buen paso. Una retorcida versión de su sonrisa habitual baila en las comisuras de su boca.

Los pasos de Milo le llevan hasta su nuevo destino, una plaza exactamente igual a las anteriores. En esta ocasión se topa con Eitne, pero el daeliciano es el doble de grande y parece furioso. Han sustituido su dentadura por la de un lobo salvaje y su mandíbula resulta grotesca.
—Hola, Eitne. —saluda el irrense, observando los movimientos del que fuera un niño con atención.

Su guía vuelve a hacerse oír y su comentario dispara las alarmas del moreno. Trata de ignorarlo, sin embargo, y se centra en ahorrarle un destino terrible al "pequeño" que tiene delante.
—Será rápido, no te preocupes —afirma, esbozando una sonrisa turbada mientras flexiona las rodillas y afianza su agarre sobre la empuñadura de la espada—. Y luego te escaparas volando de este laberinto. —añade a continuación, conteniendo a duras penas una carcajada desquiciada.

El norteño está preparado para esquivar cualquier acometida antes de lanzar una estocada.

Milo logra esquivar el ataque de Eitne, pero el daeliciano es rápido y evita su estocada. La nueva embestida del monstruo pilla desprevenido al irrense, que cae derribado al suelo. Su espada aterriza a unos centímetros de su mano y el mordisco no tarda en llegar.

La visión del norteño se enturbia debido al dolor y el aire se le escapa entre los dientes, pero los dientes del peliazul no atraviesan su carne. Una carcajada enajenada por fin se abre paso a través de su garganta, pues la situación le resulta hilarante, pero por su rostro también caen lágrimas de sufrimiento.
—Ya está, Eitne, ya pasó. —dice entre risas, estirando el brazo orgánico hacia su arma mientras el niño le sacude de un lado a otro.

En cuanto alcanza la empuñadura de la espada la aferra con fuerza y la hunde en el costado del daeliciano, deslizándola entre sus costillas con suavidad.
—Shhhh... —susurra, llevándose el dedo índice de la mano libre a los labios.

Una sonrisa torcida resquebraja su cara empapada por las lágrimas.

La mirada de odio y desconsuelo de Eitne atraviesa el corazón de Milo como una lanza, pero a pesar de todo su risa entrecortada no se detiene. El irrense observa con horror como el daeliciano muere poco a poco, pero cuando empieza a toser dientes de león sus carcajadas se redoblan.
—Vuela, vuela libre. —acierta a decir con los ojos llenos de lágrimas, despidiéndose de la nube de flores que fue el letarguino con un gesto de la mano y una sonrisa.

El norteño se pone en pie con dificultad, dolorido aún por los mordiscos, y observa como un nuevo arco se abre en el rosal que tiene enfrente. La voz de su guía le llega con claridad, pero su cerebro tarda unos segundos en procesar lo que dice.
—Una prueba más y podremos vernos, si... —asiente sonriente al final, limpiándose la cara en el dorso de la mano. Ya no detecta diversión en su interlocutor y eso le complace.

Milo retoma el camino hacia su destino con cierta torpeza, tambaleándose ligeramente, pero en cuanto se acostumbra al dolor sus pasos vuelven a ganar firmeza.

—Me lo dicen a menudo, si. —responde a la voz con una sonrisa torcida.

Milo no tarda mucho en perder el sentido del tiempo y avanza por los pasillos con la mente en blanco, caminando bajo aquel mediodía eterno sin detenerse en ningún momento. No piensa en lo que ha hecho ni en lo que quiere hacer para no derrumbarse, pero su determinación no flaquea. Cuando por fin llega a una nueva plaza tarda unos segundos en darse cuenta de que ya no puede seguir adelante.

Su mirada recorre el nutrido grupo que le cierra el paso con genuina curiosidad, reconociendo en su grotesca anatomía a sus compañeros de torreón. Son menos de los que recuerda, pero no es consciente de quien falta.
—Hola, chicos. —saluda cordial, atento a sus movimientos.

Su guía vuelve a manifestarse con indiferencia, pero el chico detecta interes.
—De uno en uno sería demasiado justo, ¿verdad? —le responde con una sonrisa sardónica.

A pesar de que esta perdiendo la cabeza el norteño nunca ha sido estúpido, por lo que intenta ganar una posición más ventajosa de inmediato. Se desliza hacia una de las esquinas de la plaza y apoya la espalda contra los rosales ignorando los pinchazos de las espinas. Ahora esta encajonado, pero nada puede sorprenderlo por la retaguardia. Alza su espada frente a si sujetándola con firmeza.
—¿Vosotros también escaparéis volando? —les pregunta divertido a los monstruosos letarguinos, riendo por lo bajo como si acabara de contar un chiste la mar de gracioso.

El comentario descaradamente inocente de su inerlocutor le provoca carcajadas, pero no hay humor en ellas y se asemejan más a un estertor seco. La primera en atacar es Adru, que se ha transformado en una especie de pájaro blanco, pero el norteño no esperaba una embestida aérea y alza la espada con demasiada lentitud. Está seguro de que va a recibir un golpe doloroso, pero antes de que llegue un estruendo interrumpe su tren de pensamientos.

Una sección de rosales a su derecha cae y se escucha un imperiosa negativa que no procede de su misterioso guía. Desde el hueco en el muro surge un brazo metálico gigante que atrapa a la sinhadre en pleno descenso, aplastándola entre los dedos y convirtiéndola en una nube de briznas de hierba. Al final de aquella enorme extremidad se encuentra Rena, que también a crecido, y la irrense parece estar retorciéndose de dolor. Secciones enteras de su piel se han transmutado en metal y el proceso sigue en marcha. Avanza encorvada e interpone su prótesis entre los letarguinos y su compatriota.

Milo no entiende que está ocurriendo y su férrea determinación flaquea. La visión de un aliado le devuelve parte de su cordura, pero emerger del pozo oscuro en el que se encontraba es difícil. La nueva negativa de su compañera termina de centrarlo.
—¿Rena? —inquiere dubitativo. Sigue sujetando la espada con fuerza a pesar de todo—. ¿Qué te está ocurriendo? ¿Qué es lo que está pasando? —pregunta con tono desesperado, aferrándose a la posibilidad de recibir al fin una explicación detallada.