Primer sueño de Aniol

El viento siempre fue un aliado para un Aniol que, lejos de disfrutar con los rayos del sol  y su calor sofocante, siempre prefería el tronar de una tormenta contra el alféizar de su ventana. Sin embargo, aquel ruido distaba mucho de las ventiscas a las que acostumbraba. Y la oscuridad que le sobrevino a todo antes de poder identificar los arcones y las antorchas también.

—¡¡¡wooooOOOOOOOAAAAAAAAAA!!! —exclamó el pequeño cuando el remolino envolvió a lo que parecía su torreón. Sentía cosquillas en el estómago por estar flotando pero la sensación que más se apoderó del churumbel fue el vértigo. Si giraba la cabeza por las troneras podía ver un tractor y una vaca girando con la misma aleatoriedad que sus coletas. ¿Qué estaba pasando? Antes de que pudiera alcanzar el peluche del perrito en el aire como si fuera su salvavidas cayó de bruces, con el crujir de unas ramas como única compañía.

Aniol se incorporó confundido y tocándose el boquino por el repentino dolor del golpe. Sus ojos color miel danzaron por toda la habitación, quizás en busca de algo que pudiera hacerle entender qué hacía allí.

—¿Holi?... —preguntó al oír la voz aguda. No podía ser. Alguien se había tragado helio. Y además Serena hacía mucho que los había abandonado. O quizás se trataba de otra Serena—. ¿Voy… voy… a salir… vali? —fue entonces cuando se dio cuenta del vestido que portaba y de que más allá de los muros parecía saludarle una oscuridad verdosa. Solo fue capaz de armarse de valor cuando recogió el peluche del perrito del suelo y lo acunó entre sus brazos como si fuera su más preciado tesoro—. No te preocupes… Colmillo… conmigo no te pasará nada… —dijo con ojos llorosos antes de abandonar el que había sido su hogar.

La visión del bosque pilló por sorpresa al niño, quien esperaba las familiares escaleras y pasillos del torreón Sendar, en lugar de una espesura negra como la boca de un lobo. Nada tenía sentido. Tampoco las dimensiones humildes de la casa que dejaba atrás en contraste con la magnitud del edificio en el que se alojaba y el foso que solía cercar sus muros.  

Frunció el ceño, asustado de pronto por lo que se escondía en los matorrales. Su voz de otro mundo no hacía que sus acusaciones sonaran menos graves. Así que dio un paso atrás aferrándose al peluche de Colmillo con el mismo miedo que la criatura le profesaba.

—¡Yo no he matado a nadie! —se defendió, alzando la voz con un deje tembloroso. Pero algo que no le hizo estar tan seguro llamó su atención. Dos tobillos inertes yacían bajo un charco de sangre—. No… no no… no he sido yo… —se dijo así mismo. La mala suerte había querido que su casa aterrizara sobre una persona inocente—. ¡Tienes que creerme! ¡Por favor! —se apresuró a añadir. No contento con la culpabilidad que le acosaba el polaco se acercó hasta una de las antorchas y la asió con la mano, pretendiendo revelar con movimientos ásperos la identidad de su dialogante allá donde había creído escuchar antes el sonido de ramas guarecerse bajo el follaje—. ¿Es que no has visto el remolino? Yu… mi nombre es Aniol y… no le haría daño a nadie.

Pero puede que sí le tomara prestado algo a una persona que ya no lo necesitaba. La tierra hacía daño a sus pies descalzos y el brillo de los rubíes le llamaba como una polilla a la luz. La bruja buena calzaba zapatos pero tal vez fuera insensible cogerlos en ese momento.

—Nu… no voy a acercarme… más… te lo prometo —estaba dispuesto a regresar al interior y hacer noche allí si hacía falta. No era tan tonto como para adentrarse solo en una alameda siniestra—. Pero no me digas esas cosas feas… —le advirtió, visiblemente herido.

Lo primero que pensó Aniol al ver la criatura que salía del bosque fue lo diminuto que era su cuerpo en consonancia con su voz aguda.

Y qué frágil parecía.

Y QUÉ ADORABLE.

Quizás era inoportuno tener aquel hilo de pensamientos con un cadáver al lado. Pero de pronto supo que haría cualquier cosa por proteger a Lito con su vida. Además era la única persona-terrón de azúcar morena del lugar. Nadie más podía orientarle sobre lo que estaba ocurriendo.

—Encantado… —murmuró, repitiendo el gesto que el pequeño ser le había hecho con sus manitas. La preocupación de Lito era palpable y hasta contagiosa, pronto el ceño del niño se frunció con desánimo—. Porque las casas no se conducen —replicó—. Al menos desde dónde yo vengo… —¿Cómo podía hacerle creer que no estaba implicado en el asesinato?

Aniol torció la boca, contrariado y sin poder parar de mirar el charco de sangre y los zapatitos rojos. Luego se agachó con lentitud hacia Lito y alejó la antorcha en la amplitud de su movimiento. No sabía si el calor del fuego podía derretir aquella cosita.

—¿Si te hago una promesa de motero me crees? —le tendió el dedo meñique para que lo entrecruzaran. La imagen de Connor acudió a su mente con cierta nostalgia—. Un amigo mío me dijo que son más fuertes que las promesas normales y que no se puede romper… jo… yo no quiero problemitas… ¿Y dices que se llama Serena y que tiene hermanas?... A lo mejor podemos decirle que fue un accidente… ¿Nu? Ni siquiera sé dónde estoy.

Aniol contemplaba estupefacto las cábalas ininteligibles que el terrón de azúcar hacía sobre él. En ocasiones sonaba tan bajo que debía poner la oreja para solo lograr entender la mitad de sus palabras. No obstante, la criatura le dedicó una reverencia que parecía denotar confianza y el polaco se la devolvió en un gesto torpe. Todavía sentía respeto por la oscuridad del bosque y a pesar de que Lito se aferró a la promesa con sus manitas este hecho no cambió, más bien fue al contrario al recibir más información.

—Airi… Abel… Rick… —repitió aquellos nombres y negó con la cabeza. Los dedos regordetes de aniol apretaron la antorcha con palpable tensión—. Nu puede ser… Lito, esos son mis amigos. Las brujas de las que hablas han vivido conmigo durante meses y eso significa que… —Que aquella Serena no era cualquier Serena. Probablemente era Su Serena. El churumbel se llevó una mano a la boca, compungido por comprender la situación y apartando la mirada del charco de sangre. Su corazón luchaba por salir de un pecho que a esas alturas resultaba una cárcel—. ¡No quiero que me castiguen! ¡Yo no he hecho nada! ¡Dime una cosa, por favor! ¿Esta bruja…? —y señaló los zapatos con rubíes—. ¿Era pelirroja?.

¿Qué importancia tenía si era la Serena que recordaba? Los consejos del terrón cayeron sobre sus hombros como una losa pesada y Aniol compartió el escalofrío con él, girando su cabeza hacia la casa cuando Lito formuló su pregunta.

—No… no lo recuerdo… yo solo flotaba y flotaba… ¡No lo recuerdo! —los labios se apretaron en una mueca de inquietud—. Tienes que ayudarme, por favor… Solo quiero irme de aquí... A lo mejor podría coger sus zapatos... y correr lejos... ¿Verdad?.

—Viví con ellas hace poco… —respondió. El nerviosismo de Lito le hizo vacilar… ¿Pero cuántas probabilidades había de que las brujas tuvieran el mismo nombre que sus amigos y no fueran la misma persona? Miró aquellos leotardos y el charco de sangre, pensando que al menos en el caso de Serena sí que podía ser coincidencia. Tenían que existir más chicas pelirrojas y con ese nombre por todo el mundo… ¿No? En su clase del colegio conocía a una niña de cabello zanahoria, aunque su nombre era Bogna.

Las palabras del terroncito de azúcar le sirvieron como pistoletazo de salida. Si deseaban castigarlo y debía huir de allí con urgencia no pensaba adentrarse en el bosque con los pies descalzos, pues no llegaría muy lejos.

—Lo siento…—su ceño se frunció cuando le dedicó unas últimas palabras a los pies inertes. Luego tomó los zapatitos rojos y se los colocó con cuidado, irguiéndose rápidamente con una expresión muy próxima a la de hacer pucheros—. Vali… llévame a la cabaña de la maga del Zoo. No tienes por qué quedarte conmigo hasta el final… —su tono de voz indicaba que le daría mucha pena lo contrario. Las manos que aferraban la antorcha y el peluche de Colmillo temblaban.

Durante unos segundos Aniol olvidó que estaba sumido en un bosque repleto de ramas retorcidas. Ponerse los zapatos no fue solo liberador para sus pies maltratados en la tierra, sino que una sensación de felicidad súbita se apoderó de él, algo similar a cuando se enteraba de una buena noticia y su cuerpo todavía no lo había asimilado.

El pequeño sonrió, cerrando fuerte los ojos y exagerando las comisuras de los labios en una mueca de éxtasis. Y tan pronto como la electricidad vino, se fue, dejándole solo con Lito y su propio miedo. ¿Qué había sido eso? Se sentía un poco culpable, nervioso e intrigado por los pasos tímidos que el terrón de azúcar daba más cerca que lejos. En una de aquellas le preguntó, y el polaco respondió en voz queda todavía aturdido.

—No mentí… mis amigos se llaman igual que las brujas… quizá solo sea casualidad —argumentó, la cabeza del niño giraba de vez en cuando a los alrededores, pendiente de los aullidos lejanos y el ulular de alguna ave nocturna. Escuchaba su corazón latir con tanta fuerza que casi parecía estar colocado en sus tímpanos—. ¿Y tú… me has mentidu alguna vez desde que te conozco? —de eso hacía no más de diez minutos pero para Aniol era importante si quería considerarlo su amigo.

Al avistar las luces guardó silencio. Las estrellas eran setas de luz y el gruñido le avisó de que algo no iba bien. Recordando las palabras de Lito apagó la antorcha en el suelo echando tierra encima a sus llamas con cuidado de no provocar alboroto. Tragó saliva cuando el resplandor dorado fue lo único que alumbraba a lo lejos.

Decir que tenía miedo se quedaba corto.