- Kanyum
Ficha de cosechado
Nombre: Nohlem
Especie: Varmano granta
Habilidades: Puntería, intuición, carismaPersonajes :
● Jace: Dullahan, humano americano. 1’73m (con cabeza 1’93m)
● Rox: Cambiante, humano australiano/surcoreano. 1’75m
● Kahlo: Aparición nocturna varmana granta. 1’62m
● Nohlem: varmano granta. 1’69m
● Xiao Taozi: Fuzanglong carabés. 1’55m
Unidades mágicas : 5/5
Síntomas : Mayor interés por acumular conocimiento. A veces, durante un par de segundos, aparecerán brillos de distintos colores a su alrededor.
Status : Prrrr prrrrr
Las flores de Kers
06/11/23, 05:07 pm
La ciudad de Kers estaba llena de jardines. Florecían en los barrios más finos, cerca del río que a la noche reflejaba la luz de las farolas en su superficie oscura como el vino, en los barrios obreros y cerca de los casinos. Era raro en Varmania una ciudad que viviera del turismo cuando tan pocos podían permitirse el lujo de viajar, pero Kers crecía para dentro y para fuera, sus bordes se expandían como hojas que daban la mano a ciudades vecinas, y su centro intrincados pétalos que atraían a cualquiera como miel a las abejas.
Los jardines apaciguaban los días de verano y daban cobijo las noches de invierno. Algunos eran grandes y otros pequeños, pero todos deslumbraban a su manera. No eran burdeles pues no toda la gente iba allí en busca de fuego, sino por la música, la bebida y el espectáculo. Tampoco eran cabarets, ya que quien quisiera privacidad tuviera o no con quien compartirla encontraría el gusto de un hotel en sus pisos superiores. Eran jardines, jardines del placer específicamente para aquellos que quisieran separarlos del parque o el trozo de tierra que alegraba su azotea. La temática era propia de cada establecimiento, pero todos tenían en común el uso de las flores. Flores que decoraban las fachadas como cascadas de primavera, que llenaban el aire de aroma y dulzor, flores que formaban coronas para distinguir a anfitriones de huéspedes.
Esa noche El Velo de sal cantaba más de lo habitual. El edificio era enorme, de los más lujosos de la ciudad, famoso no solo por su ostentosidad o la calidad de sus artistas, sino por las máscaras que dentro se llevaban al caer el ocaso. Negras para los músicos y camareros, doradas para los acompañantes, blancas para los invitados, estas últimas relucientes como la sal seca al sol. Aunque en Varmania no hubiera identidades que ocultar, pues el tabú se marcaba por otros límites, el aura de misterio era un atractivo universal.
Kers se alzaba orgullosa como puerta a los grantas, en una prolífera depresión geográfica donde la excepción hacía la norma. La ausencia de agua típica de la región más cálida no era un problema ahí. Su enorme río cruzaba la ciudad en dos, y allí donde alcanzase la vista los árboles crecían como en un oasis. Su gente, aún reacia y orgullosa a mezclarse con los turistas, no veía su piel aclarada por las generaciones, pero encontrar a okaes paseando por las calles relacionándose con los nativos no sorprendía a absolutamente nadie.
No podía decirse lo mismo de los balera.
Los músicos bailaban al son de su propio swing y más lo hacían aquellos fuera del escenario. Un mar de lavandas y hortensias azules sobre cabezas naranjas y verdes, máscaras blancas como la cresta de una ola y el repentino brillo dorado de algún pez, tonos que desentonaban… no, que se camuflaban con en el pelo y la piel del chico al que iban dedicados todos los murmullos del momento. Voces que para encontrarse tras el clamor de un saxofón tenían que acercar sus labios si querían hacerse oír, cuchicheos que levantaban sorpresa y rubores invisibles por los tonos oscuros que no delataban la sangre. Su pelo azul oscuro, el color de un mar demasiado hondo. Su piel la madera del abedul. El botón que era su morro, una pluma de flamenco.
—¿Cuánto dinero se habrá gastado para llegar hasta aquí? —preguntó una muchacha cuyos ojos grises daban un aspecto perlado a su antifaz de serpiente. Desde su mesa, tras una copa y a buena distancia, no le quitaba la vista de encima al joven.
—Lo que vale tú casa y la mía juntas, por lo menos.
—He oído —continuó un hombre cuya máscara animal, una lechuza, descansaba a un lado de su cabeza, su corona de hortensias torcida por la misma—, que es el jefe de una mafia. Que está contactando con las del norte porque la amapola no crece en el sur.
—¿Por el opio? —exclamó la primera chica. Las ropas del chico… bueno, podía creérselo perfectamente. Pero era joven, mucho. Acabaría de llegar a la veintena—. ¿Pero por qué tan lejos? ¿Es que no hay en la frontera del sur? ¿O en Ferase?
El hombre se encogió de hombros.
—Somos famosos por las flores, ¿no?
—¿Entonces el otro es…?
—Será de aquí. Otro de los suyos.
“Otro mafioso”, pero no hizo falta especificarlo. Aquello le hizo fruncir el ceño, una mueca oculta por su parcial anonimato. De nuevo, demasiado joven. En un principio lo lógico era pensar que se trataba de su chico de compañía: la manera en la que sonreía tras su antifaz de conejo cuando se inclinaba para hablar en su oído, como sus manos enguantadas se deslizaban sobre sus muslos, nunca muy arriba pero claramente con intencionalidad, las risas que compartían y los besos en el cuello, fugaces como el picotazo de una avispa. Pero su antifaz era blanco, su corona no era amarilla, su traje demasiado cerrado, el abrigo que descansaba en su asiento… ¿Qué flor llevaba un abrigo?
No sabía nada de mafiosos, más que si lograbas identificar a uno te convenía alejarte, pues sus pistolas no apuntaban a alimañas sino a insensatos, pero si de algo estaba casi segura es de que no negociaban como si quisieran llevarte a la cama. Estaba convencida de que si se acercaba, podría oírles ronronear.
La joven de ojos dorados a juego con su antifaz de ciervo, su acompañante, acabó el trago a su copa y se inclinó sobre ella, para todos en la mesa.
—Es un escritor —explicó. Su sonrisa no se mofaba de las ocurrencias, pues en el fondo ella también creía que había algo más. Lo único es que aún no había llegado a oídos del Velo, no por fuentes confiables—. Algo así como un historiador para una gaceta en el sur… Es un trotamundos. Va a escribir sobre toda Varmania. Su amigo viene de Bermellón. Dice ser músico, pero aparentemente tiene un negocio de joyas.
El hombre de la máscara torcida se pegó al respaldo de la silla, y antes de girar en dirección al balera a su espalda se cubrió el rostro. Para, aún en su completa indiscreción, guardar cierto anonimato. No quería cabrear a una persona importante, mafioso o no, una consideración que tantos allí no habrían tenido en cuenta. No había más que echar un vistazo alrededor. ¿Quién podía culparles? Era como ver a un fantasma.
—Un bohemio rico.
—MUY rico.
—Su palabra puede llevarte lejos —susurró con anhelo la compañía.
“Demasiado lejos”, pensó otro.
“Demasiado joven”, pensó ella.
Un grupo se acercó al duo y su visión del balera se perdió entre una colección de hombros y boas de plumas. La de la máscara viperina se recolocó para encontrarle de nuevo, dando por error, por casualidad, con los ojos del otro granta. Él le sonrió, el tipo de sonrisa de quien te ha pillado con las manos en la masa, de quien te ha hecho perder una apuesta, pero sobre todo, el tipo de sonrisa que hace que tu corazón de un brinco. Le guiñó un ojo, un destello turquesa bajo el brillo de la sal, o al menos juraría que lo hizo, porque con rotunda tranquilidad volvió su atención a los recién llegados.
El del antifaz de lechuza, que volvía a exponer su rostro, se encogió de hombros con aire juguetón.
—Pues habrá que hacerles una visita, ¿no?
—Ha sido decir que soy de Bermellón y ¡PUM! —se dejó caer en la butaca—. Cuatro. Llevo CUATRO.
—¿No eran tres?
—De la que he ido a la barra me han preguntado otra vez. El interés es exponencial a como de lejos vengas, ¿eh?
Cuatro. Cuatro eran las veces que le habían preguntado si estaba casado, si tenía afortunada a la espera. No podía ser la pregunta más habitual en un sitio como ese.
—Siete.
—Mentira.
—Siete veces. Porque cuando tú te has ido a mi me han preguntado otras tres.
El granta le miró boquiabierto. Ofendido, sorprendido, orgulloso, todas a la vez. El balera no se sentía victorioso, solo cansado.
—Podemos volver a la estrategia mafiosos si quieres.
—Ah no. Ya bastante es con que nos persiga la ley para tener a los mafiosos de verdad en el culo. Soy un orgulloso periodista en el periódico Media Luna —comenzó a narrar la misma historia que había ido engrosando en las últimas semanas, cada vez más suelta y grandilocuente, más de lo que era del agrado del granta. Mentir era su pan de cada día, su bote salvavidas—. Mi apartado es muy relevante y exclusivo, informo de culturas y ciudades. Los mercados, la gente, las modas… Una buena crítica mía-
—Abre puertas, sí —le interrumpió—. También podríamos decir la verdad. O parte de. Las historias con base son muchísimo más fáciles de colar, y hasta ahora nos ha ido mejor cuando yo… mierda —sus ojos bajaron a su vaso antes de agachar la cabeza, una sonrisa forzosa aflorando en su rostro.
—¿Qué? —el chico se tensó al momento, un acto reflejo que tenía dominado por los eventos—. ¿Cuántos? —continuó más bajo al caer en que estaban en sitio seguro, no tanto al ser consciente de lo que se les venía. Otra vez. Santos, si solo iban por la segunda bebida. Mentir estaba bien, fingir ser hetero o como poco bisexual, no.
—Los suficientes para que empatemos si me preguntan a mi por mi prometida.
El pelirrojo había pensado en hundirse en su asiento, relajarse, dejar al otro hablar en mil ruegos silenciosos a que no le tocase ser el Olván de su historia, pero- Por fin habían llegado a Kers y lo estaban festejando gastando su última moneda. Era su momento. Le puso una mano en la rodilla al chico, la otra voló a su nuca con rapidez según se inclinaba sobre él y le besó. No podía ver al grupito (una lechuza, un ciervo y una serpiente), sus ojos cerrados dieron relevo a sus otros sentidos: el tacto de sus labios, el olor a lavanda, el sabor a frizzante, el sonido de tantos instrumentos alegres… pero notó como los pasos paraban. Los besos incomodaban a terceros, y la intimidad de uno se respetaba. Cuando se separaron fue lo justo para que su boca estuviera libre para hablar. Frente contra frente, mano aún en la nuca. Las mejillas del sureño teñidas de rojo para el deleite de aquellos que nunca habrían imaginado un tono tan intenso en una piel tan transparente.
—¿Te gusta esta canción?
—Me encanta —imploró con una sonrisa antes de levantarse con el otro de la mano, dejando atrás a los tres a los que ni siquiera había visto. Un paso más cerca de perderse en un océano de colores donde su camuflaje de sal le hacía destacar.
>>A la siguiente —continuó Nohlem, frenando para estar a su altura y no simplemente tirar de él—. Podemos decir que somos una pareja a la fuga.
—Bueno, las cosas ya no pueden ir peor —se burló él, sin embargo su mano apretó la suya. Podían, siempre podían.
El granta se dio la vuelta, cara a cara. Arropados por la música y el frenesí, su mayor preocupación no era el mañana, que para sacar dinero tendrían que empezar a vender su ropa o que en la frontera había avisos a nombre de Ethan. No, su mayor preocupación era que le robasen el baile. Por eso se aseguraría su puesto. El agarre a su cintura se volvió firme.
—Tampoco estaríamos mintiendo.
Los jardines apaciguaban los días de verano y daban cobijo las noches de invierno. Algunos eran grandes y otros pequeños, pero todos deslumbraban a su manera. No eran burdeles pues no toda la gente iba allí en busca de fuego, sino por la música, la bebida y el espectáculo. Tampoco eran cabarets, ya que quien quisiera privacidad tuviera o no con quien compartirla encontraría el gusto de un hotel en sus pisos superiores. Eran jardines, jardines del placer específicamente para aquellos que quisieran separarlos del parque o el trozo de tierra que alegraba su azotea. La temática era propia de cada establecimiento, pero todos tenían en común el uso de las flores. Flores que decoraban las fachadas como cascadas de primavera, que llenaban el aire de aroma y dulzor, flores que formaban coronas para distinguir a anfitriones de huéspedes.
Esa noche El Velo de sal cantaba más de lo habitual. El edificio era enorme, de los más lujosos de la ciudad, famoso no solo por su ostentosidad o la calidad de sus artistas, sino por las máscaras que dentro se llevaban al caer el ocaso. Negras para los músicos y camareros, doradas para los acompañantes, blancas para los invitados, estas últimas relucientes como la sal seca al sol. Aunque en Varmania no hubiera identidades que ocultar, pues el tabú se marcaba por otros límites, el aura de misterio era un atractivo universal.
Kers se alzaba orgullosa como puerta a los grantas, en una prolífera depresión geográfica donde la excepción hacía la norma. La ausencia de agua típica de la región más cálida no era un problema ahí. Su enorme río cruzaba la ciudad en dos, y allí donde alcanzase la vista los árboles crecían como en un oasis. Su gente, aún reacia y orgullosa a mezclarse con los turistas, no veía su piel aclarada por las generaciones, pero encontrar a okaes paseando por las calles relacionándose con los nativos no sorprendía a absolutamente nadie.
No podía decirse lo mismo de los balera.
Los músicos bailaban al son de su propio swing y más lo hacían aquellos fuera del escenario. Un mar de lavandas y hortensias azules sobre cabezas naranjas y verdes, máscaras blancas como la cresta de una ola y el repentino brillo dorado de algún pez, tonos que desentonaban… no, que se camuflaban con en el pelo y la piel del chico al que iban dedicados todos los murmullos del momento. Voces que para encontrarse tras el clamor de un saxofón tenían que acercar sus labios si querían hacerse oír, cuchicheos que levantaban sorpresa y rubores invisibles por los tonos oscuros que no delataban la sangre. Su pelo azul oscuro, el color de un mar demasiado hondo. Su piel la madera del abedul. El botón que era su morro, una pluma de flamenco.
—¿Cuánto dinero se habrá gastado para llegar hasta aquí? —preguntó una muchacha cuyos ojos grises daban un aspecto perlado a su antifaz de serpiente. Desde su mesa, tras una copa y a buena distancia, no le quitaba la vista de encima al joven.
—Lo que vale tú casa y la mía juntas, por lo menos.
—He oído —continuó un hombre cuya máscara animal, una lechuza, descansaba a un lado de su cabeza, su corona de hortensias torcida por la misma—, que es el jefe de una mafia. Que está contactando con las del norte porque la amapola no crece en el sur.
—¿Por el opio? —exclamó la primera chica. Las ropas del chico… bueno, podía creérselo perfectamente. Pero era joven, mucho. Acabaría de llegar a la veintena—. ¿Pero por qué tan lejos? ¿Es que no hay en la frontera del sur? ¿O en Ferase?
El hombre se encogió de hombros.
—Somos famosos por las flores, ¿no?
—¿Entonces el otro es…?
—Será de aquí. Otro de los suyos.
“Otro mafioso”, pero no hizo falta especificarlo. Aquello le hizo fruncir el ceño, una mueca oculta por su parcial anonimato. De nuevo, demasiado joven. En un principio lo lógico era pensar que se trataba de su chico de compañía: la manera en la que sonreía tras su antifaz de conejo cuando se inclinaba para hablar en su oído, como sus manos enguantadas se deslizaban sobre sus muslos, nunca muy arriba pero claramente con intencionalidad, las risas que compartían y los besos en el cuello, fugaces como el picotazo de una avispa. Pero su antifaz era blanco, su corona no era amarilla, su traje demasiado cerrado, el abrigo que descansaba en su asiento… ¿Qué flor llevaba un abrigo?
No sabía nada de mafiosos, más que si lograbas identificar a uno te convenía alejarte, pues sus pistolas no apuntaban a alimañas sino a insensatos, pero si de algo estaba casi segura es de que no negociaban como si quisieran llevarte a la cama. Estaba convencida de que si se acercaba, podría oírles ronronear.
La joven de ojos dorados a juego con su antifaz de ciervo, su acompañante, acabó el trago a su copa y se inclinó sobre ella, para todos en la mesa.
—Es un escritor —explicó. Su sonrisa no se mofaba de las ocurrencias, pues en el fondo ella también creía que había algo más. Lo único es que aún no había llegado a oídos del Velo, no por fuentes confiables—. Algo así como un historiador para una gaceta en el sur… Es un trotamundos. Va a escribir sobre toda Varmania. Su amigo viene de Bermellón. Dice ser músico, pero aparentemente tiene un negocio de joyas.
El hombre de la máscara torcida se pegó al respaldo de la silla, y antes de girar en dirección al balera a su espalda se cubrió el rostro. Para, aún en su completa indiscreción, guardar cierto anonimato. No quería cabrear a una persona importante, mafioso o no, una consideración que tantos allí no habrían tenido en cuenta. No había más que echar un vistazo alrededor. ¿Quién podía culparles? Era como ver a un fantasma.
—Un bohemio rico.
—MUY rico.
—Su palabra puede llevarte lejos —susurró con anhelo la compañía.
“Demasiado lejos”, pensó otro.
“Demasiado joven”, pensó ella.
Un grupo se acercó al duo y su visión del balera se perdió entre una colección de hombros y boas de plumas. La de la máscara viperina se recolocó para encontrarle de nuevo, dando por error, por casualidad, con los ojos del otro granta. Él le sonrió, el tipo de sonrisa de quien te ha pillado con las manos en la masa, de quien te ha hecho perder una apuesta, pero sobre todo, el tipo de sonrisa que hace que tu corazón de un brinco. Le guiñó un ojo, un destello turquesa bajo el brillo de la sal, o al menos juraría que lo hizo, porque con rotunda tranquilidad volvió su atención a los recién llegados.
El del antifaz de lechuza, que volvía a exponer su rostro, se encogió de hombros con aire juguetón.
—Pues habrá que hacerles una visita, ¿no?
—
—Ha sido decir que soy de Bermellón y ¡PUM! —se dejó caer en la butaca—. Cuatro. Llevo CUATRO.
—¿No eran tres?
—De la que he ido a la barra me han preguntado otra vez. El interés es exponencial a como de lejos vengas, ¿eh?
Cuatro. Cuatro eran las veces que le habían preguntado si estaba casado, si tenía afortunada a la espera. No podía ser la pregunta más habitual en un sitio como ese.
—Siete.
—Mentira.
—Siete veces. Porque cuando tú te has ido a mi me han preguntado otras tres.
El granta le miró boquiabierto. Ofendido, sorprendido, orgulloso, todas a la vez. El balera no se sentía victorioso, solo cansado.
—Podemos volver a la estrategia mafiosos si quieres.
—Ah no. Ya bastante es con que nos persiga la ley para tener a los mafiosos de verdad en el culo. Soy un orgulloso periodista en el periódico Media Luna —comenzó a narrar la misma historia que había ido engrosando en las últimas semanas, cada vez más suelta y grandilocuente, más de lo que era del agrado del granta. Mentir era su pan de cada día, su bote salvavidas—. Mi apartado es muy relevante y exclusivo, informo de culturas y ciudades. Los mercados, la gente, las modas… Una buena crítica mía-
—Abre puertas, sí —le interrumpió—. También podríamos decir la verdad. O parte de. Las historias con base son muchísimo más fáciles de colar, y hasta ahora nos ha ido mejor cuando yo… mierda —sus ojos bajaron a su vaso antes de agachar la cabeza, una sonrisa forzosa aflorando en su rostro.
—¿Qué? —el chico se tensó al momento, un acto reflejo que tenía dominado por los eventos—. ¿Cuántos? —continuó más bajo al caer en que estaban en sitio seguro, no tanto al ser consciente de lo que se les venía. Otra vez. Santos, si solo iban por la segunda bebida. Mentir estaba bien, fingir ser hetero o como poco bisexual, no.
—Los suficientes para que empatemos si me preguntan a mi por mi prometida.
El pelirrojo había pensado en hundirse en su asiento, relajarse, dejar al otro hablar en mil ruegos silenciosos a que no le tocase ser el Olván de su historia, pero- Por fin habían llegado a Kers y lo estaban festejando gastando su última moneda. Era su momento. Le puso una mano en la rodilla al chico, la otra voló a su nuca con rapidez según se inclinaba sobre él y le besó. No podía ver al grupito (una lechuza, un ciervo y una serpiente), sus ojos cerrados dieron relevo a sus otros sentidos: el tacto de sus labios, el olor a lavanda, el sabor a frizzante, el sonido de tantos instrumentos alegres… pero notó como los pasos paraban. Los besos incomodaban a terceros, y la intimidad de uno se respetaba. Cuando se separaron fue lo justo para que su boca estuviera libre para hablar. Frente contra frente, mano aún en la nuca. Las mejillas del sureño teñidas de rojo para el deleite de aquellos que nunca habrían imaginado un tono tan intenso en una piel tan transparente.
—¿Te gusta esta canción?
—Me encanta —imploró con una sonrisa antes de levantarse con el otro de la mano, dejando atrás a los tres a los que ni siquiera había visto. Un paso más cerca de perderse en un océano de colores donde su camuflaje de sal le hacía destacar.
>>A la siguiente —continuó Nohlem, frenando para estar a su altura y no simplemente tirar de él—. Podemos decir que somos una pareja a la fuga.
—Bueno, las cosas ya no pueden ir peor —se burló él, sin embargo su mano apretó la suya. Podían, siempre podían.
El granta se dio la vuelta, cara a cara. Arropados por la música y el frenesí, su mayor preocupación no era el mañana, que para sacar dinero tendrían que empezar a vender su ropa o que en la frontera había avisos a nombre de Ethan. No, su mayor preocupación era que le robasen el baile. Por eso se aseguraría su puesto. El agarre a su cintura se volvió firme.
—Tampoco estaríamos mintiendo.
- ♪♫♬:
- Kanyum
Ficha de cosechado
Nombre: Nohlem
Especie: Varmano granta
Habilidades: Puntería, intuición, carismaPersonajes :
● Jace: Dullahan, humano americano. 1’73m (con cabeza 1’93m)
● Rox: Cambiante, humano australiano/surcoreano. 1’75m
● Kahlo: Aparición nocturna varmana granta. 1’62m
● Nohlem: varmano granta. 1’69m
● Xiao Taozi: Fuzanglong carabés. 1’55m
Unidades mágicas : 5/5
Síntomas : Mayor interés por acumular conocimiento. A veces, durante un par de segundos, aparecerán brillos de distintos colores a su alrededor.
Status : Prrrr prrrrr
Re: Las flores de Kers
09/11/23, 12:21 pm
A Nohlem le encantaba pasear por el mercado. Estaba lo suficientemente cerca de la playa para traer su brisa y lo suficientemente lejos para que no llegase el olor a pescado de la lonja, aunque este tampoco le molestaba cuando lo acompañaba la visión, extrañas criaturas que habitaban el vasto océano colgadas por sus colas en venta. Le hacían preguntarse qué habría en sus aguas, que habría más allá de la línea del horizonte, y es que era fácil olvidar cómo de grande era realmente el mundo viviendo en Bermellón. La amplitud de sus calles, las cuestas que subían del mar a la montaña y los imponentes edificios que hacían que el cielo se viera pequeño, una grandeza a veces interrumpida por esas pequeñas ventanas a otro lado.
Había parado frente a la misma tienda en la que paraba siempre. Era pequeña, o daba la impresión de serlo por la cantidad de objetos que colmaban su interior, apilados sin orden en el escaparate como si el dueño tuviera fobia al vacío. Nunca había entrado ni tenido el momento de, según madre no había nada de valor allí, y ella sabía bien pues las cosas que compraba un orfebre para decorar su casa debían exceder a su propio trabajo. Para él, no obstante, era como un museo en miniatura. Escarabajos con las alas abiertas en vuelo eterno, colonias de setas disecadas, esqueletos de animales tiempo ha extintos, geodas pulidas por fuera y abiertas por la mitad, colmadas de amatistas salvajes que no valer un duro no las hacía menos hermosas. Antigüedades traídas de más allá de Bermellón, planos e inventos rotos propios de Ferase como un pájaro hecho de tela y madera que en teoría podría volar dándole suficiente cuerda, pistolas tan toscas y antiguas como las murallas de Trerad y espadas cuya hoja contaba más historias que un libro. Una de ellas atravesaba el exoesqueleto de una escolopendra gigante, las inmensas alimañas que plagaban las selvas okae. Nohlem se preguntó si llegaría a ver alguna viva, y aunque posiblemente eso fuera sentencia de muerte, la idea le alegró el corazón.
Lo más lejos que había viajado nunca había sido a Rosana, la ciudad vecina, un día en carro hacia el oeste para atender a una orquesta por invitación de su abuela paterna. Apenas tenía diez años, pero ese viaje, esa memoria, un escenario que se había abierto ante él como las puertas a un nuevo mundo, el sonido triunfal de los músicos en armonía, era su combustible ahora.
Por eso había huido de casa.
Nohlem no soportaba. El repudio que su hermana profesaba por él no hacía sino aumentar con los años, un coche que había perdido los frenos en el último, después de que se confirmase su compromiso con Ovhirio y sus padres la sacasen por completo de sus estudios, de una herencia justa, un legado que a él le asfixiaba. Kahlo no quería eso, pero es que él tampoco. Su marcha no era un acto altruista, todo lo contrario: él prefería estar fuera de escena para hacer lo que le placiera, tener la vida despreocupada de un esposo florero, del segundo hijo del rey, dejar un trabajo que no había elegido, todo lo que le había sido impuesto por cinco minutos de ventaja en un parto en el que ni siquiera se sabía que venían dos.
En el fondo su madre lo sabía, que era un error. Quizás él tenía una facilidad natural para las cosas, manos hábiles, un don de gente y carisma de sobra para vender una tabla de madera como si fuera oro si se lo proponía, pero su hermana tenía la metodología y la perseverancia, ojo no para las personas sino para los tesoros, para el trabajo. Talento descontrolado contra esfuerzo minucioso. Pero el orgullo de Sehrina era tal que la cegaba. A fin de cuentas retractarse era admitir haber fallado, y cada día, cada mes, cada año, más difícil era volver atrás. Y si no podían negociar con ella, bueno, entonces encontrarían otra manera.
“Me voy a ir” le había dicho a Kahlo un día, y sensata como era, al notar la seguridad en su voz, le había preguntado si acaso estaba loco, si era imbécil. Que era un completo inconsciente, un niñato que lo tiene todo y aún así halla el valor de quejarse, de pensar que su vida era injusta y merecía más. Y aunque razón no le faltaba, Nohlem no quería más. Quería menos. Algo diferente. Y su hermana también. Así que cuando la idea caló, cuando los engranajes empezaron a vibrar y Kahlo vio su oportunidad de ser egoísta, decidió ser generosa.
Planearon juntos durante semanas. Ella le infundió ánimos, le ayudó a hacer las maletas, a chequear dos veces sus cartas de banco, a guardar dinero y joyas suficientes para un tren de ida y otro de vuelta en caso de emergencia, a trazar un plan para que nadie creyera que estaba muerto, para que nadie le buscase demasiado pronto.
Los primeros días Kahlo fingiría no saber nada, como venía siendo habitual desde que apenas hablaban. Para calmar las aguas diría que su hermano seguramente estaba de juerga con sus amigos, y que como tantas otras veces regresaría en una mañana o dos, que estaría en un tira y afloja entre la desgana de volver y el miedo a tardar en hacerlo por el enfado in crescendo de sus padres. Mantendrían el contacto oculto como fuera, teléfono público o carta, y le mandaría paquetes con lo que necesitase siempre que el tiempo y la dirección lo permitiera, preocupada por su hermano por primera vez en mucho tiempo ahora que eso la beneficiaba. Ella aún no sabía cómo sentirse: agradecida, culpable, perturbada, triste o feliz… Pero a él no podía dolerle menos. Quizás, incluso, así su relación sanase.
Solo cuando estuviera en la estación de tren, Nohlem mandaría su carta de confesión.
Por lo pronto, el mayor por cinco minutos disfrutaría de su último día en Bermellón. Cogió sus maletas y se alejó del gabinete de curiosidades, con la certeza de que algún día, tendría uno para él.
Hay cosas que los libros de aventuras no te cuentan. No hablan de lo que es dormir en el suelo, de la fina línea entre desprenderte de tus posesiones para subsistir y mantener las necesarias para no parecer un vagabundo, de las puertas que te cierra y abre tu aspecto, de que por mucho que te prepares para el viaje te acabarás quedando sin recursos, del temblor de tu pecho al robar por primera vez. De lo difícil que es saltar a un tren en marcha y lo duro que es echar de menos algo que no te hacía feliz. No hablan de las cosas cotidianas, de los constantes fantasmas de la pérdida. Los héroes tenían causas nobles, sufrimientos poéticos, encontraban refugio como si tal cosa, rara vez pasaban hambre y menos aún se quejaban, y siempre que estuvieran un paso más cerca de su objetivo se conformaban con poco.
Bueno, pues él no era ningún héroe y que murieran los árboles el día que se conformase con suelo duro. No tenía un objetivo, pero llevaba tanto tiempo huyendo que no sabía lo que era parar. Ni siquiera cuando las noches dejaron de ser frías, cuando el aire se volvió cálido y la humedad pegajosa, cuando las pieles se tostaron como el caramelo y las miradas, a más norte, perdieron su sutileza.
Ahora, frente al apacible mar granta, pocas metáforas harían justicia a lo mucho que desentonaba allí. En la región okae la gente había demostrado curiosidad, fascinación. Los granta eran menos discretos, y culpa no tenían cuando sus tonos no se separaban por uno o dos pigmentos sino por toda una escala de ellos. Él era lo que solo habían visto en revistas, lo que aparecía en su imaginación al leer un libro. Parado en el paseo marítimo, bajo la luz de una farola y dos lunas, con vistas a un océano tan oscuro como aceite viejo, Ethan parecía un fantasma.
El choque de las olas que le transportaba a su hogar (excepto porque la temperatura en Hanas nunca sería tan condenadamente alta), a veces se veía interrumpido por las exclamaciones de sorpresa de quienes aprovechaban las horas más suaves para pasear. No tenía que mirarles a la cara para notar su asombro e incluso su miedo, para saber qué pensaban. Un niño en la edad de ser cruel sin malicia hasta le había dicho a su madre que era un ahogado. Él se había reído con sorna para sus adentros. Llevaba lo suficiente escalando la región granta para estar acostumbrado, para saber aprovecharse de sus reacciones, porque donde unos se apartaban otros se arrimaban como aves atraídas al más llamativo cristal. ¿Y por qué conformarte con el suelo cuando podías dormir en una buena cama?
Tenía que ocultar los motivos de su viaje, fingir que tenía el dinero y el poder para haber llegado hasta allí, pero por suerte no todo eran engaños. Había ciertas cosas que no tenía que aparentar, como sus estudios y sus modales, el alto estatus en el que había nacido o su ego, un orgullo que curiosamente había crecido no con los lujos sino con la adversidad. Y armado de ese orgullo, de todas sus mentiras, su única maleta y la mejor ropa que le quedaba, entró en el local nocturno que más le había llamado al ojo para buscar hospedaje.
El suelo estaba tan pulido que bien podría ver su reflejo en él. La luz era tenue pero no adormecedora, los muebles de ébano estaban llenos de florituras y terciopelo y el olor no llegaba a ser el rudo puñetazo del alcohol, sino el de un beso dulce. Un sitio tan elegante como la gente que había dentro. Parejas de diversas edades, grupos de amigos, compañeros de trabajo aún de uniforme… las risas de unos ahogaban las voces de otros, aunque a medida que él se adentraba, que las cabezas giraban en su dirección, el silencio se extendía exponiendo la música ambiente. Y ahí estaba, apenas unos segundos más tarde, el revuelo de los cuchicheos. Ethan se hinchó de orgullo y sonrió, embriagado por el protagonismo. Si le resultaba intimidante (que lo hacía), lo simulaba bien.
No es que no supiera moverse en grupos ni mucho menos. Sabía a quién elegir -siempre el más rico y el más guapo-, no le importaba que compitieran por él, pero había veces en las que prefería ir a lo fácil. Un chico solo en la barra, con un atractivo que hacía que los demás fueran omisibles, el tipo de persona a la que se habría querido acercar incluso fuera de la necesidad. El brillo del oro en su muñeca, en sus anillos y pendientes… la diana perfecta.
“Bingo”.
Tomó asiento a su lado, en silencio. El chico estaba inmerso en su bebida, más hielo que líquido, y aún no había reparado en él.
—Perdona, ¿te importa si me siento aquí? —timidez, apuro y modestia en su tono—. Hay un chico que no me deja en paz… —lanzó un breve vistazo detrás, como si el culpable se hallase en algún lado—. Solo quiero un poco de espacio.
Y a medida que acababa, cuando el otro volteó a mirarle, fue testigo de una cadena de reacciones: la tranquilidad de su semblante reemplazada por dos ojos muy abiertos, del color del mar poco profundo a la luz del sol, su boca congelada en la estupefacción, el pequeño respingo que dió en dirección contraria, el recorrido que le hizo de arriba a abajo, abajo a arriba y vuelta a empezar, los pestañeos y el cambio de peso en su asiento. Unas pupilas que pasaron del grosor del susto al del interés. Todo su cuerpo, poco a poco y aún así muy deprisa, moldeado del asombro a la incredulidad, de la incredulidad a la fascinación.
Por supuesto él no pudo hacer otra cosa que reírse. Cuando el pelirrojo balbuceó en busca de palabras que usar, Ethan se tapó la boca por no ser maleducado.
—Tengo este efecto, sí.
—Ah-hm, no, sí, perdona. Claro. Eh… —una sonrisa tan torpe como las carreteras de la zona rural se debatía entre salir o no a luz—. Perdona, es que nunca… ¿Quién? ¿Te están molestando? —sus hombros habían ido cayendo como mantequilla derretida, pero se pusieron tensos al recordar -tarde- lo que le había dicho.
—Ya no —respondió suave, inclinándose ligeramente sobre él para que no buscase a un culpable inexistente. Con aire coqueto, sin abrumar—. Por suerte.
—Ah. Bien. Menos mal. Eh… —su vista estaba pegada al otro, inquieta cual abeja. En su morro, en su pelo, en sus ojos, en su cuello—. Nunca había… ¿Eres balera?
—¿No lo parezco?
—No, sí, por supuesto es- Santos, perdona —se pinzó el morro y en ese gesto pareció recuperar algo de consciencia, pues lo siguió una risa. Su tono se hizo más suave, avergonzado—. De verdad, es que- guao. No, nunca…
—Nunca has visto a alguien como yo —terminó por él.
—¡No! ¡Ni soñaba con! Eres… El primer balera que conozco —en esa pausa el peliazul distinguió algo más, la sombra de un cumplido omitido.
—No puedo decir lo mismo, pero… No hubiera estado mal, que tú fueras mi primer granta —su sonrisa se ensanchó a un lado—. Serías un buen punto de partida.
—Oh —un pestañeo y la exhalación de una risa—. Yo en eso no me puedo quejar. Que suerte la mía —apoyó un codo en la barra, de frente a él—. ¿Cómo has-… ¡Ah! —rió, sus pecas formando nuevas constelaciones en sus mejillas—, qué me perdonen los Santos —le tendió una mano—. Mi nombre es Nohlem. ¿Con quién tengo el placer de hablar?
El balera se la estrechó con una sonrisa, un reflejo del otro cuando pudo comprobar que su tacto no era frío.
—Ethan.
Nohlem no desaprovechó su oportunidad, y en lugar de sacudir el gesto se llevó su mano a los labios, besando el dorso.
—Ethan —repitió por lo bajo, saboreando la suavidad de la última sílaba antes de dejarle ir. Sus mejillas se habían ido oscureciendo, un cambio sutil en comparación al rubor propio, para la emoción del pelirrojo—. Perdona mi indiscreción, pero, ¿de dónde vienes? ¿Qué te ha traído hasta Bermellón? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Andando no, por suerte —rio, más gesto que sonido—. Vengo de Hanas. Al sur, ya sabes… Estoy de paso —respondió con aire misterioso, su vista ahora en las botellas que llenaban la licorera. Nohlem interpretó el gesto rápidamente, dio dos golpecitos a la barra y pidió otra bebida para él, orejas siempre atentas en su dirección—. Me marcho mañana, al norte.
No se sabía los nombres de las ciudades alrededor, mejor no pinchar.
—Oh. ¡Qué casualidad! ¡Yo también parto mañana! Hacia Rosana. Es- bueno, un viaje humilde en comparación, desde luego —“Rosana”. Vale, ya sabía a dónde no ir, por si acaso—. ¿Y cómo es que vas tan lejos?
—Ah, es un viaje de estudios. Mis padres deseaban que saliera a ver mundo. Son catedráticos, historiadores, pero como ellos tienen mucho trabajo me toca a mi hacer las de reportero —señaló la maleta que había dejado a pies de la silla, como si en esta guardase apuntes y no la totalidad de sus posesiones—. No me quejo, claro —rió entre dientes—. Una gira y de vuelta a Hanas.
Esa mentira en particular le revolvió el estómago. Principalmente por la idea de volver a su ciudad, pero también porque ningún profesor tenía tantísimo dinero. Ni siquiera con el oficio real de sus padres, muchísimo mejor pagado, podrían permitirse algo así. Por fortuna su bebida llegó, y antes de que a Nohlem le diera tiempo a hacer más preguntas, a ver las costuras de su historieta, Ethan alzó su vaso en un brindis rápidamente correspondido.
—Gracias —susurró en lugar de beber, inclinado sobre su oído con el tono más sensual que cabía en una palabra tan corta. Su premio, un ronroneo del granta. “Bien”, sonrió.
—No hay de qué —musitó de vuelta, su respiración tomando la forma de un pequeño suspiro.
Ethan dio un sorbo al licor bajo la atenta mirada de Nohlem, quien hacía lo propio.
—¡Hmmm! Que alegría —canturreó con una sonrisa de oreja a oreja, su punta ligeramente roja más por la expectación que por el licor—. He logrado despistar a mis guardaespaldas para esto, ¿sabes? Son demasiado aburridos —deslizó un dedo por la boca del vaso, en círculos, la vista fija en sus manos—. Es mi última noche aquí, y me apetece mucho divertirme.
Los ojos turquesa del granta brillaron al captar la luz de una lámpara, un poco más abiertos. Su sonrisa se tornó provocativa, e igual que Ethan podía leer la inquietud de quien le miraba con desconfianza, sabía perfectamente el efecto que estaba teniendo en Nohlem. Y aún así, cuando este se lamió los labios, se encontró a sí mismo repitiendo el gesto de manera inconsciente.
—Podemos divertirnos juntos, como celebración a nuestra última noche —dio otro sorbo, aparentando sosiego—. No sé qué plan tienes, pero no me importa enseñarte algún sitio que no conozcas. O conocernos mejor, tú y yo —sonrió casi con inocencia, sin mirarle directamente a pesar de que se moría por—. Sino, también… Bueno, sería una pena que te pillasen tus guardaespaldas… y mi hotel está aquí al lado. Por la mañana tiene unas vistas preciosas al mar.
Al ver el rubor y la sonrisa del peliazul, esta vez fue Nohlem quien alzó la copa en brindis sin choque, una ceja arqueada en una pregunta sin voz.
—Me parece fantástico.
Había parado frente a la misma tienda en la que paraba siempre. Era pequeña, o daba la impresión de serlo por la cantidad de objetos que colmaban su interior, apilados sin orden en el escaparate como si el dueño tuviera fobia al vacío. Nunca había entrado ni tenido el momento de, según madre no había nada de valor allí, y ella sabía bien pues las cosas que compraba un orfebre para decorar su casa debían exceder a su propio trabajo. Para él, no obstante, era como un museo en miniatura. Escarabajos con las alas abiertas en vuelo eterno, colonias de setas disecadas, esqueletos de animales tiempo ha extintos, geodas pulidas por fuera y abiertas por la mitad, colmadas de amatistas salvajes que no valer un duro no las hacía menos hermosas. Antigüedades traídas de más allá de Bermellón, planos e inventos rotos propios de Ferase como un pájaro hecho de tela y madera que en teoría podría volar dándole suficiente cuerda, pistolas tan toscas y antiguas como las murallas de Trerad y espadas cuya hoja contaba más historias que un libro. Una de ellas atravesaba el exoesqueleto de una escolopendra gigante, las inmensas alimañas que plagaban las selvas okae. Nohlem se preguntó si llegaría a ver alguna viva, y aunque posiblemente eso fuera sentencia de muerte, la idea le alegró el corazón.
Lo más lejos que había viajado nunca había sido a Rosana, la ciudad vecina, un día en carro hacia el oeste para atender a una orquesta por invitación de su abuela paterna. Apenas tenía diez años, pero ese viaje, esa memoria, un escenario que se había abierto ante él como las puertas a un nuevo mundo, el sonido triunfal de los músicos en armonía, era su combustible ahora.
Por eso había huido de casa.
Nohlem no soportaba. El repudio que su hermana profesaba por él no hacía sino aumentar con los años, un coche que había perdido los frenos en el último, después de que se confirmase su compromiso con Ovhirio y sus padres la sacasen por completo de sus estudios, de una herencia justa, un legado que a él le asfixiaba. Kahlo no quería eso, pero es que él tampoco. Su marcha no era un acto altruista, todo lo contrario: él prefería estar fuera de escena para hacer lo que le placiera, tener la vida despreocupada de un esposo florero, del segundo hijo del rey, dejar un trabajo que no había elegido, todo lo que le había sido impuesto por cinco minutos de ventaja en un parto en el que ni siquiera se sabía que venían dos.
En el fondo su madre lo sabía, que era un error. Quizás él tenía una facilidad natural para las cosas, manos hábiles, un don de gente y carisma de sobra para vender una tabla de madera como si fuera oro si se lo proponía, pero su hermana tenía la metodología y la perseverancia, ojo no para las personas sino para los tesoros, para el trabajo. Talento descontrolado contra esfuerzo minucioso. Pero el orgullo de Sehrina era tal que la cegaba. A fin de cuentas retractarse era admitir haber fallado, y cada día, cada mes, cada año, más difícil era volver atrás. Y si no podían negociar con ella, bueno, entonces encontrarían otra manera.
“Me voy a ir” le había dicho a Kahlo un día, y sensata como era, al notar la seguridad en su voz, le había preguntado si acaso estaba loco, si era imbécil. Que era un completo inconsciente, un niñato que lo tiene todo y aún así halla el valor de quejarse, de pensar que su vida era injusta y merecía más. Y aunque razón no le faltaba, Nohlem no quería más. Quería menos. Algo diferente. Y su hermana también. Así que cuando la idea caló, cuando los engranajes empezaron a vibrar y Kahlo vio su oportunidad de ser egoísta, decidió ser generosa.
Planearon juntos durante semanas. Ella le infundió ánimos, le ayudó a hacer las maletas, a chequear dos veces sus cartas de banco, a guardar dinero y joyas suficientes para un tren de ida y otro de vuelta en caso de emergencia, a trazar un plan para que nadie creyera que estaba muerto, para que nadie le buscase demasiado pronto.
Los primeros días Kahlo fingiría no saber nada, como venía siendo habitual desde que apenas hablaban. Para calmar las aguas diría que su hermano seguramente estaba de juerga con sus amigos, y que como tantas otras veces regresaría en una mañana o dos, que estaría en un tira y afloja entre la desgana de volver y el miedo a tardar en hacerlo por el enfado in crescendo de sus padres. Mantendrían el contacto oculto como fuera, teléfono público o carta, y le mandaría paquetes con lo que necesitase siempre que el tiempo y la dirección lo permitiera, preocupada por su hermano por primera vez en mucho tiempo ahora que eso la beneficiaba. Ella aún no sabía cómo sentirse: agradecida, culpable, perturbada, triste o feliz… Pero a él no podía dolerle menos. Quizás, incluso, así su relación sanase.
Solo cuando estuviera en la estación de tren, Nohlem mandaría su carta de confesión.
Por lo pronto, el mayor por cinco minutos disfrutaría de su último día en Bermellón. Cogió sus maletas y se alejó del gabinete de curiosidades, con la certeza de que algún día, tendría uno para él.
—
Hay cosas que los libros de aventuras no te cuentan. No hablan de lo que es dormir en el suelo, de la fina línea entre desprenderte de tus posesiones para subsistir y mantener las necesarias para no parecer un vagabundo, de las puertas que te cierra y abre tu aspecto, de que por mucho que te prepares para el viaje te acabarás quedando sin recursos, del temblor de tu pecho al robar por primera vez. De lo difícil que es saltar a un tren en marcha y lo duro que es echar de menos algo que no te hacía feliz. No hablan de las cosas cotidianas, de los constantes fantasmas de la pérdida. Los héroes tenían causas nobles, sufrimientos poéticos, encontraban refugio como si tal cosa, rara vez pasaban hambre y menos aún se quejaban, y siempre que estuvieran un paso más cerca de su objetivo se conformaban con poco.
Bueno, pues él no era ningún héroe y que murieran los árboles el día que se conformase con suelo duro. No tenía un objetivo, pero llevaba tanto tiempo huyendo que no sabía lo que era parar. Ni siquiera cuando las noches dejaron de ser frías, cuando el aire se volvió cálido y la humedad pegajosa, cuando las pieles se tostaron como el caramelo y las miradas, a más norte, perdieron su sutileza.
Ahora, frente al apacible mar granta, pocas metáforas harían justicia a lo mucho que desentonaba allí. En la región okae la gente había demostrado curiosidad, fascinación. Los granta eran menos discretos, y culpa no tenían cuando sus tonos no se separaban por uno o dos pigmentos sino por toda una escala de ellos. Él era lo que solo habían visto en revistas, lo que aparecía en su imaginación al leer un libro. Parado en el paseo marítimo, bajo la luz de una farola y dos lunas, con vistas a un océano tan oscuro como aceite viejo, Ethan parecía un fantasma.
El choque de las olas que le transportaba a su hogar (excepto porque la temperatura en Hanas nunca sería tan condenadamente alta), a veces se veía interrumpido por las exclamaciones de sorpresa de quienes aprovechaban las horas más suaves para pasear. No tenía que mirarles a la cara para notar su asombro e incluso su miedo, para saber qué pensaban. Un niño en la edad de ser cruel sin malicia hasta le había dicho a su madre que era un ahogado. Él se había reído con sorna para sus adentros. Llevaba lo suficiente escalando la región granta para estar acostumbrado, para saber aprovecharse de sus reacciones, porque donde unos se apartaban otros se arrimaban como aves atraídas al más llamativo cristal. ¿Y por qué conformarte con el suelo cuando podías dormir en una buena cama?
Tenía que ocultar los motivos de su viaje, fingir que tenía el dinero y el poder para haber llegado hasta allí, pero por suerte no todo eran engaños. Había ciertas cosas que no tenía que aparentar, como sus estudios y sus modales, el alto estatus en el que había nacido o su ego, un orgullo que curiosamente había crecido no con los lujos sino con la adversidad. Y armado de ese orgullo, de todas sus mentiras, su única maleta y la mejor ropa que le quedaba, entró en el local nocturno que más le había llamado al ojo para buscar hospedaje.
El suelo estaba tan pulido que bien podría ver su reflejo en él. La luz era tenue pero no adormecedora, los muebles de ébano estaban llenos de florituras y terciopelo y el olor no llegaba a ser el rudo puñetazo del alcohol, sino el de un beso dulce. Un sitio tan elegante como la gente que había dentro. Parejas de diversas edades, grupos de amigos, compañeros de trabajo aún de uniforme… las risas de unos ahogaban las voces de otros, aunque a medida que él se adentraba, que las cabezas giraban en su dirección, el silencio se extendía exponiendo la música ambiente. Y ahí estaba, apenas unos segundos más tarde, el revuelo de los cuchicheos. Ethan se hinchó de orgullo y sonrió, embriagado por el protagonismo. Si le resultaba intimidante (que lo hacía), lo simulaba bien.
No es que no supiera moverse en grupos ni mucho menos. Sabía a quién elegir -siempre el más rico y el más guapo-, no le importaba que compitieran por él, pero había veces en las que prefería ir a lo fácil. Un chico solo en la barra, con un atractivo que hacía que los demás fueran omisibles, el tipo de persona a la que se habría querido acercar incluso fuera de la necesidad. El brillo del oro en su muñeca, en sus anillos y pendientes… la diana perfecta.
“Bingo”.
Tomó asiento a su lado, en silencio. El chico estaba inmerso en su bebida, más hielo que líquido, y aún no había reparado en él.
—Perdona, ¿te importa si me siento aquí? —timidez, apuro y modestia en su tono—. Hay un chico que no me deja en paz… —lanzó un breve vistazo detrás, como si el culpable se hallase en algún lado—. Solo quiero un poco de espacio.
Y a medida que acababa, cuando el otro volteó a mirarle, fue testigo de una cadena de reacciones: la tranquilidad de su semblante reemplazada por dos ojos muy abiertos, del color del mar poco profundo a la luz del sol, su boca congelada en la estupefacción, el pequeño respingo que dió en dirección contraria, el recorrido que le hizo de arriba a abajo, abajo a arriba y vuelta a empezar, los pestañeos y el cambio de peso en su asiento. Unas pupilas que pasaron del grosor del susto al del interés. Todo su cuerpo, poco a poco y aún así muy deprisa, moldeado del asombro a la incredulidad, de la incredulidad a la fascinación.
Por supuesto él no pudo hacer otra cosa que reírse. Cuando el pelirrojo balbuceó en busca de palabras que usar, Ethan se tapó la boca por no ser maleducado.
—Tengo este efecto, sí.
—Ah-hm, no, sí, perdona. Claro. Eh… —una sonrisa tan torpe como las carreteras de la zona rural se debatía entre salir o no a luz—. Perdona, es que nunca… ¿Quién? ¿Te están molestando? —sus hombros habían ido cayendo como mantequilla derretida, pero se pusieron tensos al recordar -tarde- lo que le había dicho.
—Ya no —respondió suave, inclinándose ligeramente sobre él para que no buscase a un culpable inexistente. Con aire coqueto, sin abrumar—. Por suerte.
—Ah. Bien. Menos mal. Eh… —su vista estaba pegada al otro, inquieta cual abeja. En su morro, en su pelo, en sus ojos, en su cuello—. Nunca había… ¿Eres balera?
—¿No lo parezco?
—No, sí, por supuesto es- Santos, perdona —se pinzó el morro y en ese gesto pareció recuperar algo de consciencia, pues lo siguió una risa. Su tono se hizo más suave, avergonzado—. De verdad, es que- guao. No, nunca…
—Nunca has visto a alguien como yo —terminó por él.
—¡No! ¡Ni soñaba con! Eres… El primer balera que conozco —en esa pausa el peliazul distinguió algo más, la sombra de un cumplido omitido.
—No puedo decir lo mismo, pero… No hubiera estado mal, que tú fueras mi primer granta —su sonrisa se ensanchó a un lado—. Serías un buen punto de partida.
—Oh —un pestañeo y la exhalación de una risa—. Yo en eso no me puedo quejar. Que suerte la mía —apoyó un codo en la barra, de frente a él—. ¿Cómo has-… ¡Ah! —rió, sus pecas formando nuevas constelaciones en sus mejillas—, qué me perdonen los Santos —le tendió una mano—. Mi nombre es Nohlem. ¿Con quién tengo el placer de hablar?
El balera se la estrechó con una sonrisa, un reflejo del otro cuando pudo comprobar que su tacto no era frío.
—Ethan.
Nohlem no desaprovechó su oportunidad, y en lugar de sacudir el gesto se llevó su mano a los labios, besando el dorso.
—Ethan —repitió por lo bajo, saboreando la suavidad de la última sílaba antes de dejarle ir. Sus mejillas se habían ido oscureciendo, un cambio sutil en comparación al rubor propio, para la emoción del pelirrojo—. Perdona mi indiscreción, pero, ¿de dónde vienes? ¿Qué te ha traído hasta Bermellón? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Andando no, por suerte —rio, más gesto que sonido—. Vengo de Hanas. Al sur, ya sabes… Estoy de paso —respondió con aire misterioso, su vista ahora en las botellas que llenaban la licorera. Nohlem interpretó el gesto rápidamente, dio dos golpecitos a la barra y pidió otra bebida para él, orejas siempre atentas en su dirección—. Me marcho mañana, al norte.
No se sabía los nombres de las ciudades alrededor, mejor no pinchar.
—Oh. ¡Qué casualidad! ¡Yo también parto mañana! Hacia Rosana. Es- bueno, un viaje humilde en comparación, desde luego —“Rosana”. Vale, ya sabía a dónde no ir, por si acaso—. ¿Y cómo es que vas tan lejos?
—Ah, es un viaje de estudios. Mis padres deseaban que saliera a ver mundo. Son catedráticos, historiadores, pero como ellos tienen mucho trabajo me toca a mi hacer las de reportero —señaló la maleta que había dejado a pies de la silla, como si en esta guardase apuntes y no la totalidad de sus posesiones—. No me quejo, claro —rió entre dientes—. Una gira y de vuelta a Hanas.
Esa mentira en particular le revolvió el estómago. Principalmente por la idea de volver a su ciudad, pero también porque ningún profesor tenía tantísimo dinero. Ni siquiera con el oficio real de sus padres, muchísimo mejor pagado, podrían permitirse algo así. Por fortuna su bebida llegó, y antes de que a Nohlem le diera tiempo a hacer más preguntas, a ver las costuras de su historieta, Ethan alzó su vaso en un brindis rápidamente correspondido.
—Gracias —susurró en lugar de beber, inclinado sobre su oído con el tono más sensual que cabía en una palabra tan corta. Su premio, un ronroneo del granta. “Bien”, sonrió.
—No hay de qué —musitó de vuelta, su respiración tomando la forma de un pequeño suspiro.
Ethan dio un sorbo al licor bajo la atenta mirada de Nohlem, quien hacía lo propio.
—¡Hmmm! Que alegría —canturreó con una sonrisa de oreja a oreja, su punta ligeramente roja más por la expectación que por el licor—. He logrado despistar a mis guardaespaldas para esto, ¿sabes? Son demasiado aburridos —deslizó un dedo por la boca del vaso, en círculos, la vista fija en sus manos—. Es mi última noche aquí, y me apetece mucho divertirme.
Los ojos turquesa del granta brillaron al captar la luz de una lámpara, un poco más abiertos. Su sonrisa se tornó provocativa, e igual que Ethan podía leer la inquietud de quien le miraba con desconfianza, sabía perfectamente el efecto que estaba teniendo en Nohlem. Y aún así, cuando este se lamió los labios, se encontró a sí mismo repitiendo el gesto de manera inconsciente.
—Podemos divertirnos juntos, como celebración a nuestra última noche —dio otro sorbo, aparentando sosiego—. No sé qué plan tienes, pero no me importa enseñarte algún sitio que no conozcas. O conocernos mejor, tú y yo —sonrió casi con inocencia, sin mirarle directamente a pesar de que se moría por—. Sino, también… Bueno, sería una pena que te pillasen tus guardaespaldas… y mi hotel está aquí al lado. Por la mañana tiene unas vistas preciosas al mar.
Al ver el rubor y la sonrisa del peliazul, esta vez fue Nohlem quien alzó la copa en brindis sin choque, una ceja arqueada en una pregunta sin voz.
—Me parece fantástico.
- ♪♫♬:
- Kanyum
Ficha de cosechado
Nombre: Nohlem
Especie: Varmano granta
Habilidades: Puntería, intuición, carismaPersonajes :
● Jace: Dullahan, humano americano. 1’73m (con cabeza 1’93m)
● Rox: Cambiante, humano australiano/surcoreano. 1’75m
● Kahlo: Aparición nocturna varmana granta. 1’62m
● Nohlem: varmano granta. 1’69m
● Xiao Taozi: Fuzanglong carabés. 1’55m
Unidades mágicas : 5/5
Síntomas : Mayor interés por acumular conocimiento. A veces, durante un par de segundos, aparecerán brillos de distintos colores a su alrededor.
Status : Prrrr prrrrr
Re: Las flores de Kers
10/01/24, 04:43 pm
Había un antiguo cuento de Santos sobre un hombre convertido en secuoya, tan obsesionado con esquivar a la muerte que olvidó lo que era estar vivo. Hablaba de los peligros de perderse a uno mismo en la búsqueda, de valorar lo que se tiene y todas esas moralejas que Nohlem no se quitaba de la cabeza. Pero él no estaba perdido, aún no. Había pensado tantas veces en ese cuento durante los últimos días, mientras hacía las maletas, mientras planeaba con su hermana, mientras reunía el dinero, que su problema no era olvidar quién era y de dónde venía, sino no hacerlo nunca. Era la piedra en el zapato que más le molestaba al andar, la que le hacía detenerse aunque acabara de empezar el camino, por la cual se preguntaba si no sería mejor volver por mucho que eso significase no cambiar nunca.
Entonces llegó Ethan, un chico del sur con la piel hecha de nácar. Una señal. Los Santos podrían haber sido más sutiles, pero agradeció que no escatimaran en gastos. Ethan le hizo pensar en la nieve y en las galaxias azules visibles en las noches más limpias y oscuras, en la tienda del mercado, en la distancia, en los sitios a los que la fama y el dinero podrían llevarle, en todo lo que no era como imaginaba. Era la personificación del descubrimiento, y gracias a él ahora sabía que los balera no eran fríos al tacto, que emitían el calor de un buen amante y que bajo su piel pálida había sangre, sangre que daba color a los rubores más intensos que uno pudiera imaginar.
Adormilado, su mano buscó perezosa el cuerpo del joven a su lado, pero en su camino solo halló sábanas y su propio despertar. Encontrar la cama vacía dolía, pero en este caso no por los motivos al uso; la ausencia era algo por lo que casi todo varmano pasaba tarde o temprano, y aunque no era inmune a tal impersonalidad, para él distaba de ser una primera vez. Víctima o causante, algo que lamentar o que agradecer, no poder despedirte de un compañero era algo hasta cierto punto normalizado. Lo que Nohlem sintió entonces no fue afectivo sino egoísta, la lástima que sigue a perder la exclusividad de un premio. Se quedaría con las ganas de ver otro sonrojo, de comprobar el efecto de tantos besos y mordiscos horas después en una piel tan blanca, de haber estado más que en cuerpo presente cuando, temprano esa mañana, Ethan había apartado las cortinas y descubierto las vistas al mar. Para alguien al que poco le faltaba para haberlo visto todo seguramente no fuera nada impresionante, pero el granta esperaba haber cumplido con sus expectativas de una forma u otra.
Sin telas ni persianas de por medio la luz del sol se colaba indiscriminadamente por el pequeño balcón, iluminando a su espalda el caos de la noche anterior. El reguero de prendas donde las había ido perdiendo, la cama inusualmente desecha cuyas mantas formaban montañas y cordilleras, la lámpara en el borde de la mesita peligrando por caer, un cajón mal cerrado… Tenía que recoger antes de marchar. El cielo era tan brillante que bien podría ser medio día, pero cuando Nohlem levantó el brazo izquierdo para revisar la hora lo único que encontró fue carne y hueso.
Primera alarma.
El granta podía quedarse en cueros, olvidar donde había puesto las gafas o perder los calcetines, que nunca se despegaba de su reloj. Hasta los anillos podían caérsele a veces, pero cuando sintió que estos también faltaban toda pereza que le quedara en el cuerpo le abandonó de golpe. Se incorporó hasta quedar sentado y palpó el colchón con más frenesí que cuando había buscado a Ethan antes, como si la correa se pudiera haber soltado de alguna manera durante el sueño o lo previo a este. Durante largos segundos desesperados buscó oro bajo las sábanas, increíblemente incómodo por la ahora consciente desnudez de sus dedos.
Nada.
—No —musitó. Él no podía ponerse tan blanco, y aún así notó el color desvanecerse. De un salto se puso en pie y corrió a su maleta abierta. Sacó todo, sumando aún más desorden a coalición. Por suerte casi todas sus cosas seguían ahí, incluidas las más importantes como sus cartillas del banco y su cartera, pero la mitad del dinero y algunas prendas que llevaba a vender en caso de emergencia estaban desaparecidas—. No. No, no, no…
Con lo que tenía podía viajar y hospedarse en Rosana, sí, pero de repente los cimientos de seguridad que tan meticulosamente había construido (sobre terreno inestable) se tambaleaban. Era la primera vez que le robaban fuera del gusto de un casino, y ya no era solo sacrificar lujo o reducir el número de días que pudiera mantenerse fuera, era algo personal. El anillo que le había regalado su madre, el reloj de su padre, la ayuda de su hermana, la mitad del dinero que tenía reservado para el tren… Los Santos se reían en su cara pero se negaba a aceptar esa señal. Era demasiado pronto para la moraleja.
Dio un par de vueltas a la habitación, levantando el mismo cojín una, dos, tres y hasta cuatro veces, como si sus pertenencias fueran a aparecer debajo mágicamente. Si solo hubiera perdido la cartera bien podría culparse a sí mismo, un extravío por tener la cabeza en las nubes podría pasarle cualquier día, pero su reloj, sus anillos… Con miedo a volver y el corazón en la garganta maldijo en voz alta. Se vistió para tener menos desorden bajo el que buscar y, visto el nulo resultado que estaba dando su inútil búsqueda, cogió las llaves del hotel para continuar fuera.
No tenía forma de saber a qué hora se había ido el ladrón con sus cosas y él no era precisamente un pájaro madrugador, pero dentro de lo malo, pensaba, solo tenía que encontrar al único cuervo blanco de la bandada.
Casi nunca le seguían.
Ethan se había acostumbrado a huir, tanto que ya no sabía cómo parar, pero hacía tiempo que había dejado de hacerle verdadera falta. Se escondía, por si acaso, de la policía, corría tras los trenes y se alejaba de sus padres más rápido de lo que podían reaccionar, pero nunca se despeinaba al alejarse de la escena del crimen. Cuanto más al norte, más fácil era, y es que quienes no le temían como monstruo, le deseaban como capricho. Quién le iba a decir, que alguien tan normal como él se iba a convertir en la perla más exquisita fuera de casa.
Sus amantes se llenaban la boca por haber estado con un balera, un broche dorado en su aburrida colección de anécdotas, porque que alguien tan rico y exótico se hubiese fijado en ellos de entre todas las personas les hacía sentir especiales. Y es que cuando eras el suertudo del lugar y tu orgullo vuela alto por tener al chico de rubores fuertes abrazado al cuello como tierno enamorado, duele el doble enfrentarse a la verdad: que has sido engañado en la seguridad de tu propia cama. Pobres aquellos que entre ronroneos creían que al despertar tendrían un trofeo en brazos. A veces hasta le daba pena “despedirse” de algunos. Cuando conoces tanto mundo empiezas a apreciar que no todas las caras bonitas van unidas a un buen compañero de cama.
Ethan había aprendido a robar lo justo para no saltar las alarmas, para que a sus anfitriones les compensase más guardar silencio en pos de una buena historia que destripar su ego notificando el crimen. Privilegiados, lelos a los que papá y mamá castigarían de enterarse de su error, gente a la que, como él meses atrás, no le sangraba el dinero, pero sí la experiencia.
Por eso cuando vio al chico guapo de ojos turquesa buscando algo entre la multitud, casi sin quererlo dejó que sus miradas se encontrasen. Por eso cuando le vio correr hacia él tardó en reaccionar. Igual que un animal cuyo instinto se ha visto mermado por la cercanía, la costumbre y el tiempo, Ethan no echó a correr inmediatamente.
Pero es que casi nunca le seguían.
Entonces llegó Ethan, un chico del sur con la piel hecha de nácar. Una señal. Los Santos podrían haber sido más sutiles, pero agradeció que no escatimaran en gastos. Ethan le hizo pensar en la nieve y en las galaxias azules visibles en las noches más limpias y oscuras, en la tienda del mercado, en la distancia, en los sitios a los que la fama y el dinero podrían llevarle, en todo lo que no era como imaginaba. Era la personificación del descubrimiento, y gracias a él ahora sabía que los balera no eran fríos al tacto, que emitían el calor de un buen amante y que bajo su piel pálida había sangre, sangre que daba color a los rubores más intensos que uno pudiera imaginar.
Adormilado, su mano buscó perezosa el cuerpo del joven a su lado, pero en su camino solo halló sábanas y su propio despertar. Encontrar la cama vacía dolía, pero en este caso no por los motivos al uso; la ausencia era algo por lo que casi todo varmano pasaba tarde o temprano, y aunque no era inmune a tal impersonalidad, para él distaba de ser una primera vez. Víctima o causante, algo que lamentar o que agradecer, no poder despedirte de un compañero era algo hasta cierto punto normalizado. Lo que Nohlem sintió entonces no fue afectivo sino egoísta, la lástima que sigue a perder la exclusividad de un premio. Se quedaría con las ganas de ver otro sonrojo, de comprobar el efecto de tantos besos y mordiscos horas después en una piel tan blanca, de haber estado más que en cuerpo presente cuando, temprano esa mañana, Ethan había apartado las cortinas y descubierto las vistas al mar. Para alguien al que poco le faltaba para haberlo visto todo seguramente no fuera nada impresionante, pero el granta esperaba haber cumplido con sus expectativas de una forma u otra.
Sin telas ni persianas de por medio la luz del sol se colaba indiscriminadamente por el pequeño balcón, iluminando a su espalda el caos de la noche anterior. El reguero de prendas donde las había ido perdiendo, la cama inusualmente desecha cuyas mantas formaban montañas y cordilleras, la lámpara en el borde de la mesita peligrando por caer, un cajón mal cerrado… Tenía que recoger antes de marchar. El cielo era tan brillante que bien podría ser medio día, pero cuando Nohlem levantó el brazo izquierdo para revisar la hora lo único que encontró fue carne y hueso.
Primera alarma.
El granta podía quedarse en cueros, olvidar donde había puesto las gafas o perder los calcetines, que nunca se despegaba de su reloj. Hasta los anillos podían caérsele a veces, pero cuando sintió que estos también faltaban toda pereza que le quedara en el cuerpo le abandonó de golpe. Se incorporó hasta quedar sentado y palpó el colchón con más frenesí que cuando había buscado a Ethan antes, como si la correa se pudiera haber soltado de alguna manera durante el sueño o lo previo a este. Durante largos segundos desesperados buscó oro bajo las sábanas, increíblemente incómodo por la ahora consciente desnudez de sus dedos.
Nada.
—No —musitó. Él no podía ponerse tan blanco, y aún así notó el color desvanecerse. De un salto se puso en pie y corrió a su maleta abierta. Sacó todo, sumando aún más desorden a coalición. Por suerte casi todas sus cosas seguían ahí, incluidas las más importantes como sus cartillas del banco y su cartera, pero la mitad del dinero y algunas prendas que llevaba a vender en caso de emergencia estaban desaparecidas—. No. No, no, no…
Con lo que tenía podía viajar y hospedarse en Rosana, sí, pero de repente los cimientos de seguridad que tan meticulosamente había construido (sobre terreno inestable) se tambaleaban. Era la primera vez que le robaban fuera del gusto de un casino, y ya no era solo sacrificar lujo o reducir el número de días que pudiera mantenerse fuera, era algo personal. El anillo que le había regalado su madre, el reloj de su padre, la ayuda de su hermana, la mitad del dinero que tenía reservado para el tren… Los Santos se reían en su cara pero se negaba a aceptar esa señal. Era demasiado pronto para la moraleja.
Dio un par de vueltas a la habitación, levantando el mismo cojín una, dos, tres y hasta cuatro veces, como si sus pertenencias fueran a aparecer debajo mágicamente. Si solo hubiera perdido la cartera bien podría culparse a sí mismo, un extravío por tener la cabeza en las nubes podría pasarle cualquier día, pero su reloj, sus anillos… Con miedo a volver y el corazón en la garganta maldijo en voz alta. Se vistió para tener menos desorden bajo el que buscar y, visto el nulo resultado que estaba dando su inútil búsqueda, cogió las llaves del hotel para continuar fuera.
No tenía forma de saber a qué hora se había ido el ladrón con sus cosas y él no era precisamente un pájaro madrugador, pero dentro de lo malo, pensaba, solo tenía que encontrar al único cuervo blanco de la bandada.
—
Casi nunca le seguían.
Ethan se había acostumbrado a huir, tanto que ya no sabía cómo parar, pero hacía tiempo que había dejado de hacerle verdadera falta. Se escondía, por si acaso, de la policía, corría tras los trenes y se alejaba de sus padres más rápido de lo que podían reaccionar, pero nunca se despeinaba al alejarse de la escena del crimen. Cuanto más al norte, más fácil era, y es que quienes no le temían como monstruo, le deseaban como capricho. Quién le iba a decir, que alguien tan normal como él se iba a convertir en la perla más exquisita fuera de casa.
Sus amantes se llenaban la boca por haber estado con un balera, un broche dorado en su aburrida colección de anécdotas, porque que alguien tan rico y exótico se hubiese fijado en ellos de entre todas las personas les hacía sentir especiales. Y es que cuando eras el suertudo del lugar y tu orgullo vuela alto por tener al chico de rubores fuertes abrazado al cuello como tierno enamorado, duele el doble enfrentarse a la verdad: que has sido engañado en la seguridad de tu propia cama. Pobres aquellos que entre ronroneos creían que al despertar tendrían un trofeo en brazos. A veces hasta le daba pena “despedirse” de algunos. Cuando conoces tanto mundo empiezas a apreciar que no todas las caras bonitas van unidas a un buen compañero de cama.
Ethan había aprendido a robar lo justo para no saltar las alarmas, para que a sus anfitriones les compensase más guardar silencio en pos de una buena historia que destripar su ego notificando el crimen. Privilegiados, lelos a los que papá y mamá castigarían de enterarse de su error, gente a la que, como él meses atrás, no le sangraba el dinero, pero sí la experiencia.
Por eso cuando vio al chico guapo de ojos turquesa buscando algo entre la multitud, casi sin quererlo dejó que sus miradas se encontrasen. Por eso cuando le vio correr hacia él tardó en reaccionar. Igual que un animal cuyo instinto se ha visto mermado por la cercanía, la costumbre y el tiempo, Ethan no echó a correr inmediatamente.
Pero es que casi nunca le seguían.
- ♪♫♬:
- Kanyum
Ficha de cosechado
Nombre: Nohlem
Especie: Varmano granta
Habilidades: Puntería, intuición, carismaPersonajes :
● Jace: Dullahan, humano americano. 1’73m (con cabeza 1’93m)
● Rox: Cambiante, humano australiano/surcoreano. 1’75m
● Kahlo: Aparición nocturna varmana granta. 1’62m
● Nohlem: varmano granta. 1’69m
● Xiao Taozi: Fuzanglong carabés. 1’55m
Unidades mágicas : 5/5
Síntomas : Mayor interés por acumular conocimiento. A veces, durante un par de segundos, aparecerán brillos de distintos colores a su alrededor.
Status : Prrrr prrrrr
Re: Las flores de Kers
12/01/24, 01:45 am
Con semejante descripción fue fácil encontrar a Ethan. Solo tuvo que preguntar a un par de personas para tener hilo del que tirar, y menos mal, porque ser de Bermellón no le daba ninguna ventaja. Debido a su privilegio solo conocía las mejores zonas de la ciudad, lo que hacía de él un completo turista fuera de las mismas. Si de algo podía alegrarse es que el balera no había ido ni a la estación de trenes ni al puerto, lo que significaba que todavía estaba en Bermellón, y fue de hecho en una pequeña pero conglomerada plaza en pleno centro donde le encontró. Su camuflaje de invierno desentonaba entre la calidez del ocre de su gente. Había una especie de margen de seguridad entre él y los demás, entre aquellos demasiado curiosos para no acercarse un mínimo y aquellos que tenían demasiado asombro para hacerlo. Como si su pelo azul oscuro no fuera diana suficiente, las cabezas apuntaban en su dirección. Nohlem corrió hacia él creyendo que huiría, algo que el balera tardó tanto en hacer que tuvo tiempo de atraparle. Tras la carrera que se había dado para encontrarle estaba demasiado agotado para celebrar o siquiera extrañarse de su nula velocidad de reacción.
—Espera —imploró, falto de aire. Aún así su agarre era firme—. Por favor. No me robes —un poco tarde para eso—. Devuélveme... devuélveme mis pertenencias. Por favor.
Contra todo pronóstico el chico no parecía enfadado, más bien... ¿triste?
No. Asustado.
Ethan le miró esperando lo lógico: la trampa bajo el cartón, un grito de rabia, un arranque de agresividad. Su brazo atrapado no se destensó, marcando el límite entre ambos, tan en shock que ni había intentado soltarse todavía. Para hacer la situación más incómoda llevaba puesto uno de sus anillos, así que si el pelirrojo guardaba algún tipo de duda por su inocencia, venía a morir ahí. El sureño apretó los labios, descolocado, convencido de que tras la fachada del granta había una bomba de relojería.
—No, eh... —inspiró para elegir bien sus palabras—. Ya he vendido todo...
—¿Todo? —se le cayó el alma a los pies. Al asentir Ethan por el rostro de Nohlem cruzaron la rabia, el miedo y tristeza tan seguidos que crearon su propia amalgama. Al final, sin embargo, quedaron solo un extraño vacío y un lapso de silencio—. Te... —pausa—. ¿Te dieron mucho por el reloj?
—Hm- eh, ¿sí? —continuó lento, confuso—. Bueno, para... para un par de semanas. Como era de oro...
Y justo cuando iba a arriesgarse a pedirle que le soltara el granta lo hizo primero, claramente abatido, y por primera vez en sus recuerdos más recientes Ethan sintió remordimiento. En sus infrecuentes experiencias reales y numerosos esquemas imaginarios, cuando sus víctimas le pillaban había gritos y acusaciones para las que tenía preparadas cientos de respuestas ingeniosas con las que salirse con la suya. Tenía que estar listo, al fin y al cabo la supervivencia beneficiaba a los avispados, no a los inocentes, claro que tampoco es que hubiera tenido mucho donde ponerse a prueba, por fortuna. Que confiase en el orgullo de sus víctimas no significaba que no tuviera la inteligencia de alejarse a tiempo de estos, y obviamente si lo podía evitar no se quedaba a comprobar cual genio malvado como les sentaba la traición; si pataleaban como críos, si se les caía la cara de la vergüenza, si lucían como cachorritos abandonados como el joven que ahora tenía delante… No sabía si eso era normal, pero desde luego iba a ser una buena demostración a cuán ladrón de pacotilla estaba hecho.
—Santos, mira, eh… —suspiró, orejas gachas que apuntaban directamente al suelo donde dejó su maleta. Sacó de un bolsillo un sobre de papel y una bolsita de monedas que le tendió—. Eeh, es lo que me han dado. Me he gastado —procedió con cautela—, parte del dinero que te cogí en comida…
Nohlem lo aceptó y abrió el sobre primero, lleno de una jugosa cantidad de billetes, pero en su rostro no se vislumbró alivio. El valor que tenían sus pertenencias era emocional y el robo un golpe demasiado duro. Demasiado pronto. Ethan suspiró de nuevo.
—Puedo conseguirtelo de vuelta —su tono no ascendió a interrogación, pero poco le faltó para hacerlo—. El reloj y… lo demás. Es una casa de empeños, el dueño tiene varios aprendices jóvenes. Me hizo una oferta uno de ellos…
Nohlem no alzó cabeza, observaba los billetes con una expresión difícil. Al igual que el balera, desde que salió del hotel se imaginó la escena de mil maneras diferentes y ninguna era así. Se enfrentaba a él con valentía, le dejaba las cosas claras y recuperaba sus objetos tras una rotunda orden, en unas le perseguía como en los libros de detectives que tanto le gustaban a su padre… Y en otras, más tímidas y realistas, pedía ayuda, porque aquello le venía grande, muy grande, en tantos sentidos que asfixiaba. Al final había pedido las cosas con absurda educación. Había dejado entrar a la debilidad y no sabía como hacerla salir.
—El reloj es lo que pensaba vender lo último… —confesó en un susurro.
—Ah. ¿Ah? —frunció el ceño—. ¿Por qué ibas a querer-
—¿¡Por qué ibas a querer tú!? —explotó.
El balera abrió los ojos como platos y los desvió al suelo, como si ahí fuera a encontrar una excusa, una explicación, y es que irónicamente para una pregunta tan esencial de repente no se le ocurría nada. Pero bien pensado, ¿y qué?
—Bueeeeno, fue un gusto conocerte —rio, un soplido sin gracia alguna. Cogió su maleta y se dispuso a dar media vuelta bajo la atónita mirada del pelirrojo—. Adiós, tengo que seguir eh, mi viaje por el mundo, hah.
—¡Ah no! ¡Devuélveme mis cosas!
—¡Ya tienes la mitad del oro!
—¡Ese anillo es mío! Espe- ¿¡Cómo que la mitad!?
“Mierda”.
—Jajaja, aah lo siento —dio otro par de pasos atrás, fingiendo tener un acento extraño—. Hablo un poco mal vuestro dialecto.
Si los dos querían escena de acción la iban a tener. Nohlem se adelantó deprisa a agarrarle de la muñeca fuertemente, dientes apretados y labio alzado, a lo que Ethan trató de zafarse ipso facto.
—¡SUÉLTAME!
—¡No hasta que me hayas devuelto mi reloj y mis anillos!
—¡Ya te los he devuelto, no sé de que me hablas!
—¡ESTO —alzó el dinero, el sobre doblado en su puño—, no son ni mi reloj ni mis anillos! ¡Y aquí falta el dinero de mi cartera! ¿¡No se supone que eras rico!? ¿Que tus padres te habían mandado de estudios? ¿Cómo augurios has llegado- —se trabó. Las preguntas se le acumulaban tan deprisa que no le daba para sacarlas de una en una. Los agujeros de guión en su historia anoche, el sinsentido de sus acciones hoy... Ahí estaba. La reacción lógica que Ethan tanto había esperado, aunque no con gusto. El granta tiró de él—. ¿¡Cuántas mentiras me has cont-
Pero tan pronto había estallado, calló.
Tenía que pasar. Si de por sí el aspecto de Ethan atraía miradas, con las voces eran todo un espectáculo, uno que por supuesto no se iba a perder la policía. Su mano perdió fuerza al reconocer el uniforme, permitiendo que Ethan se liberase. Dos agentes se dirigían en su dirección, abriendo a su paso las aguas de gente que observaba la pelea en morboso silencio. El ruido de la plaza se había esfumado, tornando nítidos los susurros.
Le iban a interrogar. Iría a comisaría para testificar del robo. Avisarían a sus padres. Se supone que estaba fugado. Se acabó.
Ethan se volteó en seguida por la evidente estupefacción de Nohlem.
Ah. Estaba jodido. Estaba jodidísimo.
Su instinto impuesto golpeó fuerte, ahora sí. Echó a correr como alma que lleva el diablo, empujando al granta a un lado en el proceso. El choque debió reactivarle, porque el chico fue detrás suya, no en la épica persecución de un ladrón, sino en la huida de aquel que también es culpable.
—Espera —imploró, falto de aire. Aún así su agarre era firme—. Por favor. No me robes —un poco tarde para eso—. Devuélveme... devuélveme mis pertenencias. Por favor.
Contra todo pronóstico el chico no parecía enfadado, más bien... ¿triste?
No. Asustado.
Ethan le miró esperando lo lógico: la trampa bajo el cartón, un grito de rabia, un arranque de agresividad. Su brazo atrapado no se destensó, marcando el límite entre ambos, tan en shock que ni había intentado soltarse todavía. Para hacer la situación más incómoda llevaba puesto uno de sus anillos, así que si el pelirrojo guardaba algún tipo de duda por su inocencia, venía a morir ahí. El sureño apretó los labios, descolocado, convencido de que tras la fachada del granta había una bomba de relojería.
—No, eh... —inspiró para elegir bien sus palabras—. Ya he vendido todo...
—¿Todo? —se le cayó el alma a los pies. Al asentir Ethan por el rostro de Nohlem cruzaron la rabia, el miedo y tristeza tan seguidos que crearon su propia amalgama. Al final, sin embargo, quedaron solo un extraño vacío y un lapso de silencio—. Te... —pausa—. ¿Te dieron mucho por el reloj?
—Hm- eh, ¿sí? —continuó lento, confuso—. Bueno, para... para un par de semanas. Como era de oro...
Y justo cuando iba a arriesgarse a pedirle que le soltara el granta lo hizo primero, claramente abatido, y por primera vez en sus recuerdos más recientes Ethan sintió remordimiento. En sus infrecuentes experiencias reales y numerosos esquemas imaginarios, cuando sus víctimas le pillaban había gritos y acusaciones para las que tenía preparadas cientos de respuestas ingeniosas con las que salirse con la suya. Tenía que estar listo, al fin y al cabo la supervivencia beneficiaba a los avispados, no a los inocentes, claro que tampoco es que hubiera tenido mucho donde ponerse a prueba, por fortuna. Que confiase en el orgullo de sus víctimas no significaba que no tuviera la inteligencia de alejarse a tiempo de estos, y obviamente si lo podía evitar no se quedaba a comprobar cual genio malvado como les sentaba la traición; si pataleaban como críos, si se les caía la cara de la vergüenza, si lucían como cachorritos abandonados como el joven que ahora tenía delante… No sabía si eso era normal, pero desde luego iba a ser una buena demostración a cuán ladrón de pacotilla estaba hecho.
—Santos, mira, eh… —suspiró, orejas gachas que apuntaban directamente al suelo donde dejó su maleta. Sacó de un bolsillo un sobre de papel y una bolsita de monedas que le tendió—. Eeh, es lo que me han dado. Me he gastado —procedió con cautela—, parte del dinero que te cogí en comida…
Nohlem lo aceptó y abrió el sobre primero, lleno de una jugosa cantidad de billetes, pero en su rostro no se vislumbró alivio. El valor que tenían sus pertenencias era emocional y el robo un golpe demasiado duro. Demasiado pronto. Ethan suspiró de nuevo.
—Puedo conseguirtelo de vuelta —su tono no ascendió a interrogación, pero poco le faltó para hacerlo—. El reloj y… lo demás. Es una casa de empeños, el dueño tiene varios aprendices jóvenes. Me hizo una oferta uno de ellos…
Nohlem no alzó cabeza, observaba los billetes con una expresión difícil. Al igual que el balera, desde que salió del hotel se imaginó la escena de mil maneras diferentes y ninguna era así. Se enfrentaba a él con valentía, le dejaba las cosas claras y recuperaba sus objetos tras una rotunda orden, en unas le perseguía como en los libros de detectives que tanto le gustaban a su padre… Y en otras, más tímidas y realistas, pedía ayuda, porque aquello le venía grande, muy grande, en tantos sentidos que asfixiaba. Al final había pedido las cosas con absurda educación. Había dejado entrar a la debilidad y no sabía como hacerla salir.
—El reloj es lo que pensaba vender lo último… —confesó en un susurro.
—Ah. ¿Ah? —frunció el ceño—. ¿Por qué ibas a querer-
—¿¡Por qué ibas a querer tú!? —explotó.
El balera abrió los ojos como platos y los desvió al suelo, como si ahí fuera a encontrar una excusa, una explicación, y es que irónicamente para una pregunta tan esencial de repente no se le ocurría nada. Pero bien pensado, ¿y qué?
—Bueeeeno, fue un gusto conocerte —rio, un soplido sin gracia alguna. Cogió su maleta y se dispuso a dar media vuelta bajo la atónita mirada del pelirrojo—. Adiós, tengo que seguir eh, mi viaje por el mundo, hah.
—¡Ah no! ¡Devuélveme mis cosas!
—¡Ya tienes la mitad del oro!
—¡Ese anillo es mío! Espe- ¿¡Cómo que la mitad!?
“Mierda”.
—Jajaja, aah lo siento —dio otro par de pasos atrás, fingiendo tener un acento extraño—. Hablo un poco mal vuestro dialecto.
Si los dos querían escena de acción la iban a tener. Nohlem se adelantó deprisa a agarrarle de la muñeca fuertemente, dientes apretados y labio alzado, a lo que Ethan trató de zafarse ipso facto.
—¡SUÉLTAME!
—¡No hasta que me hayas devuelto mi reloj y mis anillos!
—¡Ya te los he devuelto, no sé de que me hablas!
—¡ESTO —alzó el dinero, el sobre doblado en su puño—, no son ni mi reloj ni mis anillos! ¡Y aquí falta el dinero de mi cartera! ¿¡No se supone que eras rico!? ¿Que tus padres te habían mandado de estudios? ¿Cómo augurios has llegado- —se trabó. Las preguntas se le acumulaban tan deprisa que no le daba para sacarlas de una en una. Los agujeros de guión en su historia anoche, el sinsentido de sus acciones hoy... Ahí estaba. La reacción lógica que Ethan tanto había esperado, aunque no con gusto. El granta tiró de él—. ¿¡Cuántas mentiras me has cont-
Pero tan pronto había estallado, calló.
Tenía que pasar. Si de por sí el aspecto de Ethan atraía miradas, con las voces eran todo un espectáculo, uno que por supuesto no se iba a perder la policía. Su mano perdió fuerza al reconocer el uniforme, permitiendo que Ethan se liberase. Dos agentes se dirigían en su dirección, abriendo a su paso las aguas de gente que observaba la pelea en morboso silencio. El ruido de la plaza se había esfumado, tornando nítidos los susurros.
Le iban a interrogar. Iría a comisaría para testificar del robo. Avisarían a sus padres. Se supone que estaba fugado. Se acabó.
Ethan se volteó en seguida por la evidente estupefacción de Nohlem.
Ah. Estaba jodido. Estaba jodidísimo.
Su instinto impuesto golpeó fuerte, ahora sí. Echó a correr como alma que lleva el diablo, empujando al granta a un lado en el proceso. El choque debió reactivarle, porque el chico fue detrás suya, no en la épica persecución de un ladrón, sino en la huida de aquel que también es culpable.
- ♪♫♬:
- Kanyum
Ficha de cosechado
Nombre: Nohlem
Especie: Varmano granta
Habilidades: Puntería, intuición, carismaPersonajes :
● Jace: Dullahan, humano americano. 1’73m (con cabeza 1’93m)
● Rox: Cambiante, humano australiano/surcoreano. 1’75m
● Kahlo: Aparición nocturna varmana granta. 1’62m
● Nohlem: varmano granta. 1’69m
● Xiao Taozi: Fuzanglong carabés. 1’55m
Unidades mágicas : 5/5
Síntomas : Mayor interés por acumular conocimiento. A veces, durante un par de segundos, aparecerán brillos de distintos colores a su alrededor.
Status : Prrrr prrrrr
Re: Las flores de Kers
13/01/24, 04:48 pm
El balera huyó a todo lo que daba su pierna mala, sorprendentemente bien por la necesidad urgente. El truco de meterse entre la gente funcionaba a medias ya que la mayoría se apartaba enseguida, alarmados como si un fantasma hubiera decidido abalanzarse sobre ellos. El de ojos verdes aún le seguía de cerca, pero por el momento tenía problemas mayores para preocuparse por alguien que, vista la cara que puso al ver a los oficiales, parecía tener sus propios motivos por los que esconderse. Al final no iba a ser el único con esqueletos en el armario. No podía importarle menos.
Como animal que en la cadena alimenticia es presa y depredador simultáneamente, Nohlem siguió a Ethan por pura inercia más que porque no se esfumase con sus pertenencias. El miedo a que su aventura acabase tan pronto y mal era mucho peor que el robo, sobre todo porque si volvía así a casa con las maletas, dinero y joyas que estrictamente hablando no eran suyas, el castigo sería tal que entonces sí soñaría con estar en la otra punta del globo. Ninguna excusa, secuestro, cohartada o amenaza maquillaba el hecho de haberse llevado dos cartillas de banco y ropa perfectamente planchada y ordenada junto su libreto de partituras favoritas.
Sin aliento los dos chicos encontraron refugio en un callejón interior al que daban las puertas traseras de un par de comercios y restaurantes, donde el olor de frutas maduras se mezclaba con el de la humedad. Para empezar ninguno sabía si la policía había llegado a correr tras ellos, pero igual esperaron tras una pila de palets que no era lo suficientemente alta para cubrir su altura, espalda contra pared y medio agazapados. Para no hacer ruido sus jadeos eran siseos de serpiente, un aire que entraba y salía insuficiente en bocas entreabiertas, ganando en sonido según ganaban en confianza. Nohlem se atrevió a asomarse, y aunque su ángulo no era el mejor no parecía haber un alma cerca. Ethan gruñó de molestia, física y emocional. La pierna le estaba matando tanto como él al granta con la mirada.
—Casi me pillan por tu culpa.
Nohlem volvió la vista a él con tanta incredulidad que podría ser el ejemplo gráfico en su definición del diccionario.
—¿Disculpa? —pronunció cada sílaba como si Ethan fuera idiota, con asco—. ¡Me has robado! —su tono se alzó, más al recordar que supuestamente estaban escondidos bajó de nuevo—. ¡La culpa es tuya!
—¡Pues vuelve a tu casa a que tu madre te compre otro anillo, ¿qué más te da?!
Se partió el lápiz. Con un gruñido y colmillos visibles en una mueca de rabia, Nohlem encajó un puñetazo contra la cara de Ethan. Nunca había golpeado a nadie y sus nudillos se resintieron por mala postura, pero no tanto como le dolería el golpe al otro. El chico cayó al suelo por lo inesperado del impacto, y cuando se pasó una mano por el rostro, ahí donde dolía más, su palma regresó manchada. Durante un brevísimo instante se quedó ahí, patidifuso, observando la sangre en su mano mientras sentía un hilito de ésta cruzar sus labios. Cuando volvió en sí buscó frenéticamente entre los bolsillos internos de su chaqueta. Su pistola. Una puta pistola.
La expresión de Nohlem se desvaneció tan pronto le apuntó con ella.
—¡¡No eh!! —gruñó el balera. Le tocaba a él enseñar los dientes—. ¡He estado en doce ciudades, DOCE! ¡No vas a venir tú a joderme ahora!
Según se levantó también lo hicieron las manos temblorosas del granta. El chico estaba congelado, más a más caía en la realización de que estaba a un click de decir adiós para siempre. Por desgracia sus palabras fueron más rápidas que sus pensamientos.
—De… Devuélveme el anillo —musitó. Su rostro lo cruzó el más inmediato arrepentimiento—. Por favor —añadió para enmendar.
—No —se limpió el morro con el puño, sin dejar de apuntarle—. No haberme pegado. Joder —negó brevemente, apoyando solo la pierna buena—. Sabía que los grantas eráis agresivos pero esto es exagerado.
—No, no tengo… necesito mis... No quiero volver a casa.
—Pues yo tampoco y a mí me hace más falta. Tu casa está a no sé, tres calles de aquí. La mía está bastante más lejos.
Tras la muralla de adrenalina el miedo encontró una grieta, y tal como sucede con los embalses viejos demasiado llenos, el dique reventó. Los ojos del granta brillaron humedecidos y sus jadeos se reiniciaron abruptamente, rápidos e insuficientes en su intento de no hacer ruido. Sus enormes pupilas asustadas no encontraban forma de despegarse de la pistola, pues temía que a la mínima que bajase la guardia escucharía el disparo. El latir de su propio corazón era ensordecedor, semejante a la presión bajo el agua en sus oídos.
Y ante aquella imagen lastimosa la coraza de Ethan se resquebrajó. Bajó el arma rapidísimo, apurado a que el chico rompiera a llorar ahí mismo, y es que por mucho que pudiera fingir ser un ladrón de joyas y corazones, no era ningún matón. Igual que el granta él solo quería alejarse de casa. ¿En qué momento se había torcido tanto su vida?
—No no no, vale, ¡tú ganas! ¡No funciona, no tiene balas! —lo demostró sacando el tambor, tan torpe como eran sus habilidades con ella. Se quitó el anillo de oro liso que le había robado y se lo tendió con celeridad, nervioso—. Tu anillo, ya está. ¡Toma! Tú ganas.
Las manos de Nohlem bajaron a media altura con la fluidez de una máquina oxidada. Miró su anillo en la palma de Ethan, luego la pistola que ahora apuntaba al suelo, pero no se atrevió a subir a su mirada. Sus jadeos ganaron profundidad y sus sentidos filo, demasiado filo.
Estaba aterrado, eso no era teatro. Estaba furioso, eso tampoco.
Embistió al chico con un grito y un hombro por delante, con un ímpetu tan descontrolado que se los llevó a los dos al suelo. Pistola y anillo rodaron más allá mientras ellos hacían lo propio, en una pelea de golpes en la que Nohlem no medía a dónde carajos apuntaba e Ethan solo podía protegerse la cara. El granta no sabía ni qué quería, si su anillo, su reloj, desfogar el miedo o siemplemente que el chico cobrase. El balera lo tenía más claro: quería que no le pegasen.
—Llévate lo que quieras, pero no me jodas la ropa —masculló desesperado, y el sonido de su voz amortiguada bajo unos brazos entumecidos hizo que Nohlem se detuviera—. No tengo más.
No le importaban los moratones, pasar hambre o no tener dinero. Si le fastidiaba la ropa, sin embargo, no podría colar como burgués. Sus pintas de niño rico y su anzuelo para sobrevivir machacados en el suelo, literalmente. Ganaría el fantasma, el monstruo, no el chico exótico.
Por suerte Nohlem hizo caso. Desconocía si por compasión o por la seguridad de su propia ropa, ya que se dió unas palmaditas inconscientemente en el pantalón, allí donde ni siquiera había polvo. Se le quitó de encima hasta quedar arrodillado a medio metro suya, observando como el otro se arrastraba para abrazar su maleta de mano sentado contra la pared, indefenso.
Y así pasaron largos segundos, en los que Nohlem se preguntó cómo carajos había llegado a eso e Ethan cómo diablos iba a salir ahora de la ciudad. Ninguno hizo ademán alguno de recuperar la pistola o el anillo, simplemente… aguantaron. Nuevas preguntas empezaron a apilarse en la cabeza del pelirrojo con renovada lucidez, pues no sabía que habría hecho el balera ni cual sería su historia real, pero aún estando tan mal -mucho peor que él- había llegado hasta la región granta. Hablando en plata, jodidamente lejos. Tragó saliva.
—Quédate… el dinero. Solo quiero recuperar el anillo de mi madre y mi reloj. Lo demás… me da igual. Puedo conseguir- Hm. Tú… —¿qué estaba haciendo? Se apartó el pelo de la frente y suspiró, mordiéndose la cara interna de la mejilla—. Mi hermana puede ayudarnos. Podemos conseguir más objetos de valor gracias a ella.
Ethan le observó con medio rostro tras la maleta como si fuera un perro verde. Para ser justos Nohlem habría hecho lo mismo de tener un espejo.
—¿Te robo y ahora quieres ayudarme? —arrugó el morro—. Y yo me lo tengo que creer.
—No quiero volver a casa —repitió sin ánimos—. Y tú tienes bastante experiencia en eso, por lo visto —se reacomodó el cuello de la camisa en un toc inquieto. No le miraba a los ojos—. Prefiero no saber si has matado a alguien, solo quiero salir de Bermellón.
—Todavía no —le miró largo y tendido. Por ganas que no falten—. Todavía.
—¡Si tu pistola no tiene una triste bala!
—Ya bueno, ¿quién te dice que no las he gastado? —gruñó y miró a otro lado—. La conseguí sin ellas.
—Mejor.
—No es como que llegue a una nueva ciudad y diga, ¡buah, sí! ¡Voy a liarme con un guardia a ver si consigo una armada! —canturreó—. No. Luego te siguen. Y eso sí que es un problema —buscó el arma con la mirada, demasiado lejos para alcanzarla a no ser que se estirara, y le dolía demasiado la existencia para eso—. Es solo de autodefensa, por si viene algún loco a pegarme.
Volvió a mirarle. Fijamente.
—¡Aah, claro! —alzó las cejas y enseñó las manos al cielo—. ¡Mejor ligar con ricos! ¿Qué podría pasar? ¿Que me pillen robando?
—Son niños de papá. La mayoría no te buscan después.
—Pero si desentonas más que un osogrifo en el desierto.
—Por eso, así tienen una historia. Se han tirado a un balera, les vio toda la fiesta, eso les sirve —entrecerró los ojos—. No quieren ir diciendo luego que el balera les ha robado. Eso duele al orgullo. Muchos se callan y fingen, ¿total? Son un par de joyas, ni molesta —resopló una risa sarcástica que hizo que le doliera el pecho, pero no le hizo caso a las punzadas—. Algunos hasta me las regalan voluntariamente.
Nohlem le miró con cara de póker, después, con una sonrisa de medio lado ácida y burlona.
—Vamos, que eres una puta de oros.
Silencio. Sí, lo era. Pero no lo iba a admitir.
Se abalanzó sobre él.
Ethan le clavó la rodilla en el estómago y le sostuvo por los hombros con todo su peso para pegarle contra el suelo. Quería golpearle, llegados a este punto apenas eran dos críos en una pelea de patio de recreo, violencia por violencia, pero él mismo estaba tan adolorido que se conformó con ver como el otro intentaba inútilmente quitarle de encima y quejarse por su barriga. Ethan se reacomodó sobre Nohlem para recuperar el aliento, sin fiarse del todo de lo que hiciera si le soltaba ya. Quizás fuera torpeza, quizás costumbre, pero había ido a presionar y sentarse en un sitio que puso tenso al granta.
¿Eso había sido un gruñido o un ronroneo?
Estaba carraspeando…
Sí. Definitivamente un ronroneo.
—Tío —las mejillas del otro estaban oscurecidas, que aunque eso bien era por el jaleo ahora no podía verlo de otra forma—. ¿Y yo soy el gato en celo?
Nohlem hizo el rostro a un lado y chasqueó la lengua por lo despectivo, sin dejar de masajearse un hombro.
—Déjame.
—No —se inclinó ligeramente sobre su rostro—, hasta que retires lo que has dicho.
—Entonces empieza por retirar tu culo de mi entrepierna.
—Hm —el peliazul suspiró una risa. Podía levantarse. También podía mover las caderas y divertirse un poco. Lógicamente hizo lo segundo—. Ya, no decías lo mismo anoche.
Nohlem se tragó una exclamación. Sus manos vibraron entre querer arañar el suelo y sujetar la cintura de Ethan, pero se detuvo en el reflejo y apretó los dientes. Santos, demasiadas emociones en un maldito día.
—Retíralo.
—Me estás dando más razones para creerlo.
La cintura de Ethan perdió toda discreción, haciendo sinuosos círculos.
—¿Hmmm?
Nohlem emitió una queja gutural. Sus manos se aferraron a la cadera de Ethan para hacerle parar e intentó sacar fuerzas para escabullirse, pero el otro se sentó con más ganas. Ya no era capaz de callarse el ronroneo. A veces odiaba esa estúpida sinceridad física, como quien sufre por cosquillas pero ríe igualmente.
—¡Vale, vale, lo siento, lo retiro! ¡¡Por todos los-, que estamos en mitad de la calle!!
Pedir perdón se sentía erróneo, difícil, como esos tests de agilidad mental donde escriben el nombre de un color pero lo pintan de otro, pero al menos valió para que Ethan se levantase.
—Bueno, no soy yo el que se puso duro —se sacudió el polvo de encima como si tal cosa, mientras Nohlem tenía que quitarse la chaqueta a toda prisa, rojo como una cereza, para taparse con ella aún en el piso. Al verle tan comprometido Ethan sonrió de medio lado, zorruno—. Dile a tu hermana que quiero otro reloj.
—No sé porqué hago esto —se quejó ya erguido, chaqueta aún cubriendo despertares indebidos pero no la humillación que sentía.
—Pues si no lo sabes tú, querido, menos lo sé yo —se agachó para recoger el arma y el anillo de oro liso, adueñandose de él una vez más. Dentro de su bolsillo cambió la pistola por una cajetilla de tabaco que había visto vidas mejores, arrugada y apretada como si la hubiera encontrado pisoteada en la calle -lo cual de hecho era cierto-, de la que sacó un cigarrillo. Fumaba siempre que la vida le iba mal, lo que solía ser irónicamente a menudo. Lo prendió con su mechero—. Siempre puedes viajar solo. ¿Era tu idea, no? Viajar solo, como yo. A lo mejor no acabas siendo una puta de oros.
Nohlem resopló abochornado, dándole la cara a la pared como si estuviera castigado. Ethan le acercó la caja de tabaco como gesto de paz, y el granta aceptó uno tras arreglarse la ropa, todavía algo reticente. Lo que el balera no le dio fue con qué encenderlo. Nohlem se quedó un segundo a la espera, pero viendo que no saldría de él ofrecerle el mechero, acercó la punta de su cigarrillo al de Ethan ya en su boca para prenderlo con las ascuas. Le mantuvo la mirada en desafiante silencio, y dio una calada cuando el cigarro empezó a quemarse. Habría sido más digno de no tener los dos una pinta tan lamentable.
—Primero vamos a por mi reloj —echó el humo hacia arriba, sin importarle que parte le diese en la cara al balera—. Y luego hablamos del tuyo.
Como animal que en la cadena alimenticia es presa y depredador simultáneamente, Nohlem siguió a Ethan por pura inercia más que porque no se esfumase con sus pertenencias. El miedo a que su aventura acabase tan pronto y mal era mucho peor que el robo, sobre todo porque si volvía así a casa con las maletas, dinero y joyas que estrictamente hablando no eran suyas, el castigo sería tal que entonces sí soñaría con estar en la otra punta del globo. Ninguna excusa, secuestro, cohartada o amenaza maquillaba el hecho de haberse llevado dos cartillas de banco y ropa perfectamente planchada y ordenada junto su libreto de partituras favoritas.
Sin aliento los dos chicos encontraron refugio en un callejón interior al que daban las puertas traseras de un par de comercios y restaurantes, donde el olor de frutas maduras se mezclaba con el de la humedad. Para empezar ninguno sabía si la policía había llegado a correr tras ellos, pero igual esperaron tras una pila de palets que no era lo suficientemente alta para cubrir su altura, espalda contra pared y medio agazapados. Para no hacer ruido sus jadeos eran siseos de serpiente, un aire que entraba y salía insuficiente en bocas entreabiertas, ganando en sonido según ganaban en confianza. Nohlem se atrevió a asomarse, y aunque su ángulo no era el mejor no parecía haber un alma cerca. Ethan gruñó de molestia, física y emocional. La pierna le estaba matando tanto como él al granta con la mirada.
—Casi me pillan por tu culpa.
Nohlem volvió la vista a él con tanta incredulidad que podría ser el ejemplo gráfico en su definición del diccionario.
—¿Disculpa? —pronunció cada sílaba como si Ethan fuera idiota, con asco—. ¡Me has robado! —su tono se alzó, más al recordar que supuestamente estaban escondidos bajó de nuevo—. ¡La culpa es tuya!
—¡Pues vuelve a tu casa a que tu madre te compre otro anillo, ¿qué más te da?!
Se partió el lápiz. Con un gruñido y colmillos visibles en una mueca de rabia, Nohlem encajó un puñetazo contra la cara de Ethan. Nunca había golpeado a nadie y sus nudillos se resintieron por mala postura, pero no tanto como le dolería el golpe al otro. El chico cayó al suelo por lo inesperado del impacto, y cuando se pasó una mano por el rostro, ahí donde dolía más, su palma regresó manchada. Durante un brevísimo instante se quedó ahí, patidifuso, observando la sangre en su mano mientras sentía un hilito de ésta cruzar sus labios. Cuando volvió en sí buscó frenéticamente entre los bolsillos internos de su chaqueta. Su pistola. Una puta pistola.
La expresión de Nohlem se desvaneció tan pronto le apuntó con ella.
—¡¡No eh!! —gruñó el balera. Le tocaba a él enseñar los dientes—. ¡He estado en doce ciudades, DOCE! ¡No vas a venir tú a joderme ahora!
Según se levantó también lo hicieron las manos temblorosas del granta. El chico estaba congelado, más a más caía en la realización de que estaba a un click de decir adiós para siempre. Por desgracia sus palabras fueron más rápidas que sus pensamientos.
—De… Devuélveme el anillo —musitó. Su rostro lo cruzó el más inmediato arrepentimiento—. Por favor —añadió para enmendar.
—No —se limpió el morro con el puño, sin dejar de apuntarle—. No haberme pegado. Joder —negó brevemente, apoyando solo la pierna buena—. Sabía que los grantas eráis agresivos pero esto es exagerado.
—No, no tengo… necesito mis... No quiero volver a casa.
—Pues yo tampoco y a mí me hace más falta. Tu casa está a no sé, tres calles de aquí. La mía está bastante más lejos.
Tras la muralla de adrenalina el miedo encontró una grieta, y tal como sucede con los embalses viejos demasiado llenos, el dique reventó. Los ojos del granta brillaron humedecidos y sus jadeos se reiniciaron abruptamente, rápidos e insuficientes en su intento de no hacer ruido. Sus enormes pupilas asustadas no encontraban forma de despegarse de la pistola, pues temía que a la mínima que bajase la guardia escucharía el disparo. El latir de su propio corazón era ensordecedor, semejante a la presión bajo el agua en sus oídos.
Y ante aquella imagen lastimosa la coraza de Ethan se resquebrajó. Bajó el arma rapidísimo, apurado a que el chico rompiera a llorar ahí mismo, y es que por mucho que pudiera fingir ser un ladrón de joyas y corazones, no era ningún matón. Igual que el granta él solo quería alejarse de casa. ¿En qué momento se había torcido tanto su vida?
—No no no, vale, ¡tú ganas! ¡No funciona, no tiene balas! —lo demostró sacando el tambor, tan torpe como eran sus habilidades con ella. Se quitó el anillo de oro liso que le había robado y se lo tendió con celeridad, nervioso—. Tu anillo, ya está. ¡Toma! Tú ganas.
Las manos de Nohlem bajaron a media altura con la fluidez de una máquina oxidada. Miró su anillo en la palma de Ethan, luego la pistola que ahora apuntaba al suelo, pero no se atrevió a subir a su mirada. Sus jadeos ganaron profundidad y sus sentidos filo, demasiado filo.
Estaba aterrado, eso no era teatro. Estaba furioso, eso tampoco.
Embistió al chico con un grito y un hombro por delante, con un ímpetu tan descontrolado que se los llevó a los dos al suelo. Pistola y anillo rodaron más allá mientras ellos hacían lo propio, en una pelea de golpes en la que Nohlem no medía a dónde carajos apuntaba e Ethan solo podía protegerse la cara. El granta no sabía ni qué quería, si su anillo, su reloj, desfogar el miedo o siemplemente que el chico cobrase. El balera lo tenía más claro: quería que no le pegasen.
—Llévate lo que quieras, pero no me jodas la ropa —masculló desesperado, y el sonido de su voz amortiguada bajo unos brazos entumecidos hizo que Nohlem se detuviera—. No tengo más.
No le importaban los moratones, pasar hambre o no tener dinero. Si le fastidiaba la ropa, sin embargo, no podría colar como burgués. Sus pintas de niño rico y su anzuelo para sobrevivir machacados en el suelo, literalmente. Ganaría el fantasma, el monstruo, no el chico exótico.
Por suerte Nohlem hizo caso. Desconocía si por compasión o por la seguridad de su propia ropa, ya que se dió unas palmaditas inconscientemente en el pantalón, allí donde ni siquiera había polvo. Se le quitó de encima hasta quedar arrodillado a medio metro suya, observando como el otro se arrastraba para abrazar su maleta de mano sentado contra la pared, indefenso.
Y así pasaron largos segundos, en los que Nohlem se preguntó cómo carajos había llegado a eso e Ethan cómo diablos iba a salir ahora de la ciudad. Ninguno hizo ademán alguno de recuperar la pistola o el anillo, simplemente… aguantaron. Nuevas preguntas empezaron a apilarse en la cabeza del pelirrojo con renovada lucidez, pues no sabía que habría hecho el balera ni cual sería su historia real, pero aún estando tan mal -mucho peor que él- había llegado hasta la región granta. Hablando en plata, jodidamente lejos. Tragó saliva.
—Quédate… el dinero. Solo quiero recuperar el anillo de mi madre y mi reloj. Lo demás… me da igual. Puedo conseguir- Hm. Tú… —¿qué estaba haciendo? Se apartó el pelo de la frente y suspiró, mordiéndose la cara interna de la mejilla—. Mi hermana puede ayudarnos. Podemos conseguir más objetos de valor gracias a ella.
Ethan le observó con medio rostro tras la maleta como si fuera un perro verde. Para ser justos Nohlem habría hecho lo mismo de tener un espejo.
—¿Te robo y ahora quieres ayudarme? —arrugó el morro—. Y yo me lo tengo que creer.
—No quiero volver a casa —repitió sin ánimos—. Y tú tienes bastante experiencia en eso, por lo visto —se reacomodó el cuello de la camisa en un toc inquieto. No le miraba a los ojos—. Prefiero no saber si has matado a alguien, solo quiero salir de Bermellón.
—Todavía no —le miró largo y tendido. Por ganas que no falten—. Todavía.
—¡Si tu pistola no tiene una triste bala!
—Ya bueno, ¿quién te dice que no las he gastado? —gruñó y miró a otro lado—. La conseguí sin ellas.
—Mejor.
—No es como que llegue a una nueva ciudad y diga, ¡buah, sí! ¡Voy a liarme con un guardia a ver si consigo una armada! —canturreó—. No. Luego te siguen. Y eso sí que es un problema —buscó el arma con la mirada, demasiado lejos para alcanzarla a no ser que se estirara, y le dolía demasiado la existencia para eso—. Es solo de autodefensa, por si viene algún loco a pegarme.
Volvió a mirarle. Fijamente.
—¡Aah, claro! —alzó las cejas y enseñó las manos al cielo—. ¡Mejor ligar con ricos! ¿Qué podría pasar? ¿Que me pillen robando?
—Son niños de papá. La mayoría no te buscan después.
—Pero si desentonas más que un osogrifo en el desierto.
—Por eso, así tienen una historia. Se han tirado a un balera, les vio toda la fiesta, eso les sirve —entrecerró los ojos—. No quieren ir diciendo luego que el balera les ha robado. Eso duele al orgullo. Muchos se callan y fingen, ¿total? Son un par de joyas, ni molesta —resopló una risa sarcástica que hizo que le doliera el pecho, pero no le hizo caso a las punzadas—. Algunos hasta me las regalan voluntariamente.
Nohlem le miró con cara de póker, después, con una sonrisa de medio lado ácida y burlona.
—Vamos, que eres una puta de oros.
Silencio. Sí, lo era. Pero no lo iba a admitir.
Se abalanzó sobre él.
Ethan le clavó la rodilla en el estómago y le sostuvo por los hombros con todo su peso para pegarle contra el suelo. Quería golpearle, llegados a este punto apenas eran dos críos en una pelea de patio de recreo, violencia por violencia, pero él mismo estaba tan adolorido que se conformó con ver como el otro intentaba inútilmente quitarle de encima y quejarse por su barriga. Ethan se reacomodó sobre Nohlem para recuperar el aliento, sin fiarse del todo de lo que hiciera si le soltaba ya. Quizás fuera torpeza, quizás costumbre, pero había ido a presionar y sentarse en un sitio que puso tenso al granta.
¿Eso había sido un gruñido o un ronroneo?
Estaba carraspeando…
Sí. Definitivamente un ronroneo.
—Tío —las mejillas del otro estaban oscurecidas, que aunque eso bien era por el jaleo ahora no podía verlo de otra forma—. ¿Y yo soy el gato en celo?
Nohlem hizo el rostro a un lado y chasqueó la lengua por lo despectivo, sin dejar de masajearse un hombro.
—Déjame.
—No —se inclinó ligeramente sobre su rostro—, hasta que retires lo que has dicho.
—Entonces empieza por retirar tu culo de mi entrepierna.
—Hm —el peliazul suspiró una risa. Podía levantarse. También podía mover las caderas y divertirse un poco. Lógicamente hizo lo segundo—. Ya, no decías lo mismo anoche.
Nohlem se tragó una exclamación. Sus manos vibraron entre querer arañar el suelo y sujetar la cintura de Ethan, pero se detuvo en el reflejo y apretó los dientes. Santos, demasiadas emociones en un maldito día.
—Retíralo.
—Me estás dando más razones para creerlo.
La cintura de Ethan perdió toda discreción, haciendo sinuosos círculos.
—¿Hmmm?
Nohlem emitió una queja gutural. Sus manos se aferraron a la cadera de Ethan para hacerle parar e intentó sacar fuerzas para escabullirse, pero el otro se sentó con más ganas. Ya no era capaz de callarse el ronroneo. A veces odiaba esa estúpida sinceridad física, como quien sufre por cosquillas pero ríe igualmente.
—¡Vale, vale, lo siento, lo retiro! ¡¡Por todos los-, que estamos en mitad de la calle!!
Pedir perdón se sentía erróneo, difícil, como esos tests de agilidad mental donde escriben el nombre de un color pero lo pintan de otro, pero al menos valió para que Ethan se levantase.
—Bueno, no soy yo el que se puso duro —se sacudió el polvo de encima como si tal cosa, mientras Nohlem tenía que quitarse la chaqueta a toda prisa, rojo como una cereza, para taparse con ella aún en el piso. Al verle tan comprometido Ethan sonrió de medio lado, zorruno—. Dile a tu hermana que quiero otro reloj.
—No sé porqué hago esto —se quejó ya erguido, chaqueta aún cubriendo despertares indebidos pero no la humillación que sentía.
—Pues si no lo sabes tú, querido, menos lo sé yo —se agachó para recoger el arma y el anillo de oro liso, adueñandose de él una vez más. Dentro de su bolsillo cambió la pistola por una cajetilla de tabaco que había visto vidas mejores, arrugada y apretada como si la hubiera encontrado pisoteada en la calle -lo cual de hecho era cierto-, de la que sacó un cigarrillo. Fumaba siempre que la vida le iba mal, lo que solía ser irónicamente a menudo. Lo prendió con su mechero—. Siempre puedes viajar solo. ¿Era tu idea, no? Viajar solo, como yo. A lo mejor no acabas siendo una puta de oros.
Nohlem resopló abochornado, dándole la cara a la pared como si estuviera castigado. Ethan le acercó la caja de tabaco como gesto de paz, y el granta aceptó uno tras arreglarse la ropa, todavía algo reticente. Lo que el balera no le dio fue con qué encenderlo. Nohlem se quedó un segundo a la espera, pero viendo que no saldría de él ofrecerle el mechero, acercó la punta de su cigarrillo al de Ethan ya en su boca para prenderlo con las ascuas. Le mantuvo la mirada en desafiante silencio, y dio una calada cuando el cigarro empezó a quemarse. Habría sido más digno de no tener los dos una pinta tan lamentable.
—Primero vamos a por mi reloj —echó el humo hacia arriba, sin importarle que parte le diese en la cara al balera—. Y luego hablamos del tuyo.
- ♪♫♬:
- Kanyum
Ficha de cosechado
Nombre: Nohlem
Especie: Varmano granta
Habilidades: Puntería, intuición, carismaPersonajes :
● Jace: Dullahan, humano americano. 1’73m (con cabeza 1’93m)
● Rox: Cambiante, humano australiano/surcoreano. 1’75m
● Kahlo: Aparición nocturna varmana granta. 1’62m
● Nohlem: varmano granta. 1’69m
● Xiao Taozi: Fuzanglong carabés. 1’55m
Unidades mágicas : 5/5
Síntomas : Mayor interés por acumular conocimiento. A veces, durante un par de segundos, aparecerán brillos de distintos colores a su alrededor.
Status : Prrrr prrrrr
Re: Las flores de Kers
20/01/24, 08:44 pm
Nota: Para hacer menos liosos los diálogos el color de Kahlo está cambiado.
—Señorita Kahlo. Tiene una llamada de la familia Lubatha.
Kahlo levantó la vista de su libro para atender al sirviente que esperaba en el rellano de la puerta. Aunque su oreja izquierda se hubiera sacudido con un pequeño tic, se tragó el desagrado que precedía a oír aquel apellido. Santos, odiaba esa tapadera.
—Gracias. Voy.
Marcó la página y dejó el libro sobre el sillón para seguir al sirviente hasta la salita que hacía las veces de estudio de su padre, reconocible por el ligero desorden, el saxofón y el teléfono que tanto usaba para hablar con su novio, ahora a la espera con el auricular descolgado. Agradeció una última vez y aguardó a que el hombre se fuera para cogerlo.
—Kahlo, ¿con quién hablo?
—¿Me voy un día y ya te olvidas de quién soy?
La voz de su hermano. Sus párpados cayeron de alivio.
—Oh, gracias a los Santos. Tenemos que cambiar de clave, odio pensar que es Ovhirio quien me está llamando.
Nohlem rio al otro lado.
—Los dos sabemos que sería raro que eso sucediera.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo estás? —miró alrededor para asegurarse de que nadie la oía, algo psicológico ya que acababa de entrar sola—. ¿Has llegado ya a Rosana?
—Eeeh, no, aún no. Verás me… me ha surgido un contratiempo.
—Qué —su voz se tensó como un arco a punto de disparar, una pregunta sin interrogaciones fundida en una orden.
—He… He conocido a alguien y necesitaría dinero para otro tren.
El silencio pesó. Vale que su hermano era un caso con los romances, pero no podía ser tan ridículo.
—Cómo que has conocido a alguien.
—¡No es lo que piensas! Es… Es un balera, Kahlo.
—¿Un balera?
Escuchó quejas distantes, la voz de su hermano amortiguada y palabras irreconocibles, como si estuviera hablando con otro.
—Sí —dijo finalmente—. Me ha ayudado. Se ha ofrecido a viajar conmigo y ayudarme en Rosana. Conoce medio mundo. Es mi oportunidad.
—Un balera —repitió entre escéptica y fascinada—. ¿No te estarás confundiendo con un okae? ¿De qué color es su piel?
—Blanca como la nieve, y no, no soy tan torpe.
—¿Y no será un albino?
—Kahlo, que tiene el pelo azul y el morro rosa, por favor —susurró con molestia—. ¿Necesitas su certificado de nacimiento?
Aún con el asombro la razón llegó rauda, pues a diferencia del mayor a ella sí podían definirla como prudente.
—¿Y cómo ha llegado hasta Bermellón? ¿Acaso él no tiene dinero para el tren?
—Es para pagarle el favor. Me ha ayudado mucho, Kahlo, de veras.
“¿Cómo te ha ayudado si aún ni has salido de la ciudad?” pensó ella.
—Se ha ofrecido a acompañarme —continuó él—. Tiene medios, es un… —pausa—. ¡Un marchante de arte! Que no me salía el término —el sonido de su risa—. Me ha oído tocar, está dispuesto a ayudarme en Rosana. En serio, Kahlo, solamente quiero regresarle el favor pagándole el tren. Es lo mínimo. Y antes de usar las cartillas prefiero pedírtelo a ti ahora que estoy a tiempo… Por si acaso.
Kahlo tomó aire y se pinzó el morro. Había tantos motivos por los que desconfiar… empezando por la presencia de un balera tan al norte, continuando por la avaricia de su mellizo de no usar los ahorros que habían apartado para casos excepcionales (que si bien lo entendía, seguía siendo un fastidio, y más con la cantidad de oro que se había llevado) y terminando por pequeños detalles que ella no pasaba por alto. Los marchantes de arte comercian con obras de arte no con música, pero vale, podía darle el beneficio de la duda dado el carácter del oficio. Ahora, que casualmente se hubiera interesado por él tras oírle tocar el piano, un instrumento que por cierto, no todo local ni persona tiene alegremente consigo como quien tiene una guitarra… y todo eso nada más empezar, sin salir de la ciudad. Que te matara un rayo tenía que ser más probable. Lo peor de todo es que se lo podía creer, su hermano tenía una flor en el culo de nacimiento.
—¿Es que has perdido ya el dinero? ¿Has ido al casino para acabar por todo lo alto o algo así? —por preguntar que no quede—. ¿Has fumado opio?
—¡No! Kahlo, ¡no te estoy mintiendo! ¿De verdad crees que me jugaría esto por unas fichas?
“Sí”.
—Vale. ¿Sabes lo que cuesta un tren?
—Lo sé. Te lo pagaré, te lo prometo. Os lo pagaré —se corrigió. A fin de cuentas ese dinero no era de ninguno de los dos—. Devolveré el dinero a tu cuenta lo antes posible, solo déjame que-
—No lo digo por eso. El problema no es ese Noh- —se abstuvo de pronunciar su nombre. Miró al pasillo y cerró la puerta (a la que por suerte con el cable llegaba) despacio, sin hacer el más mínimo ruido—. Sacar tajada poco a poco es fácil, ya lo sabes, pero una cifra tan alta de golpe… La van a notar. ¿No puedes sacar del banco y te lo ingreso luego? Con tiempo para reunirlo.
—Hm- ya… —pausa, el sonido de un suspiro—. Sí, también…
Suspiró. Ahí estaba ese tonito de cachorro abandonado. No lo soportaba.
—Voy a intentarlo. A dónde te lo llevo, ¿sigues en el hotel?
—Santos, ah. Gracias Kahlo, ¡gracias, gracias! ¡Sí!
—Está bien, a ver, dame —miró el reloj de pared—, una hora. Iré a tu hotel dentro de una hora más o menos.
—Eres la mejor hermana del mundo.
—Pero —le cortó en seguida—. Por favor, Nohlem. ¿Es seguro? ¿Te puedes fiar de esta persona?
Oyó la risa de su hermano, inconsciente de cuán irónica era.
—Sí. Sí, hazme caso. Lo puedes comprobar tú misma cuando vengas al hotel.
—Está bien… ¿Necesitas algo más? Ropa, no sé…
—¿Puedes traer un reloj?
—¿Un reloj?
—De muñeca.
—Ya, ya sí —se llevó una mano a la frente—, me suponía que no querías el reloj de péndulo del salón. ¿Pero para qué quieres otro reloj? ¿Le ha pasado algo al tuyo?
—Es que le han robado.
—¿¡Te han robado!?
—¡No, no a mí, a él! Hace unos días, al llegar a Bermellón, le atracaron en la estación y le quitaron el reloj, y a mi me gustaría pues… Regalarle uno.
Ajá.
—Nohlem… —inspiró, hablando más bajito—. No sé si te lo estás intentando ligar, o te lo estás inventando todo o si te has metido en un lío. Por favor, si te están apuntando con una pistola dime tu color favorito y llamo a la policía.
—¡Kahlo, por favor! ¡Va en serio!
—¿Te están oyendo? ¿O te lo estás intentando ligar?
—¡Que no me lo estoy intentando-
—Entonces es lo primero.
El chico soltó un quejido exasperado.
—Mira —su voz se alejó del teléfono—. Por favor, dile tú algo.
—¿Yo? Pero si-
—¿Estás con él ahora? Por el alma de un ciego, Nohlem, no se te ocu-
—Eeh- ¿hola? Hola, soy… Ethan. Encantado. Su… su hermano está a salvo conmigo.
La voz nueva sonaba tan incómoda como ella misma, y peor aún, joven.
—Ah, ¡hola! Un placer, Ethan, soy Kahlo, la hermana de Nohlem. Disculpe… —se pinzó el morro. “Se lo está ligando”—. Siento mucho oír de su robo.
—Ah eh, nada. No se preocupe. Mala suerte la tiene cualquiera y mala gente hay en todas partes. Para lo lejos que he llegado raro es que no me haya pasado antes, jaja.
—Claro, me lo imagino… —¿iba a ser verdad entonces? ¿Realmente estaba hablando con un balera? Se emocionó y todo. Sus dedos se enredaron en el cable del teléfono con nerviosismo—. Aún así qué pena que le haya sucedido en nuestra ciudad. Y hm, muchísimas gracias por acoger a mi hermano.
—Ah eh. No hay de qué. No toca nada mal —¿había notado retintín en esa frase o era ideas suyas—. Bueno, eh-
—¿Puede-
—Voy a-
—… pasarme con mi hermano?
—Sí, justo.
El silencio se alargó unos segundos.
—¿Me crees ahora?
—Pero ¿¡cómo se te ocurre ponerme a tu ligue al teléfono?! ¡¿Eres tonto!? ¿¡Ha estado oyéndonos todo el rato?!
Lo que Kahlo no sabía es que al otro lado de la línea también le estaban riñendo.
—¡Qué le hago si no me creías! Y no, no, ¡claro que no! —mintió.
—Por todos los Santos, va a pensar que soy una tacaña —se lamentó, chasqueando la lengua—. ¡Una hora! Si no consigo el dinero al menos te llevo el reloj.
—¿Podrías añadir alguna joya?
—Nohlem, ¿¡es que acaso no tienes ya sufic-
—¡Vale vale, era broma! Era broma. Ya está… —rio con nerviosismo—. Gracias Kahlo.
—Una hora.
—Una hora. Gracias. Te quiero. Eres la mejor.
Aquello le sacó una sonrisita derrotada.
—Que sepas que lo hago por el balera.
—Normal. Encima es bastante guapo.
Kahlo rio, una risa sincera de las que hacen temblar los hombros, ya no sabía si por el ridículo o- No sí, definitivamente era por el ridículo.
—Adiós bobo. Reza porque no me pillen.
—Más vale que no, o nos iremos los dos al hoyo.
—Ah no. A ti te dejo vendido como sea.
Otra risa breve y colgó.
Bien. Ahora solo tenía que sacar una cifra espantosa de dinero y conseguir un reloj. Por favor… ¿en qué universo era ella una ladrona?
El sonido mecánico del teléfono al colgar fue lo último que se escucharía durante largos segundos en la cabina pública en la que estaban. Ethan le miraba de brazos cruzados con expresión acusadora, que habría sido más intimidante de no ser por el papelito firmemente encajado en su nariz.
—Qué.
—¿No te apetece mandar también a tus padres una descripción escrita de cómo es tu acompañante? Para que puedan informar bien a la polícia, total.
—Mi hermana está de mi parte, a ninguno nos interesa que nos pillen.
—Ajá.
Nohlem suspiró, harto de discusiones.
—Volvamos al hotel para adecentarnos. No me apetece que mi hermana nos vea así.
—No —le cortó el paso antes de que pudiera salir—. Es tu hermana, no la mía. No pienso quedar con ella, ¿estás loco?
—Como no te vea no se va a quedar tranquila, va a pensar que estoy mintiendo o que me están engañando.
—Es que estás mintiendo…
—En todo no. Conozco a un balera. Si prefieres que entre en pánico y llame a la policía…
—No, claro, prefiero que la llame más adelante cuando claramente siga sin fiarse de mí, pero pueda decirles no solo a donde vamos sino encima cómo soy —su tono era animado, lo que lo hacía más ácido aún. Miró a otro lado—. Que ya levanto yo pocas miradas siendo balera, seguro que me ayuda que para colmo me tengan mucho más localizado…
Nohlem inspiró profundamente, intentando no pensar en qué clase de monstruos perseguían al chico para que quisiera huir con tanto apremio. Problema del Nohlem de mañana.
—No te va a vender —aseguró con firmeza—. No le interesa. Si nos pillan también es jaque-mate para ella —buscó su mirada con intención de sostenerla—. Pero, obviamente, si no te ve y cree que lo que le he contado es mentira, va a pensar que una mafia me tiene agarrada por los mismísimos o alguna locura peor, y entonces sí que va a llamar a la policía.
También estaba la posibilidad de que Kahlo simplemente creyera que perdió el dinero en un casino y había puesto al teléfono a un cualquiera para darse credibilidad, pero omitió esa parte por orgullo.
—Tu historia era una mierda —atajó Ethan—. No entiendo siquiera como ha colado, por los Santos, te estabas riendo todo el rato —Nohlem rodó los ojos, pero eso no detuvo al balera—. ¿Marchante de arte? ¿Desde cuando comercian con música los marchantes de arte?
—¡Puedes tener contactos o renombres, qué sé yo! ¿Se te habría ocurrido a ti algo mejor, Don Mis padres son historiadores?
El balera entornó los ojos.
—Pues cuando te estaba comiendo la polla no me preguntaste mucho acerca de ello, eh.
Con los ojos como platos, un rubor incipiente y los labios hechos una incómoda línea recta, Nohlem apartó la mirada admitiendo la derrota con su silencio. Ethan se quedó en el sitio, resignado, pensando en el error que había sido no marcharse temprano esa mañana. Con un hondo suspiro se ajustó la chaqueta. Después de tanto tiempo y revuelo estaba dada de sí, y hoy particularmente se veía lamentable.
—Esto es una mierda. ¿No tenías cheques? —el granta le miró de reojo y asintió después de un segundo de duda—. Pues vamos a comprarnos ropa.
El plural era cortesía. El otro tenía ropa de sobra. Por mucho que quisiera estar lo más lejos y antes posible de Bermellón, el balera sabía jugar sus cartas cuando de una fuente de ingresos se trataba. A saber cuando volvería a tener acceso a tanto dinero.
—¿Puedes aunque sea quitarte el papelito de la nariz?
Ethan obedeció… y en seguida la sangre reanudó su cauce. Le miró sin expresión alguna, ¿qué más? Ya tenía el cuello de la camisa lleno de gotas secas.
—¿Contento?
Apurado, el pelirrojo le quitó el papel de las manos para volver a ponérselo en el morro; no dentro de la nariz como debería, sino aplastado contra ésta, lo que hacía flaco favor a detener la hemorragia.
—Perdón —dijo con las orejas gachas y una mueca al sentir la calidez en sus dedos—. Es decir, no me arrepiento de haberte pegado. Te lo merecías, con toda honestidad, pero- Uhm, perdón.
Las pupilas de Ethan crecieron y menguaron hasta formar el peligroso filo de un cuchillo antes de apartarle de un manotazo brusco. El golpe era demasiado reciente para tomarse aquello de buenas.
—Lo que tú digas. ¿A qué hora viene tu hermana?
Nohlem miró su recuperado reloj y, de alguna forma, muy a pesar de ser la víctima del robo, el gesto se sintió culpable. Suspiró por septuagésima vez en lo que llevaban de día.
—Sobre la… una menos cuarto. Te… Te compraré un traje a medida. O bueno, lo que se pueda en una hora…
Ethan ya le estaba dando la espalda para salir de la cabina.
—Está bien. Voy a ver si puedo limpiarme la sangre.
—Señorita Kahlo. Tiene una llamada de la familia Lubatha.
Kahlo levantó la vista de su libro para atender al sirviente que esperaba en el rellano de la puerta. Aunque su oreja izquierda se hubiera sacudido con un pequeño tic, se tragó el desagrado que precedía a oír aquel apellido. Santos, odiaba esa tapadera.
—Gracias. Voy.
Marcó la página y dejó el libro sobre el sillón para seguir al sirviente hasta la salita que hacía las veces de estudio de su padre, reconocible por el ligero desorden, el saxofón y el teléfono que tanto usaba para hablar con su novio, ahora a la espera con el auricular descolgado. Agradeció una última vez y aguardó a que el hombre se fuera para cogerlo.
—Kahlo, ¿con quién hablo?
—¿Me voy un día y ya te olvidas de quién soy?
La voz de su hermano. Sus párpados cayeron de alivio.
—Oh, gracias a los Santos. Tenemos que cambiar de clave, odio pensar que es Ovhirio quien me está llamando.
Nohlem rio al otro lado.
—Los dos sabemos que sería raro que eso sucediera.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo estás? —miró alrededor para asegurarse de que nadie la oía, algo psicológico ya que acababa de entrar sola—. ¿Has llegado ya a Rosana?
—Eeeh, no, aún no. Verás me… me ha surgido un contratiempo.
—Qué —su voz se tensó como un arco a punto de disparar, una pregunta sin interrogaciones fundida en una orden.
—He… He conocido a alguien y necesitaría dinero para otro tren.
El silencio pesó. Vale que su hermano era un caso con los romances, pero no podía ser tan ridículo.
—Cómo que has conocido a alguien.
—¡No es lo que piensas! Es… Es un balera, Kahlo.
—¿Un balera?
Escuchó quejas distantes, la voz de su hermano amortiguada y palabras irreconocibles, como si estuviera hablando con otro.
—Sí —dijo finalmente—. Me ha ayudado. Se ha ofrecido a viajar conmigo y ayudarme en Rosana. Conoce medio mundo. Es mi oportunidad.
—Un balera —repitió entre escéptica y fascinada—. ¿No te estarás confundiendo con un okae? ¿De qué color es su piel?
—Blanca como la nieve, y no, no soy tan torpe.
—¿Y no será un albino?
—Kahlo, que tiene el pelo azul y el morro rosa, por favor —susurró con molestia—. ¿Necesitas su certificado de nacimiento?
Aún con el asombro la razón llegó rauda, pues a diferencia del mayor a ella sí podían definirla como prudente.
—¿Y cómo ha llegado hasta Bermellón? ¿Acaso él no tiene dinero para el tren?
—Es para pagarle el favor. Me ha ayudado mucho, Kahlo, de veras.
“¿Cómo te ha ayudado si aún ni has salido de la ciudad?” pensó ella.
—Se ha ofrecido a acompañarme —continuó él—. Tiene medios, es un… —pausa—. ¡Un marchante de arte! Que no me salía el término —el sonido de su risa—. Me ha oído tocar, está dispuesto a ayudarme en Rosana. En serio, Kahlo, solamente quiero regresarle el favor pagándole el tren. Es lo mínimo. Y antes de usar las cartillas prefiero pedírtelo a ti ahora que estoy a tiempo… Por si acaso.
Kahlo tomó aire y se pinzó el morro. Había tantos motivos por los que desconfiar… empezando por la presencia de un balera tan al norte, continuando por la avaricia de su mellizo de no usar los ahorros que habían apartado para casos excepcionales (que si bien lo entendía, seguía siendo un fastidio, y más con la cantidad de oro que se había llevado) y terminando por pequeños detalles que ella no pasaba por alto. Los marchantes de arte comercian con obras de arte no con música, pero vale, podía darle el beneficio de la duda dado el carácter del oficio. Ahora, que casualmente se hubiera interesado por él tras oírle tocar el piano, un instrumento que por cierto, no todo local ni persona tiene alegremente consigo como quien tiene una guitarra… y todo eso nada más empezar, sin salir de la ciudad. Que te matara un rayo tenía que ser más probable. Lo peor de todo es que se lo podía creer, su hermano tenía una flor en el culo de nacimiento.
—¿Es que has perdido ya el dinero? ¿Has ido al casino para acabar por todo lo alto o algo así? —por preguntar que no quede—. ¿Has fumado opio?
—¡No! Kahlo, ¡no te estoy mintiendo! ¿De verdad crees que me jugaría esto por unas fichas?
“Sí”.
—Vale. ¿Sabes lo que cuesta un tren?
—Lo sé. Te lo pagaré, te lo prometo. Os lo pagaré —se corrigió. A fin de cuentas ese dinero no era de ninguno de los dos—. Devolveré el dinero a tu cuenta lo antes posible, solo déjame que-
—No lo digo por eso. El problema no es ese Noh- —se abstuvo de pronunciar su nombre. Miró al pasillo y cerró la puerta (a la que por suerte con el cable llegaba) despacio, sin hacer el más mínimo ruido—. Sacar tajada poco a poco es fácil, ya lo sabes, pero una cifra tan alta de golpe… La van a notar. ¿No puedes sacar del banco y te lo ingreso luego? Con tiempo para reunirlo.
—Hm- ya… —pausa, el sonido de un suspiro—. Sí, también…
Suspiró. Ahí estaba ese tonito de cachorro abandonado. No lo soportaba.
—Voy a intentarlo. A dónde te lo llevo, ¿sigues en el hotel?
—Santos, ah. Gracias Kahlo, ¡gracias, gracias! ¡Sí!
—Está bien, a ver, dame —miró el reloj de pared—, una hora. Iré a tu hotel dentro de una hora más o menos.
—Eres la mejor hermana del mundo.
—Pero —le cortó en seguida—. Por favor, Nohlem. ¿Es seguro? ¿Te puedes fiar de esta persona?
Oyó la risa de su hermano, inconsciente de cuán irónica era.
—Sí. Sí, hazme caso. Lo puedes comprobar tú misma cuando vengas al hotel.
—Está bien… ¿Necesitas algo más? Ropa, no sé…
—¿Puedes traer un reloj?
—¿Un reloj?
—De muñeca.
—Ya, ya sí —se llevó una mano a la frente—, me suponía que no querías el reloj de péndulo del salón. ¿Pero para qué quieres otro reloj? ¿Le ha pasado algo al tuyo?
—Es que le han robado.
—¿¡Te han robado!?
—¡No, no a mí, a él! Hace unos días, al llegar a Bermellón, le atracaron en la estación y le quitaron el reloj, y a mi me gustaría pues… Regalarle uno.
Ajá.
—Nohlem… —inspiró, hablando más bajito—. No sé si te lo estás intentando ligar, o te lo estás inventando todo o si te has metido en un lío. Por favor, si te están apuntando con una pistola dime tu color favorito y llamo a la policía.
—¡Kahlo, por favor! ¡Va en serio!
—¿Te están oyendo? ¿O te lo estás intentando ligar?
—¡Que no me lo estoy intentando-
—Entonces es lo primero.
El chico soltó un quejido exasperado.
—Mira —su voz se alejó del teléfono—. Por favor, dile tú algo.
—¿Yo? Pero si-
—¿Estás con él ahora? Por el alma de un ciego, Nohlem, no se te ocu-
—Eeh- ¿hola? Hola, soy… Ethan. Encantado. Su… su hermano está a salvo conmigo.
La voz nueva sonaba tan incómoda como ella misma, y peor aún, joven.
—Ah, ¡hola! Un placer, Ethan, soy Kahlo, la hermana de Nohlem. Disculpe… —se pinzó el morro. “Se lo está ligando”—. Siento mucho oír de su robo.
—Ah eh, nada. No se preocupe. Mala suerte la tiene cualquiera y mala gente hay en todas partes. Para lo lejos que he llegado raro es que no me haya pasado antes, jaja.
—Claro, me lo imagino… —¿iba a ser verdad entonces? ¿Realmente estaba hablando con un balera? Se emocionó y todo. Sus dedos se enredaron en el cable del teléfono con nerviosismo—. Aún así qué pena que le haya sucedido en nuestra ciudad. Y hm, muchísimas gracias por acoger a mi hermano.
—Ah eh. No hay de qué. No toca nada mal —¿había notado retintín en esa frase o era ideas suyas—. Bueno, eh-
—¿Puede-
—Voy a-
—… pasarme con mi hermano?
—Sí, justo.
El silencio se alargó unos segundos.
—¿Me crees ahora?
—Pero ¿¡cómo se te ocurre ponerme a tu ligue al teléfono?! ¡¿Eres tonto!? ¿¡Ha estado oyéndonos todo el rato?!
Lo que Kahlo no sabía es que al otro lado de la línea también le estaban riñendo.
—¡Qué le hago si no me creías! Y no, no, ¡claro que no! —mintió.
—Por todos los Santos, va a pensar que soy una tacaña —se lamentó, chasqueando la lengua—. ¡Una hora! Si no consigo el dinero al menos te llevo el reloj.
—¿Podrías añadir alguna joya?
—Nohlem, ¿¡es que acaso no tienes ya sufic-
—¡Vale vale, era broma! Era broma. Ya está… —rio con nerviosismo—. Gracias Kahlo.
—Una hora.
—Una hora. Gracias. Te quiero. Eres la mejor.
Aquello le sacó una sonrisita derrotada.
—Que sepas que lo hago por el balera.
—Normal. Encima es bastante guapo.
Kahlo rio, una risa sincera de las que hacen temblar los hombros, ya no sabía si por el ridículo o- No sí, definitivamente era por el ridículo.
—Adiós bobo. Reza porque no me pillen.
—Más vale que no, o nos iremos los dos al hoyo.
—Ah no. A ti te dejo vendido como sea.
Otra risa breve y colgó.
Bien. Ahora solo tenía que sacar una cifra espantosa de dinero y conseguir un reloj. Por favor… ¿en qué universo era ella una ladrona?
—
El sonido mecánico del teléfono al colgar fue lo último que se escucharía durante largos segundos en la cabina pública en la que estaban. Ethan le miraba de brazos cruzados con expresión acusadora, que habría sido más intimidante de no ser por el papelito firmemente encajado en su nariz.
—Qué.
—¿No te apetece mandar también a tus padres una descripción escrita de cómo es tu acompañante? Para que puedan informar bien a la polícia, total.
—Mi hermana está de mi parte, a ninguno nos interesa que nos pillen.
—Ajá.
Nohlem suspiró, harto de discusiones.
—Volvamos al hotel para adecentarnos. No me apetece que mi hermana nos vea así.
—No —le cortó el paso antes de que pudiera salir—. Es tu hermana, no la mía. No pienso quedar con ella, ¿estás loco?
—Como no te vea no se va a quedar tranquila, va a pensar que estoy mintiendo o que me están engañando.
—Es que estás mintiendo…
—En todo no. Conozco a un balera. Si prefieres que entre en pánico y llame a la policía…
—No, claro, prefiero que la llame más adelante cuando claramente siga sin fiarse de mí, pero pueda decirles no solo a donde vamos sino encima cómo soy —su tono era animado, lo que lo hacía más ácido aún. Miró a otro lado—. Que ya levanto yo pocas miradas siendo balera, seguro que me ayuda que para colmo me tengan mucho más localizado…
Nohlem inspiró profundamente, intentando no pensar en qué clase de monstruos perseguían al chico para que quisiera huir con tanto apremio. Problema del Nohlem de mañana.
—No te va a vender —aseguró con firmeza—. No le interesa. Si nos pillan también es jaque-mate para ella —buscó su mirada con intención de sostenerla—. Pero, obviamente, si no te ve y cree que lo que le he contado es mentira, va a pensar que una mafia me tiene agarrada por los mismísimos o alguna locura peor, y entonces sí que va a llamar a la policía.
También estaba la posibilidad de que Kahlo simplemente creyera que perdió el dinero en un casino y había puesto al teléfono a un cualquiera para darse credibilidad, pero omitió esa parte por orgullo.
—Tu historia era una mierda —atajó Ethan—. No entiendo siquiera como ha colado, por los Santos, te estabas riendo todo el rato —Nohlem rodó los ojos, pero eso no detuvo al balera—. ¿Marchante de arte? ¿Desde cuando comercian con música los marchantes de arte?
—¡Puedes tener contactos o renombres, qué sé yo! ¿Se te habría ocurrido a ti algo mejor, Don Mis padres son historiadores?
El balera entornó los ojos.
—Pues cuando te estaba comiendo la polla no me preguntaste mucho acerca de ello, eh.
Con los ojos como platos, un rubor incipiente y los labios hechos una incómoda línea recta, Nohlem apartó la mirada admitiendo la derrota con su silencio. Ethan se quedó en el sitio, resignado, pensando en el error que había sido no marcharse temprano esa mañana. Con un hondo suspiro se ajustó la chaqueta. Después de tanto tiempo y revuelo estaba dada de sí, y hoy particularmente se veía lamentable.
—Esto es una mierda. ¿No tenías cheques? —el granta le miró de reojo y asintió después de un segundo de duda—. Pues vamos a comprarnos ropa.
El plural era cortesía. El otro tenía ropa de sobra. Por mucho que quisiera estar lo más lejos y antes posible de Bermellón, el balera sabía jugar sus cartas cuando de una fuente de ingresos se trataba. A saber cuando volvería a tener acceso a tanto dinero.
—¿Puedes aunque sea quitarte el papelito de la nariz?
Ethan obedeció… y en seguida la sangre reanudó su cauce. Le miró sin expresión alguna, ¿qué más? Ya tenía el cuello de la camisa lleno de gotas secas.
—¿Contento?
Apurado, el pelirrojo le quitó el papel de las manos para volver a ponérselo en el morro; no dentro de la nariz como debería, sino aplastado contra ésta, lo que hacía flaco favor a detener la hemorragia.
—Perdón —dijo con las orejas gachas y una mueca al sentir la calidez en sus dedos—. Es decir, no me arrepiento de haberte pegado. Te lo merecías, con toda honestidad, pero- Uhm, perdón.
Las pupilas de Ethan crecieron y menguaron hasta formar el peligroso filo de un cuchillo antes de apartarle de un manotazo brusco. El golpe era demasiado reciente para tomarse aquello de buenas.
—Lo que tú digas. ¿A qué hora viene tu hermana?
Nohlem miró su recuperado reloj y, de alguna forma, muy a pesar de ser la víctima del robo, el gesto se sintió culpable. Suspiró por septuagésima vez en lo que llevaban de día.
—Sobre la… una menos cuarto. Te… Te compraré un traje a medida. O bueno, lo que se pueda en una hora…
Ethan ya le estaba dando la espalda para salir de la cabina.
—Está bien. Voy a ver si puedo limpiarme la sangre.
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