- TakGM
Ficha de cosechado
Nombre: Airi
Especie: Sanaí
Habilidades: Habilidad manual, memoria, imaginación.Personajes :
● Gael/Koval: fuego fatuo terrícola.
● Kin: demonio raigaurum irrense.
● Ayne: anima sinhadre.
● Eara: sinhadre sin esencia.
● Nime: demonio mineral libense.
● Iemai: cercana, fallecida.
● Airi: sanaí.
Unidades mágicas : 8/8
Síntomas : Tendencia a alargar sus baños. Tiene episodios de disociación esporádicos cuando sale al patio.
Armas :
● Gael/Koval: espadas rectas, maza y quimeras.
● Kin: alfanje y guan dao.
● Ayne: sable.
● Eara: ballesta de repetición.
● Nime: dagas.
● Airi: vara y arco.
Status : (ノ☉ヮ⚆)ノ ⌒*:・゚✧
Una esclava llamada Iemai
02/03/21, 08:22 pm
- Nota:
—Bienvenida a Rocavarancolia, elegida.
Aquella frase, acompañada de una risa burlona, despertó a Iemai de un sueño que parecía haber durado días. A medida que su mente comenzaba a reconectar con su cuerpo se dio cuenta de que tal vez eso era exactamente lo que había pasado. Sus músculos apenas le respondían, se sentía sucia, y tenía la boca horriblemente seca.
La persona, o monstruo, que había hablado era alta y fuerte, y cubría su cara con una máscara de hueso. Se inclinaba hacia ella y sonreía de medio lado.
—Te han hablado de la tierra de los milagros, ¿verdad? Bien, no eres uno de ellos, pero no desesperes, al menos podrás verla con tus propios ojos. ¿Cómo te llamas?
Iemai le devolvió la mirada, incapaz de erguirse. Aquel monstruo, lo que fuera, tenía alas, y sus manos, e incluso sus brazos, estaban cubiertos de hueso. No era un disfraz. Quería chillar, pero su garganta estaba demasiado seca.
—¿Tímida, tal vez? Deja que te ayude. Yo me llamo Lasca.
El grandullón le tendió una cantimplora, y el instinto de Iemai le dictó que era tan mala idea cogerla como no hacerlo. Pero llevaba días sin beber. Nunca lo había experimentado, pero supo que tenía que ser así; la cabeza le daba vueltas, y sus entrañas parecían hechas de arena.
Le arrebató la cantimplora de las manos a Lasca y el contenido descendió por su garganta y por su cuello, empapándole la ropa. Le producía una sensación de quemazón en las entrañas, pero era agua normal, o eso quería pensar. No tuvo la lucidez suficiente para reaccionar con sorpresa ante el cambio que se produjo en sus pensamientos cuando sintió que desaparecía su idioma natal. Lasca estaba hablando otra vez, y sus palabras pertenecían también a aquella lengua nueva.
—No bebas tan rápido, te vas a atragantar —la voz del monstruo pretendía sonar compasiva, pero su tono era tan falso y sus ojos tan burlones que Iemai no tenía la más mínima duda de que estaba metida en el peor lío de su vida. Tras haber vaciado la cantimplora prorrumpió en toses. Lasca parecía divertirse observándola.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con voz rasposa, retrocediendo hasta que su espalda dio con la pared.
—Directa al grano, ¿no? Ven conmigo, será mejor que lo veas por ti misma. —Sin esperar a que se levantase, él mismo la irguió agarrándola por los brazos, como si fuese un bebé. Luego le ofreció su propia mano para que se apoyase, e Iemai no tuvo más remedio que aceptarla si no quería desplomarse en el suelo de nuevo.
Miró a su alrededor, reconociendo que estaba en una especie de cueva poco iluminada. A su alrededor había barriles de gran tamaño, por lo que asumió que era una bodega. No pensaba con claridad, pero comenzó a atar cabos. La habían sedado y encerrado allí hasta casi matarla, hasta debilitarla lo suficiente como para que fuese mansa. Lasca no era su salvador, eso también lo tenía claro. La dirigía hacia un corredor más iluminado de donde procedían las voces de varias personas, como si se tratase de un mercadillo. Y lo era, aunque la mercancía consistía en esclavos.
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—Este será tu cuarto, espero que no te importe tener que compartirlo con tus compañeros.
Tras darle de comer, proporcionarle ropa nueva, y hacerla sentirse mejor con un hechizo sanador, el quebrantahuesos había continuado dándole explicaciones como si Iemai hubiese decidido mudarse por su propia cuenta. Era cierto que había accedido a acompañar a la mujer del banco de niebla, pero nada de lo que le había dicho era cierto. No era una elegida de nada, y no entendía cómo había podido tragarse una mentira así. No había querido que la torturasen en Islasanta, pero trascender a la lejanía por sus propios medios tal vez habría sido la mejor opción ahora que sabía la verdad.
Lasca continuaba hablándole de las cosas que le iba a proporcionar. En el mercado de esclavos se había asegurado de que entendiera dónde podía acabar si él se cansaba de ella. «Ahora eres de mi propiedad» le había dicho, con una de sus sonrisas repulsivas, «pero no te preocupes, si haces lo que yo te diga no te va a faltar de nada». Iemai no había sido capaz de dejar de temblar desde entonces.
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Una chica con hocico y orejas alargadas le trajo la cena esa noche. Tenía la piel del color del bronce y las plumas anaranjadas y esponjosas, demasiado finas para ser realmente plumas. Su mirada parecía que se había perdido muy lejos de aquella habitación, pero aunque no dijo nada, esperó pacientemente a que la cercana levantase la cabeza y se lanzase al plato de comida.
Iemai había permanecido acurrucada en una esquina de la habitación desde que Lasca la había dejado sola para que descansase. Había escuchado voces en la casa, pero no se había atrevido a moverse o indagar quiénes más vivían allí.
—Me llamo Jeen —dijo finalmente la chica, que rehuía la mirada de la cercana como si no pudiese evitarlo—. Lo siento, no puedo ayudarte. Estamos igual.
—Estamos igual… ¿pero cómo exactamente?
La chica no respondió al momento. Su aire despistado ponía de los nervios a Iemai.
—Debe de estar a punto de empezar —dijo.
—¿Empezar el qué? —preguntó con tono cortante.
Jeen no necesitó explicarse. Los aullidos de un chico en la distancia lo hicieron por ella.
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El dueño de aquella voz se llamaba Dechra. Decía proceder del mismo mundo que Lasca, con la diferencia de que él no era un milagro. Como tampoco lo eran ella misma o Jeen. Sus gritos y lamentos resonaron varias veces aquella semana por la casa, y al caer la noche Lasca lo traía a la habitación y lo depositaba en su cama, no sin dirigir una mirada de interés a las reacciones de Iemai.
Nadie le explicó gran cosa los primeros días. Probablemente eso era lo que Lasca deseaba: oler su miedo, paladear su confusión. Cuando él se marchaba, Jeen lo hacía con él, e Iemai se quedaba encerrada en la casa con un Dechra que no se movía y lo único que hacía era rezar. El quebrantahuesos no tardó en empezar a pedirle que llevase a cabo las tareas de la casa mientras ellos estaban fuera, una vez los ojos de la cercana se hubieron acostumbrado mínimamente a la luz del día.
Aquel no era un encierro completamente involuntario, ya que como Lasca le había explicado el primer día, nada le impedía abandonar la casa. Se encontraba protegida por magia poderosa para que nadie pudiese entrar sin permiso, pero salir no era un problema. Luego le había hablado de los monstruos que habitaban en el exterior. «Algunos no tienen pizca de inteligencia, a pesar de que te pueden aplastar sin dificultad. Pero otros… otros son inteligentes como tú o como yo, de ellos no se puede huir corriendo, Iemai. Lo sabes, ¿verdad? Sabes que no todos tendrán la misma consideración que yo si sales ahí fuera tú sola».
Iemai sospechaba que era cierto, porque ni Jeen ni Dechra tenían intención de escapar.
—No hay adónde —había logrado sonsacarle a la varmana—, en Rocavarancolia solo hay monstruos.
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Algunos días después, Lasca le pidió que lo acompañara. Dechra se había recuperado de forma completa y repentina, pero ahora era Jeen la que se encontraba encamada y temblando.
El quebrantahuesos la llevó de nuevo al mercado de esclavos. Iemai descubrió que trabaja allí, y esa revelación ni siquiera la tomó por sorpresa. No tardó en darse cuenta de qué era lo que Lasca quería que viese en aquel lugar: la clase de gente que frecuentaba esa galería subterránea. Monstruos como él. Monstruos que hablaban de comprar seres inteligentes como si fuesen un bien de un solo uso, algunos de aspecto grotesco y, otros, hermosos, pero igual de putrefactos por dentro.
Lasca no tardó en empezar a corregir sus modales y pedirle tareas sencillas, como transportar cosas, sostener sus pertenencias, llevarle sus notas o dejarse observar por otros monstruos interesados en examinar las características de los cercanos. Iemai quería vomitar, pero su parte más cabal reconocía que su situación no parecía tan horrible como la de los seres encerrados en las jaulas, listos para ser vendidos.
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Lasca chasqueó la lengua al enterarse de que la cercana no podía leer muy bien.
—Practica, necesito que al menos puedas llevar tú sola cuenta de la mercancía que tenemos.
Iemai llevaba casi una semana siguiendo al quebrantahuesos a todas partes. Por la noche, cuando se tiraba en la cama, observaba a Jeen en el catre de al lado. Convalecía en silencio, a diferencia de Dechra. Ni una palabra salió de su boca. Ni un grito, tampoco. «¿Qué es lo que les hace? ¿Y por qué? ¿Qué han hecho?» se preguntaba. Jeen ya no contestaba a ninguna de sus preguntas, y Dechra hacía como si nadie más existiese y continuaba rezando a sus dioses.
—Me esforzaré —le respondió a su amo, que asintió y le tendió el inventario.
—Practica con esto —dijo, y se alejó a hablar con su asociada, la mujer que la había secuestrado en el banco de niebla.
Iemai deseó entonces no saber leer en absoluto. Las descripciones de los esclavos incluían todo tipo de detalles escabrosos sobre las formas en que se le podía sacar más lucro a cada uno por sus características, y rara vez tenía que ver con trabajar sin recibir nada a cambio. La cercana ya tenía el estómago del revés cuando encontró en la lista el nombre y la descripción de Jeen. «Inservible para tortura» ponía. «No grita ni habla, inestable». No tenía nada sólido que vomitar, pero lo hizo de todos modos.
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Aquella noche Lasca se trajo consigo una criatura peluda de ojos enormes. Lo presentó como Tori 17, mientras el muchacho se encogía sobre sí mismo temblando. Nunca volvió a ver a Jeen.
También llegó su turno de descubrir para qué los necesitaba Lasca. Por qué gritaban y llegaba un punto en que no podían moverse. Cuando el quebrantahuesos la depositó esa noche en su cama, con un cuidado que contrastaba fuertemente con cómo le había tronzado los huesos poco antes, Iemai tenía la mirada perdida.
—Tienes que ser fuerte, no puedo gastar toda la magia que me proporcionas en sanarte —le dijo con voz suave pero burlona mientras la arropaba. No la sanó hasta que, un par de días más tarde, ya no quedaban muchos más huesos que romper. Lo hizo posando un papel en su frente antes de marcharse, que mientras emitía un brillo fue haciéndola sentirse mejor.
Al día siguiente, sin embargo, todo volvió a empezar. Hasta que terminó la semana Iemai no pudo salir de la cama o del sótano donde Lasca les rompía los huesos a sus esclavos cuando volvía del trabajo.
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Atender la casa, asistir a Lasca, proporcionarle magia. Las semanas se sucedían, rotando aquellas tareas entre ellos cíclicamente. Era siempre así. Siempre había sido así. Seguiría siendo así cuando Lasca los hubiese sustituido por otros esclavos, algo que sucedería más tarde o más temprano dependiendo de su resistencia. Tori no tenía mucha. En poco tiempo se convirtió en puro nervio. Cuanto más se empeñaba en hacer las cosas bien para satisfacer a Lasca, peor le salían. Era demasiado joven, y había vivido entre algodones hasta que los traficantes de esclavos se habían cruzado en su camino.
Iemai, por otro lado, nunca había tenido una vida fácil. Estaba acostumbrada a trabajar para otros, a hacer trabajos sucios para otros. A ir a recoger a su padre a la calle, donde solía estar borracho o herido tras una pelea. A enfrentarse a él, y a suprimir sus propios deseos. No iba a ser sencillo, pero se juró a sí misma que iba a salir de esa. El cómo no se le ocurriría hasta algunos meses después.
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Iemai predijo correctamente que Tori no aguantaría demasiado tiempo. Fue sustituido por una chica con un color de piel parecido al suyo, pero sin pico ni plumas. Se llamaba Niva, y decía ser una terra. Su llegada fue, posiblemente, lo mejor que le había pasado a la cercana en mucho tiempo. Niva era mordaz, fuerte, y se adaptó a su nueva vida igual que lo había hecho Iemai. Por primera vez desde que estaba en Rocavarancolia tenía alguien con quien hablar. Hablar de verdad. Alguien con quien compartir la información que descubría cada día, ya fuese escuchando conversaciones en el exterior o en libros que hojeaba cuando debía sacarles el polvo.
—Los monstruos no siempre lo han sido —le explicó Iemai una noche al poco de conocerse, mientras yacían cada uno en su cama, Dechra abstraído por el dolor—. Antes eran como tú y como yo, pero tienen algo… algo que los hace cambiar cuando aparece en el cielo una luna mágica que llaman la Luna Roja. Cuando limpies el despacho busca un libro grueso con un redondo rojo en las tapas. Parece que solo son leyendas cuando lo lees, pero por lo que dice la gente en el mercado, es todo verdad —le explicó a su amiga—. No he avanzado mucho porque leo muy despacio y no me da tiempo. A lo mejor a ti te da tiempo a leerlo entero.
—Puedo intentarlo. Pero, ¿qué pasa con nosotras si sale esa luna?
—No lo sé, supongo que nada. Lasca dice que no somos milagros, y nadie teme a los esclavos. Si fuésemos a convertirnos en monstruos poderosos, nadie nos maltrataría antes de que eso pasase.
—Pero entonces… ¿de dónde salen ellos para empezar? ¿Quién los trae?
Iemai se removió, incómoda. Esa era una de las cosas que más la intrigaba.
—Antes de cambiar los llaman cosechados. Es todo lo que sé.
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Iemai yacía en la cama, desmadejada como un muñeco de lana, cuando Niva entró en el cuarto con el libro de la luna en las manos. Lasca se había marchado hacía no mucho con Dechra, y la ulterana había quedado al cargo de la casa.
—¡Lo tengo! —susurró entusiasmada, con temor a levantar la voz aun cuando su amo no estaba cerca.
Iemai apenas giró la cabeza para mirarla. Niva era consciente de que no era un buen momento para su amiga, pero era el único que tenían.
»Es una criba, Iemai. Los seleccionan, son cosechados y pasan por una criba. Los dejan solos en la ciudad, sin ayuda, para que sobrevivan solo los mejores. Luego, los supervivientes traen más cosechados. Este sitio está tan podrido que incluso los verdugos son víctimas. ¡Mira!
La niña puso el libro delante de la cercana y señaló un párrafo.
—“Tras recolectar criaturas con esencia en todos los mundos vinculados, dará comienza la criba. Solo las semillas de mejor calidad germinarán cuando nuestra señora vuelva a los cielos” —recitó—. Es la Luna Roja, Iemai. Y aquí hay un calendario. Sucede todos los años en las mismas fechas. Es como un ritual, y es así como nacen los monstruos.
Los ojos de Iemai se iluminaron, pero su voz sonó áspera cuando le agradeció a Niva la información. Tendría todo el día para pensar cómo encajaban las piezas de información que había escuchado con todo aquello.
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—Podemos escapar —le dijo a Niva algún tiempo después, cuando Dechra fue sustituido por un nublino llamado Lebne. Ver desaparecer al ochrorio había sido aterrador, porque era quien más se esforzaba en complacer a su compatriota. Iemai creía que era su favorito, y sin embargo se había deshecho de él—. No sabemos cuándo se aburrirá de nosotras, Niva. Tiene que saber… sabe que no le conviene tener demasiado tiempo a los mismos esclavos alrededor, aprendemos demasiado.
—¿Y a dónde quieres que vayamos, Iemai? ¿Al exterior, a que nos devore una bestia? ¿A acabar en manos de otro rocavarancolés que podría ser aún peor que Lasca?
—¡No! Tengo un plan. Solo tengo que… necesito pulirlo un poco más. Podemos refugiarnos entre los cosechados. Sabes que son intocables.
—¿Estás loca?
—Probablemente. Precisamente por eso quiero intentarlo.
—Nos matarán.
—¿Acaso no es mejor que esta vida?
—¡No! ¡No lo sé! —Niva soltó un aullido. Al alterarse había respirado demasiado fuerte para sus costillas rotas. Iemai apretó los labios, sin saber cómo consolarla. Sus conversaciones eran casi siempre así, con una de ellas demasiado rota para pensar con claridad.
»¿No te habrás vuelto tan loca como Lebne? —preguntó la terra cuando se encontró un poco mejor.
—Claro que no —repuso Iemai con desdén; el nublino se había convencido a sí mismo de que era un elegido y se aferraba a aquella idea para no desmoronarse—. Sé que no me voy a transformar, pero el resto de cosechados sí lo harán. Sabes que no todos son horribles ahí fuera, pero lo peor de lo peor se junta en los bajos fondos. Si nos hacemos amigos suyos, cuando salga la Luna se convertirán en nuestros protectores.
—Qué estupidez.
—¿Por qué?
—Pueden salir mal demasiadas cosas en ese plan. ¿No es eso intervención?
—No lo sé… No creo. Pero es que absolutamente todo puede salir mal si nos quedamos aquí. ¿No quieres humillar a ese desgraciado?
—Vas a hacerlo diga lo que diga, ¿verdad?
—Sí.
—¿Incluso si no voy contigo?
Iemai dudó. Le tembló el labio inferior mientras respondía.
—Sí.
—Pues no me cuentes nada más. —Iemai iba a hablar, pero Niva la cortó alzando la voz—. No quiero saberlo, no puedo saber los detalles. No quiero que Lasca me pueda sacar nada sobre tu plan.
—Lo sabrá todo por culpa de dama Liendre, tarde o temprano —agregó la cercana, con una mueca de asco.
—Lo sé, y por eso no voy a arriesgarme. Lo siento.
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Iemai toqueteó, con cautela, todo lo que estaba a su alcance en la casa. El libro de la Luna Roja no era el único interesante que tenía Lasca, ya que también encontró uno que contenía un mapa de la ciudad en la primera página. Era tosco, pero tras haberse paseado por ella con el quebrantahuesos le sirvió para ubicar varias zonas importantes. Debía huir de algunas, pero otras, como los torreones o la antigua cárcel, eran puntos clave para su plan. Lo grabó a fuego en su mente.
A medida que se aproximaba la cosecha de Samhein, los transformados hablaban cada vez más de ella. De sus propias experiencias, de sus primeras impresiones de la ciudad, y de cómo serían los nuevos cachorros. Cuando Lasca la llevaba con él al mercado o a la taberna, Iemai saltaba de alegría para sus adentros. Podía sentarse en el suelo a escuchar y unir fragmentos de información. Nadie reparaba realmente en ella, así que no temía que alguien recordase su cara más adelante.
No le quedaba mucho tiempo. Al echar cuentas, sabía que tendría que escaparse el segundo día de una semana en la que Lasca la emplearía para recargar su magia. Parecía una traba seria para su plan, pero no lo era tanto como si le hubiese tocado acompañarle al trabajo. Niva estaría en casa con ella, y eso, para Iemai, casi era la peor parte. La pondría en el punto de mira de Lasca, y no quería que pensase que eran cómplices.
Ya no hablaban tanto entre ellas, pero Iemai seguía considerándola su amiga. Sabiendo que iba a dejarla atrás, no quería encariñarse aún más con ella, pero ya era demasiado tarde como para marcharse sin preocuparse por lo que pudiese pasarle.
—Estás a punto de irte, ¿no? —le dijo la terra un día, casi sin voz, desde la cama.
—Sí.
—Le diré que no sé lo que pasó. Es verdad, no lo sé. Te marchaste sin decirme nada, no somos amigas. Iemai, Lasca es idiota. En realidad es un maldito idiota.
Los ojos de Iemai amenazaron con llenarse de lágrimas. Asintió, sonriéndole a la chica, aunque sin una pizca de alegría.
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Solo faltaba una cosa por solucionar: Iemai necesitaba un modo de curarse antes de abandonar la casa de su amo. No iba a sanarla al segundo día ni aunque se lo suplicase, y eso quería decir que debía robarle la llave del cofre donde guardaba sus papeles con hechizos y volver a ponerla en su sitio antes de que se diese cuenta de su ausencia. Incluso si llegaba a notar la falta de uno de los amuletos, lo más probable era que no se le pasase por la cabeza que habían sido los esclavos, ya que llevaba siempre la llave consigo, en el bolsillo de la chaqueta.
Por lo que había visto durante aquellos meses, lo único que hacía falta para activar los amuletos era presionar sobre ellos, además de que estuviesen cargados. Era lo que el quebrantahuesos hacía cuando se lo ponía encima. Pronto sería el turno de curar a Niva, pero pasaría tan poco tiempo entre aquello y su huida que Lasca no tendría tiempo de deducir que no lo había cambiado de sitio él mismo.
En la última semana que Iemai pasó siguiendo a Lasca por los bajos fondos no hizo otra cosa que buscar el momento apropiado para meter la mano en el bolsillo del quebrantahuesos. Era la primera vez que la cercana daba gracias por haber sido una rata callejera: tenía experiencia haciendo aquello, pero jamás se había jugado tanto con ese gesto. No supo cómo pudo controlar el temblor de sus manos, pero lo hizo. Introdujo los dedos en su chaqueta despacio y con precisión, para no hacer saltar sus hechizos de defensa moviéndose con demasiada prisa. Para aquel entonces conocía a su amo tan bien que sabía que estaría demasiado ocupado evaluando a los nuevos esclavos como para prestarle atención a ella, que siempre se había mostrado servicial y mansa. O eso esperaba. La paranoia se había instaurado en su cabeza desde que había comenzado a urdir sus planes de huida. «¿Y si resulta que es un gran mentalista y no lo sabemos? ¿Y si escucha las conversaciones de sus esclavos en vez de dormir? ¿Y si…?».
No obstante, cuando tuvo la llave entre sus dedos y la metió en su propio bolsillo no pasó absolutamente nada.
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Aquella noche Iemai se levantó mientras los demás dormían y caminó hacia el estudio con sumo cuidado. Apretaba la llave con tanta fuerza que se había quedado dibujada en su mano. Todavía podía pasar que Lasca hubiese notado su ausencia, que la estuviese esperando al otro lado de la puerta, pero eso no detuvo a la cercana. «Es ahora o nunca» se dijo.
Prendió un candil y se apresuró a abrir el cofre. Levantó los papeles, asegurándose de no cambiarlos de orden, hasta que reconoció el dibujo que había visto tantas veces. Lo agarró con sumo cuidado, temiendo que se activase el hechizo por accidente, y lo escondió en un bolsillo. Sopló sobre la llama y dejó que la oscuridad la engullese de nuevo.
Al día siguiente dejaría su cama bien hecha, con el amuleto escondido entre la manta y la colcha en una zona que era improbable que nadie se fuese a sentar o apoyar. El corazón le latía a toda velocidad, porque todavía tenía que devolverle la llave a Lasca, y tenía que ser antes de que acabase el día. Aquella noche necesitaría abrir el cofre para sanar los huesos de Niva. Por suerte, devolverla a su sitio era mucho más sencillo que tomarla.
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Por increíble que le pareciese a la cercana, todo parecía ir según lo planeado. Si Lasca había notado la ausencia de un amuleto, no se lo había comunicado a ninguno de ellos, ni parecía particularmente preocupado. Gracias a eso Iemai pudo refugiarse en la esperanza cuando comenzó su tortura. Si todo salía bien, aquella sería la última.
Cuando hubo llegado el momento, esperó a que todos se durmiesen y, mordiéndose el interior de la boca para no gritar, rebuscó el amuleto entre la ropa de cama. Los huesos rotos se le clavaban cada vez que se movía, pero saber que pronto dolería menos le daba fuerzas. Ocultó el brillo del hechizo bajo las sábanas y, cuando la magia se hubo agotado, escondió el amuleto entre su ropa para llevárselo consigo. Tal vez podría ser útil más adelante.
Estaba demasiado nerviosa como para dormir, pero consiguió descansar un poco cuando hubo salido el sol. Estaba medio adormilada cuando escuchó la voz de Niva, alta y clara, hablando con Lasca al otro lado de la puerta.
—Respiraba muy raro, como si se ahogase. Me da miedo que le pase algo hoy si no estás en casa…
Iemai abrió los ojos de repente y maldijo para sus adentros. Estaba tan agradecida a su amiga por tratar de ayudarla como enfadada porque hubiese decidido hacerlo a pesar de no querer tener nada que ver con su huida. No le quedó otra que fingir que respiraba con dificultad si no quería meterla en problemas. La terra había alzado la voz precisamente para hacerse oír y que Iemai pudiese exagerar su actuación.
—A ver, ¿qué es lo que pasa? —dijo el quebrantahuesos tras abrir la puerta de la habitación.
Se acuclilló al lado de la cama de Iemai y apoyó una oreja en su pecho para escucharla respirar. Aquellos segundos se le hicieron eternos a la cercana.
—Está bien, no hay ruidos raros en su respiración —comentó quitándole importancia. En ningún momento se había preocupado realmente por su salud, más bien estaba molesto—. Ya deberías saber de sobra que por respirar así no se va a morir, es ansiedad. La próxima vez no me hagáis perder el tiempo.
Justo cuando Iemai pensó que se iba a marchar solo con aquella advertencia, el quebrantahuesos se apoyó en su antebrazo para volver a ponerse en pie. Notó cómo apretaba sus garras en torno a él mientras lo hacía, hasta que sintió cómo se tronzaban dos huesos, uno detrás de otro.
—Por si no tenías suficiente —escupió con una sonrisa. El pequeño torrente de magia obtenido le había devuelto el buen humor.
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—Lo siento. Lo siento muchísimo —le decía Niva entre lágrimas cuando Lasca y Lebne se hubieron marchado.
Iemai había cumplido su promesa de no contarle nada, pero la terra no necesitaba ninguna explicación para comprender cómo había estropeado sus planes al intentar ayudarla. Tras quedarse solas en casa, la cercana se había levantado como si nada y había empezado a cambiarse de ropa. Lo único que tenía roto era el brazo.
—Va a saber que me intentabas ayudar. Tienes que venir conmigo —dijo en cambio.
—No. No, no. Si te estuviese ayudando me habría ido contigo, si me quedo es porque no es así…
—¡No lo entiendo! —Iemai se detuvo ante la puerta que daba al exterior y respiró hondo antes de tocar el pomo. Era la primera vez que lo hacía en aquellos cuatro meses—. Vas a morir.
—Probablemente. Pero tú también.
—Eso ya lo veremos.
La cercana echó a correr sin mirar atrás, deseando que Niva la siguiese, pero no oyendo pasos a sus espaldas. Se limpió las lágrimas en cuanto empezaron a nublarle la vista, necesitaba la agudeza de todos sus sentidos para cruzar la ciudad sin incidentes.
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«Veamos… las normas. Sí, normas».
Iemai estaba sola con sus pensamientos en una celda de la antigua prisión, acurrucada sobre el camastro. Había llegado hasta allí pasando entre cuerpos dormidos y jeringuillas voladoras que no le habían prestado la más mínima atención. Tenía el corazón en un puño, como si esperase que fuese a pasar algo de un momento a otro, y lo único en lo que no le hacía daño pensar era en cómo seguían sus planes a partir de ese punto. Se forzó a recitarlos para ocupar su mente y tratar de calmarse, como si hubiese allí alguien a quien poder contárselos. Alguien como una terra en la que no debía volver a pensar.
«No decir por nada del mundo quién soy realmente». Lasca no podría soportar la vergüenza de que la gente se enterase de que una de sus esclavas se había burlado de él de aquella manera. Si lo sabían los cosechados, lo sabrían los transformados, y nada le impediría al quebrantahuesos ir a por ella entonces.
«No dar pistas demasiado útiles ni información demasiado precisa». No entendía del todo bien la ley de no intervención, y no acababa de tener claro si estaba comprometiendo a sus futuros compañeros por el mero hecho de mezclarse entre ellos. Aun si creía que no era el caso, tampoco deseaba que aquello la delatase.
«No salir del refugio si no es realmente necesario». Jamás anunciaría con antelación que iba a abandonar el torreón, jamás se alejaría demasiado de sus futuros compañeros, y desde luego evitaría en medida de lo posible pasar demasiado tiempo en las calles. En el exterior perdía la protección que, irónicamente, le proporcionaba el hecho de estar siendo monitoreada de forma constante.
«Ser agradable, hablar con todo el mundo, evitar los conflictos». La buena convivencia era la clave para meterse en el bolsillo a los cosechados. Los necesitaba para seguir viva, y fingiría ser quien hiciese falta con tal de no quedarse sola cuando hubiese salido la Luna Roja.
«Sobrevivir». Lejos de la Cercanía, la muerte se había convertido en un abismo mucho más aterrador, aunque no tanto como lo había sido su vida de esclava.
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